La muerte del más gordo de los stewards.—Una mosca javanesa.—Cadáver al agua.—El río de Rangún.—La famosa pagoda de Shwe Dagon.—Todos bonzos.—La superioridad de la mujer birmana.—Sus enormes cigarros.—Los serpenteros de Rangún y sus pupilas.—Abundancia de elefantes.—Su inteligencia y sus trabajos.—Hombres con pendientes y peinado de mujer.—La policía pega.
Seguimos el extenso callejón marítimo del estrecho de Malaca —el más largo de nuestro planeta—, y al final entramos en el mar de las Indias y su prolongación el golfo de Bengala.
Vamos a Birmania, en la ribera este de dicho golfo, y el Franconia costea durante tres días la dilatadísima península malaya, pasando junto a los archipiélagos tendidos ante ella.
Dos días después de nuestra salida de Singapur me dicen en secreto que alguien ha muerto en el buque y a las diez de la mañana arrojarán su cadáver. Nos faltan veinticuatro horas para llegar a Rangún, pero el desembarco en dicho puerto no es fácil. Los grandes vapores quedan anclados en el río a gran distancia de la ciudad. Además; por exigencias sanitarias, conviene desembarazarse cuanto antes de dicho cadáver.
El que murió es un criado de comedor, un steward que llamaba la atención por ser el más gordo del buque; inglés rubicundo, alto y cuadrado, con un peso de 110 kilos. Al bajar en Batavia le picó una mosca, sin que en el primer momento diese importancia alguna a este incidente. En el trayecto de Java a Singapur la simple picadura se enconó como si fuese de un reptil venenoso y anoche ha muerto completamente desfigurado, con las facciones tumefactas y ennegrecidas. Esto no es extraordinario. En los países tropicales, insectos en apariencia inofensivos transmiten infecciones de muerte.
Este pobre steward es el segundo que cae en nuestro viaje. El joven americano que vino moribundo de Pekín a Shanghai ha conseguido salvarse en la enfermería del buque. Aún está convaleciente y no baja a tierra. Tal vez termine su viaje alrededor del mundo sin ver otra cosa que puertos de ciudades lejanas y extensiones desiertas de océano, pero habrá conservado su vida. Este atleta rubicundo y alegre, que durante la última guerra sirvió en varios buques que fueron torpedeados, salvándose de la explosión mortal y de las llamas del incendio, ha caído finalmente por obra de una mosca de Java y está abajo, negro como si su cadáver fuese de carbón, putrefacto en breves horas, siendo una amenaza para la existencia de los demás, un foco de contagios exóticos e inexplicables.
No quiere el comandante que se divulgue la noticia de tal defunción. La vida ordinaria del paquebote debe continuar como todos los días. Los pocos viajeros conocedores del suceso seguimos a las gentes del buque que disimuladamente se dirigen hacia la popa por los corredores destinados al servicio.
Hay en el Franconia toda una parte que ignoran los pasajeros: galerías por donde puede correr la marinería de popa a proa, sin necesidad de atravesar los salones y escalinatas de lujo. Con estas galerías se comunican los departamentos de máquinas, los depósitos de víveres, las cocinas y otras dependencias. Son como los pasadizos y escaleras de servicio que existen en los grandes hoteles.
Nos deslizamos por una puertecita generalmente inadvertida y caemos en pleno movimiento de las gentes que sirven las múltiples necesidades de este palacio flotante. Los stewards marchan todos hacia la popa rápidamente, deseosos de que no se percaten de su ausencia los señores que están arriba. Llegamos a un amplio espacio descubierto por tres de sus caras y con techo, situado sobre el timón, en la parte más saliente de la popa. Cerca están los talleres de lavado, y las mujeres que trabajan en ellos suspenden sus operaciones para unirse a la fúnebre despedida.
Muchos pasajeros han comprado pájaros en los puertos del Extremo Oriente, entregándolos a hombres de la tripulación para que los cuiden fuera del ambiente de sus camarotes, y es en este lugar donde permanecen guardados dentro de jaulas pendientes del techo. Surge de ellas un continuo trino de canarios y calandrias que la paciencia china convirtió en incansables cantores.
Se van agrupando en dicha parte del Franconia unos trescientos hombres. Todos llevan su uniforme azul de gala, con botones dorados, ropa que les hace sudar en esta mañana cálida. El capitán llega seguido del estado mayor del buque y se sitúa junto al féretro. Es un cajón de madera blanca construido horas antes. Una bandera lo cubre por entero con sus rayas de colores. Lo han depositado sobre una tabla colocada en el mismo borde de un portalón abierto en la barandilla. No hay más que hacer un movimiento de palanca, y el féretro, arrastrado por la pesadez de los hierros encerrados en él, se irá al fondo inmediatamente.
Uno de los oficiales, encargado de las lecturas religiosas todos los domingos, recita las oraciones propias del acto. Varios grumetes van distribuyendo libros entre el compacto gentío: volúmenes de salmos, encuadernados en chagrín negro.
Suena una música dulce y quejumbrosa. La orquesta del buque permanece invisible en esta aglomeración de hombres que escuchan con la frente baja. Todos abren su libro y se inicia un canto religioso, un coral de numerosas estrofas, que se prolonga media hora. Ya dije que esta gente canta bien, y la melancolía de sus voces, el lamento de los violines, el féretro embanderado que cada vez se inclina más sobre el abismo, la extensión azul y dorada del mar desierto, un cielo por cuyo horizonte resbalan lentamente montañas de vedijas blancas, todo da un interés emocionante al triste episodio de nuestro viaje.
Las aves que penden del techo, enardecidas por este coro de centenares de voces, se unen a él lanzando trinos ruidosos. Cantan con una energía que eriza sus plumas e hincha sus gargantas como si fuesen a desgarrarse.
De pronto un chapuzón en el mar, una pequeña columna de espuma que asciende recta como un surtidor. Obedeciendo a un leve signo del comandante, los marineros han dejado caer el féretro cuando menos lo esperábamos. Nadie se mueve; continúa el cántico. El Franconia, que había aminorado su marcha, vuelve a agitar las hélices a toda velocidad. Ya debe estar el muerto muy lejos de nosotros, pero siguen los lamentos musicales por su eterno reposo.
Cesa al fin el salmo fúnebre. Las trompetas lanzan un toque marcial indicando que la energía y el trabajo diarios para vencer al peligro van a reanudarse. Los grumetes recogen en cestos los libros de plegarias. El capitán y sus oficiales saludan y se retiran. Todos van a despojarse apresuradamente de sus uniformes azules para recobrar las prendas blancas de diario. A los pocos minutos me veo solo en este lugar donde se aglomeraban tantos hombres.
Vuelven a funcionar las máquinas del taller inmediato, exhalando un olor de ropa mojada y lejía batida. Las mujeres de brazos arremangados mueven otra vez sus planchas. Y los pájaros, dentro de sus cárceles balanceantes, siguen cantando furiosamente, excitados aún por la música humana que vino a interrumpir sus conciertos solitarios.
El mar es al día siguiente de un verde amarillento; horas después se hace rojizo, y al final toma un color terroso tan denso, que nuestro buque parece deslizarse por una llanura. Hemos entrado en el Irrawaddy, río de Rangún, y debemos remontarlo muchas millas hasta llegar al sitio donde fondean los trasatlánticos de importancia, no pudiendo ir más adelante. El canal navegable está marcado por dos filas de boyas y los buques trazan grandes revueltas al seguirlo.
Las riberas son amarillas y bajas, con estrechas zonas de fresco verdor. A largos trechos hay grupos de árboles que indican la existencia de casas invisibles. Pasan cerca de nosotros barcas pintadas a cuadros blancos y negros, y sus tripulantes, medio desnudos, mueven unos canaletes terminados por paletas completamente redondas. Algunas veces el grupo de árboles deja ver las techumbres de paja de un pueblo y sobre ellas una pirámide en forma de campanilla, que es el adorno central de todas las pagodas birmanas. En las ciudades esta misma pirámide se halla cubierta de oro. Aquí es blanca, con una costra de cal cuidadosamente mantenida.
Con el desplazamiento de su volumen dentro de esta agua canalizada, levanta nuestro vapor grandes olas entre su casco y la orilla. Veleros de arboladura mixta, medio asiática y medio europea, que se deslizan en dirección opuesta, cabecean con violencia, cual si hiciesen frente a una tempestad. Las olas cortas y continuas no les dan tiempo para levantarse y volver a caer rítmicamente, como en el mar. Pero la marinería malaya no presta atención a tales sacudidas, que hunden el extremo de su proa, y acodándose en las bordas contempla inmóvil el paso de nuestro trasatlántico.
Anclamos en el fondeadero de Hastings, lejos de Rangún. Sus edificios modernos y las cúpulas de oro de sus pagodas se ven algo esfumados por encima de las arboledas de los jardines. Unos vaporcitos nos llevan a la ciudad, navegando a través de numerosos paquebotes y veleros que han podido avanzar más en el río, anclando según su calado.
Al saltar a tierra nos damos cuenta de que acabamos de entrar en un mundo distinto a los que conocimos en anteriores escalas. Estamos en la India; pero una India más colorinesca y alegre que la famosa y tradicional que veremos semanas después.
Birmania es la última adquisición de los ingleses en el Oriente Índico. Hace unas decenas de años nada más aún existía un reino de Birmania. Al anexionarse Inglaterra a este país, su capital, Mandalay, situada en el interior, a veinticuatro horas de ferrocarril, ha perdido su antigua importancia. Rangún, puerto principal de todo el este del golfo de Bengala, absorbe la vida de los países inmediatos.
No se nota aquí el cosmopolitismo de Singapur. Los habitantes son puramente birmanos. Pero la importancia religiosa de la ciudad, a causa de la célebre pagoda llamada Shwe Dagon, atrae numerosos peregrinos de todos los países budistas, hasta de las provincias más interiores de la China.
El budismo es una religión en decadencia. Posee aún centenares de millones de adeptos porque la China y el Japón abrazaron las doctrinas del innovador Gautama. Pero este sacro personaje, nacido en la India, después de ver aceptados sus dogmas en su propia patria quedó vencido por el brahmanismo, que se rehízo de su primera derrota, reconquistando finalmente la mayor parte del país.
Hoy sólo quedan dos centros del budismo en toda la India: Ceilán y Birmania. En Ceilán está la ciudad de Kandy con su pagoda, que guarda un diente de Buda. En Birmania los peregrinos van a Rangún para visitar la Shwe Dagon, edificada sobre tres cabellos del sacro personaje.
A pesar de que son muchísimos los peregrinos que llegan de la China, del Tíbet y otros países lejanos, apenas se nota su presencia, por quedar como sumergidos en la gran masa birmana.
La muchedumbre de Rangún agrupada en las calles es habladora, comunicativa, y siente curiosidad por todo. Ama los colores vistosos y los emplea con preferencia en sus trajes. Fanáticamente budista, considera el estado sacerdotal como el más perfecto, y procediendo lógicamente, todos los ranguneses procuran ser bonzos, aunque sólo sea durante un corto período de su juventud. Los hombres antes de casarse se agregan a cualquier boncería, llevando una existencia semejante a la de los novicios en un convento católico. Lo que les importa es poder afeitarse la cabeza por entero, al modo sacerdotal, y llevar como vestidura una tela de varios metros arrollada al cuerpo, lo mismo que la antigua toga romana. Como este hábito tiene un tinte de azafrán fuerte y vistoso, la enorme cantidad de bonzos perpetuos o circunstanciales refuerza el aspecto multicolor de las muchedumbres.
Los hijos de familia acomodada son pequeños bonzos de exterior pulcro, con anteojos de concha los más de ellos y manto de azafrán muy amarillo, que tiene de lejos el color del oro. Los bonzos mendicantes, extremadamente delgados, ofrecen un aspecto grotesco por el abultamiento de su vientre. Cuando pasan ante una tienda desenvuelven su manto descolorido y revelan el misterio de su incomprensible obesidad sacando a luz una olla de metal en la que van recogiendo las limosnas de los devotos; su única comida.
Una particularidad del pueblo birmano, que no se repite en ningún otro de Asia, es la supremacía de que gozan las mujeres sobre los hombres. Esta superioridad ha servido para que la birmana sea de inteligencia despierta, con una gracia algo maligna y gran habilidad para el manejo de los negocios.
Muchas de las tiendas de Rangún están dirigidas por mujeres. En las calles hablan a los hombres con voz fuerte y una expresión autoritaria. La esposa marcha siempre delante, seguida del marido. Además, según me dicen, son ellas muchas veces las únicas que ganan dinero para el sostenimiento de la familia. Esto resulta extraordinario en Asia luego de haber visto a la japonesa y la china, criaturas supeditadas completamente al hombre. En el resto de la India la mujer es tan esclava del marido, que hace menos de un siglo todavía se quemaba sobre la pira sepulcral de éste, por considerarse incapaz de continuar viviendo sin su apoyo. Hoy seguiría quemándose lo mismo, si lo permitieran las autoridades inglesas, pues la viudez representa para la indostánica el más horrible y absoluto de los olvidos.
La mujer birmana es de ojos negros, algo oblicuos, pero más grandes y saltones que los de otras asiáticas. Como puede expresarse libremente, esto comunica a sus palabras y actitudes cierto atrevimiento incitante. Todas ellas resultan un poco cabezonas, pero tal vez sea a consecuencia de su tocado, que consiste en un gorrito redondo de terciopelo, con una gran rosa blanca de perlas que cuelga por el lado derecho, y la cabellera en bandós muy ahuecados. Además, todas son de pequeña estatura, y sus miembros algo gráciles no armonizan bien con la amplitud de su busto.
Su boca es más atractiva que las de muchas asiáticas —especialmente las javanesas—, porque no masca el betel, que hincha los labios, ennegrece los dientes y escoria las encías. En cambio, las birmanas se entregan a otro vicio que hace apestante su aliento. Todas ellas son fumadoras, terriblemente fumadoras, como no lo es ningún hombre.
Ignoran el cigarrillo y desconocen también el cigarro de forma elíptica que usan los occidentales. Lo que ellas fuman a todas horas es un cilindro de hojas de tabaco muy apretadas, igual por sus dos extremos, largo más de un palmo y con el grueso de un barrote de silla. Tan enorme es el diámetro de estos cigarros, que toda birmana, por grande que tenga la boca, debe abrir mucho las mandíbulas y poner los labios en círculo para abarcar con ellos su final, lo que da un aspecto cómico a las chupadas de la fumadora. Y como son un poco enanas, según ya he dicho, parece que vayan adheridas a sus enormes cigarros y que éstos tiren de ellas.
Unas llevan arrolladas a sus piernas piezas de seda con flores pintadas; otras usan pantalones anchos, como las chinas. Su busto lo cubren con una camiseta corta que deja visible por arriba el arranque de los pechos y muestra por abajo, entre las dos prendas, un reborde de la carne del talle. Su tocado consiste unas veces en el gorrito oscuro, con la rosa de falsas perlas pendiente a la derecha, y otras en un rodete de adornos blancos sobre el peinado, que huele a jazmín.
La libertad de que gozan va acompañada, según dicen, de excesos y abusos. Como vieron desde pequeñas dentro del hogar la superioridad autoritaria y algo despectiva de la madre sobre el padre, continúan menospreciando al hombre, por creerlo inferior, y lo reemplazan con demasiada frecuencia. Todas aman la música, la danza, los cantos, y la ilusión de muchas de ellas es poder ingresar en las compañías de baile y de juglares que circulan por el país.
Apenas damos unos cuantos pasos en un jardín vecino al desembarcadero, salen a nuestro encuentro las especialidades animales de la India. Oímos la estridencia de diversas gaitas surgiendo de los grupos de naturales situados en las aceras inmediatas. Los domadores de serpientes, acurrucados sobre el asfalto, hacen sonar sus plañideros instrumentos, mientras del semicírculo de cestos que tienen ante ellos van surgiendo reptiles de cuello hinchado.
Aquí los serpenteros son más numerosos que en Singapur. Los hay de todas las edades. Unos adolescentes, gritones y confianzudos, agarran la terrible cobra con sus dos manos y vienen hacia nosotros para que la contemplemos de cerca. Estos novicios deben haber heredado de sus padres la colección de reptiles que les proporciona el arroz.
Hay cobras que se agitan medio adormecidas, con el aire del que cumple maquinalmente una obligación diaria. Otras parecen furiosas, y sus dueños las tratan con visibles precauciones, rehuyendo los golpes que les tiran a las manos con su boca silbante. Todos creen que estos hombres arrancan a sus reptiles los colmillos venenosos y emplean además con ellos otros procedimientos para dominarlos. Así será, pero los tales medios no deben ser perfectos, ya que todas las semanas hablan los periódicos de la muerte casi fulminante de alguno de estos encantadores a consecuencia de un mordisco de sus pupilas.
Empleamos algún tiempo en presenciar tales danzas. El calor es sofocante en las calles; las moscas pululan sobre las aceras, se suben por la piel rugosa de las serpientes, picoteando sus escamas verdes, blancas y rojizas, se pasean por la gorguera inflamada de su cuello hinchado y luego vienen hacia nosotros. ¡No!… ¡Vámonos!
En el centro del jardín suenan gritos de regocijo y acude corriendo la gente. Vemos sobre las cabezas de la muchedumbre el lomo gris y redondo, el cráneo prehistórico, con rudas oquedades y aristas, de varios elefantes.
Rangún es la ciudad de los elefantes, y para nuestra diversión han sido enviados al jardín los más célebres por su inteligencia.
Horas después, al visitar los alrededores, vemos los grandes depósitos de madera, principal industria de la población. Es madera pesadísima, troncos cortados en el interior de Birmania que tienen la dureza del hierro. Los elefantes se encargan de acarrear estas piezas y colocarlas en ordenados montones. No podrían realizar los hombres dicho trabajo con la rapidez y la facilidad que lo ejecutan ellos. Todos llevan una especie de cincha de la que pende una cadena rematada por un gancho. Así toman los enormes maderos de la orilla del río y los arrastran hasta el aserradero. Cuando deben colocarlos en pilas los levantan con su trompa, y realizan tal labor sin vacilación alguna.
Se ha exagerado algo la inteligencia de este animal al querer igualarla con la del hombre. Sin embargo la creo muy superior a la del resto de los animales. Es un poco tarda, un poco espesa en su curso, pero se desenvuelve indudablemente siguiendo un encadenamiento de raciocinios lógicos.
Las dos parejas de elefantes que salen a nuestro encuentro en el jardín del desembarcadero son cuatro celebridades, que muestran una superioridad de artista sobre los cientos de camaradas empleados en los depósitos de maderas. Cada uno de ellos sostiene sobre su lomo a un indio que le habla cariñosamente y lleva las manos libres, sin emplear el bastón de que se valen otros conductores para hacerse entender.
Han arrojado una pelota de fútbol en medio de la pradera, y los elefantes se mueven con una ligereza extraordinaria, dada la pesadez de su especie, enviándose aquélla con la trompa y recogiéndola igualmente antes de que toque el césped. Las evoluciones de este juego nos hacen ir de un lado a otro, deseosos de no perder detalle y evitando al mismo tiempo que nos pille un pie cualquiera de estas patas redondas como torres que dejan profundas huellas en la hierba.
Unos trabajadores de la ciudad traen pesados maderos, y estos animales los manejan con su trompa a la voz de mando de sus conductores. Dos de ellos agarran un largo tronco por sus extremos para subirlo y bajarlo acompasadamente. Otros trabajan solos y un madero de varios quintales lo hacen girar con la ligereza de un bastoncillo.
Llama mi atención la muchedumbre que se ha ido aglomerando en torno a la pradera. Los naturales de Rangún, siempre ociosos y callejeros, sienten excitada su curiosidad por esta fiesta extraordinaria.
Las mujeres no muestran interés por los elefantes y siguen su camino, dando chupadas al enorme cigarro. Los hombres miran tales juegos con un entusiasmo infantil.
Casi todos estos varones son de gran belleza física. Aquí empieza a verse el hombre blanco, perfectamente blanco, que existe en la India entera, mezclado con otros indostánicos cobrizos y casi negros. Representa el tipo ario ideal, que tal vez sólo existió en la imaginación de algunos autores.
Vestidos con una especie de sábana blanca arrollada lo mismo que una toga, recuerdan las figuras escultóricas de la antigüedad helénica. Todos llevan pendientes, pero con una abundancia que no deja sin aprovechamiento ninguna de las prominencias de su rostro. Empiezan por colgarse dos de cada oreja: uno en el lóbulo y otro en lo alto del pabellón auricular. Después de colocados estos cuatro adornos todavía sitúan en su cara un quinto pendiente, colgándolo de una aleta de sus narices o de un agujero que perfora su tabique central. Además, estos hombres, blancos y hermosos, que no tienen ningún aspecto femenino, y cuyo perfil aguileño recuerda el de muchos héroes, llevan la cabellera larga y enroscada en forma de rodete sobre la cúspide de su cráneo.
El ansia de ver mejor les hace avanzar, estrechando su círculo, quitando terreno al escenario de la fiesta, y lo que es más grave, mezclándose, no obstante su inferioridad de raza, con todos nosotros. Presiento que esto va a acabar mal.
La autoridad anglo.india no puede tolerar un olvido tan insolente de la diferencia de castas. Acompañando a nuestros grupos se mueven dentro del jardín varios policías indostánicos, barbudos y con turbante. Igualmente vienen con nosotros desde que desembarcamos ciertos individuos de casco blanco y vestimenta civil, que tienen la tez sucia del mestizo y su aire vanidoso. Como bastón llevan un vergajo. Son de la policía secreta.
De pronto se dan cuenta de este avance del público indígena y marchan contra él dando gritos de cólera. Empujan a los grupos, y a pesar de que retroceden obedientes, levantan sus vergajos para acelerar la retirada general, repartiendo golpes a mansalva.
Los hombres más hermosos y esbeltos de la tierra huyen murmurando protestas, cual si fuesen niños. Sus vestiduras blancas aletean ridículamente con la precipitación del miedo. Un poco más allá vuelven a detenerse con pueril indecisión, temiendo los garrotazos de sus compatriotas al servicio de los ingleses, pero sin querer privarse de presenciar los juegos de los elefantes.
Siento indignación ante tal atropello. Indios que pegan a los indios… ¡miserables!
Luego pienso en Europa, donde la policía blanca golpea igualmente a los blancos.