El jardín de Buitenzorg.—Flores que parecen insectos e insectos iguales a pedazos de madera.—El estrecho de Caspar.—Los fenicios del Pacífico y sus portentosas navegaciones.—Verdadera patria de Simbad el Marino.—La cosmopolita ciudad de Singapur.—El gobernador Raffles.—Mezcla de pueblos y religiones.—Mi primera visita a un templo brahmanista.—El cultivo actual del caucho.—Rutina inglesa de los futbolistas de Singapur.—Degradación de los blancos que van en tranvía.—Juglares y domadores de serpientes.—El esmoquin blanco.—Los maravillosos sastres chinos.—Cuatro trajes en dos horas.
Buitenzorg es la residencia veraniega del gobernador de Java. El palacio, reconstruido varias veces a consecuencia de los temblores de tierra, no ofrece nada de extraordinario. Lo que ha hecho famoso el nombre de Buitenzorg es su jardín botánico, anexo a la vivienda gubernamental. Como el terreno es más alto que en Batavia y la atmósfera menos densa y caliginosa, la vegetación se desarrolla en este lugar con toda magnificencia.
Antes de marcharnos de Java queremos ver las especialidades más célebres de dicho jardín. Atravesamos una ancha avenida que es un túnel de verdura, pues los ramajes laterales se tocan, formando una bóveda compacta. En realidad, esta galería vegetal se compone únicamente de dos higueras banianos, árboles que tienen la particularidad de reproducirse invadiendo las tierras próximas, de convertir sus ramas cuando tocan el suelo en otros tantos troncos con raíces, que a su vez producen nuevos soportes. En el jardín botánico de Calcuta, uno sólo de estos banianos ocupa un espacio considerable y desde lejos ofrece el aspecto de un macizo de arboleda.
En los pequeños lagos de Buitenzorg admiramos la Victoria Regia, planta acuática de corola blanca cuyas hojas, de dos metros de diámetro, flotan como escudos sobre las aguas, y tal es su aspecto de estabilidad, que tientan a poner el pie en ellas como si fuesen de piedra verde.
Los bambúes alcanzan dimensiones de árboles seculares. Se balancean al más leve soplo de la brisa y parecen conversar entre ellos con el frotamiento de sus menudas hojas. Estas cañas enormes son de diversos colores: amarillas, negras, moteadas. Todas las variedades de la palmera existen aquí igualmente, desde las de fuste grácil y ligero surtidor de ramas, que se inclinan con una gracia infantil, hasta las de tronco redondo y alto como una torre, que desafían erguidas los huracanes del tornado. Vemos también una gran variedad de lianas semejantes a madejas de reptiles adormecidos.
Una colección célebre de orquídeas nos desorienta a causa de sus bizarras formas, y no sabemos finalmente con certeza si son flores o parásitos monstruosos. En cambio, vemos en una sección zoológica pedazos de madera en apariencia medio podridos, hojas secas, grumos de detritus vegetal que son en realidad insectos. Estos seres vivos, de admirable mimetismo, adoptan la forma de la basura de la selva y permanecen inmóviles para no alarmar a sus presas, sorprendiéndolas mortalmente.
Al abandonar Java nos damos cuenta de la incongruencia que existe entre la fealdad del puerto de Tandjong Priok y las bellezas interiores de la isla. Viendo estos muelles tostados por el sol y su continuación de terrenos pantanosos y selvas bajas, que son como nidos de la fiebre, nadie puede sospechar los paisajes paradisíacos que empiezan a desarrollarse cuando se penetra una docena de millas tierra adentro.
Entre Java y Singapur la travesía resulta tan plácida como si navegásemos por un río. El Franconia va partiendo aguas verdes, con islotes de vegetaciones flotantes.
Avanzamos teniendo a la derecha la isla de Banka y a la izquierda la enorme Sumatra, que figura con Borneo como las dos posesiones más extensas de Holanda. Tan grandes son estos macizos insulares, que una parte de su interior se halla en estado salvaje y los holandeses tienen que mantener una actitud defensiva ante muchas de sus tribus. Siempre que estos indígenas irreductibles encuentran ocasión, le cortan la cabeza al blanco para guardarla como el mejor de los trofeos. También se repiten los casos de canibalismo, a pesar de los esfuerzos de las autoridades para extender las costumbres civilizadas. En estos países, situados bajo la línea ecuatorial, el europeo colonizador no hace más que pasar, siéndole imposible vivir muchos años a causa del clima y las enfermedades. En realidad son factorías más que colonias, ya que el blanco no puede reproducirse en ellas ni crear una familia estable.
En el llamado estrecho de Gaspar, las dos costas de Banka y Sumatra se aproximan de tal modo, que el mar parece un río. Entre ambas riberas se extienden fajas de baba amarillenta, espuma sucia de un canal en el que permanecen como enredadas las inmundicias traídas por las corrientes del océano libre.
Nuestro paquebote marcha con cierta precaución, a causa de la escasa profundidad. Cuando salimos de un estrecho es para entrar en otro o ir pasando a través de islas o islotes de pequeños archipiélagos. El mar tiene un verde claro de pradera que denuncia el poco fondo de sus aguas. A trechos se esparcen sobre este color verde grandes manchas de un blanco lácteo, reflejo de los campos de arena submarinos.
Singapur es la puerta del Extremo Oriente. Al pasarla habremos dejado a nuestras espaldas la parte del mundo más distinta a Europa. Al otro lado del estrecho de Malaca vamos a encontrar la India, mas esta tierra ya no pertenece al Extremo Oriente y debe llamársela simplemente Oriente.
Es cierto que sus diversos pueblos se diferencian en costumbres y religiones de los países europeos; pero no han vivido miles y miles de años ignorados de nosotros como el Japón, la China y las agrupaciones malayas. Alejandro llevó la cultura griega a este Oriente indostánico. Los hombres de nuestra antigüedad conocieron la India y tuvieron noticias de las diversas civilizaciones desarrolladas a orillas del Ganges. Los nautas árabes mantuvieron durante la Edad Media la comunicación de Europa con el citado Oriente indostánico, aunque ésta no resultase directa. Fue a partir del estrecho de Malaca, o sea del presente Singapur, donde empezaba la noche y la ignorancia para nuestros pueblos. Nadie sabía nada cierto sobre Catay y Cipango, el actual Extremo Oriente.
Al aproximarnos a Singapur vemos en estrechos y canales un enjambre de pequeños buques de cabotaje, pertenecientes a la marina malaya. Estos navegantes tradicionalistas han copiado en sus barcos las arboladuras de la marina de los occidentales, pero sus cascos, aunque construidos igualmente por un procedimiento moderno, conservan siempre la popa más alta que la proa, lo que les da cierto aire de carabelas, disfrazadas de bergantines y goletas.
Como nuestro mundo ha vivido docenas de siglos prestando sólo atención a los grupos humanos de la vertiente atlántica, sin sospechar siquiera lo que ocurría en la vertiente del Pacífico, la mayoría de las gentes que merecen el título de ilustradas ignoran en la actualidad lo que fueron los malayos como marinos y sus servicios a la civilización. Cuando Vasco da Gama, después de navegar solitariamente por las costas de África, fue avanzando en el mar de las Indias, quedó asombrado de la cantidad de buques asiáticos que pasaban a su vista. Estos argonautas de un mundo distinto al nuestro tenían sobrado espacio para comerciar sin salirse de sus mares, y si alguna vez llegaban a deslizarse por las estrechuras del mar Rojo, una barrera sólida les cerraba el paso, repeliéndolos hacia otros rumbos.
Los malayos fueron los fenicios del Pacífico. De conocerse la historia de sus periplos podrían haberse escrito, basándose en ellos, numerosas odiseas. Según varios autores que estudiaron a fondo las tradiciones de esta raza de mercaderes y corsarios, la Historia de Simbad el Marino y otras muchas aventuras marítimas que figuran en Las mil y una noches no son más que relatos de proezas de malayos adoptadas por los navegantes árabes, discípulos y continuadores de aquéllos.
A falta de una historia detallada y sólida, nos sirve para adivinar los antiguos viajes de los navegantes malayos la actual existencia de grupos de su misma raza en los lugares más distantes del Pacífico. Los argonautas amarillos construyeron sus primitivas flotas en estas riberas de Sumatra que vamos costeando. De aquí se lanzaron a piratear y comerciar por toda la inmensidad marítima que se ofrecía a las proas de sus barcos con ojos, cuando aún vivían la mayor parte de los europeos en pleno salvajismo.
Los habitantes de Madagascar son malayos de origen, lo que demuestra que por el este llegaron éstos hasta las costas de África. Una gran parte de los pobladores del Japón actual son igualmente de origen malayo, lo que marca sus navegaciones hacia el norte. Los indígenas del archipiélago de Hawai y otras islas oceánicas, situadas más allá de la mitad del camino entre Asia y América, también son malayos. ¿Por qué razón estos vagabundos del mayor de los océanos, que realizaron la parte más grande y difícil de su travesía llegando a dichas islas y estableciéndose en ellas, no pudieron continuarla desembarcando en América, como uno de los varios pueblos que según las tradiciones americanas se extendieron de norte a sur, miles de años antes de la llegada de los conquistadores españoles?…
Estos malayos de ahora que pasan en sus buquecitos anticuados junto a nuestro paquebote ignoran completamente las hazañas de sus antecesores. Hasta hace medio siglo eran piratas, pero una continua persecución les ha obligado a llevar la existencia de pobres marineros de cabotaje, sin audacias y sin ambiciones.
Singapur es la obra de sir Stamford Raffles, funcionario enérgico que a principios del siglo XIX se apoderó de todas las islas holandesas, gobernando Batavia en nombre de Inglaterra. En el Jardín Botánico de Buitenzorg está la tumba de su esposa.
Cuando después de la caída de Napoleón tuvo que entregar, por acuerdos diplomáticos de Europa, las ricas posesiones holandesas al gobierno de La Haya, no quiso que su patria abandonase estos parajes y fundó la ciudad de Singapur, que domina el estrecho de Malaca. Dos siglos antes que Raffles, el gran Alburquerque había visto la importancia del estrecho de Malaca, y pretendió fundar en él una colonia portuguesa para obtener de tal modo el monopolio del Extremo Oriente.
Paseando por las callas de Singapur aprecia el viajero su valor comercial y estratégico. Dos mundos se encuentran y confunden en ella; dos orientes completamente distintos. Hoy tiene más de 300.000 habitantes y es una ciudad con barrios modernos y edificios altísimos. Posee igualmente plazas extensas y puentes colgantes sobre pequeños ríos navegables. Estos cursos de agua casi resultan invisibles; tantos son los barcos indígenas que flotan en ellos, borda contra borda.
La estatua del gobernador Raffles se alza en el centro de la parte europea de Singapur. En los barrios que no ocupan los blancos vive separado por razas y creencias todo el vecindario cosmopolita. Éste únicamente se deja ver mezclado en las grandes avenidas centrales. La ciudad inglesa de Singapur es ante todo una ciudad china, por la superioridad numérica de tal raza. Más de la mitad de su población se compone de chinos. Lo mismo que en Batavia, estos trabajadores infatigables acaparan todos los oficios manuales. Además, como son grandes ahorradores de dinero, se dedican al préstamo. El chino, fuera de su país, es igual al judío por su actividad inteligente y ávida, y se ve tan odiado como éste.
En las calles de Singapur es donde empezamos a ver indostánicos con el busto de bronce completamente desnudo y largas cabelleras sueltas o anudadas a estilo femenil; cingaleses con los ojos pintados, la cabeza rematada por una peineta y cierto aspecto intolerable de afeminamiento; árabes con alquiceles flotantes que marchan lentos y majestuosos; mujeres del Malabar llevando en sus narices botones de pedrería y numerosos anillos de plata en los dedos de los pies. También pasa por las aceras, con trote menudo, la china de zapatillas silenciosas, más enana y más gorda de lo que es en realidad, a causa de su ancha blusa y sus holgados pantalones de lustrina negra.
Dentro de las avenidas céntricas los comercios son europeos, pero en las vías laterales se nota la misma confusión de ciudad cosmopolita. Los chinos y los malayos poseen numerosas tiendas, e interpolados entre ellas figuran templos de diversas religiones: pagodas budistas, santuarios brahmanistas, iglesias católicas, capillas protestantes.
—En este puerto de paso —me dice un amigo que hace años vive en Singapur— han venido a juntarse todas las religiones. Brahma, Buda, Confucio, Cristo y Mahoma se rozan a todas horas, acaban por mezclarse y algunas veces hasta se confunden.
Aquí visito el primer templo brahmanista. Ocupa el centro de un patio, rodeado de una muralla blanca con pilastras. Sobre estas pilastras, a guisa de capiteles, hay unas cabras de yeso cuyo tamaño es doble del natural. Están sentadas sobre las cuatro patas encogidas, y sus cuerpos son blancos, pero con ojos azules y los hocicos de un rojo sangriento. Dentro del patio, y al amparo de un cobertizo, veo algunos carros con imágenes de ídolos pintarrajeadas. Estos vehículos de ruedas macizas salen en las procesiones organizadas por los brahmanes.
Tengo que descalzarme para entrar en el santuario, aunque todo él puede verse desde el patio por estar descubierta su parte delantera. Sobre los altares hay ofrendas de cirios, cocos y plátanos.
Van saliendo poco a poco de las boncerías próximas los sacerdotes y sus ayudantes, atraídos por esta visita inesperada. Son unos hombres de color oscuro, casi negros, pero con nariz aguileña, y su delgadez resulta extraordinaria. No tienen sobre su esqueleto más que la grasa precisa para rellenar las oquedades de los huesos, y aun así se les ven las aristas del costillaje, de las clavículas y las rótulas. Su vestidura es una simple tela roja anudada a la cintura. Todos llevan cabelleras largas, a estilo de mujer, sujetas por un peine de concha. Hay un niño entre ellos, hijo de alguno de los sacerdotes, al que todos acarician con esa ternura paternal que los indostánicos muestran por la infancia. Este sacristancito, espigado y esbelto, va completamente desnudo. Lleva cabellera larga y peineta como los hombres. Sus partes genitales las tiene ocultas en una bolsita blanca, única vestimenta que conoce su cuerpo.
Singapur está en pleno boom, como los otros mercados del Extremo Oriente. Aquí existe un motivo especial para la prosperidad de los negocios. El cultivo del caucho, que es uno de los descubrimientos más importantes de la agricultura moderna, tiene su principal centro en esta tierra.
Hace unos cuantos años nada más, el caucho era una materia preciosa que se producía naturalmente y los aventureros iban a buscar en las selvas vírgenes de los países situados bajo el Ecuador. Viajando por la América del Sur conocí a muchos varones enérgicos, de existencia novelesca, que se lanzaban a través de los bosques inexplorados de Bolivia y el Brasil en busca de grupos de árboles productores del caucho, llevando una vida llena de peligros, teniendo que batirse con las fieras, con los hombres y las enfermedades. La invención del automóvil y otros descubrimientos recientes, al aumentar de un modo ilimitado el consumo del caucho, hicieron necesaria la busca de nuevos medios de producción, y el árbol natural, perdido en las selvas, ha pasado a ser un cultivo científicamente ordenado y explotado en los países ecuatoriales de Asia.
Singapur es ciudad inglesa, pero sólo ocupa una punta de la extensa península de Malaca. Detrás de ella existen el Estado independiente del sultán de Johor y otros países autónomos que forman agrupados la llamada Federación de Estados Malayos, bajo el protectorado de Inglaterra.
Visitamos en la ciudad de Johor una parte del palacio del sultán, una mezquita y el casino, donde funciona la ruleta. A Johor la llaman el «Montecarlo de Asia», pero cuando nosotros pasamos por ella se notaba gran falta de jugadores y la ruleta permanecía inactiva a pesar del boom de los negocios.
En otras excursiones por cerca de Singapur vamos viendo los campos plantados de caucho y las fábricas donde se prepara y solidifica esta materia tan preciosa para las industrias de nuestro tiempo. La vegetación tropical embellece dichos alrededores, cubriendo con su exuberante verdor llanuras, barrancos y montañas. El baniano, de ramas multiplicadoras, cubre espacios enormes; hay campos extensos plantados de mandioca, principal alimento de la gente popular, y bosques de cocoteros a lo largo de las playas.
Dentro de Singapur se muestra el tradicionalismo británico con una rutina que hace sonreír. Los empleados ingleses, muchos negociantes jóvenes y los hijos de europeos nacidos en la ciudad se dedican al juego del fútbol o del tenis en las praderas de césped que existen dentro de las plazas. Pero como en Inglaterra estos juegos son por la tarde, en Singapur se desarrollan a la misma hora, con una temperatura de más de 40 grados, bajo una atmósfera pesada que cubre de sudor hasta a los que contemplan simplemente la partida.
El calor de Singapur hace ansiar al viajero una pronta vuelta al buque y que éste salga cuanto antes a los espacios dilatados del océano, donde siempre sopla alguna brisa. La ciudad es atrayente y bella; su vecindario inspira interés a causa de sus variedades pintorescas, ¡pero el calor!… No debe olvidarse que Singapur está a menos de dos grados de la línea ecuatorial.
Toda su vida europea se concentra en un par de hoteles enormes. El más antiguo, o sea el llamado Raffles, figura entre los ochenta grandes hoteles que conoce invariablemente todo el que da la vuelta al mundo. Como en él se concentran las diversiones elegantes de Singapur y cuantos pasan por la puerta del Extremo Oriente vienen a sentarse en las mesas de su comedor, los mercaderes de la ciudad han establecido puestos de venta en un piso bajo y el hotel es a modo de un pueblo en eterno movimiento.
Vendedores obesos con el rostro de color canela y ojos profundamente negros ofrecen las famosas cañas de Malaca convertidas en bastones, elefantes de ébano y marfil, aves del paraíso traídas de las Molucas, jarrones de porcelana, telas finísimas con dibujos indostánicos. Las riquezas de la India se juntan aquí con las de la China y el Japón.
Encuentro en Singapur a dos damas que hablan nuestro idioma; dos chilenas distinguidas, la señora Eltin y su hermana, casadas con dos hombres de negocios del país. Asisto con ellas a un baile en el Hotel Raffles, que se repite tres veces por semana, y es el centro de reunión de los blancos.
Ir a pie es considerado en toda Asia como función deshonrosa. El tranvía sólo lo emplean las gentes de color. Un blanco se vería desconsiderado si montase en él, y los mismos que lo ocupan habitualmente mostrarían extrañeza por tal desconocimiento de las categorías sociales. La ricsha se acepta como algo medianamente tolerable nada más. El blanco sólo empieza a contar en las colonias europeas de Asia cuando tiene automóvil. Durante el baile en el Hotel Raffles, una nube de lacayos, descalzos, con levita blanca y turbante, se agitan para hacer pasar ante la escalinata los centenares de automóviles que han ido aglomerándose en las cercanías.
Las damas visten como en Europa. El descote y los brazos desnudos les permiten soportar los trajes de etiqueta de otros climas. Los hombres van de blanco, con telas ligerísimas fabricadas en China. Todos llevan esmoquin, pero cortado en este género sutil. Me apresuro a usar por comodidad tal innovación en mi indumento de ceremonia.
Durante la tarde he presenciado en los jardines del Hotel Raffles la primera fiesta de juglares indostánicos, maravillosos escamoteadores que sacan pajarillos vivos de diversos lugares de sus cuerpos casi desnudos, hacen crecer plantas a la vista, y después de introducir a un colega suyo en un pequeño serón, atraviesan éste con una espada repetidas veces y luego el compañero vuelve a surgir, incólume y sonriente. Todo esto lo han hecho sin ningún aparato escénico que se preste a trampas, en pleno jardín, a las cuatro de la tarde, sobre el césped de una pradera.
Además, nos encontramos por primera vez con algo que nos acompañará por toda la India. Los encantadores de reptiles colocan sus cestos redondos de junco rojizo sobre la misma pradera, lanzan los sones plañideros de una pequeña gaita, e inmediatamente se alzan las tapas de los cestos y empiezan a remontarse varias serpientes, balanceándose al compás de la triste música.
Son completamente distintas a las que se ven en África y América, de cabeza triangular y cuello delgado. Aquí es la terrible cobra, cuyo veneno mata en unos segundos, la «naja» de pescuezo hinchado, que parece llevar una gorguera y encorva cuello y cabeza, considerablemente dilatados, como si fuesen la hoja de un platanero. En mitad de sus ejercicios algunas de ellas, seducidas por la frescura del césped, se deslizan hacia un lado del extenso corro de señoras y caballeros que presencian el espectáculo. Chillidos femeninos, espectadores que abandonan los asientos y hacen unos pasos atrás; pero el encantador agarra a las fugitivas por la cola y tira de ellas, haciéndolas volver para que sigan danzando… ¡Mas tantas veces he de hablar de este espectáculo! ¡Lo encontraré con tanta frecuencia durante mi viaje por la India!…
Siento miedo al pensar en el suplicio de vestir un esmoquin negro para el baile de la noche. En Singapur significa algo así como enfundarse en una armadura antigua de hierro. Me aconsejan que busque uno cualquiera de los sastres chinos que trabajan en los edificios anexos al hotel. Adopto tal indicación sin ninguna esperanza de éxito. Son las cinco de la tarde y el baile empezará a las nueve de la noche, después de la comida. ¡Qué puede hacer un sastre en tan pocas horas!…
Entro en la tienda. Una docena de chinitos sentados en el suelo cosen y cosen con pequeñas máquinas. Al mismo tiempo cantan, ríen o conversan lanzando una serie de chillidos iguales a los de una banda de gorriones descarados.
El dueño, obeso, carilleno, jovial, acoge mi demanda con una sonrisa protectora y parpadea sus ojitos apenas abiertos. Sabe perfectamente lo que es la prisa de un europeo llegado a estos países de calor sin la indumentaria conveniente. Él está aquí para remediar tales olvidos.
—¿Cuántos trajes desea? —acaba por decirme.
Me extraña su pregunta. Con uno tengo de sobra, pero debe fijarse antes de aceptar mi encargo. Lo necesito para esta misma noche, para dentro de unas horas, y reconozco que el plazo es muy corto.
—¿Le parece bien que haga cuatro? —sigue diciendo—. Lo difícil es el primero. Después, lo mismo me cuesta hacer uno que media docena. En estos países se suda mucho y nunca se tiene bastante ropa.
Lo que yo deseo saber es el tiempo que necesitará para proporcionarme un traje blanco, uno nada más, y él contesta:
—Si me da un traje suyo como modelo le haré los cuatro en una hora; si es por medida, pido dos horas.
Dejo que tome mis medidas este maestro jactancioso y jocundo. Mientras apunta los resultados dice palabras ininteligibles a su personal y toda la chinería ríe igualmente. Deben estar burlándose de mí.
Me voy un poco amoscado, seguro además de que todo lo prometido resultará mentira. Ni cuatro trajes, ni uno siquiera. De recibirlos, lo más pronto será mañana.
Vuelvo dos o tres veces al azar de mis paseos ante la tienda del sastre. El maestro, detrás de su mostrador, corta y corta en una pieza enorme de tela blanca; los chinitos, acurrucados en el suelo, cosen y cosen, entre una algarabía de jaula revuelta. Me reconocen al pasar, ríen, me hacen señas incomprensibles. Sin duda siguen burlándose del cliente extranjero.
Transcurren dos horas. A las siete, poco antes de la comida, vuelvo lentamente hacia la tienda del chino. Reflexiono sobre la conveniencia de dar un bastonazo oportuno para suprimir este regocijo chinesco que se permiten a costa de mi persona. Encuentro cerrada la puerta. Lo que yo temía. Volveré mañana, para ver si el «maestro» piensa seguir fisgándose de mí.
Al entrar en el Hotel Raffles me llama el conserje y veo a un muchacho con dos ligeros paquetes; uno de los mismos chinitos que cosía en el suelo con las piernas cruzadas. El empleado del hotel me traduce el mensaje del sastre:
—Aquí tiene los cuatro trajes. Hace media hora que está el boy esperando para entregárselos, ¡pero como no sabía el nombre de su cliente!… No se los pague al chico. Ya se los pagará usted al sastre cuando le parezca.
Y a las nueve de la noche me visto uno de los esmóquines blancos, sin defecto alguno, igual a todos los que usan los elegantes de Singapur.