Un guerrero del aire.—El paso de la Línea.—Desfile de oasis montañosos sobre el desierto azul.—La historia del mundo reproduciéndose en cada isla.—Epopeya de los descubridores portugueses.—Lo que vieron un día en las Molucas.—Encuentro de los dos pueblos ibéricos al otro lado del planeta.—Los últimos héroes españoles del ciclo de los descubrimientos.—Mendaña y el oro del rey Salomón.—Una flota mandada por una mujer.—La almiranta doña Isabel.—El místico Quirós.—Llegada de la reina de Saba a Manila.—Los elefantes don Pedro y don Fernando.—Los descubridores de Australia ignota.—Austrialia del Espíritu Santo.—El piloto Torres, primer explorador de las costas australianas.
Desde la barandilla de una cubierta saludo a los grupos de filipinos y españoles que han venido a despedirnos. El muelle está repleto de gentío. Los vendedores tagalos ofrecen pesados machetes, lanzas y espadas flamígeras de los moros de Jaló, primorosos encajes manileños, cajitas fabricadas con fibras del país, y mis compañeros de viaje adquieren estos recuerdos de su paso por la isla de Luzón.
Estrecho una vez más la mano de Potous, cónsul de España, que empezó su carrera como magistrado, del conde de Paracamps, español de espíritu progresivo y el más notable organizador que existe en Filipinas, del ilustre periodista Romero Salas y otros amigos.
Unas señoritas vestidas de labradoras valencianas me entregan cestos de flores. La colonia española, como recuerdo de mis dos conferencias, me sorprende con un magnífico regalo. Recibo el saludo de varias damas filipinas que llevan el traje nacional. Unas son directoras de colegio, otras desempeñan cargos en la administración de justicia, lo que demuestra la cultura de la mujer en este archipiélago.
Parte el Franconia entre aclamaciones. Al mismo tiempo la atmósfera se conmueve con un estrépito mecánico que parece ahogar los gritos de la blanca muchedumbre agrupada en los muelles. Media docena de aeroplanos militares evolucionan sobre nuestro buque, acompañándolo durante su navegación por la bahía.
Viene con nosotros hasta Calcuta el general Mitchell, jefe de la aviación americana, que en el último período de la guerra europea mandó las fuerzas aéreas de todos los aliados. Es un hombre todavía joven y habla correctamente el español por haber vivido en distintas repúblicas de América. Luego de pasar varias semanas en Manila, continúa su viaje alrededor del mundo, estudiando la aviación de las naciones y colonias de Asia.
Este guerrero de la atmósfera me expone con voz dulce de poeta una serie de «anticipaciones» capaces de asombrar a la imaginación mejor preparada. Así me entero de cómo el avión ha cambiado completamente la guerra, cómo acabará por hacerla imposible, cómo podrá igualar tal vez un día su velocidad con la del curso del sol, dando las escuadrillas voladoras la vuelta a nuestro planeta sin dejarse alcanzar por la noche.
Seis días va a durar nuestra navegación entre Manila y las costas de Java. En esta travesía cortaremos la línea ecuatorial, y como son muchos los viajeros que no han pasado dicha línea, los organizadores de fiestas del Franconia preparan su bautizo.
Conozco de sobra esta mascarada marítima que se desarrolla en los buques al pasar el Ecuador. Siete veces he ido de Europa a la América del Sur y otras tantas he hecho el viaje de vuelta. Como no me interesan los desfiles de ondinas y tritones acompañados de estridentes músicas, el cortejo burlesco de Neptuno, la inmersión de los neófitos en un estanque improvisado y demás ceremonias burlescas que van a entretener a los pasajeros durante un par de días, huyo de tales festejos, refugiándome en la cubierta más alta, como lo hacen otros que también están cansados del rito ecuatorial.
Compensa con exceso el espectáculo del mar la monotonía de nuestras horas solitarias. Cruzamos una de las secciones del Pacífico más hermosas y menos frecuentadas. La gran corriente de la navegación, al venir de Hong-Kong o Manila, tuerce hacia el oeste buscando la puerta del estrecho de Malaca, o sea Singapur. Nosotros seguimos rectamente hacia el sur, cortando la línea ecuatorial por una ruta que únicamente siguen los contados barcos que desde la China o el Japón van a Java.
El mar es de un azul intenso, como si fuese sólido. Las nubes, bogando aisladas en el cielo esplendoroso, también son de una blancura tan espesa que parecen talladas en mármol, como las que figuran en los altares. Saltan ante la proa enjambres de peces voladores. Agitan sus alas unos momentos, y al volver a caer, parece que forcejean para introducirse en el agua, como si la taladrasen. A un lado del buque, el mar es de un azul compacto y mate; en el opuesto centellea como una llanura sembrada de espejos rotos. La atmósfera, cada vez más caliente, da un aspecto de solidez a la materia líquida y la materia gaseosa.
Transcurren los dos primeros días sin que veamos en el inmenso redondel del que somos eterno centro una blancura de vela, un hilillo de vapor. El océano parece de una majestad sin objeto dentro de esta calma desierta.
Pienso que nunca volveré a pasar por aquí. La líquida llanura ecuatorial parece creada únicamente para los que permanecemos horas y horas en la solitaria cubierta con un codo en la barandilla y el rostro sobre una mano, embriagándonos de azul, de sol y de silencio. Pero nosotros desapareceremos y las olas seguirán hinchándose en aristas infinitas, y los peces continuarán sus saltos voladores, y se repetirán las albas y los ocasos. Y cuando, transcurridos los siglos, no quede un hueso ni tal vez dos moléculas juntas de la materia que forma ahora nuestros cuerpos, se reproducirá igualmente este espectáculo que nuestra vanidad humana se imagina fabricado expresamente para admiración y recreo de los animalillos razonantes que pasamos metidos en una especie de dedal.
El día antes de la fiesta de la Línea y los días siguientes navegamos entre islas. En estos parajes de la Oceanía próximos al macizo asiático, las hay a cientos y a miles. Unas pocas alcanzamos a verlas con nuestros ojos. Detrás de ellas adivinamos con la imaginación toda la infinita variedad del continente esporádico de Malasia.
Algunas son picos de sombrío rosa, que emergen del mar con gorgueras de espuma. Otras extienden una sucesión horizontal de montañas y playas. Estas últimas no se ven a cierta distancia y las montañas parecerían islas sueltas a no ser por las filas de cocoteros que surgen de la orilla arenosa. Sus troncos delgados se disuelven en el azul del cielo; sus copas robustas parecen hileras de embarcaciones negras flotando sobre el mar.
Más adentro de las costas y empalidecida por la distancia, hay siempre alguna montaña envuelta en nubes que aún parece más enorme por su aislamiento; cono de volcán dormido hace miles de años. Los naturales de la isla han poblado seguramente esta altura inaccesible con dioses y demonios dedicándoles sacrificios humanos desde el principio de su historia. Siglos de guerras y matanzas han venido desarrollándose sobre estos fragmentos de tierra por los consejos y mandatos de los habitantes de la Montaña Sagrada. Es todo un mundo igual al nuestro, pero dentro de marco más reducido.
La isla queda atrás. Sólo es ya una mancha sombría, una nube a flor de las aguas azules; luego se borra para siempre. Vienen al encuentro de nuestra proa nuevas montañas con su cúspide envuelta en vapores, nuevas arboledas bajas que parecen flotar sobre el horizonte, nuevas bocanadas de perfume vegetal, caldeado por el sol y salado por la respiración oceánica.
Apreciamos este mundo insular con una serenidad sintética y divinamente superior a causa de nuestra situación. Somos ahora la inteligencia que aprecia las cosas desde lo alto y pasa adelante, insensible a las influencias del medio. Desembarcados en cualquiera de dichas islas resultaríamos a los pocos meses uno más dentro del grupo humano que la habita, sentiríamos la servidumbre del ambiente, se nos impondrían con la fuerza del pasado personas y cosas. Pero vamos montados en una caja de hierro, con agujeros redondos para ver y respirar, la cual lleva una hoguera en sus entrañas y vence momentáneamente las influencias esclavizadoras del tiempo y del espacio.
Pasamos a través de sociedades humanas que se mueven siglos y siglos en el redondel aislado de estos oasis terrestres perdidos sobre el desierto salobre. Dichos pueblos insulares no son para nosotros más que un accidente de viaje. Los vemos como Gulliver a los pigmeos, y esta momentánea superioridad nos permite apreciar por comparación la pequeñez y monotonía de la historia general de nuestra especie.
Todas estas islas que viven breves horas ante nosotros y luego se disuelven han tenido dioses que hablaron con voz de trueno entre las nubes de la gran montaña, santos que realizaron milagros, déspotas que las hicieron sufrir los martirios de una autoridad falsamente paternal, y recuerdan tal vez con orgullo las hazañas de algún jefe victorioso que arrastró las muchedumbres a la muerte. Todas ellas han visto nacer a un Napoleón, y sus habitantes se consideran los primeros hombres de la tierra, despreciando a los de la isla de enfrente por una inferioridad que justifica su deseo de esclavizarlos.
Nosotros también apreciamos orgullosamente la superioridad de nuestra isla flotante, en la que se juntan todas las maravillas de la civilización, comparándola con estas islas inmóviles, sujetas al fondo oceánico por raíces de granito o de coral y que guardan estacionariamente los modelos más rudimentarios de la sociabilidad humana… Luego, un sentimiento confuso de justicia nos hace dudar de nuestro momentáneo orgullo de semidioses navegantes. ¿Qué somos verdaderamente?… Ochocientos seres humanos, entre señores y servidores, metidos en una caja férrea y llevando con nosotros un cementerio de animales puestos al frío para que puedan alimentarnos con sus cadáveres. Una música anima nuestras digestiones y sirve para que los aficionados a la danza puedan dar saltos y sientan el cosquilleo de la sensualidad después de las cinco comidas rituales.
Por arriba poblamos el azul oceánico de alegres ritmos y lo entenebrecemos con el humo industrial, residuo de fuerzas domadas que han transformado nuestra vida parasitaria sobre la corteza del planeta. Por abajo suelta nuestra isla oscura el sucio arroyo de unas aguas que han barrido todos los lugares cerrados, viles receptáculos de la humana miseria. Una estela de cajones y latas que contuvieron los medicamentos contra nuestra eterna enfermedad, el hambre, va marcando el paso del buque sobre esta llanura móvil y profunda, que es a la vez vieja como el mundo y pueril como los primeros vagidos de la vida planetaria.
Corta mis reflexiones un repique de campanas. Dentro de la garita en forma de púlpito que existe en el mástil de proa para que el vigía atalaye el mar durante la noche, un grumete mueve las dos campanas que sirven ordinariamente para marcar las horas de servicio a los diversos «cuartos» en que se divide la tripulación. Este repique me hace saber que estamos a domingo y son las diez de la mañana.
Un campaneo semejante al de una iglesia anuncia los oficios divinos todos los domingos. En el gran salón, un oficial con uniforme de gala lee las plegarias, y la mayoría de los viajeros, libro en mano, canta.
Estamos ante las costas de Borneo. La melodía lenta y solemne de los corales evangélicos empieza a extenderse sobre el mar. Éste es ahora de un azul oscuro, erizado de pequeñas protuberancias angulosas, como si en pleno sol cayese sobre él un aguacero invisible. Senderos de azul más claro y completamente liso serpentean sobre su lomo como si fuesen ríos, revelando la existencia de ocultas corrientes.
El recuerdo de Filipinas, que va alejándose a nuestras espaldas, y la cercanía creciente de Java, cuyo misterio pretendemos imaginar, lleva nuestro pensamiento hacia los europeos que navegaron por primera vez en estos mares incógnitos y pusieron sus pies sobre las tierras oceánicas, innumerables ínsulas de misterio.
Java fue de los portugueses, como las Molucas, Sumatra, Ceilán y tantas otras tierras que están ahora cada vez más cerca de nosotros. Holanda, aprovechando su guerra con España, se apoderó en el siglo XVII de casi todas las posesiones portuguesas en el Oriente asiático. No hay que olvidar que Portugal había sido anexionado a España en dicho período, y precisamente bajo el dominio de los Austrias españoles fue cuando sufrió tan enorme despojo.
Viajando por estos mares es como se mide con exactitud la grandeza de los descubridores portugueses, dignos hermanos de nuestros descubridores y conquistadores de América.
Las grandes hazañas se aprecian mejor viendo el terreno donde se desarrollaron que leyendo su relato en los libros. Al navegar por las costas de la India, por el estrecho de Malaca, por los innumerables archipiélagos malayos que Reclus llama la Insulandia, se admira la audacia argonáutica de Gama, la energía colonizadora de Almeida y Alburquerque, el atrevimiento paladinesco de los capitanes lusitanos que, semejantes a Cortés y Pizarro, se apoderaron de reinos importantes con unos cuantos compañeros de armas y unos pequeños buques, lo mismo que los héroes de las novelas de caballería.
En estos mares se desarrolló el episodio más trascendental de la historia humana. Un día, estando los portugueses en el archipiélago de las Molucas, cerca de Java, para cargar sus buques de especias —la mercancía más rica entonces, después del oro—, vieron asombrados cómo avanzaba hacia ellos un navío con cruces pintadas en sus velas cuadrangulares.
No venía del Occidente este buque de cristianos, o sea de Portugal; se aproximaba por el Oriente, surgiendo de su inmenso y desconocido océano. Era un resto de la flota de Magallanes, una nave española, al mando de Sebastián Elcano, que acababa de atravesar la ignota soledad del Pacífico dando la vuelta entera a la Tierra. Los dos pueblos de la península Ibérica, partiendo en opuestas direcciones, habían venido a encontrarse al otro lado del planeta. Su rivalidad en los descubrimientos sirvió para que los humanos conociesen la extensión y forma del globo que habitan.
Al recordar esto pienso en las afirmaciones absurdas que el apasionamiento religioso ha sugerido muchas veces a hombres superiores. El fanatismo hasta la ceguera no ha sido privilegio único de los católicos. Guizot, el seco e injusto protestante, afirmó que puede escribirse la historia de la civilización universal sin mentar una sola vez el nombre de España.
Evocan para mí estos mares el recuerdo de otros navegantes menos conocidos, héroes sin fortuna que fueron los últimos en la historia de los descubrimientos españoles. Abarco con la imaginación los archipiélagos innumerables de esta Oceanía, cuyos macizos más poblados vamos costeando.
Cuando los españoles, en el siglo XVI, habían tomado ya posesión de la mayor parte de América, quedaron muchos pilotos y soldados que, no contentos con los puestos que ocupaban en el llamado Nuevo Mundo, tendieron su ávida vista sobre el desierto del Pacífico. Un joven capitán, Álvaro de Mendaña, sobrino de un letrado virrey occidental del Perú, pudo formar, gracias a la protección de éste y a su propia fortuna, una pequeña flota, con la que se lanzó a realizar descubrimientos.
Después de sufrir grandes penalidades en la parte más desparramada de la Polinesia, donde las islas parecen insignificantes y perdidas como granos de arena, dio con el actual archipiélago de Salomón. Mendaña fue quien le puso tal nombre. Todos los navegantes de aquella época llevaban en su pensamiento la historia santa y el deseo de encontrar oro, acoplando inmediatamente ambas cosas a sus descubrimientos. Creyó de buena fe que estas islas cercanas a Nueva Guinea eran las visitadas por las flotas del rey Salomón para recoger en sus costas grandes cargamentos de oro. Repelido por los habitantes de dichas islas, que todavía son ahora antropófagos, hallándose con los buques maltrechos y sin bastimentos, Mendaña se volvió al Perú luego de llamar a una de las islas Guadalcanal y a otra Santa Isabel, nombres que aún conservan.
El rey de España le dio el título de adelantado de las islas de Salomón, y con el resto de sus bienes pudo organizar otra flota, luego de casarse con una dama gallega, de carácter varonil, llamada doña Isabel Barreto.
Ésta se agregó a la expedición descubridora. Otras mujeres casadas con soldados y marineros se embarcaron igualmente para poblar las islas de Oceanía. Llevó Mendaña en tal viaje como piloto mayor al portugués Pedro Fernández de Quirós, navegante algo místico, que recuerda por su carácter raro y contradictorio a la figura de Colón, como una copia borrosa puede recordar al original. Esta segunda flotilla, por circunstancias que no son del caso relatar, no volvió al archipiélago de Salomón.
Mendaña descubrió las actuales islas Marquesas, que él tituló Marquesas de Mendoza para agradecer el apoyo del marqués del mismo nombre, que era entonces virrey del Perú. También hizo el descubrimiento de la isla de Santa Cruz, al noroeste de las actuales Nuevas Hébridas, instalando en ella una colonia. Pero enfermedades epidémicas, de las que todavía en el presente suprimen poblaciones enteras de la Oceanía, se ensañaron con los descubridores, haciendo morir a Mendaña y a muchos de sus compañeros.
A partir de aquí se desarrolla uno de los episodios más interesantes y menos conocidos de la epopeya de los descubrimientos oceánicos. Como el rey había dado a Mendaña, para él y su familia, el gobierno de la flota y de las islas que encontrase, su esposa doña Isabel le sucedió en el mando, siendo la única almiranta que se conoce en la historia.
Intentó continuar la colonia de Santa Cruz fundada por su esposo, pero tan enorme fue la mortandad de su gente, que tuvo de renunciar a dicho empeño, embarcándose con los restos de la expedición para buscar refugio en Filipinas. Los buques estaban casi inservibles después de tan luenga travesía por mares inexplorados y sus tripulaciones mermadas y enfermas. De las tres pequeñas naves eran arrojados todos los días varios cadáveres al mar. Los víveres y el agua escaseaban. Además, el carácter enérgico de la almiranta y sus veleidades autoritarias provocaron numerosas protestas e intentos de rebelión. Pero doña Isabel, secundada por Quirós, se hizo respetar en el curso de un viaje tan abundante en penalidades y miserias.
La más insistente de las quejas de las tripulaciones fue por la escasez de agua potable, repartida con desesperante parsimonia, mientras la almiranta, al decir de los hombres, empleaba muchas botijas de ella en el lavado de sus ropas interiores.
Finalmente llegaron dos de los buques a Filipinas y el otro se perdió. Al entrar el San Jerónimo, que era el de la almiranta Barreto, en la bahía de Manila, lo saludaron los cañones de la plaza con una salva de honor. Todos querían ver a doña Isabel y sus infortunados compañeros, y como aquélla tenía el título de gobernadora de las islas de Salomón, la gente la llamó «la reina de Saba».
La permanencia en Manila de estos descubridores maltrechos y celebrados coincidió con grandes fiestas por la llegada de un nuevo gobernador. Dos personajes extraordinarios compartieron con la reina de Saba la curiosidad y el entusiasmo del vulgo. El rey de Camboya, para agradecer un auxilio militar prestado por el gobierno de Filipinas, había enviado a Manila dos elefantes, los primeros que se vieron en dicha ciudad, y el pueblo celebraba sus inteligentes habilidades, llamando al uno don Pedro y al otro don Fernando.
Doña Isabel se casó en Filipinas con un capitán de la Nao de Acapulco, pariente de su esposo, y regresaron juntos al Perú, pasando de allí a España para organizar una tercera flota que les permitiese instalarse definitivamente en las islas descubiertas. Pero la almiranta y el segundo marido no volvieron nunca a las islas de Salomón.
El piloto Quirós también regresó a España con el deseo de emprender nuevos descubrimientos en el Pacífico. Dándose cuenta de las ideas de su época, de la extremada religiosidad del nuevo rey Felipe III, y siguiendo sus propias inclinaciones, se fue a Roma a pie, vestido de peregrino, con ocasión de un jubileo general. Consiguió ver al papa Clemente VIII, hablándole de sus proyectos náuticos y cristianos; éste le recomendó al rey de España, y gracias a tales protecciones pudo conseguir, con una rapidez extraordinaria para aquellos tiempos, la formación en el Perú de una flota puesta bajo su mando.
En su viaje por el Pacífico exploró las Nuevas Hébridas y otras islas cercanas a Australia y Nueva Guinea. En sus documentos de navegación llama «Australia ignota» a las tierras que descubre, siendo tal vez el primero en usar dicha palabra. Además, bautizó a la isla del Espíritu Santo, encontrada por él, «Austrialia del Espíritu Santo», aludiendo con dicho título a la dinastía de Austria que reinaba entonces en España.
Hombre de exagerada religiosidad, se preocupó Quirós de bautizar pequeños indígenas y celebrar las fiestas del santoral más que de hacer observaciones geográficas y mantener en buen orden su flota. Fundó una colonia, llamada Nueva Jerusalén, y para acallar las protestas de sus tripulaciones, cansadas de tan defectuosa dirección, agració a los más bulliciosos con las insignias del Espíritu Santo, orden creada por él según autorización que le había dado el Papa.
Ansioso de hacer saber a sus protectores los descubrimientos que llevaba realizados, abandonó a los otros buques de su flota, volviéndose a México y pasando de allí a España. El resto de su vida lo empleó en solicitar recursos para una nueva exploración, pero todos se habían dado cuenta del verdadero carácter de este hombre y murió sin conseguir sus deseos.
Su segundo era un piloto de gran mérito, Luis Váez de Torres. Al verse abandonado por Quirós tuvo que buscar refugio en Filipinas, pero antes exploró las costas de Nueva Guinea y de Australia, y todavía se llama «de Torres» el estrecho encontrado por él entre estas dos islas enormes.
Un siglo antes de que los holandeses creyesen descubrir Australia por primera vez, llamándola «Nueva Holanda», así como otras tierras inmediatas, los españoles habían ya navegado frente a sus costas, desembarcando en ellas, faltos de víveres, para traficar con los naturales.