1. La capital de Bengala

Servidumbre de los hoteles de Calcuta.—Cuervos y chacales.—El Agujero Negro.—Las vacas sagradas.—El toro, igual al hombre.—Casamientos infantiles.—Devotos de Siva y sacrificio sangriento a Kali la Negra.—El árbol-bosque.—La fiesta anual de las serpientes.—Los sapwalas de Calcuta.—El faquir color de vino y sus juegos extraordinarios.—Lo que sacó de una de mis solapas, haciéndome saltar atrás, con gran parte del público.

El Gran Hotel de Calcuta es enorme, complicado y feo como un cuartel. Sus dueños sucesivos han ido abriendo puertas y lanzando galerías hasta posesionarse de todas las casas de la manzana. Sus habitantes tenemos que orientarnos para ir de un extremo a otro, subiendo y bajando escaleras, atravesando salones interminables de altísimo techo, perdiéndonos a continuación en un laberinto de piezas, exiguas y tortuosas.

En su piso bajo hay bazares, abundantes en ricas telas indostánicas, pieles de tigre real, muebles de nácar y maderas preciosas. Los comedores son amplios y sonoros como naves de iglesia. Para llegar a la remota ala donde tengo mi habitación debo atravesar varios patios, cuyo centro está ocupado por kioscos. Arriba, dormitorios y corredores, con paredes enjalbegadas de cal amarillenta, tienen un aspecto miserable y triste de cárcel.

Dichos corredores se hallan habitados por una población indígena, que come, vive y duerme sin salir de ellos con pretexto de servir a los huéspedes. Todos los que residen en Calcuta largo tiempo mantienen criados propios, para su servicio, además de los del hotel. La domesticidad es floja en su trabajo, pero en cambio cuesta poco a los amos. El criado recibe quince rupias al mes y se procura a su modo el alimento y la cama. Todos duermen en los pasillos, ante las puertas de sus dueños, en compañía de los otros servidores que pertenecen al establecimiento. De noche, para llegar a mi dormitorio, paso entre dos filas de indostánicos negruzcos, con grandes turbantes y ojos de brasa, que miran con una fijeza enigmática. Algunos, cansados de dormir en cuclillas, acaban por tenderse a través del pasillo, y hay que ir saltando sobre sus cuerpos.

La domesticidad femenina, igualmente numerosa, se refugia en lugares menos frecuentados y duerme conservando su traje, parecido al de las Madonas de la pintura italiana, larga túnica con ribetes de galón plateado y un velo de idéntico adorno que las envuelve todo el cuerpo y acaba cubriendo su cabeza. Aunque sean pobres, llevan cargados los brazos con múltiples pulseras de pesado metal blanco y un botón de plata incrustado en la nariz o en una mejilla. Estas hembras de tez oscura, ojos enormes y exagerada delgadez que hace pensar en la línea escurridiza de la anguila, apenas las ve el viajero mientras vive en el hotel; mas así que intenta marcharse, empiezan a surgir de corredores y puertas. Forman en dos alas, uniéndose a la otra tropa de domésticos masculinos, todos sin zapatos, con calzoncillos blancos y gran turbante; se inclinan levándose una mano a la frente, murmuran saludos que parecen oraciones, y hay que ir repartiendo monedas de níquel a un lado y a otro, pues las hospederías indostánicas, por importantes que sean, más bien parecen asilos, donde cada cliente debe costear el sustento de numerosos criados inútiles.

Cuando llega el lavandero para entregar la ropa, o se presenta un vendedor de objetos del país, toda la chusma instalada en el pasillo se cuela tranquilamente en la habitación, dando sus opiniones, como si alguien les hubiese llamado, hablando a un tiempo en su lengua, con algunas palabras inglesas que resultan igualmente ininteligibles. Tal vez son buenas gentes, pero su aspecto resulta inquietante. El misterio del alma indostánica, tan confusa para nosotros, brilla en sus pupilas, que son negras y saltonas, sobre córneas amarillentas. Gritan, manotean, se echan encima del viajero con el impulso de su vehemencia verbal, y éste acaba casi siempre por enfadarse, empujándolos al pasillo, donde continúan vociferando.

Abajo, en comedores y salones a estilo occidental, el doméstico lleva levitón blanco, faja roja y turbante igualmente inmaculado, aproximándose con discreta elegancia a los huéspedes merced al resbalador silencio de sus pies descalzos. Arriba, en los diversos pisos, pulula la servidumbre a estilo indígena, con calzoncillos astrosos y un trapo arrollado a la cabeza por toda vestidura, la cara hollinada, cobriza, de palidez amarillenta blanca como la nuestra, y todos ellos mirando en torno ávidamente, cual si esperasen un descuido del viajero para llevarse algo.

Otros parásitos tienen los hoteles de Calcuta: los cuervos. He dicho repetidas veces que este volátil es el eterno habitante de todos los cielos de Asia, pero en Calcuta se ve más protegido y respetado que en las otras ciudades del viejo mundo. Su crocitar estridente resuena en patios y tejados desde la aurora a la puesta del sol. Todos los cuartos del hotel tienen ventanas enormes. Más que ventanas son vidrieras iguales a las de un estudio de pintor, y ante su muro transparente pasan y repasan las sombras de centenares de alas negras imitando el jugueteo de una banda de palomas.

Al instalarse el viajero, lo primero que le advierten es que no deje sobre las mesas su reloj, su anillo, los gemelos de su camisa y otros objetos brillantes. Los cuervos penetran en las habitaciones, lo mismo que la población doméstica acampada en los pasillos, y se llevan en el pico o las garras todas las cosas metálicas, indistintamente. El lector pensará que contra este peligro hay el simple remedio de tener cerrada la vidriera, pero ignora que los indostánicos desean evitar molestias a todo animal, hasta a los más pequeños, y para que el cuervo no sufra el tormento de dar empujones inútiles a esta pared luminosa y dura, han tenido la previsión de dejar sin cristal uno de los cuadros superiores de la ventana. De este modo, el pajarraco que se nutre en los campos de animales muertos y otras inmundicias entra y sale en vuestro dormitorio graciosamente, lo mismo que un loro o un ave del Paraíso.

Mientras estoy en el baño sigo las evoluciones de cierto cuervo pardo, ágil, no muy grande, que pasea por mi habitación como en terreno propio. Deben de haberse repartido equitativamente el disfrute de las piezas del hotel todas estas bestias poco atractivas que aletean en torno al patio y descansan formando hileras sobre el filo de los tejados. El que monopoliza mi habitación se ha colocado en el rectángulo sin cristal, con las garras sobre el borde de madera, medio cuerpo hacia el exterior, para platicar con sus compañeros desafinadamente, mientras su mitad posterior eriza las plumas y deja caer rítmicamente dentro de mi cuarto las superfluidades hediondas de su digestión.

El indo que dormita en cuclillas al otro lado de la puerta se encargará de borrar este ultraje, gracias al sagrado respeto que le inspiran todos los seres vivientes. Estos servidores son incapaces de matar los parásitos albergados en la cama, y si encuentran debajo de ella un escorpión, una araña peluda o una serpiente, se apartarán para abrirles paso, rogándoles que se vayan con palabras corteses. Todos somos hijos de Brahma, y nos debemos mutuo respeto. Más de una vez se han llevado los cuervos sortijas y otras alhajas femeninas mientras sus dueñas estaban en el baño. Cuando ocurre esto, los criados más expertos del hotel celebran consejo; adivinan por la habitación qué cuervo puede haber realizado el robo y en qué árbol de la inmediata avenida acostumbra a refugiarse cuando se siente aburrido de su vida en los tejados. Y lo extraordinario es que casi siempre acaban estos adivinos descalzos y con turbante por encontrar el objeto robado en alguno de dichos escondrijos.

Resulta más visible aquí que en otras ciudades de la India el rudo contraste entre los adelantos de la colonización inglesa, superficiales y brillantes como una capa de barniz, y las tradiciones del pueblo indostánico, que llevan una existencia de miles de años. El virreinato británico, establecido en Calcuta hasta hace poco, llenó la capital bengalí de edificios oficiales y paseos a imitación de los de Inglaterra. Con motivo del jubileo de la reina Victoria fue construido el Victoria Memorial, palacio de mármol blanco, a imitación del famoso Taj Mahal de Agra, que parece de lejos una pequeña montaña de estearina flanqueada de arboledas. Todos los jardines tienen extensos prados de césped, como los de Londres, siendo difícil y costoso mantener su frescura en esta tierra solar. Los ingleses de Calcuta, olvidando las diferencias geográficas, se entregan en estos jardines a sus deportes nacionales, a las mismas horas que sus compatriotas de Europa, sin miedo a una insolación fulminante.

El lugar histórico más célebre de Calcuta es el llamado Black Hole (Agujero Negro). En 1750 un nabab de Bengala se sublevó contra los ingleses para librar su país de la rapaz Compañía de las Indias (la «vieja dama de Londres», como la llamaban sus víctimas), consiguiendo apoderarse de Calcuta. Ciento cuarenta y siete defensores de la ciudad, al rendirse después de largo combate, quedaron encerrados por los vencedores en un pequeño subterráneo. Esto fue a las ocho de la noche y en verano. El calabozo de piedra tenía dos ventanillos nada más, con espesas rejas que sólo dejaban filtrar una cantidad mezquina de aire. A las dos horas de permanecer hacinados en dicha prisión, los ciento cuarenta y siete ingleses empezaron a pedir socorro. Todos sentían los tormentos de la asfixia y la sed. Se desnudaron para librarse del calor de este encierro tropical; bebieron el propio sudor para apagar su sed. Los que se dejaban caer en el suelo morían sofocados minutos después. Los más fuertes se abrieron paso para situarse junto a los ventanillos, disminuyendo con ello la escasa entrada de aire. Tan alta era la temperatura, que los cadáveres de los caídos entraban inmediatamente en putrefacción. Las cabezas aglomeradas en los respiraderos proferían insultos contra los centinelas indostánicos y sus jefes, con la esperanza de recibir un balazo que diese fin a sus angustias.

Toda la noche duró tal suplicio. Cuando al amanecer entraron en el Agujero Negro los oficiales del nabab, solamente vieron veintidós prisioneros con vida de los ciento cuarenta y siete encerrados ocho horas antes, pereciendo a los pocos días la mayor parte de los supervivientes.

Al reconquistar Calcuta los ingleses, el Black Hole fue demolido, y ahora en su antiguo solar se alza un edificio que conmemora este episodio horripilante.

En ciertos barrios, la forma de las calles, el indumento de los transeúntes, las fachadas de los edificios, nos hacen pensar que vivimos en una capital de provincia inglesa. Mas así que cierra la noche, la más grande de las ciudades de la India pierde su cáscara europea y la jungla vecina vuelve a invadirla hasta que resurge el sol.

Durante mi primera noche en el Gran Hotel, situado frente al más céntrico de los jardines de Calcuta, fue interrumpido mi sueño muchas veces por el continuo ladrar de numerosos perros vagabundos. Era un ladrido nuevo para mí, que me hizo suponer la existencia de una raza de perros indostánicos completamente desconocida fuera del país. A la mañana siguiente, mis amigos calcutanos rieron cuando les pedí explicaciones sobre estos animales de incansable aullido.

Los chacales se introducen por la noche en la ciudad, para buscar su alimento en los montones de basura, disputándose luego las presas. Un joven comerciante español, residente hacía años en Calcuta, vino algunas veces a conversar conmigo hasta pasada la medianoche, y siempre encontró al marcharse, en las inmediaciones del hotel, alguno de estos chacales urbanos, lo que no representa para los que conocen el país una vecindad inquietante. Los trasnochadores de Calcuta tropiezan frecuentemente con estos perros salvajes, que gruñen de sorpresa ante el europeo y acaban por huir. Saben que el blanco no siente por ellos el respeto del indostánico y puede agredirles aunque se muestren algo domesticados por sus frecuentes visitas a la ciudad.

De día otras bestias dificultan el tránsito en las calles populares. Son los toros y vacas sagrados, que viven a expensas del vecindario y nadie puede molestar.

Los habitantes de una calle poseen uno o varios de dichos animales, viendo con cierta vanidad cómo se pasean lentamente por sus dominios. Son gordos, lustrosos, se mueven con una torpeza majestuosa, y parecen animados de maligna inteligencia para hacer sentir a las personas su calidad de animales santos. Doblando sus patas para descansar, se atraviesan en la acera y no dejan sitio al transeúnte, obligándolo a descender al arroyo. Otras veces quedan inmóviles en medio de la calle, y automóviles y carretas detienen su marcha hasta que la bestia sagrada, casi siempre de pelaje blanco y cuernos breves, se decide a apartarse, convencida por los gritos cariñosos y los razonamientos de sus adoradores.

Nadie se atreve a empujar a dichos animales. Estando en Calcuta, leí la sentencia contra un chófer culpable de haber golpeado con su vehículo a una de estas bestias inmovilizada insolentemente en medio de la calle. El juez municipal, indostánico de casta superior, afirmó en sus conclusiones que el toro posee un derecho absoluto de transitar por las calles igual al del hombre, siendo su vida tan importante como la de éste, por todo lo cual impuso al chófer varios días de cárcel.

Al mismo tiempo que los indostánicos mantienen a las bestias sagradas de su barrio opíparamente, a costa de la propia alimentación, rodeándolas de cuidados divinos, los demás toros que no han sido consagrados pasan por las calles sucios de fango y de boñiga, con la cornamenta astillada, los costillares angulosos por su flacura, tirando de carretas excesivamente cargadas, cuyas ruedas de disco sólido chirrían sobre un adoquinado desigual.

La inverosímil sentencia del juez indostánico y los exagerados honores a los toros y vacas de Shiva empiezan a comprenderse al poco tiempo de vivir en Calcuta. Palacios y paseos a la inglesa parecen esfumarse, perder su realidad, al mismo tiempo que nuestra observación hace nuevos descubrimientos en la masa indígena que circula por avenidas y callejuelas.

Entre soldados británicos de calzones cortos y casco blanco, entre funcionarios coloniales con elegancia de gentleman y opulentos mestizos que dan el brazo a damas de su familia vestidas a la moda de Europa, pasan faquires andrajosos, de una delgadez esquelética, la cara pintada de blanco lívido, lo mismo que Pierrot. Sus máscaras son un amasijo de ceniza y excremento de vaca sagrada.

En las horas próximas al mediodía, los más de los transeúntes indostánicos sostienen en la palma de su diestra un vaso de bronce lleno de agua. Es el líquido necesario para las purificaciones, y lo llevan a sus hogares a través de las avenidas modernas, sorteando el encuentro con tranvías y automóviles, fingiendo no verlos, lo mismo que si cumpliesen un rito sagrado en la soledad de las selvas. Deben evitar todo roce con los transeúntes, para que conserve su pureza el agua recogida en el río sagrado. Si un indígena de casta inferior o un blanco toca al pasar su vaso de barro o de vidrio, es preciso que lo rompan inmediatamente. Cuando la vasija es de metal, basta con lavarla repetidas veces para su completa purificación, yendo en busca de agua nueva al brazo del Ganges.

La chiquillería juega desnuda en medio de las calles populares. Es frecuente oír una música que tiene por base los truenos del bombo y el choque metálico de los címbalos. Detrás de ella desfilan los sacerdotes hinduistas como figurantes de ópera, una punta del manto blanco echada sobre el hombro izquierdo, la negra cabellera bien peinada y lustrosa de aceite de clavel. Los niños corren hacia la procesión y forman una escolta de cuerpecitos sin tapujos en torno a los sagrados personajes.

Esta infancia de carnes al aire lleva casi siempre una cadenita en las caderas, de la que pende un objeto metálico tapando los rudimentarios órganos genitales. Una rodaja de metal golpea suavemente el pubis femenino, todavía sin vegetación. Los niños, en vez de esta medalla, llevan una o dos llavecitas extraplanas, de las que sirven para las maletas. Tales adornos parecen en el primer momento un convencionalismo pudoroso de la moral, como la famosa hoja de parra. Luego resultan signos matrimoniales. Las llavecitas del futuro varón y la medalla de la hembra equivalen a un aviso de que estos dos pequeños cuerpos ya tienen dueño.

Los matrimonios infantiles son frecuentes en la vida indostánica. Los padres acuerdan entre ellos el casamiento de sus hijos cuando tienen dos o tres años, y a veces menos.

En una ciudad del interior de la India presencié el cortejo de tres matrimonios celebrados a la vez. Los novios iban en un automóvil, rodeados de jinetes que disparaban sus pistolas y de músicos alborotadores. Los tres llevaban el distintivo nupcial: una franja de pequeños madroños, semejantes a los de un cubrecama, que les caía sobre el rostro a modo de visera, y tenían una edad entre cinco y nueve años. A continuación, en otro automóvil, pasaron las tres esposas, envueltas en velos de plata. Todavía eran más tiernas, y la muchedumbre anunciaba con regocijo que la menor no había cumplido año y medio.

Después de sus bodas, los cónyuges se despojan de las galas nupciales, y colgándoles sobre el sexo la medalla o las llavecitas por toda vestimenta, vuelven a reanudar sus juegos con otros niños que viven en una situación semejante. Sólo cuando llega la pubertad para el esposo y la esposa, que han estado jugando cada cual por su lado, se van a vivir juntos, obedeciendo a sus familias.

La religión marca el rostro cobrizo de las personas mayores. En esta ciudad, tan próxima a los lugares donde vivió Buda, hay pocos budistas. Tampoco la gran masa indostánica profesa el brahmanismo, como se cree generalmente. Esta religión pertenece a la casta superior; exige la lectura de los libros védicos, y sólo pueden profesarla los brahmanes.

El llamado hinduismo es la religión general de los indostánicos, grupo confuso de sectas que tiene por base el politeísmo y la magia. El pueblo se convirtió al brahmanismo en otros siglos de un modo superficial, y los brahmanes, por su parte, para vencer a los budistas, buscaron la alianza con los cultos primitivos y degradados de la India, contentándose con que su autoridad personal fuese respetada. Se halla dividido el hinduismo en numerosas sectas pobladas de dioses, diosas y demonios, con desbordante exuberancia. Ídolos y fetiches reciben culto de los sacerdotes hinduistas, con gran derroche de iluminaciones, derramamiento de flores, repiques de campanas, música de gaitas y tamboriles, danzas de bayaderas.

Es creencia general que el hinduismo adora a la Trimurti o Trinidad indostánica, compuesta de Brahma, espíritu creador; Shiva, espíritu destructor, y Visnú, espíritu conservador; pero en realidad estos personajes celestiales se reparten muy desigualmente la devoción de los fieles. Brahma, dios abstracto, sólo comprendido por los hombres de clase superior, dedicados al estudio de los libros santos, jamás ha sido popular ni tiene adoradores en la muchedumbre. Shiva y Visnú son dioses célebres, venciendo el primero en popularidad al segundo.

Shiva significa «el Misericordioso», mas no le impide tal nombre ser un dios temible, y así se muestra en los altares con un colar de cráneos sobre el pecho, varias serpientes arrolladas al tronco y un tercer ojo en medio de la frente, lo mismo que los cíclopes de la mitología griega. Sus tres esposas Kali (la Negra), Durga (la Inaccesible) y Parvati (la Hija de la Montaña) resultan también divinidades complejas y contradictorias, unas veces amorosas y otras pidiendo sangre y muerte. Shiva, creador y destructor al mismo tiempo, es el símbolo de la vida que nace y muere sin descanso. Los toros y vacas consagrados a él como ídolos ambulantes vagan por las calles, como ya he dicho. Los adoradores de Shiva revelan su devoción particular trazándose entre las cejas unas rayas verticales en forma de tridente, arma del mencionado dios. Las cofradías de Visnú, menos numerosas, se distinguen por otros signos, pintados también en el entrecejo.

Después del terrible Shiva es Kali, la primera de sus esposas, la que reúne más devotos. Visito una tarde el templo de Kali en Calcuta para presenciar un sacrificio. La diosa sólo admite sangre. Sus sacerdotes, medio desnudos, entran en el templo varias cabras y las van degollando ante el altar de la diosa negra.

Corre la sangre en arroyuelos sobre las baldosas de mármol, salpicando nuestros trajes blancos. Todos los niños de las calles próximas han acudido a presenciar esta ceremonia extraordinaria, organizada para un grupo de occidentales. Las puertas del templo están obstruidas por el oleaje de estos cuerpecitos desnudos con su colgajo metálico debajo del vientre. Se empujan para ver mejor el borboteo de la sangre, el jadear de unos costillajes moribundos cubiertos de pelos blancos o rojizos, y sofocan con sus voces el lamento de los balidos… Luego, cuando sean hombres, todos ellos se negarán a aplastar un insecto.

Huimos del templo de Kali y su cálido ambiente de matadero, para ir en busca del plácido Jardín Botánico, a orillas del río. Es célebre por sus avenidas de palmeras gigantescas y su banano reproductor, árbol que vimos en los maravillosos jardines de Java.

Aquí, un solo banano cubre cerca de un kilómetro cuadrado. Las ramas salidas del tronco primitivo buscaron el suelo, para convertirse a su vez en nuevos troncos, haciendo del árbol único todo un bosque. Contemplamos a distancia este gigante, que al mismo tiempo que invade el espacio verticalmente estira sus brazos con una expansión que parece sin límites, multiplicando sus apoyos en el suelo. Una fila de automóviles, al deslizarse ante sus troncos numerosos, resulta tan diminuta como un rosario de hormigas siguiendo los bordes de un arriate de jardín.

Todas las variedades de la flora tropical se aglomeran en torno a las plazas y avenidas de esta ciudad silenciosa de árboles. El suelo de aluvión aportado por el Ganges, en tiempos remotos, es elástico y esponjoso bajo el pie. El agua muerta de las lagunas, con su costra verde y sus hojas flotantes, del tamaño de escudos, inspira inquietud. Su profundidad misteriosa hace pensar en el caimán del río inmediato, bestia propensa a los cambios de refugio; en la boa redonda como un tronco, que no posee el arma fulminante del veneno, pero quiebra animales y hombres con el apretón de sus anillos, haciendo crujir costillas y vértebras.

Además, vivimos en Bengala, y sobre el suelo de este jardín limpio y bien cuidado marcó numerosas veces sus patas uñosas el famoso tigre que lleva el mismo nombre de la provincia. Aún podría volver. Las bocas del Ganges, con su espesa jungla, sólo están a una distancia relativamente breve, aumentada por las revueltas que traza el río antes de perderse en la bahía del Diamante. El veloz tigre de Bengala lograría salvar esta distancia en poco tiempo, pero la colonización inglesa ha tendido las múltiples barreras de sus fábricas de yute y sus poblaciones de obreros indígenas entre Calcuta y el mar. El tigre hay que buscarlo ahora en plena jungla o en el interior de la India, donde los rajás favorecen su reproducción para las cacerías.

En cambio, las serpientes venenosas son cada vez más abundantes, o sus víctimas aumentan en número, debido a su pasividad e imprevisión. Yo había leído que anualmente mueren en la India 20.000 personas a causa de las mordeduras de los reptiles. Cuando menciono dicha cifra, los conocedores del país hacen un gesto negativo. Eso era antes; ahora la mortalidad ha progresado, y se calcula que en los últimos años mataron las serpientes venenosas un promedio de 35.000 personas.

Por ir el indostánico siempre descalzo, es mordido fácilmente en sus extremidades cuando trabaja los campos encharcados que producen el arroz o al caminar por senderos orlados de traidora vegetación. Además, el indígena puede matar a un hombre, pero teme hacer daño a los demás seres con vida, y la naja, o sea, la serpiente de anteojos, que los portugueses llamaron cobra de capelo, le inspira un respeto tradicional. Antes que matarla, prefiere dejarse morder por ella y perecer si tal es su destino.

Los sapwalas, encantadores de serpientes, gozan de cierta consideración religiosa como sacerdotes degenerados de un culto que desapareció. En Bombay y otras provincias se celebra la Nag Panchami, fiesta anual de las serpientes en honor del dios Krishna, matador de una enorme pitón que desolaba las orillas del río Yamuna.

Se reúnen en la plaza más grande del pueblo o de la ciudad varios cientos de sapwalas, cada uno con una cesta que contiene numerosas cobras. Los indos piadosos traen jarros de leche de búfala, líquido amado por estos reptiles, y cada vasija queda rodeada de un círculo de serpientes que con la cabeza sumergida beben y beben en absoluta inmovilidad. El sapwala tira de las que están hartas, dejando sitio a las otras en ayunas; pero necesita una gran destreza para librarse del reptil desposeído, que se alza con la gorguera hinchada de furor y muerde cuanto encuentra a su alcance.

Esta fiesta dura un día y una noche. Dos mil o tres mil cobras se hartan de leche hasta no poder moverse, y a la mañana siguiente los encantadores abandonan el pueblo, dejando caritativamente suelta en la jungla a toda su colección.

Abundan los sapwalas en las calles de Calcuta, siendo admirados por muchos de sus compatriotas que nacieron en países montañosos y helados, donde no existen serpientes.

Los encantadores de Birmania se limitan a hacer bailar los reptiles al son de su gaita. En Calcuta, todo sapwala lleva con él una mangosta, pequeño cuadrúpedo carnicero, especie de hurón, que se alimenta con reptiles y parece dispuesto en todo momento a pelear con las serpientes, por grandes que sean. Como la autoridad británica, respetuosa para todas las religiones de los indos, se muestra igualmente tolerante con sus diversiones tradicionales, pueden los serpenteros desembalar sobre la acera de asfalto de una avenida o la arena suave de un jardín público el contenido de sus cestos, preparando el mencionado duelo. La serpiente envuelve rápidamente con sus anillos al pequeño cuadrúpedo, pero éste acaba por vencerla mordiendo su cabeza.

Otros sapwalas son prestidigitadores que emplean para sus juegos reptiles domesticados. Cada vez que me cruzo en la calle con uno de dichos juglares rehuyo su contacto. Van medio desnudos, pero nadie sabe qué puede ocultar su escasa ropa. Tal vez llevan, a estilo de faja debajo del corto taparrabos, o arrollada en el interior de su turbante, una de sus najas favoritas.

Una mañana, al salir del Gran Hotel, encontramos bajo las arcadas de la avenida principal de Calcuta al más atrayente de los sapwalas. La gente de la ciudad lo mira con interés por ser extranjero. Pertenece a la raza blanca. Tiene bronceados por el sol los miembros que no tapan sus andrajos, pero más allá de los bordes de esta vestimenta astrosa se columbra la delicada palidez de su epidermis. Muestra la flacura, las barbas alborotadas y los ojos exaltados de un profeta. Hace recordar al áspero Juan, cuya cabeza pidió Salomé. Su turbante, sus calzones cortos y una especie de escapulario de tela que cubre su pecho tienen el color de las heces del vino.

Es alto, con la esbeltez descarnada de los árabes del desierto. Lleva un palo sobre un hombro, y de sus extremos penden dos sacos del mismo rojo oscuro de sus ropas. Es indudable que en el interior de dichas bolsas van dormidas o se agitan agresivamente dos marañas de cables vivos, con la piel moteada y tricolor, la cabeza chata y venenosa.

El faquir rojizo guiña un ojo invitándonos a que le sigamos a una calle lateral, donde los transeúntes son menos numerosos, y sobre el asfalto de la acera, ante la puerta cerrada de una casa de estilo europeo, descarga sus dos sacos, los abre y empieza a extraer el «género». Serpientes, toda clase de serpientes: unas verdes, estrechas y largas, con la cabeza más pequeña que el cuerpo, reptiles de lagunas y arrozales; otras gruesas, cuadriculadas, multicolores, con dos círculos en forma de anteojos en la parte del dorso que corresponde a nuestro cogote, el cuello hinchado como una gorguera, y el hocico triangular saliendo de este capuchón para escupir fríos bufidos.

Vemos inmediatamente la diferencia característica entre la naja y las demás serpientes. Éstas apenas se levantan del suelo. Son «el animal maldito entre todos los animales, arrastrándose sobre el vientre y mordiendo el polvo», como dice el Génesis. La cobra de cuello hinchado se yergue con audacia, apoyando únicamente en el suelo el último tercio de su cuerpo cilíndrico, y mira al hombre frente a frente cuando éste se pone en cuclillas, lo que contribuye a la sugestión que parece ejercer sobre ella el encantador.

Indudablemente, a las más de las cobras les han arrancado los colmillos venenosos. Otras no han sufrido tal operación, pero evitan morder a sus amos después que éstos las ofrecieron muchas veces su diestra cubierta con placas de hierro, en las que se rompieron sus dientes. A pesar de esto, no es raro que los sapwalas mueran mordidos por sus pupilas.

Algo extraordinario debe de ofrecer este juglar color de vino, pues inmediatamente acuden y forman círculo numerosos indígenas que parecen admirarle. Dos soldados indos se ponen en cuclillas junto a las serpientes para verlas de más cerca. Brillan sus ojos con un resplandor de chispa metálica, murmuran palabras en su idioma, parecen entusiasmados de encontrar en una calle de Calcuta a estas amigas que les recuerdan su país.

Mientras tanto, el faquir rojizo va desarrollando su espectáculo. La mangosta combate con una serpiente verde en mitad de la acera. Luego pelean dos reptiles. El director de los juegos saca y saca nuevos «artistas» de sus sacos, que parecen inagotables.

No sé por qué, ha fijado su atención en mí. Estoy en la primera fila del corro, y de buena gana retrocedería a segundo término, cediendo a otro mi lugar. En el interior del redondel, donde se mantiene solo el encantador, van y vienen reptiles, obedeciendo sus combinaciones, mientras otros se enrollan y quedan fijos, con la inmovilidad del cansancio. Cada vez que termina uno de sus juegos me habla, me saluda con su diestra, como si me lo dedicase. Presiento que tal predilección, que va acentuándose, acabará por proporcionarme algo desagradable. Aumenta mi deseo de retroceder modestamente; pero no me atrevo a hacerlo. Temo las risas de varias americanas que se hallan a mi lado.

El faquir viene hacia mí y empieza a hablarme, sin que pueda entenderle. Todos los indígenas del corro me miran ahora con interés, como si fuese yo un compañero del encantador. Finge éste que se arranca un pelo de su barba y lo coloca sobre mi solapa izquierda. Luego aprieta sobre el mismo lugar donde puso el pelo imaginario una especie de pañuelo, trapucho algo oscuro, sobre el que han pasado varios años de suciedad.

Aprieta el harapo contra mi pecho, como si restañase un chorro de sangre. Es sin duda para que no se escape el pelo maravilloso. De pronto separa el trapo, da un paso atrás, lanza un grito…

Me doy cuenta de que una cosa pesada cae a lo largo de mi cuerpo, desde el pecho a los pies: ¡chap!… Algo ha golpeado el asfalto, con la gravitación elástica de los objetos duros y húmedos… Inmediatamente surge del suelo una cobra extraordinariamente gruesa, levantándose cuanto le es posible sobre el extremo de su cola, con el cuello cartilaginoso hinchado y temblón, lanzando bufidos por su hocico triangular, furiosa a causa de su caída y de los trabajos abusivos a que la somete su amo.

El pelo de barba puesto sobre mi pecho se ha convertido en una naja enorme, por el poder mágico del faquir. Nadie ha podido ver el escamoteo. ¿Dónde guardaba la serpiente?… ¿En la cintura?… ¿En el turbante?…

Esto me lo pregunto ahora, pues al ver la cobra irguiéndose junto a mis pies, con el hocico agresivo al nivel de mis rodillas, sólo pienso en dar un salto atrás, y casi derribo con mis espaldas a los curiosos que avanzaban su cabeza poco antes por encima de mis hombros para ver mejor.

No me detengo en dicha retirada hasta quedar a respetable distancia del reptil salido de mi pecho. Muchos indígenas ríen, pero debo añadir que son los del otro lado del corro. Los que están a mis espaldas saltan tanto o más que yo para alejarse de un encantador que se permite tales confianzas con su público.