Caras europeas y vestiduras exóticas.—Los ghats del Ganges.—Las estadísticas médicas de la India.—Un cortejo fúnebre.—La última oración.—Los fugitivos de la muerte convertidos en animales.—Las hogueras de la mañana. —El horrible enano del quemadero y sus clasificaciones.—Cremación de una madre que parece una niña.—Las purificaciones preliminares.—Cadáver de pobre esperando que alguien pague su leña.
Calcuta es la segunda capital del Imperio británico. Birmingham, ciudad de Inglaterra que figura por su población después de Londres, resulta muy inferior a Calcuta, pues ésta tiene un millón trescientos mil habitantes. El setenta por ciento de ellos son de religión brahmanista y un veinticinco por ciento mahometanos indostánicos.
Hasta 1911 Calcuta fue la capital de la India, pero como las conquistas y anexiones de los ingleses han ido extendiendo su imperio hacia el norte, hubo que trasladar en dicha fecha el centro del gobierno a la ciudad de Delhi. Estos cambios no resultan extraordinarios en la vida política de la India. Durante dos mil años de historia conocida, un movimiento de exacta repetición ha desplazado cada cinco siglos la capitalidad de la India, pasándola de unas ciudades a otras, y devolviéndola más de una vez a alguna que la tuvo en otro tiempo. Delhi fue capital del poderoso Gran Mogol y ha vuelto a serlo ahora del virrey enviado por el gobierno de Londres.
Actualmente sólo figura Calcuta como capital de la Presidencia de Bengala, pero conserva los palacios y museos con que la embellecieron los anteriores virreyes. Sus calles están a todas horas del día tan llenas de gentío que el viajero la supone una población todavía mayor que la mencionada.
Ofrece esta muchedumbre para el europeo una novedad extraordinaria, después de haber viajado por el Extremo Oriente. En el Japón, en China, en las islas de Malasia, no causan extrañeza las vestimentas originales y multicolores, por ser las personas que las usan de razas distintas a la nuestra. Sus rostros amarillos o cobrizos, sus ojos oblicuos apenas abiertos, parecen armonizarse con sus trajes extraordinarios. Pero el indostánico es de nuestra raza. Pertenecemos a distintas subdivisiones étnicas que tienen un tronco común. Numerosos habitantes de la India son casi negros, otros de color cobrizo, los hay rigurosamente blancos, más blancos que muchos europeos, pero todos son nuestros parientes por los rasgos fisonómicos y jamás han conocido la tentación de usar zapatos, llevando una simple tela arrollada a su cuerpo y mostrándose, apenas lo permite la temperatura, en una desnudez casi completa.
Con frecuencia se encuentran indostánicos que ofrecen una rara semejanza con personas que conocimos en Europa y América. Y este parecido resulta cómico al contemplar cómo el respetable señor que tratamos bajo otros cielos se pasea ahora por una calle de la India ligero de ropa y descalzo. He visto en Calcuta jóvenes brahmanes, de tez blanca, gruesos, lustrosos, el pelo retinto y brillante partido por una raya en el lado izquierdo y las dos crenchas alisadas con aceite de jazmín. Todos ellos, a pesar de llevar los pies descalzos y una especie de toga alba pasada bajo el brazo derecho y descansando su extremo en el hombro opuesto, tienen un gran parecido con ciertos sacerdotes romanos que usan garbosamente hábitos de rica seda.
El primer día de mi permanencia en Calcuta procuro satisfacer, sin pérdida de tiempo, una curiosidad algo malsana que me agita desde que empezamos a navegar sobre las aguas del Ganges. Dejo para los días siguientes mi visita a los monumentos y jardines, el estudio de las muchedumbres que circulan por sus avenidas y se aglomeran en sus bazares. Quiero ver cuanto antes lo que llaman los indostánicos el campo de Nimtola y los ingleses el Burning Ghat.
Esta palabra ghat debo usarla frecuentemente al hablar de la India. Un ghat es una escalinata, un graderío, muchas veces una rampa de piedra con rebordes salientes a cierta distancia, para afirmar mejor el pie descalzo, y que desciende por la ribera del Ganges hasta cierta profundidad de sus aguas. De este modo las multitudes devotas pueden permanecer sumergidas hasta los hombros, mientras hacen inmóviles sus oraciones.
Los ghat de Benarés son famosos. La santa ciudad, situada toda ella a la derecha del río sagrado, tiene una sucesión de rampas y escalinatas, sobre las cuales se agrupan en días de fiesta más de cien mil peregrinos. Pero olvidemos estos ghat de Benarés, de los que hablaré en lugar oportuno, para circunscribirnos al Burning Ghat de Calcuta, o sea al «Ghat del quemadero».
El municipio de Calcuta ha construido en el lugar llamado Nimtola un edificio donde son quemados los muertos, con arreglo a la religión indostánica. Este campo de Nimtola esa más arriba del Howrah Bridge, único puente de Calcuta que atraviesa el río Hooghly y aparece siempre como obstruido por la enorme aglomeración de vehículos y viandantes. Junto al quemadero pasa la ancha y populosa avenida que costea el río, siempre llena de tranvías, camiones automóviles y carretas tiradas por bueyes. Por ella se desliza la mayor parte de la actividad del puerto y de la estación del ferrocarril que va al norte de la India. Hace años se hallaba lejos de Calcuta; pero ésta se ha estirado rápidamente a lo largo del río, envolviendo a Nimtola en los tentáculos de su crecimiento.
Los quemaderos célebres de la India están en las orillas del Ganges. Los príncipes y los ricos se hacen llevar moribundos a Benarés para que los incineren en la orilla del río sagrado, pues éste parece concentrar su importancia divina al lamer con ondulaciones cargadas de flores y podredumbres las murallas de dicha ciudad. En las poblaciones lejanas del Ganges el ghat de las quemas se construye al lado de un río, de un lago o un pequeño estanque. Lo que importa para la ceremonia es que el cadáver pueda recibir una inmersión antes de que lo consuma el fuego. El río de Calcuta es un brazo del Ganges, y los nacidos en la capital de Bengala consideran esto como un regalo precioso que los dioses han hecho a su ciudad.
El campo estrecho de Nimtola se prolonga entre el declive del río y la avenida Strand Road North, por donde pasa, como ya dije, toda la ruidosa circulación del comercio fluvial. Unos muros con arcadas separan la calle del quemadero. Cerca de la puerta hay un pequeño santuario dedicado a Shiva, el más terrible, y tal vez por esto el más admirado, de los personajes de la trinidad indostánica. Junto al templo existe una oficina, donde varios funcionarios mestizos inscriben en libros las enfermedades que dieron término a la existencia de los que van a ser quemados.
Uno de estos funcionarios, joven indostánico de educación europea, sonríe al hablarme de la utilidad de sus funciones. La inmensa mayoría de las familias que acompañan a sus muertos ignoran qué enfermedad fue la que acabó con ellos. En los barrios indígenas de Calcuta temen a los médicos y prescinden de ellos. No hay quien pueda contestar a los empleados del registro; sólo saben que el muerto ha muerto, y dejan que el representante de la ley ponga en su libro la enfermedad que le parezca preferible para el caso. Luego, con arreglo a tales registros, se forman estadísticas que sirven para estudio y guía de los sabios de Europa y América.
Nos aproximamos a Nimtola por las estrechas callejuelas de los barrios inmediatos, procurando evitar la ancha avenida paralela al río, demasiado abundante en vehículos, de un suelo desigual, donde las ruedas se enganchan en los rieles salientes y cuyos charcos negros salpican con pestífera hediondez.
Nuestro automóvil tiene que hacer alto, pegándose a uno de los muros, para dejar paso a una muchedumbre que avanza a nuestra espalda y se anuncia con cierta salmodia monótona. Se desliza, rozando nuestro vehículo, una doble fila de indostánicos, todos con vestiduras blancas. Cuatro de éstos llevan en hombros unas angarillas hechas con ramas de árboles y forradas de gasa color de rosa. Encima de este lecho portátil vemos manojos de flores amarillas y rojas y varias plantas verdes. Debajo del sudario vegetal va un pequeño cadáver: el flaco cuerpo de una niña que no debe tener más de doce años. Los que lo llevan en hombros, así como los que le preceden y le siguen, son todos de tipo europeo —únicamente su tez tiene un color trigueño algo subido—, y su aspecto físico de occidentales contrasta con el manto de gasa de lino arrollado a su cuerpo por toda vestimenta.
En este cortejo fúnebre lo primero que llama la atención es la velocidad con que marcha. Parece que un enemigo invisible venga persiguiendo y acosando a todos estos hombres. Caminan como una tropa fugitiva. La gente abre paso para no ser atropellada, pegándose a los muros. Los vehículos se apartan también, avisados por su canto melancólico y tenaz. Todos los hombres repiten las mismas palabras, con un tonillo semejante al de los muchachos cuando deletrean sus lecciones en las escuelas de los pueblos: Bolo Hari, Hari bolo.
Hari, en sánscrito, es Dios, y lo que dicen con su monótona cantinela los acompañantes del entierro es: «¡Por Dios! ¡Por Dios!».
Algo más allá pasa junto a nosotros un segundo cortejo fúnebre. Al salir a la gran avenida, frente a las puertas de Nimtola, vemos muchos otros que van llegando por todos lados y tienen que detenerse en este lugar convergente, para ir pasando adelante por riguroso turno.
Los hay de séquito numeroso, como el de la niña cubierta de flores y plantas. Otros son tristes, sin adorno alguno, y detrás de los dos portadores de la camilla fúnebre sólo marchan unas pobres mujeres envueltas en mantos blancos, que las cubren de la frente a los pies, mostrando cada una de ellas un brazo y una pierna, delgados, rojizos, con numerosos anillos de metal blanco.
El joven empleado me explica la preparación de estos cadáveres antes de llegar al quemadero. Algunos fueron ungidos por sus familias con manteca sagrada; los más pobres no han recibido este embadurnamiento final. Todos ellos, al salir por última vez de su vivienda, oyen la suprema oración, dicha en sánscrito por el jefe de la familia, por un brahmán o un amigo. (El sánscrito es lengua muerta y sagrada para los indostánicos modernos; lo que el latín para nosotros.)
«¡Oh tú espíritu que te fuiste!… Vamos a quemar todas las partes de tu cuerpo terrenal, que por estar repleto de pasiones y de ignorancia, unió a sus actos píos muchos otros que fueron impíos. Quiera el Supremo Señor perdonar todas las acciones pecaminosas que cometiste a sabiendas o inconscientemente, dejándote ascender a las alturas celestiales.»
En una ciudad populosa como Calcuta sólo se permite llevar a orillas del río a los enfermos cuando han muerto; pero en las poblaciones del interior, muchas familias, si creen que uno de los suyos está en la agonía, lo conducen preventivamente al borde del Ganges, con lo cual se evitan las molestias y gastos de un cortejo fúnebre. Además, procuran aumentar la purificación del moribundo tapándole la boca y los oídos con limo del río sagrado, y luego lo abandonan para venir a quemarlo el día siguiente.
Ocurre algunas veces que estos agonizantes, no examinados por un médico, sólo sufren accidentes pasajeros, y al recobrar sus sentidos sienten el imperativo de la conservación, que les impulsa a seguir viviendo, y se escapan para que sus parientes no los asfixien llenándoles de nuevo los orificios respiratorios con el barro gangético. Estos fugitivos caen en la más extraordinaria y terrible de las existencias, pues viven sin vivir. Su familia los da por muertos y reniega de ellos, considerándolos como unos impíos que contravinieron las leyes divinas. Si los ven no los reconocen. Nadie se les aproxima, temiendo su contagio. El paria, a pesar de su miseria, resulta superior a él. Las gentes de castas elevadas evitan al paria, pero saben que existe. Este hombre que huyó de la muerte vive como una sombra, y aunque grite nadie le oye. Prolonga su vida en los lugares desiertos, alimentándose con inmundicias que disputa a los perros y los chacales. Acaba por ir completamente desnudo, cubierto de pelo, como una fiera. Las bestias aúllan a su paso, enfurecidas por su presencia, los niños huyen, las mujeres se cubren el rostro, hasta que al fin muere en completo aislamiento, y su espíritu, según los buenos creyentes, da un salto atrás, volviendo a encarnarse en los animales más viles e inferiores.
Entro en el patio abierto de Nimtola donde son quemados los cadáveres, y durante un par de horas creo vivir en el seno de una pesadilla fuliginosa. Me avergüenzo en los días siguientes al pensar que encontré interesante este espectáculo y me resistí a abandonarlo, a pesar del ambiente caliginoso y los hedores de la materia quemada. Siempre ocurre lo mismo con las sensaciones violentas que recibimos; nos parecen más terribles las cosas recordadas a distancia que en el momento de verlas directamente.
Se extiende el río a mi izquierda. Pasan por su centro rosarios de barcazas de las que tiran remolcadores. De tarde en tarde corta sus aguas un vapor blanco, un tranvía fluvial que conduce las gentes a la gran estación de ferrocarril del norte de la India. El puente de Howrah corta en apariencia el curso de este gran camino acuático. En la orilla de Nimtola veo numerosos búfalos de piel negruzca, que sólo elevan sobre la corriente el dorso de su lomo y su cabeza chata y cornuda. Junto al ghat que se hunde en el río hay centenares de indostánicos con el agua hasta el talle o los pechos, inmóviles y en oración.
La llanura triangular del quemadero tiene, cuando entro en ella, varios hoyos largos y estrechos, cubiertos de tizones que humean ligeramente. Son restos de las hogueras mortuorias que empezaron a arder en las primeras horas de la mañana. En el fondo de una de estas hogueras agonizantes adivino el contorno de un esqueleto. Veo como una bola de cenizas y en mitad de ella dos estrellas rojas. La esfera cenicienta es un cráneo quemado que aún conserva su forma. Las dos manchas ígneas, un doble reflejo de la combustión del cerebro, que sigue ardiendo dentro de su cápsula caliza… Un capricho del fuego ha respetado la forma del cadáver, consumiendo su solidez interior.
Bastan unos cuantos golpes de bastón para que todo se desparrame en cenizas, y así lo hace un enano de aspecto inquietante que parece el dueño de este lugar. Recuerdo a Quasimodo y a otros personajes extraordinarios inventados por la literatura romántica, habitantes de bóvedas de catedrales, de cementerios y ruinas frecuentadas por fantasmas.
Es un hombrecillo de cabeza enorme por las mechas de pelo lacio y sucio que la cubren. Lleva el busto desnudo, surcado de cicatrices, lo mismo que el rostro. Como es guardián de este lugar, nos imaginamos que las tales cicatrices deben ser huellas de quemaduras. Un harapo anudado al talle constituye toda su vestimenta. Su orgullo debe ser un collar hecho de conchas que le cae sobre el pecho.
Este enano de ojos diabólicos y rictus feroz va de un lado a otro con aire importante, hablando a las familias de los difuntos, señalando los lugares donde pueden levantarse las nuevas piras. Con una habilidad profesional y sin más herramienta que una horquilla corta, borra en pocos instantes los restos de las cremaciones anteriores. Echa al río los residuos de la leña consumida y las cenizas del esqueleto que deshizo a palos minutos antes. Los devotos metidos en el agua no se apartan al ver caer entre ellos estas migajas fúnebres. Continúan sus pías gesticulaciones, cruzan las manos sobre el pecho, las elevan, beben sorbos del líquido sagrado. Unos lo tragan; otros hacen buches con él y vuelven a arrojarlo.
Según me explica el joven empleado, estas cremaciones de la mañana han sido de muertos cuyas familias pudieron pagar leña abundante. El costo de una pira modesta es de seis a ocho rupias, lo necesario nada más para que el cuerpo quede totalmente consumido. Los pobres, cuyas familias economizan la madera, sólo son quemados a medias. Doblan su cadáver para que ocupe menos sitio dentro de la pira, lo rompen por la cintura, pegando las piernas a la mitad superior, y aun así, se consume la leña muchas veces antes de que el cuerpo esté totalmente carbonizado… Pero el gnomo terrible, guardián de este lugar, no puede perder tiempo, necesita espacio para los otros cadáveres que van llegando, y cuando ve que una hoguera agonizante no puede dar más fuego, echa al río el montón de cenizas. Y las entrañas solamente chamuscadas, así como los huesos a medio carbonizar, caen en el santo Ganges junto a los devotos que continúan sus oraciones y sus tragos rituales.
Este enano indostánico, que se muestra humilde e hipócrita con los que él considera de casta superior, habla a nuestro acompañante al mismo tiempo que nos sonríe manteniéndose a cierta distancia, pues sabe que no debe tocar a los seres elevados ni con el aliento. El joven funcionario nos explica sus chistes crueles. Clasifica a los muertos como si fuesen viandas de cocina: en asados, a medio asar y crudos. Él sólo respeta a los bien asados, o sea a los ricos, que consumen mucha leña. Como la mayoría de sus correligionarios, este hombrecillo considera uno de los espectáculos más interesantes que pueden presenciarse en esta vida la cremación de un cadáver de rajá. Cuando muere alguno de éstos en la ciudad de Benarés, llegan muchedumbres de largas distancias para deleitarse con el perfume de la pira de sándalo y otras maderas preciosas, que va consumiendo lentamente el cuerpo del príncipe, mientras satura la atmósfera de bálsamos celestiales.
En realidad, éste quemadero de Calcuta no difunde hedores nauseabundos. Hay en el ambiente un fuerte olor de madera quemada y sólo un lejano tufillo de carne recién salida del asador. Tal vez sea esto por la delgadez inaudita de los cadáveres indostánicos. Son esqueletos con forro de piel. Causa asombro que el cuerpo humano pueda llegar a tal consunción.
La pequeñez de los cadáveres nos reserva una sorpresa. La primera cremación va a ser la de la niña cuyo entierro encontramos en una calleja inmediata. El gnomo, ayudado por unos cuantos hombres de dicho séquito, empieza a preparar la pira. Colocan, como si fuesen los cimientos de un edificio, cuatro troncos gruesos que forman un rectángulo. En el interior depositan simétricamente otros leños más delgados, y así forman la base de la futura hoguera.
Se oye un graznido continuo de las bandas de cuervos alineados encima de las arcadas que revolotean atrevidamente sobre nuestras cabezas. En toda Asia abunda el cuervo, como he dicho repetidas veces, pero en Calcuta resulta un personaje familiar y hay que convivir con él. Son las once de la mañana y la luz del sol desciende casi verticalmente de un cielo limpio de nubes. Al calor de su refracción se une el de algunas hogueras que todavía arden en un extremo de la fúnebre explanada. Este fuego se hace sentir y no se deja ver. El resplandor solar borra las llamas. De sus lenguas rojas no se ve más que el hilillo humoso del vértice.
Cada cortejo ha dejado en el suelo las angarillas de sus muertos, sentándose en torno a ellas para esperar. Con el encogimiento y la timidez de un rezagado pobre entra un último entierro. Dos portadores, un anciano y un niño, sostienen una camilla hecha con ramas y sobre ella va tendido un cadáver cubierto por un andrajo de hedionda suciedad, que parece oler a cólera, a peste bubónica, a todas las enfermedades contagiosas de la multitud indostánica. Tres mujeres marchan detrás del muerto, envueltas en velos blancos, con los brazos y las piernas llenos de ajorcas pesadas y de vil metal.
Recibe el enano con hostilidad a esta comitiva miserable. Es un «crudo» el que llega. Discute con los portadores y les obliga a que esperen con su muerto lejos de los otros cortejos. El viejo y el niño acaban por abandonar su camilla y desaparecen. Las mujeres, sentadas en el suelo, velan el cadáver. Por el borde del repugnante sudario asoma un pie flaquísimo, y esta especie de garra inferior guarda aún en su tobillo el envoltorio de un trapo, último vestigio de enfermedad y agonía.
Las tres mujeres, que llevan un adorno de metal en sus narices, tienen fijas las miradas sobre el relieve del cadáver invisible. Toda su emoción se denuncia en el agrandamiento de sus ojos. Nadie llora en este lugar. No veo una sola lágrima. El indostánico ignora que el dolor debe expresarse con un derramamiento de humores oculares.
Me voy fijando en una particularidad de los diversos cadáveres que esperan su turno para la cremación. Se adivina su sexo por la envoltura exterior. Las mujeres tienen depositado un manojo de flores en la oquedad que se marca entre su vientre y el arranque de sus piernas. A los cadáveres masculinos les han colocado una piedra en el mismo sitio.
Empieza la ceremonia de la purificación para la niña delgadísima, cuya familia debe ser bien acomodada a juzgar por su acompañamiento. Y aquí experimentamos la sorpresa de que hablé antes. Esta muchachita resulta una hembra de más de treinta años; una madre de familia. Y sin embargo, aun después de conocer su verdadera edad, ¡nos parece una cosa tan insignificante bajo su envoltura de gasas y de flores!… ¡Abulta tan poco el pobre cuerpo!…
El marido, cuya cabeza empieza a grisear, está procediendo a su purificación. Nos lo muestran de lejos, mientras un barbero le afeita en la bajada del ghat. Los dos se hallan en cuclillas, frente a frente. Los barberos indostánicos trabajan así. Agarran al parroquiano por una oreja o le pellizcan una mejilla, mientras con la otra mano rasuran su cara y su cráneo.
Este hombre de gesto grave y ojos dilatados y fijos que no saben llorar paga al barbero su trabajo con unas moneditas de níquel e inmediatamente se desnuda, quedando sólo con un cinturón que le pasa entre las piernas. Debe purificarse en el río antes de prender fuego a la pira de su esposa. Va descendiendo por el ghat hasta quedar con el agua por encima de los pechos. Ora, sumerge su cabeza, bebe, hace los buches rituales, y vuelve a subir para vestirse una túnica blanca, completamente nueva, que dejó en mitad de la escalinata.
Al lado de las angarillas de color rosa está sentado en el suelo un muchacho como de doce años. Es el hijo de la difunta. Tiene una expresión de perrito triste que sigue el entierro de su amo. Pero está mudo; no puede aullar como el otro. Mira con fijeza, sin una lágrima en las pupilas, el cuerpecito de flaca adolescente que marca sus gráciles contornos bajo el sudario color de rosa.
Una señora que está a mi lado rompe a llorar viendo este dolor silencioso.
—¡Pobrecito!… ¡Pobrecito mío!
Él vuelve su cabeza, adivinando la compasión, la dolorosa ternura de estas palabras que no puede comprender. Vemos su tez de canela aterciopelada, sus ojos negros de antílope agrandados por el dolor. Nos mira un momento sin expresión alguna. Luego, su vista se desliza, volviendo otra vez a posarse en el cuerpecito de su madre.
No puede continuar dicha contemplación. Los amigos de la familia han levantado las angarillas y llevan el cadáver hacia el Ganges, por el graderío del ghat. Cuando a los portadores les llega el agua a la cintura sumergen la camilla fúnebre. Se lleva la corriente de golpe las coronas de flores, los manojos de verdura que adornaban el lecho de la muerta. La gasa se destiñe, formando sobre el agua una gran mancha purpúrea, como si fuese de sangre.
Esta inmersión hace que se marquen instantáneamente todos los contornos del cadáver, lo mismo que si estuviese desnudo. Las gasas desteñidas tienen ahora un color de carne y parecen no existir, adheridas al cuerpo femenino. Pero este cuerpo ¡es tan poquita cosa!… Parece imposible que haya podido salir de su interior el adolescente que continúa sentado en el suelo, mirando con fijeza hipnótica el lugar donde poco antes estaba la muerta.
Chorreando agua vuelve el cadáver a subir el ghat, mientras sus conductores reanudan el cántico monótono de una hora antes: Bolo Hari, Hari bolo. Lo colocan sobre la base de la pira. Luego el enano y sus ayudantes van amontonando sobre la difunta nuevos leños, hasta que al fin completan la pira en forma de edificio, rematándola con una especie de techo de doble pendiente.
Pasa por el río uno de los vapores blancos. En sus cubiertas van numerosas señoras rubias con trajes de fina batista y gentlemen de aspecto elegante. Deben vivir en bungalows de las afueras, con hermoso jardín, y vienen a Calcuta para hacer sus compras o para tomar el tren en la estación inmediata de Howrah. Nadie mira hacia el Quemadero. El esbelto barco levanta una sucesión de ondulaciones que mecen las guirnaldas floridas arrancadas al cadáver y la mancha roja de sus velos desteñidos. Estas ondulaciones chocan con el pecho inmóvil de los devotos que se bañan en el Ganges; pasan en delgadas láminas sobre el lomo de los búfalos hundidos en la ribera fangosa.
Contemplamos con angustia los preparativos para la cremación de esta pobre indostánica, empequeñecida por el dolor y la muerte. No la conocimos cuando vivía; nunca sabremos su nombre, pero el azar nos ha unido a ella con un recuerdo sentimental que durará lo que dure nuestra existencia.
El esposo, entorpecido por el dolor, no sabe cómo debe cumplir sus funciones rituales. Tal vez no asistió nunca a un entierro en el que tuviese que figurar como el primero de los acompañantes. A él le corresponde prender fuego a la pira, dando vueltas en torno de ella para que el fuego surja de todos lados al mismo tiempo. El horrible gnomo ha puesto una antorcha en sus manos y le indica lo que debe hacer, con la suficiencia de un sacristán que asiste a un entierro de primera clase en las iglesias de Europa.
Se adivina que el pobre marido no ve. Avanza su antorcha, y las más de las veces su llama se pierde en el aire. Pero sus ojos continúan secos. Al fin el montón de leña empieza a arder. Se escapa entre el llamear crepitante de la madera tierna una nube de pavesas de las ropas sutiles. A través de los troncos que se ennegrecen y se rajan vemos algo semejante a unas ramas blanquecinas, los miembros gráciles de la muerta que burbujean con el chirrido de la grasa. Arde el cadáver, y entre los desgarrones de la carne abierta y retorcida por el fuego comienzan a asomar las aristas rígidas de los huesos.
—¡Vámonos, vámonos! —dice alguien detrás de mí con voz desfalleciente.
Sí, debemos irnos… Y sin embargo, quedamos inmóviles, sin voluntad, con los pies fijos en el suelo, como el que contempla la lumbre de una chimenea en las noches invernales y a cada minuto se da a sí mismo la orden de abandonar el asiento sin conseguir verse obedecido. Sentimos a un tiempo la atracción de la llama, la terrible curiosidad de las emociones violentas, el horror de la muerte.
Suena un estallido en el interior de la pira. Es la ruptura del vientre agujereado por el fuego, el esparcimiento de las vísceras, la dilatación de los vapores humanos, algo horrible que va más allá de los leños ardientes y cae en el suelo. Pero el enano se mantiene cerca de las llamas, con una previsión de técnico, y recoge velozmente todo lo que el fuego expelió, volviendo a arrojarlo en la hoguera. Ha llegado la hora de irnos. ¿Para qué seguir contemplando la cremación de los otros?… ¡Adiós, madre calcutana, pequeña como una niña, que nunca conocimos y recordaremos siempre!
El gnomo, que sabe calcular el curso de las incineraciones, ha abandonado esta pira, juzgando inútil su presencia, y se ocupa en levantar otra, discutiendo con los acompañantes del difunto sobre la clase y el precio de la leña.
En el patio exterior volvemos a encontrar las tres mujeres sentadas en el suelo en torno a la camilla de la que surge el pie enjuto con su vendaje de harapos.
Sus portadores, el viejo y el niño, aún no han vuelto. Buscan sin duda en su barrio, inútilmente, almas piadosas capaces de darles una limosna. No encuentran con qué pagar la leña que está esperando este infeliz indostánico, pobre en el curso de toda su oscura historia, pobre hasta más allá de la muerte.
La igualdad ante la nada final sólo existe físicamente. Los hombres se han encargado de suprimir esta igualdad consoladora, prolongando hasta el interior del misterio de la muerte las desigualdades de nuestra jerarquía social. En este pueblo se muere según la leña que se puede comprar. En otros de Asia, según los objetos de cartón destinados a embellecer la vida ultraterrena. En nuestros países civilizados según las ceremonias y pompas pagadas que se desarrollan ante las tumbas, con un carácter de supuesta espiritualidad.
Dejo caer cinco rupias sobre el sudario hediondo y contagioso que cubre a este cadáver.
Las tres mujeres levantan la cabeza y me miran con unos ojos secos, dilatados por el asombro. ¡Un blanco preocupándose de un pobre indostánico de casta inferior!… Mi acción inesperada, incomprensible, parece impresionarlas más que la vecindad de la muerte.