Un brazo del Ganges.—La jungla y sus gentes.—El camino de Calcuta.—Cañonazos de sus defensores.—Abandonamos el Franconia.—Invasión alada.—La marina fluvial de los indostánicos.—El maquinismo inglés en las riberas del Ganges.—El yute.—Fabricación de sacos para toda la tierra.—Los homenajes al río sagrado.—Caimanes y flores.
Llevamos dos días navegando a través del golfo de Bengala, desde la desembocadura del Irrawaddy, caudaloso río de Rangún, a las bocas del Ganges y el Brahmaputra.
En la madrugada del tercer día despierto con la alarma que produce la inmovilidad, cuando se ha conciliado el sueño en pleno movimiento. El Franconia ha cesado de marchar y en la calma de la noche suenan gritos. Miro por un ventano de mi camarote y veo las luces de dos vaporcitos deslizándose sobre un mar completamente horizontal y tranquilo como las extensiones de agua dulce. Debemos estar cerca de las bocas del Ganges, y estos vaporcitos pertenecen sin duda a los prácticos encargados de dirigir el rumbo de los buques a través de unas tierras fangosas por canales cuya profundidad cambia con frecuencia.
No puedo dormir el resto de la noche. El vapor ha reanudado su marcha lentamente, y sólo pienso en la masa acuática que va pasando debajo de nuestros pies. ¡El Ganges!… ¡Estamos en el Ganges! Las aguas que cortamos proceden en su mayor parte del río sagrado.
Apenas amanece subo a la cubierta, ansioso de contemplar las primeras tierras de la India. Sólo veo un mar amarillo. Las verdaderas bocas del Ganges quedan a nuestra derecha y cubren el golfo de Bengala, en una extensión de muchas leguas, con su aporte líquido, dulce y terroso. Nosotros vamos a penetrar por el río Hooghly, en cuyas riberas está la ciudad de Calcuta.
Este curso fluvial que hasta tiene nombre propio no es más que un brazo del Ganges desprendido de él a cierta distancia del golfo de Bengala para desarrollarse por su propia cuenta. Los indostánicos que viven en sus orillas le tributan sin embargo los mismos honores que al río padre, venerado como un dios, cuando se desliza ante los templos y palacios de la santa ciudad de Benarés.
Dos orillas bajas van surgiendo del horizonte rojizo, con anchos intervalos de agua libre. Son las islas avanzadas de la desembocadura de este retoño gangético. Vamos a navegar todo el día por él: primeramente sobre el Franconia, luego en un vapor más pequeño, a través de los aluviones del vasto estuario cubiertos de eterna vegetación.
Al deslizarnos entre las primeras islas vemos en sus orillas chozas de techo cónico, bosquecillos de cocoteros y palmeras. No está bien determinado el límite entre la tierra y el agua. Hay espacios que nos parecen sólidos y firmes a causa del verdor de sus plantas, y de pronto los vemos atravesados por una piragua que se abre paso entre aquéllas. Otros los creemos de gran profundidad acuática y son prados medio líquidos, en los que rumian los bueyes, hundidos hasta el vientre. Hombres de color de chocolate, con turbante blanco y un andrajo lumbar del mismo color por toda vestimenta, cuidan estos rebaños o trepan por los gráciles troncos de los árboles que les proporcionan su alimento.
Avanzan las tierras unas hacia otras, como si se buscasen, y navegamos por un canal que parece de barro líquido, siguiendo dos líneas de boyas indicadoras de nuestro rumbo.
Ya estamos dentro del Hooghly. Sus riberas tienen en primer término campos de plátanos, cuyas hojas son de un verde charolado y amarillento. Es la única tierra que trabajan sus habitantes. Más allá de la estrecha faja cultivada se extiende la jungla famosa, la jungle, tantas veces descrita por los autores ingleses, llanura interminable cubierta de una vegetación relativamente baja, de la que surgen a largos trechos grupos naturales de cocoteros y palmeras. Vuelan a la vez muchas gaviotas y muchos cuervos sin que se note entre ellos ningún intento agresivo, pues se comparten amigablemente el dominio de la atmósfera. Del misterioso verdor de la jungla vemos elevarse nubes volantes, triangulares y negras. Los pájaros aletean en tribu, trasladándose de una parte a otra de la interminable selva, asustados tal vez por las bestias carnívoras que cazan en sus espesuras.
Un estrépito seco y ensordecedor corta el aire. Son tiros de cañón. Luego nos enteramos de que numerosas baterías de campaña guarnecen la bahía del Diamante, donde nosotros vamos a anclar, defendiendo la entrada de esta vía fluvial que es el camino más directo de Calcuta. Ahora lo vemos solitario, con orillas de río salvaje. Avanzamos contra su corriente lo mismo que un buque explorador, pero sabemos que por aquí pasan cuantas naves de comercio y de guerra desean llegar a la ciudad más importante del Imperio de las Indias.
Vemos en la orilla izquierda todo un regimiento de artillería ejercitándose en el tiro. Tiene para campo de experiencias la soledad de la jungla. Sus cañones repiten los disparos con la rapidez de las armas modernas. Es un estrépito que enardece y entusiasma lo mismo que una música belicosa, cuando se le oye a espaldas de las piezas. Escuchándolo de frente gusta menos.
Examinamos con anteojos marítimos el uniforme de campaña que usan los ingleses en la India. Parecen niños. Llevan borceguíes y gruesas medias atadas debajo de las rodillas. Éstas quedan completamente al descubierto, pues el pantalón no es más que un simple calzoncillo hasta la mitad del muslo. Su camisa carece de mangas y de cuello. Un casco es lo único de carácter militar que usan estos guerreros, obligados a vivir en plena jungla bajo el asfixiante calor de las horas meridianas.
Cerca de nuestro anclaje empezamos a encontrar la navegación indostánica del río: largas piraguas con bogadores oscuros y sudorosos, que sueltan sus remos terminados por una paleta redonda y quedan inmóviles contemplando nuestro buque. El agua es tan densa que las pequeñas rompientes de su oleaje en las orillas parecen ribazos de tierra carmesí.
Se ensancha de pronto la corriente, formando un vasto circo acuático. El redondel de la vegetación aparece cortado en varios lugares por manchas rojas y blancas de edificios. Son los pabellones de las tropas de artillería y algunas viviendas de particulares que empiezan a desmontar la jungla, estableciendo explotaciones agrícolas. Nos detenemos en la llamada bahía del Diamante. El Franconia, por su calado, no puede ir más allá. Sólo los vapores de 6000 u 8000 toneladas siguen remontando el río, en horas de gran marea, hasta llegar a los muelles de Calcuta.
Quedamos anclados en esta bahía fluvial de aguas rojas, que únicamente a la salida o la puesta del sol toman un esplendor blanco y luminoso capaz de recordar el del diamante. Es aquí donde el Franconia va a sufrir una de las mayores transformaciones de su viaje. Permanecerá varios días como si fuese un barco abandonado, guardando solamente la tripulación necesaria para su limpieza. Todos los viajeros se trasladan a Calcuta y con ellos gran parte de la dotación del buque, que ha podido conseguir la licencia necesaria.
Dos grandes vapores fluviales con triple cubierta, elegante restorán y numerosa servidumbre van a llevarnos hasta la metrópoli de las Indias, navegando seis horas por el río. Unos viajeros quedarán en Calcuta tres días, volviendo inmediatamente al buque. Otros piensan seguir adelante hasta Benarés, regresando al Franconia a tiempo para ir Ceilán y de esta isla a Bombay, dando la vuelta a toda la península indostánica. Algunos renuncian a ver Ceilán y continúan su viaje a través de toda la India, no volviendo a encontrar el Franconia hasta el puerto de Bombay.
Yo voy a Benarés, y volveré al buque para ir luego a Ceilán y Bombay. Desde este último puerto subiré a Delhi, Agra y otras ciudades célebres de la Rajputana. De tal modo conoceré lo más interesante que puedan ver los que hacen la travesía directa de Calcuta a Bombay, y no me privaré, como ellos, de visitar Ceilán.
Al echar sus anclas el Franconia en esta bahía, donde no hay otro buque, toda la jungla parece estremecerse y levantar la cabeza, interesada por su presencia. Vienen de tierra nubes de mariposas blancas y rojizas, introduciéndose por los ventanos de los camarotes. Se alzan sobre la selva nuevos triángulos negros de aves. Los pájaros de presa empiezan su ronda aleteante en torno al buque, espiando la caída de basuras y desperdicios para desplomarse sobre estos islotes de nutrición.
Mientras estamos en Calcuta y Benarés, los oficiales del campamento visitan el Franconia y se llevan a sus viviendas a los marinos que permanecieron en el vapor para que conozcan un poco la vida en la jungla. A mi regreso me cuenta un joven piloto sus excursiones por una pequeña parte de esta selva baja, interminable y poco explorada, que refresca el Ganges antes de perderse en el mar. Ha visto serpientes boas de grandes dimensiones y torpe arrastre. Un tigre trae alarmados hace meses a los pobladores de la bahía del Diamante. Mata todas las noches animales en los nuevos establecimientos agrícolas, y nunca lo pueden descubrir. Todavía hay en la jungla gentes que llevan una vida salvaje. Dos mujeres huyeron a todo correr viendo al marino y a varios artilleros. La presencia de los blancos les infunde pavor.
A las dos de la tarde abandonamos el Franconia. Cuando los dos vapores fluviales se despegan de su casco, ocurre algo extraordinario que demuestra el instinto de los habitantes alados de la jungla. Mientras hemos permanecido en el paquebote, las bandas de cuervos, milanos y gaviotas se limitaron a volar a gran altura sobre sus cubiertas. Apenas nos alejamos, los muros de verdura que rodean la vasta copa de la bahía empiezan a vomitar nubes de estos pájaros sobre el buque, desparramándose en él como si estuviese desierto.
No osan descender a las cubiertas bajas, por estar en ellas los hombres de guardia. Forman filas agarrados al cordaje de los mástiles, se alinean lo mismo que los pingüinos en las barandillas, se sostienen aleteantes, como animales de cimera heráldica, sobre los bordes de la chimenea. Hasta ocupan el nido del vigía en el mástil de proa, y los que no encuentran espacio donde posar sus patas forman un anillo revoloteante que abarca el buque entero. A los pocos minutos tiene éste engruesados todos sus contornos por una línea de vida animal negra y palpitante.
Se inicia nuestra navegación aguas arriba, cruzándonos a cada minuto con una muestra curiosa de la marina de cabotaje indostánica. Hombres esbeltos y cobrizos reman de pie sobre las cubiertas de unos barcos relativamente grandes, con vela rectangular y popa alterosa, llevando en ella una enorme pala que sirve de timón. Lo mismo debieron ser las naves que surcaban estas aguas hace dos mil años. En otras de arquitectura semejante, los remeros ocupan una plataforma yuxtapuesta a la proa, mucho más baja que el alcázar posterior. Estos bogadores, que manejan unos remos larguísimos, retroceden varios pasos al dar su palada, y luego avanzan hacia la popa otro tanto para clavar su remo y repetir la operación. Algunos barcos más veloces por la estrechez de su casco tienen una cámara baja, una vela cuadrada con pequeños rectángulos negros y blancos, y cuatro bogadores que se agitan incansables, como duendes, moviendo en la proa sus remos de paleta.
Pasan barcos cargados de tinajas, estibadas verticalmente, con los vientres juntos. De lejos parecen enormes huevos rojos cuidadosamente colocados en un cesto flotante. Otros llevan láminas de mármol puestas de canto en la cubierta, como las hojas de un libro. Los más transportan pirámides de sacos apilados en torno a sus mástiles. Y todos estos buques de forma primitiva cabecean violentamente con el oleaje que levantan las ruedas de nuestros dos vapores.
Al atardecer, el río de aguas bermejas va tomando un color de perla. Según avanzamos ofrecen sus orillas un aspecto de actividad civilizada, intensa y productora. Vemos fábricas grandes como pueblos; construcciones bajas que ocupan vastísimos espacios. Surgen sobre sus techumbres chimeneas esbeltas de ladrillo y extienden además sobre las aguas numerosos tentáculos de muelles y vías férreas. En algunas de estas fábricas, aparte de los talleres y el chocerío, ocupado por los jornaleros indígenas, hay edificios elegantes rodeados de jardines. Grandes piraguas pasan de una orilla a otra las muchedumbres multicolores que han acabado su trabajo.
Se van multiplicando las chimeneas. Ya no se elevan, como al principio, en una sola de las orillas. Surgen igualmente de la ribera opuesta y del fondo del horizonte, siempre cerrado por la lengua de tierra de una revuelta inmediata.
Adivinamos la proximidad de Calcuta. La bruma que exhala el río a estas horas se une al humo de las fábricas, envolviendo el ocaso en una opacidad impropia de este clima. Parece que nos acerquemos a Londres, pero un Londres de nieblas doradas y multitudes colorinescas.
Desfilan por las dos orillas miles de hombres y mujeres, rosarios interminables de cuentas blancas, rojas, violetas, amarillas, azafranadas y verdes. Todos marchan en fila, poniendo cada uno su pie sobre la huella del que le precede. Es una particularidad que noto desde mi entrada en la India y he seguido viendo en todas mis excursiones a través del país. Rara vez marchan juntos dos indostánicos por un camino. Hasta la familia avanza longitudinalmente, por amplia que sea la vía: el padre delante, la madre detrás con fardos en la cabeza, y a continuación la prole, casi siempre por orden de estatura. Es la «fila india», de que se ha hablado tantas veces. También en la salida de las fábricas se nota esta tendencia a la marcha separada y silenciosa. La muchedumbre se desgrana en la misma puerta, se esparce como los hilillos de un líquido derramado, alejándose en luengas y multicolores filas.
Todas estas fábricas son para preparar y tejer el yute, la gran producción de la provincia de Bengala. Casi todos los sacos que usa la agricultura de Europa y América proceden de estos centros industriales, cada vez más enormes, que llenan las orillas del Ganges. Aquí se utilizan las fibras de la citada planta, creándose piezas de ruda tela, que luego corta y cose en forma de sacos el país importador. La riqueza de Calcuta, su importancia comercial, el movimiento de su puerto, dependen de esta exportación que abarca el mundo entero.
En días sucesivos, hablando con varios cónsules residentes en Calcuta, me doy cuenta de que las funciones de los más de ellos tienen por única base la producción del yute. Todos los sacos que sirven de envase al trigo y el maíz de la Argentina o al azúcar de Cuba fueron tejidos en las fábricas de Bengala.
Esta industria no deja de ofrecer cierta exterioridad pintoresca a causa de las masas indígenas que trabajan en sus talleres; mas esto no impide que el viajero sienta la amargura de la decepción al ver el maquinismo inglés establecido en uno de los brazos del Ganges, vaciando sobre su corriente las cenizas y carbonillas de sus máquinas de vapor, mezclando el humo de la hulla con las brumas vesperales del río sagrado. Pero la India antigua, inmutable y misteriosa resurge siempre, rompiendo la envoltura moderna en que la encierran sus nuevos amos.
Vemos a trechos, flotando sobre el río, luengas guirnaldas de flores. El indostánico necesita hacer todos los días un presente florido al padre Ganges.
En el restorán de nuestro vapor hay una especie de maître d’hôtel vestido a la inglesa y con zapatos de charol, la mayor distinción a que puede aspirar un mestizo. Dirige con aire de superioridad, como si fuese un europeo, a los otros servidores, que van descalzos, con levita blanca, faja roja y un abultado turbante de este último color.
Poco antes del anochecer, este indio con esmoquin, que se agita dando órdenes a la servidumbre para que recoja la vajilla del té, mira a un lado y a otro para convencerse de que todos los viajeros se han ido del comedor a las cubiertas superiores, toma varios manojos de rosas que adornan las mesas, y dirigiéndose a un ventano las va arrojando con lenta solemnidad sobre las aguas nacaradas por la luz del ocaso.
Veo que las dos orillas tienen una faja ondeante de flores rojas y doradas. El manso oleaje arranca estas masas de pétalos, las balancea unos segundos y vuelve a pegarlas a las riberas.
De tarde en tarde, la corriente, teñida de rosa pálido por la agonía del sol, se corta de abajo arriba, dejando ver el avance de un lomo dentado como una sierra: un caparazón de bestia antediluviana.
Es el caimán, venerable y respetado habitante de este río, al que echan sus devotos flores y cadáveres.