17
El paraíso javanés

Enorme población de Java.—Sus arrozales en escalones.—Exuberancia vegetal.—Las chozas y sus habitantes.—Duchas naturales al aire libre.—Adán y Eva como antes del pecado.—Llegada a Garut.—Nos extraviamos en sus alrededores.—Una tempestad ecuatorial.—El refugio de los veinte javaneses misteriosos.—Fuga bajo la tormenta.—Lo que vi a las puertas de Garut y no olvidaré nunca.

Vamos a Garut, hermoso valle del interior de Java, situado a gran altura, lo que le hace ser deseado por los que sufren el clima abrumador de los terrenos bajos próximos al mar. Hasta de Singapur vienen muchas gentes quebrantadas por la temperatura ecuatorial para vivir unos meses en sus sanatorios y hoteles. Seis horas de ferrocarril necesitamos para llegar a dicha población, y durante su trayecto cambian los paisajes a medida que el tren va ganando altura de valle en valle.

Isla estrecha y larga, tendida exactamente de este a oeste, tiene Java una cordillera de volcanes muertos que es como su espina dorsal; pero esta barrera montuosa nunca fue un obstáculo para la vida de los naturales. Cortada casi simétricamente por numerosos pasos, les resultó fácil a los primitivos javaneses y a los navegantes malayos que se esparcieron por sus costas trasladarse de la ribera norte a la del sur para la explotación de sus terrenos feraces. Merced a esta facilidad topográfica, a la fecundidad del suelo y la dulzura del ambiente, Java ha sido en todo tiempo el país más poblado de la tierra. Tiene hoy 35 millones de seres, y en muchos de sus distritos se cuentan más de 600 habitantes por kilómetro cuadrado, cifra que no alcanza ninguna de las naciones de Europa.

Todas las colonias actuales holandesas que fueron antiguamente de la Compañía de las Grandes Indias representan una población de más de 50 millones de seres. Esto da a Holanda, que aparece en Europa mediocremente representada por la extensión de su territorio y la cantidad de sus habitantes, un aumento enorme de poder, económico y político.

La exuberancia de población la nota el viajero, especialmente fuera de las ciudades. En otros países los campos están casi siempre solitarios, y hay que preguntarse quién pudo abrir los surcos y sembrar las llanuras que se muestran cultivadas. Sólo de tarde en tarde llega a verse algún hombre que trabaja, encorvado sobre la tierra, o guía bestias de labor. En Java los caminos parecen calles, y sobre algunos campos se aglomera la gente lo mismo que si fuesen plazas.

No hay estación de ferrocarril, por modesta que sea, que no tenga en sus muelles una muchedumbre. La moderna colonización holandesa ha trazado una red de líneas férreas, excelentemente construidas, por las que circulan numerosos trenes. Son ferrocarriles como los de Europa por su material y su servicio. Sólo el gentío que llena los vagones nos hace recordar que estamos en Java; multitudes vestidas de batik con una riqueza colorinesca, semejante a la de las flores de sus jardines, y una parte considerable de sus cuerpos en tranquila desnudez.

El viaje a Garut nos permite apreciar directamente la riqueza de Java y el trabajo de las muchedumbres laboriosas que surgen de todas partes, como las procesiones de un hormiguero.

Son arrozales los más de los campos, lagunas fangosas de una horizontalidad que se pierde de vista. Parejas de carabaos labran esta tierra medio líquida. Tienen los cuernos blancos y casi rectos, su piel es oscura y lustrosa, como la del elefante y el hipopótamo. Avanzan con un esfuerzo tenaz, sudorosos bajo el sol tórrido, y cuando se detienen junto a una charca, sus dueños meten un cubo en el agua rojiza y bañan sus lomos y flancos, lo que los hace brillar por unos segundos como si fuesen tallados en azabache.

Los hombres van desnudos, con sólo un trapo entre las piernas. Sus espaldas son de bronce dorado. En la cabeza llevan un sombrero de paja del tamaño y la forma de una sombrilla japonesa. Formando largas hileras se encorvan y se alzan a un mismo tiempo cavando el barro. Las hembras se unen a ellos para realizar la misma operación, y desde lejos el grupo laborioso toma el aspecto de una orla de flores por sus pañales de batik rosa, azul, rojo o azafrán.

Muchos han llamado a Java la isla del Paraíso, y no resulta hiperbólico tal título en los valles situados a cierta altura sobre el mar, donde el clima es más dulce que en las tierras vecinas al océano.

Tienen los caminos un color rojo oscuro de sangre coagulada. Ríos y arroyos son de un rojo más brillante y claro igual al de la sangre fresca. Estos colores ardientes contrastan con el verde temblón de las plantas de arroz, el verde charolado de los plataneros y otros árboles frutales en torno a las viviendas, y el verde amarillento con reflejos metálicos de los matorrales y palmeras que cubren los terrenos sin cultivar. En otros países tropicales los bosques son leñosos, de escaso follaje, con las ramas atormentadas, torcidas, recias. Aquí se muestran siempre frescos y tiernos. Las hojas están impregnadas de humedad y bajo su sombra conserva la tierra una blandura rezumante de esponja. Las prolíficas fuerzas de este clima no dejan libre de germinación una pulgada del suelo. La verdura lo invade todo, agitando sus penachos de flores naturales. Solamente los caminos y las vías férreas dejan ver el color de la corteza terrestre, mas para esto es preciso que los limpien casi todos los días.

Alcanzan los bambúes proporciones colosales. Las chozas están siempre al amparo de un grupo de estas cañas que se remontan majestuosas en el espacio. Junto a las viviendas hay bosquecillo s de cocoteros y plátanos para las necesidades de la casa. Frente a cada puerta, se alza un mástil que parece destinado a sostener una bandera; pero lo que izan en su parte más alta es una jaula con uno o varios pájaros. Vistos de lejos parecen loros de brillantes colores. Tal vez son otras aves de rico plumaje, y las colocan a esta altura para librarlas de las bestias de presa que vagan por los bosques y bajan a beber en los arrozales.

Éste es el país de la célebre pantera negra de Java y otras fieras no menos temibles. Aún abundan en el centro de la isla, descendiendo en determinadas épocas a los lugares poblados. En otro tiempo la diversión de los javaneses era organizar combates de hombres con tigres y panteras. Las autoridades holandesas suprimieron esta fiesta, y el javanés sólo puede imitar a sus abuelos cuando circula la noticia de que un felino enorme caza en la comarca, armándose entonces para salir con sus convecinos a matarlo.

El terreno va elevándose. Se nota en la atmósfera y en el aspecto de los campos que nuestro tren asciende de meseta en meseta. Hemos dejado atrás la grandiosa estación de Bandung, ciudad de modernas construcciones que rivaliza con Weltevreden y va a convertirse en capital de la isla. Vemos campos de té compuestos de filas de arbolitos con la copa redonda, semejantes a pequeños naranjos; plantaciones de cacao y de tapioca; vastas extensiones de caña de azúcar. También vemos montones de cocos y grupos de mujeres sentadas en el suelo que extraen la pulpa de dichos frutos para las fábricas productoras del llamado aceite de copra.

Los ingenieros holandeses han hecho pasar la vía férrea sobre abismos de una profundidad que da vértigo. En el fondo de tales cortes se ven los hombres como puntos movedizos. Estos trayectos montañosos son de corta duración. Inmediatamente entramos en un nuevo valle paradisíaco, con armoniosos grupos de arboleda y extensiones acuáticas plantadas de arroz que brillan como espejos.

En todas las estaciones pequeñas encontramos la misma gente de tez dorada y ojos negros que parecen absorber la luz sin devolverla. Sus pupilas, a causa de esta opacidad, brillan con un resplandor blanco y mate. Los hombres que desempeñan oficios prescinden del pañal llamado

sarong

y usan calzoncillos blancos y el birrete redondo de viejo oficinista; pero la mayoría de los javaneses, fieles a la vestimenta tradicional, llevan envueltas sus piernas con telas multicolores. Las mujeres, según vamos avanzando por el interior de la isla, muestran cada vez más su desnudez de cintura arriba.

Ahora los arrozales ya no se extienden en línea horizontal. Se escalonan formando bancales en las vertientes de las montañas, todos con ribazos curvos. Parecen tazones superpuestos de una fuente interminable.

El agua va pasando de arrozal en arrozal; se desploma en gruesos chorros de un tazón a otro. Como el javanés gusta mucho de bañarse y su condición de musulmán le permite apreciar este placer como un acto devoto, no hay chorro de agua roja que no tenga debajo a un mocetón cobrizo enteramente desnudo. Al pasar el tren junto a él sonríe y mira a los viajeros, sin ocurrírsele que está enseñando algo más que su dentadura brillante. A veces es una pareja la que toma esta ducha natural: Adán y Eva, completamente en cueros, rodeados de los esplendores del paraíso javanés.

Los arrozales son de una continua producción. En unos la planta apenas surge del agua, en otros es alta y verde, más allá ya tiene las espigas maduras y la siegan. Estos campos en escalera ofrecen un aspecto elegante; parecen el esbozo de un jardín. A trechos hay islas de chozas sobre el espejo acuático de los arrozales, con huertecitos de plátanos y cocoteros. También existen muchos sombrajes de techos cónicos, semejantes a kioscos, y en ellos se reúne la gente para conversar medio desnuda o con vestiduras de variadas tintas.

No puedo comprender cómo los javaneses pasan su vida entre arrozales y se recrean al borde de aguas de lento curso. En otros países la abundancia de mosquitos haría penosa su existencia. Pero en esta época del año no se ven en Java tales insectos, y me afirman que en los meses restantes tampoco resultan extraordinariamente molestos por su número. Tal vez se debe esto a que en realidad no existen aguas que sean totalmente estancadas.

Por los caminos vemos pasar algunas javanesas guapetonas, montadas en bicicleta y con una vestimenta en la que se confunden el gusto europeo y el del país. También circulan automóviles; pero lo que más abunda es el carruaje de dos ruedas tirado por unos caballitos inquietos, tan pequeños, que parecen corresponder por su talla a otra humanidad distinta de la nuestra.

Llegamos a Garut. Antes de instalarnos en esta población, donde pasaremos la noche, vamos a correr un espacio de treinta kilómetros alrededor de ella para visitar sus lagos, que son antiguos cráteres de considerable profundidad acuática.

Varios automóviles nos llevan en fila veloz por unos caminos anchos y orlados de árboles gigantescos. Nos detenemos algunas veces en pequeñas aldeas para ver sus viviendas, con tabiques de fibras trenzadas y el piso a dos metros del suelo, montado sobre pilotes. Todas las casas javanesas se hallan en alto, a causa de la humedad del suelo y para defensa de los reptiles e insectos que tanto abundan en estos países cálidos de vida animal exuberante.

La gente sale a las puertas de sus chozas con una desnudez paradisíaca. Hombres esbeltos, de fuerte musculatura, miran con timidez casi infantil a las extranjeras que los examinan desde lo alto de sus automóviles. Algunas les hacen señas para que permanezcan quietos mientras preparan su máquina fotográfica.

Numerosas madres de familia se han despojado de su corta blusa y llevan por toda vestimenta un pañal colorinesco, que las cubre del bajo vientre a la mitad de las piernas. Hasta el ombligo todo es cara en ellas, y al hablar al extranjero casi lo tocan con sus exageraciones pectorales, firmes y puntiagudas. Muchas jovencitas van a estilo de muchacho, sin otra ropa que un simple calzoncillo, conmoviendo inconscientemente a los mirones, con su desnudez dorada de Tanagra.

Ocupo uno de los automóviles, con una señora y su doncella, y los tres nos aburrimos de seguir a los demás vehículos que marchan en fila por los bordes monótonos de un lago. Con gestos más que con palabras, expresamos el deseo de volver a Garut a nuestro chófer javanés de unos diecisiete años, descalzo, con birrete redondo y pantalones blancos. A su lado lleva un ayudante de la misma edad e igual pergenio. Ninguno de los dos sabe expresarse más que en el idioma de la isla.

Los antiguos holandeses tuvieron buen cuidado en no enseñar su idioma a los naturales. Es más, consideraron delito el conocimiento de la lengua neerlandesa, mirando como sospechoso a todo indígena que la aprendía. ¡Quién sabe si con esta bárbara precaución, que estableció un abismo profundo entre gobernantes y naturales, impidieron el crecimiento de ese espíritu separatista que surge en todas las colonias, cuando el mestizo aprende lo mismo que el blanco y se considera igual a él!… Sólo hace pocos años permitieron los dominadores de la isla que los javaneses aprendiesen el holandés.

No conocen los dos muchachos del automóvil otra lengua que la de su provincia. Al fin nos entienden cuando repetimos muchas veces la palabra «Garut» señalando el horizonte, y contentos de marchar con independencia se apartan del grupo de automóviles. Empezamos a correr solos, por caminos cada vez más arbolados y más solitarios. Noto que nuestra pareja indígena habla como si discutiese y mira en torno con cierta duda, sin refrenar por ello la marcha del vehículo. A la media hora de carrera veloz, nos detenemos cerca de una pequeña estación de ferrocarril. Los dos javaneses leen con sorpresa su rótulo. Vuelven a discutir, se enardecen como si se echasen en cara un mutuo error, y viran el carruaje para retroceder por donde hemos venido. Sus sonrisas humildes nos revelan el misterio de sus palabras. Se han extraviado; es otra la dirección que debemos seguir. Y lo peor es que continúan discutiendo, dándonos a entender con esto que no saben por dónde van y marchan enteramente al azar.

Empezamos a reconocer la imprudencia de habernos separado de los guías e intérpretes de nuestro grupo, lanzándonos por el interior de Java como si fuese el Bosque de Bolonia en París, con dos muchachos cobrizos a los que no entendemos.

Al salir de los túneles verdes que forma la arboleda, notamos que el sol se ha ocultado y el cielo es cada vez más sombrío. Esto no significa que lo veamos oscuro. En Java no es posible la oscuridad, y hasta las noches más lóbregas son de un azul fosforescente. Pero la tarde parece de ámbar rojizo, y agrandado por el eco de las próximas montañas suena un estrépito creciente. Es la sucesión de truenos de toda tormenta en el trópico, tan frecuentes e inmediatos, que se juntan, formando una detonación única. Vemos también a través de la columnata interminable de los árboles el zigzag de unos rayos que caen por grupos, culebreando al mismo tiempo en el cielo.

Se aproxima la tempestad de los países calientes con su rapidez casi instantánea. En unos cuantos minutos se ha aglomerado en el horizonte y va a descargar sobre nosotros. He visto muchas tempestades en América. Su lluvia abrumadora no parece caer a raudales, sino en masas compactas, como si el azul celeste fuese el lecho de una laguna que se desfondase de golpe. Creía imposible presenciar mayores violencias atmosféricas, pero la tempestad de Java sobrepasa todo lo que llevo visto y lo que podía imaginar.

El espacio está impregnado de vibraciones eléctricas. Respiramos con cierta angustia en una atmósfera que parece muerta por su calma absoluta. A pesar de la velocidad del vehículo, sentimos correr por nuestro rostro gotas de sudor. Los árboles se alzan inmóviles, sin el más leve estremecimiento. Como si hubiesen encontrado ya su ruta, los dos muchachos no se hablan y miran ávidamente el pedazo de camino visible ante ellos.

Se doblegan de pronto los árboles más fuertes, se acuesta la vegetación entera bajo una ráfaga aulladora, suena un estallido de catástrofe, el ámbar de la tarde se hace verde bajo la luz de un rayo que acaba de caer cerca de nosotros, y en el mismo momento una especie de mazazo hace temblar la capota del vehículo, como si la demoliese. Es simplemente la lluvia que empieza, la inundación aérea, la cascada celeste que mantiene la fertilidad de este paraíso, pero en el momento de su derrumbe tiene la violencia de una catástrofe.

En unos instantes cambia todo el paisaje. Los árboles convulsionados lanzan chorros por todas sus hojas, los campos se convierten en lagunas, el camino brilla como si fuese de metal, empiezan a caer gotas del techo del carruaje.

Es de cuero un poco viejo, pero en otro país resistiría perfectamente la lluvia. Aquí empiezo a creer que aunque fuese de metal representaría poca cosa para cubrirnos del aguacero feroz. Empieza a llover a través del techo, y a los pocos minutos chorreamos agua lo mismo que los árboles. Corre el automóvil fustigado por la tormenta; mejor dicho, huye, como si su fuga pudiera salvarnos de la lluvia. Nos cubrimos los ojos deslumbrados por unos relámpagos que inflaman el paisaje. El trueno ensordecedor contrae nuestros rostros con muecas de suplicio nervioso. Patinan las ruedas sobre un camino convertido en arroyo; trazan ángulos violentos rozando los árboles de las orillas.

Nos detenemos unos instantes, pero nuestra inmovilidad resulta peor. La lluvia pasa con más violencia a través del techo fijo ahora. Estamos al pie de árboles gigantescos que atraen el rayo. Cae una exhalación en las inmediaciones y emprendemos otra vez la peligrosa carrera, como si esto pudiera librarnos igualmente del mortal lanzazo eléctrico.

Vemos a un lado del camino una especie de kiosco como los que existen dentro de los arrozales. No es una vivienda; sirve simplemente de lugar de reunión. ¡Nos hemos salvado!

Ayudo a mis dos compañeras de infortunio a echar pie al suelo, y en el breve espacio entre el automóvil y la choza, una docena de pasos nada más, sentimos cómo la lluvia se desliza por dentro de nuestras ropas, a lo largo de las espaldas.

El refugio está lleno. Es una techumbre de paja sostenida por tabiques de troncos y esteras. En su interior, sentados en el suelo, hay unos veinte javaneses. Al vernos entrar hablan entre ellos y sonríen con una expresión intraducible. La sonrisa puede ser de burla; puede ser de lástima y simpatía.

Nos hallamos en un camino poco frecuentado. Esta gente no tiene la menor noticia de que un grupo de viajeros llegó horas antes a Garut y visita el país. Nos ven entrar en su refugio como si nos hubiese vomitado la tempestad. Ignoran de dónde pueden venir unas gentes que no hablan el holandés y tienen un aspecto físico distinto al de sus dominadores. Todos ellos van casi desnudos y esparcen en este recinto cerrado un fuerte olor de carne masculina húmeda. Muchos llevan metido en la parte trasera de su faldellín un kris malayo, puñal de hoja flamígera que les sirve para su defensa.

Yo llevo un revólver en mi viaje, pero lo dejé en el bolso de mano que los mozos de la estación de Garut trasladaron al hotel. No tengo ni un bastón, y estoy metido dentro de una choza, entre dos mujeres, inquietas y asustadizas, con sobrado motivo, y veinte hombres que representan otros tantos misterios.

Siguen conversando y mirándonos. Algunos de ellos mascan betel y arrojan en el suelo salivazos rojos que parecen de sangre. La señora que acompaño se sube el pecho del vestido para ocultar su collar de perlas y da vuelta a sus sortijas de modo que las piedras queden invisibles dentro de sus manos cerradas.

Un vejete desdentado, semejante a un fauno, sonríe al ver estas acciones que pasaron inadvertidas para los otros. Y siguen hablando; y nosotros no entendemos nada, y fuera de este refugio continúan el trueno, el rayo, el diluvio tropical…

¡Ah, no!… ¡vámonos! Es una imprudencia continuar aquí. Nuestros dos muchachos parecen alegrarse al ver que volvemos al automóvil. Tal vez han pensado lo mismo que nosotros. Puede ser también que juzguen preferible correr a estar aguantando la tempestad dentro de un carruaje en el que entra la lluvia por todas partes.

Volvemos a rodar por los caminos inundados, bajo el martilleo de la tormenta. El chófer y su acólito conocen ya el terreno por donde corremos y señalan el horizonte amarillo de lluvia y surcado de relámpagos, repitiendo: «¡Garut!… ¡Garut!».

Adivino que aún estamos lejos de la ciudad, y como el aguacero continúa asaltándonos, descendemos otra vez en una casa de buen aspecto, rodeada de cocoteros y plataneros: una vivienda, al parecer, de campesinos acomodados. La habitación está en alto y una docena de escalones de madera nos permiten subir hasta su plataforma, cubierta de esterilla fina y limpia. Los tabiques son de una estera más fuerte y encima de ellos hay un espacio libre que permite la ventilación de todas las piezas y está cubierto por la techumbre de troncos y paja. En este desván aéreo se han refugiado varios loros y otros pájaros domésticos asustados por la tormenta. Vemos los ojitos brillantes de dos monos que marchan a cuatro patas en la penumbra, saltando de un tronco a otro.

En la pieza delantera, completamente descubierta, que sirve de salón y comedor, nos recibe sonriente el patriarca de la casa, un viejo desnudo de cintura arriba. Otros hombres más jóvenes, que deben ser sus hijos, van aún con menos ropas que él. Las mujeres de la familia, sin más que su pañal de batik, nos hablan con una verbosidad inútil, sonriendo al mismo tiempo a los hombres de su casa y hasta a los dos muchachuelos del automóvil. Como es natural, se burlan un poco de los tres extranjeros que no pueden entenderlas, que intentan expresarse por señas, y mojados de cabeza a pies ofrecen un aspecto lamentable. Es la ropa chorreante lo que nos proporciona un aspecto ridículo. Los javaneses, por el contrario, parecen hermoseados por la lluvia, que da jugo y brillo a su desnudez.

Como empieza a decrecer la tormenta volvemos al automóvil. Las mujeres, más expresivas y habladoras que los hombres, consiguen hacernos entender por señas que la ciudad no está lejos. Los dos muchachos, con sus chillidos y gesticulaciones simiescas, nos repiten lo mismo.

Corre el vehículo por caminos cada vez más amplios, cuyos alrededores revelan la proximidad de un grupo de civilización. Al mismo tiempo la lluvia empieza a hilarse, pasando de la tromba compacta al filamento de gotas separadas. Se alejan los truenos; el rayo no es más que un resplandor temblón en el horizonte. Comienzan a subir del suelo los perfumes de ruda embriaguez que exhala la tierra mojada. Lanza de golpe la flora tropical todos sus olores contenidos durante la tormenta. Dilatamos nuestros pechos con una aspiración amplia y voluptuosa, saboreando de nuevo la belleza paradisíaca que nos rodea.

Una impresión de calma se esparce por nuestro interior. Nos sentimos en un estado de placidez, semejante al del que escucha la Sinfonía Pastoral de Beethoven, cuando se aleja la tormenta y la dulce tranquilidad del campo empieza a restablecerse.

Sigue cayendo la lluvia, una lluvia que parece luminosa y perfumada. Sus gotas son de ámbar y resbalan con suavidad sobre el cristal de la tarde. Los huertecillos se convierten gradualmente en jardines y las chozas en casitas de aspecto europeo. El camino es ahora una avenida urbanizada que va salvando sobre el lomo de los puentes varios arroyos y barrancos.

Ya estamos en las afueras de Garut… Y es aquí, a las puertas de la ciudad, donde presencio uno de los espectáculos más inolvidables de mi vida.

La lluvia, que sigue cayendo con una insistencia dulce, representa un placer para los naturales. El hormiguero humano ha empezado a surgir de todos sus refugios. Los javaneses marchan en lentas filas por los senderos. Niños completamente desnudos se colocan debajo de los canalones para prolongar el deleite de la mojadura. La tormenta es un baño más para este pueblo que sufre calores tórridos.

Vemos venir hacia nosotros una muchedumbre de mujeres que nos parece interminable. Todas ellas son jóvenes. Deben volver de trabajar en los talleres de Garut que fabrican el batik. ¿Cuántas son?… Difícil calcularlo. Van en grupos escalonados y llenan toda la extensión visible del camino.

Brillan de cintura arriba sus carnes mojadas. Las cabelleras, formando rodete sobre la cúspide de sus cabezas, tienen adornos de diamantes naturales con el chorreo de las gotas que se desprenden de ellas. La caricia fría de la lluvia las cosquillea al deslizarse por la piel dorada y fina de sus pechos y espaldas. Marchan abrazadas unas con otras, cantan y gritan excitadas por la electricidad de la atmósfera y los besos húmedos del aguacero.

Llevan como falda una pieza de batik. Pero esta tela de colorines puede ensuciarse en los charcos del camino y todas ellas, tranquilamente, se la han subido más arriba de las caderas, marchando con desembarazo sin preocuparse de su desnudez inferior, tan absoluta como la de arriba. Les basta para sus escrúpulos pudorosos llevar arrugado sobre el talle este fino pañal que abulta menos que una faja.

El primer grupo, al pasar junto al automóvil, nos saluda con gritos y risas, sin echar abajo su faldamenta. Creen innecesaria tal molestia… ¡Pasamos tan aprisa!

No es impudor. Para que lo fuese resultaría preciso que estas muchachas conociesen los escrúpulos de las gentes vestidas, y creyeran inmoral el desnudo. Pero saben que los blancos nos asombramos ante ciertas partes del cuerpo descubiertas, y como ellas marchan casi en cueros para sentir mejor la caricia de la lluvia, les place conmovernos un poco con su inocente exhibición. Algunos hombres que van entre ellas y son tal vez de sus familias ríen igualmente de esta broma juvenil.

Y así van pasando y pasando las muchachas, con su falda recogida en el talle… Son más de doscientas; tal vez trescientas.

Continúa mucho tiempo el desfile de caras sonrientes, de piernas desnudas, de triángulos sexuales que asoman, se eclipsan y vuelven a surgir con los movimientos del paso. En algunas corre la lluvia sin obstáculos, lo mismo que si resbalase sobre la piedra lisa. En las más de ellas se detiene unos momentos, cautiva antes de caer, de igual modo que cuando se enreda en las marañas de una vegetación naciente.