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El padre Ganges

Cómo se duerme en los vagones-camas de la India.—Aparición del Ganges.—La sagrada ciudad de Benarés.—La orilla derecha y la orilla izquierda del río santo.—Buda y su Sermón bajo el árbol.—La fiesta primaveral del Shivarat.—Navegación por el Ganges.—El baño de los peregrinos.—Los palacios de Benarés.—Olas de flores y cadáveres flotantes o quemados.—El templo caído en piezas.—Las honras fúnebres del santo brahmán.—Un tenor mahometano canta las glorias del padre Ganges.

Pasamos una mala noche en el tren. La dirección de los ferrocarriles indostánicos se ha preocupado minuciosamente del bienestar de los viajeros. Cuatro de éstos ocupan en los trenes expresos un compartimiento amplio, casi un salón. Los vidrios de las ventanas son oscuros, como los anteojos que se usan para amortiguar la luz solar, y a través de ellos parece suavizarse el paisaje en las ardientes horas meridianas. Un cuarto con ducha y otros aparatos higiénicos completan la habitación rodante.

Cada uno de dichos salones tiene un criado especial, indostánico de cara cobriza, boca azulada y muda, pies descalzos, larga levita blanca, abultado turbante. Este servidor se oculta horas enteras, como si hubiese abandonado el tren, y aparece de pronto, lo mismo que un fantasma surgido de las ruedas.

Todo lo ha previsto la administración en tales dormitorios. Sólo falta una cosa en ellos, una sola… las camas. El doméstico enseña dos divanes, que sirven de asientos durante el día, y cuando llega la noche tienen sus respaldos de madera y gutapercha subidos horizontalmente sobre los goznes. Si el extranjero muestra asombro ante esta desnudez, el servidor le da la noticia de que en los ferrocarriles de la India inglesa la cama debe traerla el viajero.

A los que viven en el país, comerciantes mestizos, empleados y militares británicos, les es fácil remediar dicha falta. Les place llevar su propio lecho al ferrocarril. En sus viajes, que duran a veces tres o cuatro días de un lado a otro de la India, ellos y sus familias convierten el cuarto ambulante en una prolongación de la propia casa. Hasta guisan sus comidas o hierven el té en un hornillo portátil.

Los que atravesamos simplemente el país debemos ir a un bazar de Calcuta donde se venden camas de viaje. Son fardos de fácil transporte, que entristecen al que los abre, como un augurio de mala noche. El colchón equivale por su espesor a unas cuantas hojas de papel superpuestas; la almohada-oblea hay que levantarla con una maletita colocada debajo. La manta, por su delgadez, resultaría ilusoria en otras regiones de la India. Afortunadamente, de Calcuta a Benarés la noche será calurosa.

Transcurren para nosotros las horas nocturnas cambiando de postura en el lecho y deseando la aparición del sol. Al hacer alto en las estaciones, escuchamos el lento conversar de nuestro servidor con otros domésticos del tren, inmóviles ante las portezuelas de los compartimentos. Las más de las ventanillas tienen sus vidrios a medio bajar, a causa del ardor de la atmósfera. El espacio abierto resulta infranqueable para un blanco; pero en este país de hombres flacos y escurridizos, representa un peligro. Muchas veces, a pesar de la vigilancia de los criados del tren, se deslizan los ladrones dentro de los coches como si fuesen najas, con un silencio reptilesco, robando a los viajeros mientras duermen.

Todas las molestias de la noche, lecho duro, calor asfixiante, mangas de polvo por las ventanillas entreabiertas, ronquidos angustiosos de los compañeros, se desvanecen al llegar el día. Atravesamos un puente larguísimo, y este tránsito fluvial nos proporciona el regalo de uno de los paisajes más extraordinarios de la India, el que se agarra con mayor tenacidad a la memoria.

El río que acabamos de pasar es el Ganges, el verdadero Ganges, único y compacto, engrosado ya por sus principales afluentes, que atraviesa así el corazón de Bengala, antes de partirse en brazos caudalosos cerca del mar. Traza una curva majestuosa el río sagrado, ensanchando sus aguas de un verde blanquecino semejante al color del ajenjo, hasta formar una bahía. Y en la parte convexa de esta bahía, que recuerda la de Nápoles, se extiende una ciudad de altísimos edificios, huyendo casi verticalmente en el curso fluvial sus murallas y escalinatas.

Dicha ciudad, cuya longitud sobre el río pasa de un kilómetro, es Benarés, la metrópoli indostánica de las religiones. En el censo de la India figura como la novena o la décima población. Su vecindario, compuesto de sacerdotes, servidores de templos, imagineros y mercaderes que viven de los fieles, resulta poco importante, comparado con el de otras capitales; pero en días de peregrinación aumenta de modo inaudito. Hoy tal vez lleguemos a un millón los seres vivientes aglomerados en sus tortuosas callejuelas o sobre la lámina de su río golfo.

Benarés, más antigua que la historia de la India, tiene perdido su origen en las brumas de la leyenda. Si los brahmanes saben que nació en el mismo sitio que ahora ocupa, es por haber señalado su solar el divino Shiva con las puntas de su tridente.

Se esparce la ciudad por la orilla derecha del Ganges. Enfrente, la ribera es arenosa y desierta. En su amarillento declive rara vez se ven seres humanos y nadie se ha atrevido a construir una vivienda. El creyente que muere en la orilla derecha, o sea en la santa Benarés, queda libre de nuevas transmigraciones y su espíritu goza las delicias de no existir, fundiéndose en la esencia de Brahma. Si fue gran pecador, su alma se encarna en el cuerpo de un futuro brahmán, y al finalizar esta última transmigración logra la suerte de los buenos, ya mencionada. En cambio, los que mueren en la orilla izquierda dan un salto atrás en su carrera transmigratoria, naciendo de nuevo en forma de asno u otro animal de esencia vil y esclavitud fatigosa. Únicamente el rajá de Benarés ha osado construir su palacio en la orilla izquierda, pero a cierta distancia de la ciudad, río arriba.

La suprema ilusión del indostánico es morir en Benarés, ser quemado en su ghat fúnebre y que sus cenizas las arrojen al Ganges. Los pobres hacen economías para este viaje final. Todos los príncipes de la India poseen palacios en Benarés. Los olvidan años y años, mientras se mantiene firme su salud, y vienen a habitarlos al sentir la proximidad de la muerte. Aquí se ven los funerales más fastuosos de la India, las incineraciones en piras de sándalo y otras maderas perfumadas. Dichos ritos fúnebres, reservados a príncipes y nababs, atraen incalculables muchedumbres, ganosas de aspirar los olores de un brasero cuya preparación costó una fortuna.

El frente de la ciudad vecino al río es el monumental, el que constituye la verdadera fisonomía de Benarés. Como el Ganges sufre aquí desniveles de ocho a diez metros entre su corriente ordinaria y las crecientes periódicas, todos los edificios inmediatos a él se hallan asentados sobre gruesas murallas que se remontan a considerable altura, sin una ventana, sin el menor orificio, semejantes a los malecones de los puertos. En dichos acantilados, obra del hombre, sólo a quince o veinte metros empieza el verdadero edificio, abriendo sus filas de ventanas y el arquerío de sus galerías cubiertas sobre el río profundísimo.

Se cortan las calles flanqueadas de palacios y templos al llegar al río, derrumbándose ribera abajo en forma de escalinatas con más de cien peldaños que se van ensanchando hasta tocar el Ganges. La curva de la ciudad es una sucesión de malecones en rápido talud, sobre cuyo lomo se alzan palacios verdes, azules, rojos, con arcadas de alabastro y torres en forma de piñón. Entre estos edificios parecen los ghats pirámides descendentes, con su graderío siempre ocupado por una muchedumbre de vestiduras colorinescas.

Esta capital religiosa del mundo brahmánico vio nacer dentro de ella el budismo. Es la Roma de la India, pero una Roma tan antigua como muchas ciudades del viejo Egipto, y que aún no ha muerto, como éstas. Sigue viviendo vigorosamente después de treinta siglos de historia conocida y prolongará su existencia en un futuro que hasta ahora parece sin límites.

Hace 3500 años, cuando Benarés se llamaba Kashi, la historia de la India, casi fabulosa, habló ya de sus sacerdotes. Novecientos años antes de la era cristiana, Benarés era un gran centro de estudios filosóficos y teológicos. Dos escuelas rivales, la de los brahmanes y la de los suastikas, divididas en innumerables sectas, llenaban la ciudad con sus monasterios, sus templos, sus escuelas y sus disputas. Los brahmanes predicaban el predominio del espíritu sobre la materia, y los suastikas, materialistas, no admitían la inmortalidad del alma.

En medio de estas discusiones que duraron cientos de años, allá por el 595 antes de Jesucristo, apareció en Benarés un joven noble, hijo de una familia de guerreros, llamado Gautama, que había abandonado sus riquezas para dedicarse a la devoción y el estudio. Este príncipe, el futuro Buda, procedió como un anticlerical de su época, atacando en sus predicaciones a las dos especies de sacerdotes que monopolizaban la religión. El Buda salió de Benarés después de haber estudiado durante cuatro años, y deteniéndose en uno de sus arrabales, empezó a predicar, al pie de un árbol, ante un auditorio de mendigos, atacando las castas privilegiadas de brahmanes y suastikas, proclamando la igualdad de los seres humanos, varón y mujer, esclavo y magnate, sacerdote y pordiosero, ante Dios creador de todas las cosas. También afirmó que la existencia terrestre no es más que una prueba impuesta al alma inmortal, y los hombres pueden emanciparse de las ligaduras de la materia, conquistando una vida infinita por medio de la caridad, del amor al prójimo y de costumbres virtuosas.

Las predicaciones del Buda conquistaron rápidamente a los pueblos de la India. Gautama, al contrario de otros fundadores de religiones que murieron jóvenes, llegó a vivir ochenta años, y su muerte, según la tradición, fue a causa de haber olvidado su frugalidad habitual, comiendo, a instancias de sus discípulos, un arroz con cerdo.

Benarés, ciudad santa del budismo, se cubrió rápidamente de templos y monasterios. Durante muchos siglos llegaron a ella peregrinaciones, no solamente de las diversas naciones indostánicas, sino también de la China, la Mongolia, la Malasia y otros países que aún se conservan fieles al budismo.

Hace mil años, en el siglo IX de nuestra era, ocurrió la gran revolución religiosa de la India. Los brahmanes, vencidos por Buda, tomaron su desquite, apoderándose otra vez de las muchedumbres del país, y el budismo se derrumbó, volviendo a ser Benarés la capital del brahmanismo. Hoy, en toda la ciudad santa donde Gautama predicó su célebre «Sermón bajo el árbol», que equivale al «Sermón de la Montaña» del cristianismo, no queda más que un templo budista, el que edificaron los rajás de la provincia de Nepal, fieles a dicha religión.

En la India, donde todas las grandes ciudades han tenido su hora de hegemonía, y se cambia la capitalidad cada quinientos años, jamás conoció Benarés un momento de dominación política. Su influencia y su fama han sido puramente religiosas.

Otra de las particularidades de Benarés es no tener edificios que cuenten más allá de tres o cuatro siglos. Las guerras religiosas arrasaron numerosas veces esta ciudad de tres mil años, sin dejar el más pequeño recuerdo de las creencias vencidas. Hoy, sobre la capital del brahmanismo, el edificio más alto y vistoso es una mezquita construida por los príncipes indostánicos del Norte, los Grandes Mogoles, de religión musulmana, que llegaron en sus conquistas al sur de la India. La cúpula de este monumento y sus dos minaretes estrechos, que parecen sostenerse contra todas las leyes del equilibrio, asoman siempre sobre Benarés, así se contemple la ciudad desde el río o tierra adentro.

Hemos llegado en día de gran peregrinación. Es el Shivarat, la fiesta de Shiva, que marca el principio de la primavera indostánica. Casas y templos desbordan de gentío. En las calles hay que abrirse paso con los codos. Los ghats tienen orlados sus peldaños de filas humanas, multicolores, que permanecen inmóviles, contemplando el Ganges. Al bajar del tren encontramos automóviles, que nos llevan por las avenidas del Benarés moderno, donde viven los ingleses. Después seguimos caminos polvorientos, hasta llegar a los arrabales de la ciudad vieja. La estación del ferrocarril está lejos. Nuestro tren, después de atravesar el puente, ha hecho una curva de varios kilómetros sin detenerse.

Hay que echar pie a tierra en la entrada del viejo Benarés. Ninguna de sus calles tiene más de cuatro metros de anchura, y hoy están obstruidas por la muchedumbre. En días normales tampoco puede circular por ellas ningún vehículo.

Avanzamos lentamente por las callejuelas que conducen al río. Todos marchan hacia el Ganges. Los vecinos de la ciudad, acostumbrados a ver extranjeros, apenas se fijan en nosotros; pero los más de los transeúntes son peregrinos venidos a la fiesta desde provincias remotas, y nos acosan con su curiosidad y sus demandas. Una turba de mujeres cobrizas como gitanas, de reptilesca delgadez, ostentando botones de plata en la nariz o las mejillas, los brazos cargados de pulseras de plomo brillante y un velo de colores arrollado desde las rótulas a la cabeza, nos colocan ante el rostro su diestra pegajosa y fría para que les demos dinero. Grupos de niños desnudos se unen a esta demanda insistente, cortándonos el paso, agarrándose a nuestras rodillas, repitiendo la melopea de su petición. Para librarme de tales estorbos, los empujo y me echo a un lado, abriéndome paso a través de un grupo de indostánicos inmóviles.

Un alarido junto a mis pies; una cara achocolatada que me grita de abajo arriba con expresión de alarma. Quedo en medroso equilibrio, con una rodilla en alto, junto a un cesto redondo del que se elevan varios cables oscuros y balanceantes. El que me grita es un sapwala, para evitar que introduzca uno de mis pies, calzados con zapatos de lona, en el cesto de sus cobras.

Me echo atrás; un policía indígena me toma bajo su protección, y gracias al camino que va abriendo con la porra que empuña su diestra, consigo llegar a los ghats del Ganges.

Aprecio aquí la importancia religiosa de Benarés, mejor que en sus callejuelas. Puedo abarcar en una sola mirada la grandeza de este río divino y los miles y miles de seres humanos hundidos hasta el cuello en sus aguas ribereñas, con los ojos en oración. Toda la India inmóvil en su ensueño religioso, la India del quietismo contemplativo, que resulta incomprensible al ser estudiada en los libros, se revela de golpe con la majestuosa aparición del Ganges. En lo más alto del ghat me siento zarandeado por la muchedumbre que se derrama poco a poco por las tres caras de su graderío. Es una muchedumbre multicolor, como no la he visto en ningún pueblo del Extremo Oriente, como jamás volveré a verla en otro país. Por un azar, la mayor parte del gentío de las callejuelas iba vestido de blanco, contrastando el albo color con sus carnes de bronce. Aquí, las mujeres se cubren con velos escarlata, azafrán, rojo, amarillo, verde, morado o color de fuego. Muchos hombres llevan fajas y turbantes de iguales tintas: el turbante indostánico terminado en punta, con un extremo que cuelga sobre el pescuezo. Varones y hembras son de exagerada delgadez, que da a sus movimientos silenciosos una agilidad y una soltura extraordinarias, haciendo pensar al mismo tiempo en la extenuación del hambre. Cuando alguno de estos seres es obeso, su gordura resalta igualmente exagerada, con la hinchazón elefantíaca de ciertos ídolos.

Los brahmanes, vestidos de blanco o rojo, descienden impasibles hacia el río, como si marchasen a través de la soledad. Otros sacerdotes de sectas incomprensibles para nosotros nos rozan al pasar con repulsivo contacto. Algunos llevan la cara pintada de ceniza y boñiga, como payasos grises. Otros, más pequeños, tienen aspecto de bufones sagrados y ostentan un gorro en forma de campánula invertida, cubierto de flores artificiales, con faldellines de la misma especie sobre las caderas. Los hay pintados igualmente con pasta de cenicienta palidez, los ojos perdidos en la profundidad de sus órbitas, los brazos óseos, el costillaje saliente por la flacura, cubiertos con una especie de sudario quemado y deshilachado, que parecen cadáveres recién expelidos por la tierra.

Descendemos un centenar de escalones, percibiendo a la vez la respiración húmeda del Ganges, el olor sudoroso de la muchedumbre que aún no se ha bañado y un perfume primaveral. En los últimos peldaños, los vendedores de flores agitan sus brazos cargados de guirnaldas. Todos los peregrinos, hasta los más miserables, compran un collar florido para ofrecérselo al padre Ganges.

Flores, flores por todas partes, rojas, amarillas, azules. El río tiene cubierto de pétalos su remanso frente a Benarés. Hasta diez o doce metros de la orilla existe un banco flotante, color de sangre, de cielo y de oro, que sube y baja con las palpitaciones de la corriente o el paso de las barcas, choca contra la orilla, se despega formando islas y vuelve a soldarse con la piedra de los peldaños.

La luz alegre de un sol adolescente saca destellos de esta muchedumbre apretada a lo largo del Ganges, pone resplandores en los pesados brazaletes femeniles, chisporrotea en los botones de plata o los diamantes incrustados en mejillas y narices, hace relucir como pequeños soles los vasos de bronce que los devotos sostienen en una mano para llevarse a su vivienda el agua sagrada.

Lo extraordinario en este amontonamiento de gente oriental es la abundancia de mujeres. En ninguno de los pueblos asiáticos son presenciadas las ceremonias religiosas por tal muchedumbre femenina. La mayor parte de los fieles profesa el hinduismo, y sus mujeres van a cara descubierta, sin más que un velo sobre la cabellera. Todas se han puesto sus mejores joyas para la fiesta del Shivarat. Muchas, además de los botones y piedras preciosas incrustados en el rostro, ostentan grandes aros de oro y esmeraldas pendientes del tabique central de su nariz.

Como los hinduistas no llevan turbante, la mayor parte de esta aglomeración devota se compone de cabezas descubiertas recién esquiladas para que resulte más eficaz la inmersión en el río sagrado.

Salto a una de las barcazas que llevan viajeros por la curva del Ganges, de un extremo a otro del caserío. Son embarcaciones pesadísimas, en las que se atendió a la estabilidad más que a la rapidez. Sobre su casco existe una casa de madera pintada, cuya techumbre sirve de terraza. Subimos varios a esta azotea fluvial, tomando asiento en sillones de junco ennegrecidos y con patas vacilantes, restos del mueblaje de algún funcionario británico.

Junto a la proa bogan dos muchachos casi desnudos, que soplan de cansancio al mover sus remos enormes. Arriba, en la parte trasera de la terraza va el «capitán», indígena tostado e igualmente desnudo, que empuña a guisa de timón un remo todavía más grande. Nos deslizamos lentamente aguas arriba, a pocos metros de la ribera. Ahora podemos apreciar la cara gangética de Benarés, la altura enorme de sus muros sin ventanas, los palacios, cuyos dueños sólo vienen para morir.

Las cornisas de estos edificios tienen filas de palomas blancas o de color metálico, inmóviles, en un quietismo medroso. Sobre el cristal del cielo se balancean buitres y aguiluchos, como borrones con alas. Las galerías de afiligranado arquerío dejan ver gasas multicolores y tapices venerables puestos a secar. En otros palacios, los salones han sido transformados en pajares, asomando por el hueco de sus dobles ojivas el amontonamiento de los haces. Algunas techumbres sustentan el aditamento de cabañas negruzcas, que sirven de vivienda a una servidumbre parásita y olvidada. Monos rojizos, de azogada inquietud, trepan por los salientes de las fachadas, desaparecen en los tragaderos de los ventanales y vuelven a surgir poco después.

Rozamos al pasar grandes barcos pintarrajeados, con uno o dos mástiles: yates indígenas de príncipes y nababs, anclados frente a sus palacios, que sólo navegan cuando se celebra una fiesta acuática en honor del padre Ganges. Estas galeras, mayores que la nuestra, sustentan igualmente una amplia casa sobre su casco y una terraza en su techumbre, pero están pintadas, a partir de la línea de flotación, con más abigarrados colores. Unas son rayadas como el tigre o la cebra, otras blancas con guirnaldas de flores enormes; algunas tienen ojos y una proa fisonómica, lo que les da aspecto de bestias fabulosas.

No hay una sección de la orilla sin su capa flotante de pétalos y su muchedumbre que se baña o hace oración. En algunos recodos desaparece el agua enteramente bajo las cabezas y no se sabe dónde empieza la orilla.

Una hilera de quitasoles que parecen techumbres de chozas sigue las sinuosidades de la ribera. Estos hongos colosales son de paja trenzada y tienen inscripciones en indostano pintadas de negro con grandes caracteres. Debajo de cada uno de ellos existe un santo brahmán, un sacerdote de nombre célebre, que lleva años viniendo a ocupar todos los días, a la salida del sol, el mismo lugar, y así continuar mientras exista.

Veo a uno de estos personajes que llega tarde a su puesto y se coloca bajo la cúpula del quitasol en una postura que guardará hasta el ocaso. Se sienta con las piernas cruzadas sobre una tarima que avanza unos cuantos palmos sobre el río. Tuerce su cúpula amarillenta para que la sombra le cubra mejor, se balancea a un lado y a otro hasta quedar cómodamente sobre sus pantorrilas en aspa, y una vez que ha tomado esta posición, semejante a la del Buda, queda inmóvil, mirando la corriente del Ganges con meditativa fijeza.

Estos santos varones tienen su fama y su clientela. Los fieles vienen a visitarlos desde enormes distancias, trayéndoles presentes a cambio de certificados que acrediten su viaje al Ganges, de recetas milagrosas, de oraciones escritas y de fetiches. Todos poseen arriba, en el viejo Benarés, casa propia, y la frescura de sus trajes inmaculados o de ardientes colores contrasta con la miseria de sus devotos.

Entre nuestra embarcación y la orilla van pasando, aunque permanecen inmóviles, nuevas masas de hombres metidos en el río hasta los hombros, insensibles a la frialdad de su corriente, los ojos en alto o mirando el propio pecho con religiosa tenacidad. No hacen el más leve movimiento curioso ante el buque que pasa junto a ellos y les bate los pectorales con las ondas de su desplazamiento. Están en oración, una oración rutinaria y monótona que absorbe sus sentidos.

La ribera baja del Ganges es insegura para las edificaciones. Crecidas frecuentes y la flojedad de un suelo de aluvión parecen burlarse de los esfuerzos del hombre. Pasamos ante los restos de un templo grandioso, que se amontonan, parte en la orilla y parte dentro del río. Este monumento de arquitectura indostánica no se ha desmenuzado al derrumbarse. Cayó en secciones, partido en piezas, como los edificios que sirven de juguetes a los niños, yéndose cada fragmento por su lado. Hay cúpulas que permanecen enteras con su base en el fango, ladeadas sobre el agua. Escalinatas de una sola pieza, caídas sobre una de sus caras laterales, tienen los peldaños derechos lo mismo que un muro que se hubiese plegado en ángulos de acordeón. Algunas galerías, al desplomarse, hundieron sus arcos en el Ganges, quedando en forma de puentes. Los remates de torre erguidos sobre la lámina fluvial resultan habitaciones acuáticas en las que penetran los nadadores. Columnas completas emergen como palmeras desmochadas. Sobre sus capiteles hay faquires andrajosos, que prefieren para su oración estas islas de piedra, altas y vistosas, donde apenas pueden moverse. El mismo instinto hizo instalarse en el remate de las columnas faraónicas a los «estigiritas», santos y huraños derviches del cristianismo egipcio.

Nadie ha hecho el menor esfuerzo por pescar las piezas gigantescas de este monumento caído en el río y reconstruirlo. Para el indostánico, lo mismo valen las intenciones que los hechos. El templo ya fue levantado; el padre Ganges lo ha querido en esta nueva forma, y no hay que contrariarle. La divinidad ya conoce las intenciones de sus constructores.

Más allá, una nube fuliginosa y un olor de grasa anuncian el gran crematorio de Benarés. Navegamos lentamente ante las plataformas y escalinatas de este lugar donde vienen a consumirse los personajes más poderosos de la India.

Varias hogueras arden a la vez. Una cúpula de humo azulado esfuma las fachadas de templos y palacios que se alzan en el fondo, haciendo temblar las líneas de sus remates. Hombres negros de hollín van y vienen entre las hogueras, derramando cazos de aceite para animarlas. Otros golpean con barrotes de hierro a los cadáveres y los parten, acelerando de este modo su cremación.

Aunque los restos son arrojados al Ganges, queda en estas plataformas una gruesa capa de cenizas siempre tibias. Los cuerpos recién quemados calientan las escorias de las incineraciones anteriores.

No queriendo ver de más cerca esta operación, permanecemos en el río. Evitamos tropezar con esqueletos calcinados que aún guardan su forma; meter el pie en los restos de un cadáver; aspirar a corta distancia el humo humano. Arden ocho piras a la vez, y los que están junto a ellas son mendigos hinduistas, lisiados, leprosos, paralíticos cubiertos de llagas, horrible colección de esbozos de hombres, que al presenciar el espectáculo de la muerte se consuelan de su miseria y sienten el orgullo de vivir.

Adivinamos desde lejos la casta social de los que arden en el quemadero. Hoy son cadáveres de pobres, a juzgar por su escasa leña. Uno se tuesta con las piernas fuera del brasero, y estas piernas, hinchadas y ennegrecidas por las llamas, toman la forma de morcillas chorreantes de grasa. Los operadores fúnebres las parten con dos golpes de tridente; luego las pinchan en el suelo, para arrojarlas a continuación en el centro de la hoguera.

El incendio fúnebre envía hasta el río telarañas de hollín; otras veces expele un sacudimiento de plumitas negras, que nos obliga a alejarnos. Además, nuestro «capitán» quiere que presenciemos una ceremonia extraordinaria que se está desarrollando en el último peldaño de otro ghat.

Una procesión cubre su graderío. El navegante gangético nos explica que el día anterior ha muerto en Benarés un santo varón, célebre por sus virtudes y milagros, y van a echarle al agua. A los personajes sacerdotales de Benarés no los queman al morir. Gozan el mismo privilegio que los niños de corta edad, los cuales tampoco son incinerados. Sus cadáveres los llevan al río para que permanezcan eternamente en las profundas y pacíficas entrañas del Ganges.

La paz del Ganges es simplemente una figura poética de sus devotos. El santo río está infestado de caimanes enormes, caimanes que llevan siglos de existencia, y esperan que muera un santo o una epidemia se cebe en los niños para comer con abundancia.

Vemos desde el buque al venerable brahmán, que parece vivo. Su cadáver ocupa una silla dorada, está envuelto en velos blancos y una barba alba y sedosa desciende hasta la mitad de su pecho. Suenan músicas y cánticos. Cuatro devotos levantan la silla y se meten con ella en el río, hasta que el agua toca sus hombros. Alí sueltan el sagrado depósito, y asiento y cadáver flotan un momento en la corriente, acabando por desaparecer. ¡Carne santa a los caimanes!…

Nos aproximamos luego a otro ghat que tiene aspecto de feria. Hay gimnastas a varios metros del suelo, que voltean sobre bambúes sostenidos por sus camaradas con el vientre hundido en el remate de dicha percha y los cuatro miembros abiertos en aspa. El eterno encantador de serpientes toca su gaita ante el redondo cesto de reptiles balanceantes. Prestidigitadores sin más traje que un taparrabos sacan de su cuerpo pajarillos, ramilletes de rosas, transforman serpientes en varas, repiten la misma operación a la inversa y mantienen una cuerda en sus manos recta y rígida como si fuese un palo.

El interminable banco de pétalos y guirnaldas que flota junto a la orilla empieza a descomponerse bajo el ardor solar, exhalando un perfume semejante al de las flores de cementerio. El Ganges, color de ajenjo, esparce a la vez olores de jardín húmedo, de madera quemada, de hollín de cadáver, de cuerpo de mujer ungido con jazmines, uniéndose a esto el hedor de las letrinas de la ciudad que descienden a perderse en el río santo, imagen de la vida y de la muerte.

Miles y miles de hombres continúan inmóviles dentro de él, como una humanidad quimérica compuesta de bustos flotantes. Olvidan al caimán que se mueve una docena de metros más allá, en las aguas profundas, masticando su presa fresca. Están absortos por la oración, y si inclinan su cabeza es para beber a buches el agua cargada de zumo de flores y zumos humanos.

Un canto vibrante, que tiene el dulce temblor del cristal, corta el espacio y parece imponer silencio a los mil ruidos de la muchedumbre. Es una voz de tenor, ardorosa, impulsiva, autoritaria, lanzando gorjeos complicados, semejantes a los de las canciones tirolesas.

Veo al cantor, grandote, musculoso, destacándose por su robustez sobre la flaca muchedumbre indostánica. Su rostro cobrizo está partido por la barra de unos bigotes negros. Lleva sobre su cabeza un turbante verde, puntiagudo y con rabo, como el de todos los musulmanes.

Juzgamos inexplicable el canto de este tenor infiel, enemigo del brahmanismo. El guía mestizo que nos acompaña le escucha con deleite, y cuando su voz hace una pausa, contesta a nuestras preguntas:

—Es un himno en honor del padre Ganges. Los musulmanes han acabado por adorar la santidad de nuestro río.