21
Los tres cabellos de Buda

El aspecto de Rangún.—Los Lagos Reales y sus peces sagrados.—Europeos de Rangún que no han visitado nunca la pagoda de los tres cabellos de Buda.—Miedo a las muchedumbres de peregrinos.—El orgullo británico y los pies desnudos.—Un entierro de fanáticos de Madrás.—El templo más antiguo del mundo.—La interminable escalera, su mercadillo y su basura.—La montaña de oro, centro de la meseta sagrada.—Pagodas, pagodones y pagodines.—Gran variedad de imágenes de Buda.—Mi amigo el joven bonzo.—Cosas horripilantes y curiosas que me enseña.

Las calles de Rangún ofrecen una novedad para el viajero que llega del Extremo Oriente. No se ve en ellas ninguna ricsha. Después de Singapur el hombre ya no sirve de bestia de tiro a sus semejantes.

Abundan los animales en la India, y el caballo o el buey resultan más baratos para la tracción que el brazo humano. El indostánico es de musculatura débil, y se necesitan varios de ellos para hacer el mismo trabajo que realiza fácilmente un chino o un japonés. Como los ranguneses son budistas, no existen aquí animales sagrados, y el buey tira de los carromatos y hasta va enganchado en parejas a una especie de tílburi ligero que usan las familias del país y tiene como toldo una sombrilla de cartón pintado.

Empiezan a encontrarse carruajes de alquiler arrastrados por caballos, lo mismo que en Europa; pero estos vehículos tienen un aspecto indostánico. Son una especie de landós cerrados, y su madera guarda el color natural bajo una capa de barniz. El cochero, sentado en un pescante muy alto, lleva grandes barbas y usa el mismo gorro que los policías sijs. Los haces de hierba para el pienso de sus dos bestias los guarda previsoramente amontonados en el techo del carruaje. También hay automóviles de alquiler, y estos vehículos los emplean con preferencia los viajeros que no quieren encerrarse en coches birmaneses, cuyos caballos marchan con soñolienta lentitud.

Visitamos la parte moderna de la ciudad, los barrios construidos por la dominación británica, vaga copia de la metrópoli tal como puede recordarse a una distancia de miles de leguas.

En las grandes plazas ajardinadas hay estatuas de la reina Victoria y Eduardo VII. También vemos un monumento en conmemoración del jubileo de dicha soberana, primera emperatriz de las Indias. Pasamos ante diversos palacios, que son del gobernador, de los secretarios de Estado, del Tribunal Supremo, todos con fachadas de piedra negruzca e idéntica arquitectura que si se reflejasen en las aguas del Támesis. Existen dos catedrales, una protestante, otra católica, y la gran mezquita, elevadas en los últimos años.

Dentro de las modernas avenidas, que tienen de cincuenta a cien metros de anchura, como recuerdo de la antigua ciudad birmana, cuyos edificios desaparecieron en gran parte, surgen a trechos algunas pagodas rodeadas de un círculo de pagodines, elevando sobre los otros edificios el remate de su cúpula de oro en forma de campanilla.

Fuera de la ciudad corremos por caminos polvorientos hacia un gran parque formado sobre los antiguos jardines de los reyes de Birmania. Como recuerdo de dicha época, que parece remotísima y está separada de nosotros por menos de medio siglo, quedan dos lagos que la gente llama aún Lagos Reales. Uno de ellos tiene una isla con un sauce, un kiosco y un puente, semejante a la del «Jardín del Mandarín» de Shanghai. En sus aguas nadan unos animalejos negros y monstruosos que parecen grandes sanguijuelas con aletas. Son los peces sagrados del antiguo reino de Birmania, y en dicha época si alguien osaba pescarlos corría el riesgo de que le cortasen la cabeza. Ahora, el guardián indígena, que echa al agua unas semillas redondas para atraer sus interminables enjambres, nos enseña un bocal vacío y nos propone en voz baja vendernos como recuerdo algunos de dichos gusarapos.

Un deseo obsesionante nos acompaña, y deseamos terminar la visita de los jardines para realizarlo cuanto antes. Queremos ver la célebre pagoda de Shwe Dagon.

Algunos europeos residentes en Rangún muestran extrañeza al enterarse de nuestro deseo. Los hay que llevan seis años viviendo en la capital de Birmania y nunca se les ocurrió visitar esta pagoda, cuya cúpula luminosa ven todos los días lejos de la ciudad, por encima de arboledas y tejados, brillando como una montaña de oro. Sienten repugnancia al pensar en las peregrinaciones miserables que llegan a este templo del misterioso centro de Asia. Conocen por relatos de visitantes las suciedades contagiosas de tales muchedumbres. Además repugna a su orgullo de raza tener que aceptar ciertos preliminares molestos que exigen los bonzos para permitir la entrada en su recinto.

Hablo con oficiales ingleses de la guarnición de Rangún y ninguno de ellos ha estado en dicha pagoda. Otros compatriotas suyos, comerciantes o funcionarios civiles, se han abstenido igualmente de tal visita. Tendrían que entrar descalzos en el templo, pero con los pies completamente desnudos, pues los bonzos ignoran la invención europea de los calcetines, y no quieren proporcionarles el gusto de poder infligir a sus dominadores tal humillación.

Me hablan de tisis, lepra, peste bubónica y otras enfermedades de las multitudes devotas que visitan la famosa pagoda y a veces se quedan en ella por muchos días. Sólo algún viajero de gustos raros, algún artista de los que buscan a todo trance espectáculos pintorescos, puede pasar por las humillaciones y contagios que supone tal visita.

Voy a la pagoda Shwe Dagon. Juzgo imperdonable haber venido a un país tan alejado de la corriente general de viajeros, como es Birmania, haber visto de lejos el cono luminoso de este templo célebre en lo alto de una colina, y no subir a dicha plataforma, donde se agrupan innumerables santuarios de caprichosa suntuosidad.

Al dirigirnos hacia el templo, otra vez por caminos abundantes en polvo, nos cierra el paso un cortejo. Vemos hombres desnudos y completamente blancos que saltan ante nuestro automóvil con los brazos abiertos para indicar al chófer indostánico que debe hacer alto. Acostumbrados a la vista de hombres amarillos, cobrizos o achocolatados, nos causa extrañeza la desnudez de estos blancos, iguales a nosotros, que sólo llevan un andrajo entre las piernas.

Tienen en sus ojos un brillo inquietante. Sobre sus frentes se levanta una cabellera que, anudada en el cogote, cae por la espalda como un manojo de crines. Detrás de ellos suena el estrépito inarmónico de varios bombos y címbalos. Otros hombres, igualmente blancos y desnudos, danzan al son de esta música una especie de baile pírrico. Extienden al mismo tiempo un brazo y una pierna o los encogen, quedando en actitudes semejantes a las que aparecen en los antiguos vasos griegos. Todos tienen en sus ojos una luz malsana, como si se hallasen bajo la influencia de drogas perturbadoras.

Dejamos pasar esta vanguardia de locos, y a continuación se desliza junto a nuestro automóvil una carroza fúnebre, blanca y encristalada. En el interior de su urna va el muerto, completamente visible, desnudo y tendido sobre un lecho de hojas. Racimos de plátanos y haces de flores adornan los cuatro lados del vehículo. Nuestro chófer nos explica que es un entierro al estilo de Madrás, y todos estos diablos blancos que acompañan al camarada difunto con su danza guerrera pertenecen a la misma cofradía religiosa.

Se va alejando la música estridente y seguimos nuestro camino. La entrada de la Shwe Dagon se puede adivinar mucho antes de verla, por los grupos de naturales que, viniendo de distintos puntos, se juntan para seguir una misma dirección. En esta muchedumbre pintoresca las manchas azafranadas de los bonzos son cada vez más numerosas.

Ocupa la célebre pagoda toda una colina, y su entrada empieza al pie de esta eminencia, viéndose obligados los visitantes a subir una escalera de ciento veinte peldaños para llegar a la plataforma donde se halla el verdadero templo. Lo más molesto es tener que descalzarse al principio de dicha escalinata y ascender por ella con los pies completamente desnudos.

Unas familias inglesas miran con asombro nuestros preparativos desde lo alto de sus automóviles. Han venido hasta aquí para ver de lejos una parte de la escalinata cubierta y la muchedumbre indígena que sube por ella. Solamente para satisfacer esta curiosidad traen todos ellos medio rostro tapado con velos que sin duda fueron sumergidos previamente en diversos líquidos antisépticos.

Confieso que la humanidad amarilla, blanca y cobriza que se roza con nosotros no exhala perfumes agradables para un olfato europeo. Huele a sándalo falsificado del que se quema en las pagodas, a sudor frío, a fiebre. Pero ya es tarde para arrepentirse. ¡Arriba! Vamos a conocer la ciudad religiosa que se ha ido amontonando en el transcurso de veintidós siglos en torno a un cono gigantesco de mampostería construido sobre una reliquia. Este templo es el más antiguo del mundo. Ninguna religión de las que existen actualmente puede presentar otro que haya abierto sus puertas por primera vez a los fieles hace dos mil cuatrocientos años.

Conozco su historia. Al morir Buda, dos discípulos suyos que eran birmanos cortaron tres cabellos de la cabeza del santo maestro y los trajeron a Rangún, su patria, que existía entonces con distinto nombre al pie de esta colina. Metidos en un relicario de oro, los enterraron bajo los cimientos del cono central de la pagoda, que asciende a una altura de ciento diez metros.

Este cono, que unos comparan por su forma a una campanilla y otros a un quitasol asiático de boca estrecha y remate puntiagudo, tiene ocultos sus ladrillos bajo una capa de hojas de oro. Su punta está enriquecida con cuatro mil seiscientas piedras preciosas incrustadas en ella: diamantes, rubíes, esmeraldas. Ningún humano puede verlas. Sólo las conocen las aves de vuelo alto y los espíritus celestes. Pero los devotos saben que existen, y esto les basta. El tributo al cielo no puede ser más discreto y limpio de vanidosas ostentaciones.

Forma el pináculo de este macizo siete círculos antes de llegar a su extremo final, y penden de ellos cien campanillas de oro y mil cuatrocientas de plata. También representan un homenaje desinteresado a la divinidad, pues nadie puede verlas de cerca. Mas cuando sopla la brisa todas las campanillas se estremecen a la vez y desciende hasta los fieles una música argentina y vagorosa que les hace pensar en el canto de los tomines, ángeles del cielo budista.

Me siento en el primer peldaño de la escalinata del templo, y con ayuda de un jovenzuelo rangunés que se ha diputado a sí mismo como mi guía y traductor gesticulante, me quito los zapatos, luego los calcetines, y quedo sin más que mi traje blanco, un casco de corcho del mismo color y un bastoncito que me sirve de apoyo.

Los hombres civilizados cultivamos la finura y limpieza de nuestros pies lo mismo que la de nuestras manos, y esto sirve para que nos consideremos disminuidos y humillados por repentina debilidad al perder los zapatos. Representa a veces cierto placer marchar descalzos por una playa o una habitación; pero sentimos acobardamiento al colocar nuestras finas plantas sobre una tierra pedregosa que sólo puede ser hollada con pies duros y primitivos, férreamente calzados por recias callosidades.

Empiezo a subir la escalinata con paso vacilante de ebrio. Noto desde los primeros peldaños que este monumento religioso, como todos los de Asia, es una mezcla confusa de antigüedad venerable y fragilidad moderna. Hace más de dos mil años, en tiempos de Mario y de Julio César, ya subían por esta escalera gentes devotas como las que se codean ahora conmigo y tal vez curiosos escépticos iguales a mí. Pero las construcciones asiáticas sólo tienen una parte sólida, que dura largos siglos, y todo el resto se compone de materias frágiles y formas graciosas, que es preciso renovar cada veinte años.

La escalinata, toda en línea directa, tiene, por suerte, varios rellanos intermedios. De ser en escalones continuos, daría vértigo. Estos peldaños aparecen desiguales y de materias diversas. Los hay de mármol que aún guardan borrosos relieves de una escultura milenaria; otros más recientes son de ladrillos, de asfalto o de simple tierra apisonada, al azar de las recomposiciones. Algunos, suaves y dúctiles, se dejan dominar por el pie sin imponer fatiga alguna; los más se resisten a ser montados, como las cabalgaduras bravas, y hay que elevar mucho la rodilla para dominar su lomo.

Una techumbre de madera con pinturas religiosas cubre esta escalinata y a los dos lados de su graderío se van elevando los puestos de un mercado. Los ranguneses venden en él figurillas sagradas, juguetes grotescos, cuadros de vidrio representando escenas de la vida de Buda, telas bordadas con la imagen del hombre-dios e innumerables objetos de metal, martilleado y repujado con la habilidad de los broncistas indostánicos.

Muchos de estos pequeños comercios están dirigidos por mujeres. Todas fuman tagarninas enormes, añadiendo el perfume ocre de sus chorros de humo al hedor asiático de la muchedumbre devota. Miran a los raros blancos que se detienen ante sus puestos con unos ojos saltones, cuyas pupilas negras tienen cierta expresión incitante y burlona a la vez. Algunas están medio tendidas detrás de su mostrador en un diván rústico. Veo dos de ellas acostadas en una verdadera cama, en medio de su tiendecita de cuadros religiosos. Se han pasado mutuamente un brazo por detrás de la cabeza, y enlazadas así miran a lo alto. De vez en cuando cruzan ojeadas afectuosas y se ofrecen el cigarrote desmesurado y único que sirve para las dos. Se adivina que no les preocupa la prosperidad de su comercio, y el comprador que ose interrumpirlas con sus demandas recibirá malas respuestas.

Subo con lentitud los ciento veinte escalones, haciendo alto en los rellanos para realizar algunas compras, que entrego a mi acompañante, y porque así lo exigen mis pies. En estos peldaños hay piedrecitas sueltas, granos de metal caídos de los objetos que adquieren los devotos, pedazos de vidrio y numerosas expectoraciones de los mascadores de betel. Por todas partes veo salivazos rojos como de sangre, y necesito marchar en zigzag para no poner sobre ellos mis pies desnudos.

Salgo finalmente a cielo descubierto. Estoy en la meseta de la pagoda, toda ella enlosada de mármol, lo que me permite caminar con más seguridad. Continúan aquí las mismas suciedades de la escalera, pero hay espacio más amplio para evitarlas.

El orden arquitectónico de la plataforma sagrada es muy sencillo. En el centro está el santuario mayor, el cono macizo que guarda en sus cimientos la divina reliquia, y en torno a él toda una ciudad de pagodas secundarias, pagodones y pagodines, estatuas y columnatas…

La plataforma tiene medio kilómetro de circuito, y sin embargo cada día resulta más estrecho el terreno reservado a la circulación de los devotos. Nuevos santuarios hechos a expensas de los ricos de Birmania o por donativos de extranjeros invaden la santa meseta. No se guarda ningún orden en las construcciones y éstas son derribadas con frecuencia para darles nueva forma. En el transcurso de unos cuantos años cambia el aspecto de la Shwe Dagon. Lo único inmutable es el cono esplendoroso que ocupa su centro. En las vertientes de la colina hay varios elefantes policromos, de doble tamaño natural, con una torre dorada sobre el lomo que es una capilla.

Al ver una pequeña puerta en el sancta sanctorum central, intento entrar por ella creyendo que el enorme cono es hueco, a pesar de lo que he leído, y guarda en su interior un templo misterioso. Pero retrocedo al convencerme de que la tal puerta no es más que un angosto pasadizo que lo atraviesa rectamente para que los servidores del templo no tengan que rodear toda su base.

Mis dos acólitos ríen de mi error. Ahora son dos, por haberse unido a nosotros un muchacho de familia acomodada, a juzgar por su vestimenta. Está cumpliendo su noviciado de bonzo temporal, y lleva un magnífico manto color de oro, la cabeza redonda pulcramente afeitada y anteojos de concha.

Revela con su habilidad para expresarse una educación superior a la de los otros bonzos. Muestra con cierto orgullo la altura de este monumento, cuyo esplendor puede verse a una distancia de muchas leguas, y me explica luego, con palabras inglesas sueltas y abundantes gesticulaciones, que cada quince o veinte años es recubierto de láminas de oro para que guarde su magnificencia, lo que significa un trabajo enorme. Además, su parte inferior recibe todos los días, a la altura de las manos de los visitantes, un sinnúmero de pequeños papeles de oro. Son presentes de míseros peregrinos, que algunas veces se quedan varios días sin comer luego de haber pegado en el muro su piadosa ofrenda.

Puede afirmarse que en toda Asia no existe actualmente un templo que goce la ‹universalidad» de la Shwe Dagon. Cuantos pueblos adoran las doctrinas de Buda han elevado un santuario en esta meseta. Los hay de muchas provincias de la China, del Tíbet, de las posesiones francesas de la Indochina, hasta de las tierras limítrofes con la Siberia y del Japón. Todas estas capillas tienen columnas en sus fachadas y remates de techos superpuestos que ascienden en disminución, finalizando con una punta rutilante igual a la del céntrico macizo. Sus paredes son de menuda labor, con ese tallado minucioso de los asiáticos, en el que varias generaciones consumen su vida. La madera o la piedra tienen sus primorosos calados cubiertos de laca y oro.

Se extiende el oro por los santuarios, y los reflejos pálidos y discretos de su materia tallada parecen un homenaje de humildad ante el oro cegador y estrepitoso del cono central. Hay templos cuyo dorado empieza a desconcharse con la viruela blanca de los siglos. Otros de construcción reciente ofrecen el color gris de la albañilería, en espera de generosos devotos que paguen los adornos que deben cubrirlos. Veo santuarios completamente azules. Tienen sobre sus láminas de laca celeste flores y hojas nacaradas que forman enrejados blancos con reflejos de perla. Y todos estos templos, apoyados unos en otros para disputarse un terreno cada vez más escaso, ofrecen el mismo aspecto de amontonamiento que los panteones de las necrópolis occidentales.

En los espacios libres de pagodas secundarias vemos árboles dorados con frutos de cristal, urnas en forma de flechas, columnas sueltas de mosaico, imágenes de nats, divinidades primitivas de los birmanos con las que ha transigido el budismo para no molestar los sentimientos del pueblo, «perros celestiales» semejantes a los leones de melenas puntiagudas que adornan las pagodas de Kioto y de Pekín, estatuas de elefantes con un templo sobre sus lomos.

Un estrépito de feria se esparce por la sagrada meseta. Los instrumentos rituales del budismo son la campana y el tambor, y cada pagoda hace sonar los suyos como los barracones de espectáculos cuando se disputan la atención del público. Bonzos de diversas razas golpean a puño cerrado los sagrados timbales o dan con su mazo a las campanas. Niños y mujeres se aproximan a nosotros para vendernos ristras de flores rojas y amarillas, que parecen arrancadas de una tumba. Tales guirnaldas son para ofrecerlas al hombre-dios que reina en este lugar.

Aletean los cuervos lanzando sus graznidos sobre los techos que les sirven de refugio. Junto a estos eternos figurantes de todo cielo de Asia vemos aletear bandas de palomas blancas. También están alojadas en el templo, y entre dos especies volátiles tan antagónicas parece existir una paz absoluta. Perros con grandes peladuras en sus lomos y el hocico babeante, como si llorasen su propia miseria, corretean entre las pantorrillas del gentío buscando algo que devorar. La mayor parte de los fieles son mendigos devotos que llegaron hasta aquí pidiendo limosna, y continúan su industria dentro de la pagoda. Algunos tienen lepra. Otros muestran al remover su manto llagas, sangrantes como heridas, en el pecho o bajo los brazos.

Dentro de algunos de los santuarios hay bonzos de rostro achinado y capa parda, que acompañan su oración con movimientos rigurosamente mecánicos, siempre iguales y sin término. Se inclinan hasta tocar el suelo con sus manos y su cabeza, se yerguen poco a poco, repiten la misma inclinación violenta y vuelven a empezar. Así continúan hasta que el cansancio los vence y ruedan por el suelo, insensibles como cadáveres.

Allí donde da el sol quema el mármol las plantas de los pies y nos obliga a marchar rápidamente. En el interior de las capillas el pavimento tiene una frialdad de tumba, de lugar cerrado hace siglos que no conoció nunca la tibieza del calor celeste, y nos hace estornudar a los que no estamos acostumbrados a ir descalzos.

Asombra la gran cantidad de Budas que pueblan estas pagodas. Los hay de mármol, de oro, de alabastro, enormes como gigantes o de simple talla humana; derechos, en cuclillas y tendidos. Unos son dulces, humanos, de expresión inteligente; tienen un rostro casi europeo. Otros se muestran feroces, malignos, verdaderamente asiáticos, con unos ojitos oblicuos, de párpados estirados y casi juntos, que parecen hostiles a todo el que no mire del mismo modo que ellos.

Cada pueblo budista ha formado a su propia imagen la figura del hombre-dios y le rinde culto con ceremonias litúrgicas diferentes. En todos los santuarios se ven flores, luces y varillas humeantes de sándalo. Fuera de él hay salivazos rojos sobre el suelo y una mezcla en el ambiente de malos olores naturales, de perfumes pegajosos, de flores marchitas. Por encima de esta variedad contradictoria, ruidosa y vibrante de contagios microbianos, continúa brillando el cono central como una hoguera inmóvil de oro sobre los tres cabellos de Buda recogidos por sus discípulos.

Mi nuevo amigo el bonzo tiene empeño en hacerme conocer todo lo interesante de la Shwe Dagon. No sería esta célebre pagoda un lugar verdaderamente santo si le faltase la virtud de curar enfermedades y realizar otros prodigios de los que trastornan el ritmo de la Naturaleza.

El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas. Las pobres gentes que llegan hasta aquí, después de marchar en caravana, meses y tal vez años, esperan el milagro, y su esperanza inspira respeto. Deseo en este momento que el santo Buda pueda complacer a todos los dolientes que le imploran, pobre rebaño humano roído por las enfermedades y las miserias asiáticas.

Nos detenemos ante un santuario que tiene junto a su puerta unos cuantos hombres desnudos tendidos en el suelo. Todos ofrecen un aspecto horrible. Los hay que son a modo de imágenes del hambre: esqueletos limpios de músculos cubiertos simplemente por su epidermis, con los ojos perdidos en la profundidad de unas órbitas como pozos y las mandíbulas desencajadas. Otros están muertos y tienen el abdomen desgarrado. Un cuervo les picotea las entrañas.

Solamente cuando el joven bonzo, ganoso de que admire su templo, me aproxima a tales horrores, veo que son esculturas polícromas, pero con un realismo tan minucioso y exacto que resulta fácil el engaño. Ocurre aquí en pleno sol que en ciertos museos de figuras de cera con el auxilio de los juegos de luces. No se sabe ciertamente quién es moribundo de madera pintada o moribundo de carne y hueso. Según parece, estas imágenes sirven para hacer ver a los pecadores cómo vivirán después de la muerte si perseveran en sus vicios.

Un poco más allá hay tendidos varios pordioseros, igualmente desnudos, igualmente esqueléticos por su flacura. Los horripilantes monigotes brillan a causa de su barniz; los peregrinos casi agonizantes tienen un charolado igual por el sudor con que barniza el sol sus cuerpos escuálidos, como si extrajese de ellos los últimos jugos. Algunos son ciegos y un enjambre de moscas voltea en torno a sus órbitas vacías. Todos tienen al lado media corteza de coco que les sirve de plato para recibir las limosnas. No se mueven, no se dan cuenta de lo que cae en sus rústicos cuencos. Para ellos la limosna tal vez llega tarde.

Me hace entrar mi compañero azafranado en la más milagrosa de las pagodas. No quiere privarme de ninguna de las maravillas de esta colina santa. Avanzamos por el interior de un templo menos iluminado que los otros, y a los pocos momentos deseo salir de él cuanto antes. Encuentro tendidos en colchonetas o simples mantas a varios hombres flacos, de tez pálida, y una transparencia malsana en las orejas y la nariz. Su tos cavernosa hace innecesarias las explicaciones. Son tísicos que vinieron hasta aquí atraídos por la esperanza. Los bonzos de la pagoda afirman haber presenciado muchas curaciones inauditas.

Sigo avanzando hasta el fondo, interesado por un grupo misterioso. Lo componen varias mujeres que rodean a otra tendida en un lecho, blanca e inmóvil, como si estuviese desmayada. Veo trapos ensangrentados. Un olor de maternidad se une a la respiración de los tísicos. Suena un vagido infantil, gangueante y tenaz.

Mi boncito sonríe y balbucea explicaciones… Entendido. Es una gloria nacer en el famoso templo, y hay madres que vienen de muy lejos para que sus hijos reciban tal santificación al entrar en la vida.