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Bajo la lluvia ecuatorial

Mi cama y mis compañeros de alcoba.—Los vendedores de Garut.—La superstición del dólar.—Javaneses y malayos.—Locura homicida de los que corren el amok.—La lira de cañas.—El baile en el hotel.—La Sinfonía de la selva.—Los cuatro jóvenes nobles y sus danzas.—Regalo de un kris del antepasado.—El guiñol javanés.—Una novela caballeresca con monigotes y música.

Nuestro hotel de Garut es un jardín con numerosos edificios de un solo piso esparcidos en sus frondosidades. Nos refugiamos al bajar del automóvil en el más importante de ellos, donde están los salones comunes, los comedores y la oficina del gerente.

Me entero de que mi pequeño equipaje me espera en una habitación situada al otro extremo del hotel. Hay que buscarla bajo la lluvia por avenidas que deben ser interesantes a las horas de sol, a causa de sus arriates de flores y sus arboledas umbrosas, pero en este momento corren por ellas verdaderos arroyos, y cada rama deja caer un chorro continuo.

Silba el gerente y viene a buscarme un portero javanés, con turbante de batik, levita blanca y descalzo. Sostiene un paraguas con ambas manos, mejor dicho, una cúpula de cartón barnizado, debajo de la cual pueden marchar varias personas sin mojarse. Es tan enorme este techo portátil, que el javanés hace esfuerzos para sostenerlo, a pesar de que ha caído el viento y la lluvia desciende copiosa, pero mansa, a través de una atmósfera dormida. Como el portaparaguas va descalzo y sólo se preocupa de mantener su cúpula, avanza rectamente, sin reparar en charcos. Nosotros le seguimos pegados a él, y esto libra nuestras cabezas de la lluvia, pero nos hundimos a cada instante en las charcas rojizas y los regueros serpenteantes del jardín.

Es mi habitación una pieza de grandes proporciones, con muebles holandeses, solemnes y viejos, que datan sin duda de la Compañía de las Grandes Indias. La cama se muestra tan ancha como larga; pero esta amplitud, que en el primer momento representa un motivo de agrado, queda olvidada a causa de su dureza. Tiene sin duda alguna un colchón, pero la materia que le sirve de relleno ha adquirido una densidad igual a la de las cortezas de los árboles. Las gentes del país afirman que en un lecho duro se siente menos el calor. Además, el mismo calor justifica la escasez de sábanas. La cama sólo tiene una, la que cubre el colchón. El viajero debe dormir sin taparse, y para el caso de que sienta frío, una manta ligera, a cuadros blancos y azules, está a los pies.

En cambio abundan las almohadas, algunas de ellas de aspecto raro y uso desconocido para mí. Una, larga y dura como un madero, sirve indudablemente para apoyar la cabeza; otra es para colocársela entre las piernas, y dos más pequeñas se acoplan entre los brazos y el tronco. Hay que dormir con los miembros abiertos en cruz de San Andrés, la misma postura de los reos de otros siglos condenados a ser hechos cuartos por la dislocación. De este modo parece que se siente menos la caliginosidad de la noche ecuatorial, que hace correr sobre el cuerpo regueros de sudor.

Al inclinarme sobre mi pequeña maleta noto que el cuarto está ocupado por varios camaradas que me acompañarán toda la noche. Saltan sobre el suelo unos animalillos verdes. Las ranas invaden tranquilamente estas viviendas de un solo piso. Por las paredes y el techo corren lagartos rugosos y negruzcos. El servidor javanés, que ha dejado su paraguas en la parte de afuera, ríe de mi asombro y me habla, sabiendo que no puedo entenderle. Conozco sin embargo lo que me dice por haberlo oído en otros hoteles de países cálidos. Hay que respetar a estos compañeros de habitación para no privarse de sus buenos servicios. La rana se come los insectos que reptan y saltan sobre el suelo, bestias prolíficas que pueden depositar sus innumerables huevecillos debajo de nuestras uñas si descendemos de la cama con los pies descalzos. El lagarto se come los mosquitos.

Me falta tiempo para seguir examinando mi dormitorio. Éste tiene, como todas las casas de los javaneses acomodados, un salón exterior y abierto. El pórtico que extiende su techumbre sobre el frente del edificio se halla dividido por tabiques, y cada uno de tales espacios guarda sillones, una lámpara en el centro y macetas de flores que penden del alero.

Mi pequeño salón, al que se llega subiendo tres escalones, está ya medio invadido por una multitud infantil que se aprieta para quedar a cubierto, librando de la lluvia los objetos sostenidos por sus manos. Todo Garut sabe que ha llegado un grupo de viajeros, y como el vecindario vive de los visitantes, aguarda con impaciencia el regreso de los automóviles que la tempestad ha sorprendido en pleno campo.

Nosotros somos los primeros en volver y recibimos el empuje de todos los vendedores de Garut. Hombres y mujeres se mantienen al acecho en las inmediaciones del edificio central, pero han destacado contra nosotros sus numerosas proles cargadas de telas de batik y polichinelas del teatro javanés, a los que dan movimientos y posturas cómicas, imitando sus voces gangueantes. Se sientan a nuestras plantas para ofrecernos sus mercancías, marcando el precio con los dedos. Al principio usan la palabra guilder, que es el florín holandés, pero inmediatamente la abandonan para repetir con insistencia ¡Dollar! ¡Dollar!

En todo el Extremo Oriente se nota una idolatría monetaria que puede titularse la «superstición del dólar». En China, en Java, en la India, hasta en el Japón, cuyos habitantes no sienten gran amor hacia los Estados Unidos, lo mismo los tenderos que los míseros vendedores instalados en plena calle o a la puerta de los templos muestran un respeto casi místico por el dólar americano. Aun en los países de dominación inglesa, la libra esterlina representa poco comparada con aquél. Cuando se desea comprar un objeto, el vendedor, en mitad de sus regateos, hace una rebaja considerable si le pagan en dólares. Pero ha de ser en moneda, nada de cheque; en billetes de los Estados Unidos; y después de contemplarlos con devoción los oculta apresuradamente.

Es la única moneda que inspira fe, y por adquirirla lo dan todo más barato. Debo añadir que los demás billetes que circulan por el Extremo Oriente merecen con razón menos respeto por su falta de fijeza monetaria, incluyendo los de la India inglesa. Los bancos de toda ciudad importante emiten papel y cuando se llega a otra capital con dicha moneda hay que cambiarla por la del nuevo país, sufriendo un descuento. El prestigio monetario de la más rica de las naciones ha llegado hasta este rincón de Java, y los niños y niñas que intentan hacer sus ventas valiéndose de señas repiten a coro al mostrar sus mercancías: ¡Dollar! ¡Dollar!

Se nota en esta muchedumbre infantil las diferencias étnicas de las dos razas que componen la población de la isla: javaneses y malayos. Los javaneses, pasivos y laboriosos, sirvieron siempre a los dominadores de la isla, plegándose con humilde fatalismo a sus órdenes. En el curso de veinte siglos han sido brahmanistas, budistas y musulmanes. De seguir los portugueses en Java, todos serían ahora católicos. Si continúan mahometanos es porque la Compañía de las Indias, que tuvo a sueldo a los santones javaneses, más traficantes que fanáticos, jamás sintió la necesidad de evangelizar a sus nuevos súbditos.

Esta ductilidad para cambiar de creencias no significa en los javaneses escepticismo religioso. Al contrario, como todos los humildes que se ven eternamente oprimidos y no tienen esperanza alguna de liberación, su único consuelo lo encuentran en el ejercicio de sus devociones y en la certeza de otra vida que será más dichosa. Necesitan una religión y toman la que les permiten sus dominadores.

Los malayos resultan más ingobernables y menos religiosos que el javanés, cultivador de la tierra, eterno siervo del campo de arroz que empezaron a formar sus ascendientes hace siglos. Nietos de piratas y audaces navegantes, los malayos poblaron las costas lanzándose a la pesca y al cabotaje, o se esparcieron por el interior de las islas para ejercer industrias manuales o llevar una existencia vagabunda. Estos habitantes belicosos de Java formaron en otros siglos una casta militar y noble, siendo los únicos que hicieron guerra a los invasores, dificultando la colonización portuguesa y alterando el régimen de explotación mercantil de la Compañía de las Indias con sus frecuentes revueltas.

Aún hoy el malayo resulta el más inquietante de los javaneses. Si el blanco le ofende, espera una ocasión propicia para vengarse de él asesinándolo. Los más pobres procuran ser empleados del gobierno, ingresando en la policía o en los trabajos públicos. Otros se hacen soldados y abrazan el cristianismo, para considerarse de este modo iguales a los militares holandeses.

La belicosidad de la raza, los instintos sanguinarios, herencia de largos siglos de piraterías y matanzas, despiertan de pronto en ellos. Cuando un malayo se considera ofendido por un blanco, o siente odio contra la organización social que le rodea, una mortífera embriaguez lo enloquece, y armándose de un kris se lanza a la calle para matar a todo el que se pone a su alcance, dando golpes a ciegas, hasta que lo matan a él. Es una demencia semejante a la de los moros de Filipinas conocidos con el nombre de «juramentados».

En Java esta locura homicida es llamada el amok, y cuando sale uno de dichos furiosos por el centro de la población esparciendo muertes hasta que le hacen caer sus perseguidores, llaman a tan horrible episodio «correr el amok». La autoridad tiene establecidos puestos de vigilancia para cortar inmediatamente los efectos de esta locura nacional. Son casi siempre policías malayos los que acuden para correr el amok. Tienen en sus cuerpos de guardia un tronco vacío, de madera sonora, que tocan con el puño, y esta campana avisa a las gentes para que se refugien en las casas. De todas las puertas arrojan sillas, taburetes y otros objetos a los pies del terrible amok para hacerlo caer, pero éste sigue corriendo las más de las veces llevando en alto su machete amenazador. Los policías cuentan con un arma especial para sujetarle que nunca yerra. Es una gran horquilla, entre cuyos dos dientes meten al fugitivo, clavándolo contra una pared o un árbol. De este modo lo inmovilizan y lo matan, pues es inútil esperar que se rinda.

Los malayos son en el campo grandes cazadores de bestias feroces. En otro tiempo su mayor diversión era presenciar luchas de hombres con panteras y tigres. También, hasta hace poco, en las poblaciones del interior celebraban torneos a caballo, terminados muchas veces por botes de lanza mortales. Eran fiestas originarias de la época en que los conquistadores musulmanes se apoderaron de Java.

Se nota en estos pequeños indígenas que tengo sentados a mis pies la diferencia de razas. El niño malayo domina a su compañero de puro origen isleño, impide sus negocios, le amenaza, y acaba finalmente por obligarlo a que le ceda su mercancía, vendiéndola él por su cuenta.

Vuelvo otra vez al centro del hotel arrostrando la lluvia, ya que el hombre de la cúpula portátil no acude a mis gritos. Bajo los pórticos del comedor encuentro a los primeros compañeros de viaje que acaban de llegar. Luego, en el curso del atardecer, van presentándose los otros vehículos llenos de gentes desfiguradas por la lluvia. Pero todos nos hemos resignado a esta humedad irremediable. Ha sido inútil emplear las contadas prendas de recambio que guardábamos en nuestros pequeños equipajes. Dentro de este hotel-jardín la lluvia las moja en seguida. Además, nos acostumbramos finalmente a ir con los pies húmedos y el cuerpo impregnado de agua y sudor, en esta tierra donde los aguaceros son tibios.

Una orquesta rara pero agradable suena incesantemente en otro pórtico del hotel. Es una melodía bucólica, un susurro de suaves flautas, una música eoliana y vagorosa, sin la energía del soplido humano. Voy hacia ella y encuentro sentados en el suelo a varios adolescentes que hacen sonar el instrumento típico de esta parte de Java: una lira hecha con cañas.

Un grueso bambú horizontal sostiene cinco, más delgados, en forma de peine. Las cinco varillas están metidas en otras tantas cañas huecas, que al moverse chocan sus paredes con el espigón central. Cada una de las cañas emite una nota diferente y en esto consiste el secreto de los fabricantes del rústico instrumento. Los pequeños músicos tienen en sus manos dos liras, o sea diez notas, y agitándolas con rítmico movimiento producen una melodía indeterminada y soñolienta, dentro de la cual se forman al azar grupos de notas bizarras como las combinaciones caprichosas de los vidrios sueltos en el interior de un caleidoscopio.

Al son de esta melopea, danzan varios muchachitos moviendo el vientre y las caderas lo mismo que las odaliscas. Todos ellos llevan el sarong de colorines arrollado sobre las piernas, tienen un rostro aterciopelado de chocolate con leche, y sus ojos grandes y un poco oblicuos parecen de mujer. Muestran la gracia equívoca del efebo asiático, que hace imaginar repugnantes vicios. También es posible que estos pequeños bailarines no hagan más que seguir una tradición, repitiendo danzas que vieron desde pequeños, sin sospechar su malicia ni las suposiciones del blanco escandalizado.

Mientras las liras de cañas susurran su melodía sin regla y siguen danzando los javanesitos, expelen los canales del tejado el agua a plenos chorros, los relámpagos iluminan otra vez con exhalaciones verdes la tarde color de ámbar y rueda el carro de los truenos sobre edificios y arboledas.

A las nueve de la noche, después de la comida, asistimos a un gran baile javanés, para el cual han venido los mejores danzarines y la orquesta más famosa de toda la región.

La servidumbre descalza aparta las mesas y todo el comedor queda convertido en una sala de espectáculos. Este comedor se halla abierto por tres de sus caras; es una techumbre sostenida por numerosos arcos blancos. Más allá hace brillar el jardín sus hojas de charol bajo unos focos de luz eléctrica, cuyas lunas se muestran rayadas incesantemente por hilos de cristal. Continúa la lluvia del trópico, una lluvia sin medida en el volumen y la duración. Todo está impregnado de humedad: nuestras ropas, las servilletas, los manteles. Luego, en los dormitorios, encontraremos igualmente húmedas sábanas y toallas. Debajo de los techos la atmósfera, vibrante de perfumes vegetales, parece compuesta de agua fluida.

Este baile debe ser algo extraordinario, pues van llegando en sus automóviles los javaneses más opulentos de las inmediaciones. La mayor parte de la propiedad de la isla continúa en poder de los antiguos nobles y los comerciantes enriquecidos. Conservan sus trajes por un sentimiento oculto de nacionalismo, pero se apropian las comodidades más costosas de sus dominadores.

Los instrumentos de la orquesta del baile son tan originales como las liras de cañas. Los músicos, sentados en el suelo, hacen sonar una especie de violines, apoyándolos verticalmente en una rodilla como si fuesen violonchelos. Otros golpean con sus manos tambores y discos metálicos. Un viejo hiere con sus palillos un teclado de tablitas, cada una de las cuales emite una nota distinta. El más importante de los instrumentos es una especie de banco con grandes orificios, y en cada uno de ellos una vasija de metal semejante a los cántaros que emplean los lecheros. El músico golpea estos vasos con mazas forradas de piel, arrancándoles largas vibraciones.

Tocan una especie de preludio que en los primeros instantes parece arañar los oídos con sus discordancias. Poco a poco surge del enmarañamiento acústico algo concreto que podría llamarse la «Sinfonía de la selva». Los instrumentos reproducen la risa luminosa del arroyo, el murmullo de las hojas, el rebullir de la vida animal en los matorrales. Indudablemente, los instrumentos de cuerda imitan el zumbido tenaz de los insectos. El músico ha copiado con ingenuidad los vagidos de la Naturaleza, como en los albores de toda civilización los artistas primitivos reprodujeron a su modo las plantas y los seres que les rodeaban.

Sentados en el suelo, sobre esteras de junco, hay varios danzarines, hombres y mujeres. Ellas son las únicas que cantan, con una voz chillona y discordante que recuerda el cacareo de la gallina. En el espacio libre, ante la orquesta, un hombre y una mujer bailan esta danza coreada. En realidad permanecen inmóviles; sus pies no se separan del suelo. Son los brazos los que se agitan, y más aún las manos, acompañando con lentas dilataciones el ritmo de la música.

Entre las gentes del país acudidas para presenciar este baile hay cuatro jóvenes nobles que llaman la atención por la elegancia híbrida de sus trajes. Son javaneses por sus cabezas; del cuello a la cintura son europeos; luego recobran su nacionalidad hasta los pies. Me explicaré con más detalles. Van tocados con el pequeño turbante de batik negro y dorado, que forma un lacito de dos pequeños cuernos sobre la frente. Visten esmoquin y chaleco blanco. La pechera de su camisa es de encajes, y dos botones de diamantes centellean debajo de su corbata negra. A continuación llevan las piernas envueltas en una rica tela de batik oscura, con anchas rayas de oro. Por debajo asoman los pies pequeños, metidos en calcetines de seda calada y escarpines de charol. Los cuatro, como signo de su categoría, llevan un kris antiguo, una espadita dorada puesta oblicuamente sobre sus riñones, cuya empuñadura despega el esmoquin de su espalda.

Han venido en sus automóviles, atraídos por esta fiesta a la que asisten muchas viajeras americanas, hermosas y elegantes. Guardan una gravedad de próceres musulmanes. Ocupan una mesa, bebiendo simples limonadas, y miran con sus ojos negros y ardientes a tantas mujeres blancas, que parecen traer en su perfume las seducciones de un mundo lejanísimo. Los cuatro llevan el bigote recortado, según la moda actual, y revelan en todos sus gestos una educación a la europea.

El gerente del hotel va contando a los viajeros que estos jóvenes son ricos, de antigua nobleza, y viven además, como amigos y acompañantes, cerca del regente de la provincia. (El regente es el gobernador indígena, poderoso personaje que ha venido a sustituir a los antiguos reyezuelos.) El mismo gerente se hace lenguas de lo que son los cuatro jóvenes como bailarines. Por espíritu de tradición han sabido guardar fielmente las antiguas danzas de la isla. Los profesionales del baile javanés que están presentes reconocen y admiran la superioridad de estos señores.

—¡Ay!… ¡Si ellos quisieran bailar!…

Basta que el hotelero exponga esta posibilidad hipotética, para que varias señoritas americanas, con la intrepidez propia de su pueblo, deseen una inmediata realización. Algunas de ellas piden a los cuatro gentlemen de la espadita dorada que salgan a bailar, y ellos, respetuosos y algo avergonzados al verse objeto de la atención general, acaban por ceder, aunque ninguno quiere ser el primero.

Al fin, uno de ellos se desprende de los escarpines de charol y su chófer indígena surge de la masa de javaneses agrupada al pie de las escalinatas del jardín, para quitarle los calcetines. Avanza con los pies desnudos, color chocolate claro, que asoman por el borde de la rica falda de batik. Sus dedos se encorvan y se dilatan como si recobrasen la agilidad de los remotos ascendientes. Se ha puesto un gran velo verde sobre sus hombros, con las puntas caídas atrás y la amplia curva delantera más abajo de su pecho. Este velo va a resultar en el curso de la danza tan importante como su persona.

La primera de las bailarinas se coloca de pie ante él y empieza a cantar. El joven señor inicia su danza sin moverse del sitio que ocupa, expresándolo todo con las manos, con los balanceos lentos de sus brazos, con las posturas fijas que adopta luego su cuerpo. En realidad, la mujer no hace más que acompañar con su canto los gestos del bailarín. Algunas veces refleja los movimientos elegantes de éste, pero con una modestia de espejo pobre y turbio. Se nota su voluntad de no rivalizar con el hombre en unas actitudes que pueden llamarse escultóricas. Éste imita los contoneos soberbios y dominadores de los animales machos en la vida libre de la naturaleza. Es una danza monótona, y sin embargo, pocas veces he visto un cuerpo humano en tan nobles posturas.

Los cuatro gentlemen van saliendo por turno. Cada uno de ellos interpreta de modo diferente danzas de miles de años que expresan la superioridad absoluta del hombre y la humilde servidumbre de la mujer en las sociedades primitivas.

Hablo valiéndome de un intérprete con el primero de los jóvenes que salió a bailar. Me mira con extraordinario interés al saber que soy un blanco de los que fabrican libros y alguna vez escribiré lo que he presenciado esta noche. Él ama los cantos de su isla, las representaciones teatrales. Tal vez compone versos, aunque protesta apresuradamente cuando el traductor se lo pregunta en mi nombre.

Luego muestra una generosidad de gran señor. Quiere que me lleve un recuerdo de él, y desprendiéndose de su espadita dorada me la entrega. Para que aprecie más el regalo me hace ver la hoja, roída por el óxido de los años. Es un arma honorífica, uno de los muchos kris legados por sus abuelos, que él usa únicamente por su antigüedad. Me explica que la hoja, llena de rugosidades como la piel de la serpiente, está compuesta de numerosas piececitas fundidas unas sobre otras, como si fuesen escamas, y las pequeñas grietas en semicírculo de dichas escamas contuvieron un veneno casi fulminante, capaz de acabar con un herido en pocos segundos. ¡Pero han pasado tantos años desde entonces!… Ahora el terrible kris no es más que un arma de museo roída por la herrumbre y que puede romperse como el cristal.

Siguiendo un largo corredor y varias escalinatas cubiertas que nos libran de la lluvia, vamos a una especie de guiñol establecido dentro del hotel.

Tienen los javaneses un verdadero teatro en el que figuran actores de carne y hueso, pero su espectáculo preferido es la representación por medio de muñecos. Tal vez estos autómatas, al ser más irreales, dejan mayor espacio a la imaginación del público.

El teatro es un salón sin ningún asiento. Gran parte de los espectadores están en el suelo. Un lado lo ocupa la orquesta. Son músicos iguales a los del baile, aunque todos ellos ofrecen la particularidad de que actúan con cierto cansancio, teniendo los ojos cerrados. Parece que estén dormidos, pero cuando le toca a cada uno hacer sonar su instrumento, cumple dicha función sin entreabrir los párpados y vuelve a inmovilizarse en su actitud soñolienta. Luego, pienso que adoptan este gesto por refinamiento artístico, para concentrar mejor sus facultades y aislarse de la realidad, viendo más intensamente en su imaginación las peripecias del drama.

Delante de los músicos y de espaldas a ellos está sentado en el suelo un viejo de voz lenta que habla sin mirar al público. Ante sus rodillas se extiende un tabladillo de escasa altura. A ambos lados tiene dos vasijas de porcelana, y dentro de ellas, en aparente desorden, están los personajes de la obra, monigotes de cabezas monstruosas, verdes o purpúreas, vistiendo túnicas de floreado batik y con brazos articulados semejantes a las antenas de las langostas. Estos autómatas, que representan príncipes, guerreros, bellas damas o humildes siervas, tienen al final de sus brazos dos altos bastones que recuerdan los que usaban las señoras de la corte de Versalles.

El viejo director constituye por sí solo todo el teatro. Unos muñecos los fija en los agujeros del tablado y quedan inmóviles como un coro que intervendrá oportunamente. Otros los mantiene en sus manos, agarrando al mismo tiempo el espigón central y los dos bastones terminales de los brazos, lo que le permite con una simple frotación de los dedos, ocultos bajo la falda, poner en movimiento su cabeza y las otras extremidades articuladas.

Los directores de estos espectáculos tienen el nombre de dálang y gozan de gran respeto. Guardan desde hace siglos una autoridad tradicional semejante a la del sacerdote o el bardo. Todos ellos son poetas y grandes improvisadores. Estos dálang dirigen algunas veces representaciones con actores enmascarados, siendo los únicos que pueden hablar en ellas. Los comediantes no hacen más que una pantomima, acompañando con sus gestos la declamación del director. Las piezas se llaman topeng (lo mismo las representadas por seres vivos que las de monigotes), y sus argumentos están sacados de la mitología o la historia heroica de Java. La música no cesa un momento y sirve de eterno fondo a los lentos recitados del dálang.

Me explican el drama: una lucha de paladines por el amor de una princesa; batallas, conquistas, raptos, persecuciones, y sobre todo muchos golpes. Existe un argumento, un cañamazo dramático, pero no hay nada escrito, y el viejo dálang va bordando sobre la materia tradicional todas las flores repentinas de su imaginación.

Esto no es un teatro. Para serlo tendría que ajustarse a los límites del espacio y del tiempo, a la estrechez de un escenario, a las murallas aisladoras de una decoración. En realidad es una novela contada todos los días con nuevas variaciones y ayudada por medio de los monigotes y la música.

Miro al viejo cuentista con un interés confraternal. Mantiene su cabeza baja, hablando y moviendo los personajes con el aire abstraído y concentrado del que se entrega a una improvisación.

La orquesta dormida colabora incesantemente con él a pesar de sus ojos cerrados. El dálang está de espaldas a los músicos, no existe entre ellos ninguna relación directa, y sin embargo los instrumentos me hacen ver los episodios de esta novela javanesa más que las acciones de los monigotes.

Dos personajes se mueven al extremo de las manos del improvisador, se aproximan y se apartan sin chocarse, pues esto podría deteriorar sus frágiles cuerpos, y no obstante sé que acaban de entablar un combate encarnizado. Nunca he oído a una música expresar mejor los golpes. Estos instrumentistas soñolientos lanzan acordes secos, de una precisión matemática, sin mirarse entre ellos.

Poco después abren todos la boca, viejos, adolescentes y niños, lanzando un rugido con cierta sordina. Es el rumor lejano de una muchedumbre que interviene en el curso de la historia.

Yo cierro también los ojos para no ver las filas de monigotes inmóviles sobre el tabladillo que representan grotescamente a dicha multitud. Y al quedar en voluntaria ceguera lo mismo que los músicos, contemplo el pueblo evocado por el novelista javanés. Es una masa de hombres cobrizos, medio desnudos, que aclama a los héroes triunfantes, malayos de armaduras doradas, héroes anteriores al desembarco de portugueses y holandeses, cuando los habitantes de esta isla no conocían aún la existencia de Mahoma y alzaban en el interior de ella imágenes colosales de Buda, templos ciclópeos que la vegetación invasora del trópico guardó durante muchos siglos en el misterio de su noche verde.