La bahía de Manila.—Obsequios de filipinos y españoles.—Limpieza y elegancia de la ciudad.—El traje gracioso y señorial de las mujeres.—Los jardines.—Las escuelas y su profesorado filipino.—Generosidad del gobierno americano para el sostenimiento de la enseñanza.—Ansia del filipino por instruirse.—La colonización española.—Su trabajo fundamental, penoso y mal conocido.—Filipinas desea ser independiente.—Suavidad del régimen americano.—Autonomía dada por Wilson.—Palabras de un tribuno filipino.—El gobernador Wood.—Lo que dicen unos y otros.—Mi opinión particular.
Dos días después, a la salida del sol, cruza el Franconia un estrecho entre la tierra firme y la llamada isla del Corregidor.
Se extiende ante nuestra proa un mar tranquilo, luminoso, como los lagos cantados en odas y romanzas. Parece no tener límites, lo mismo que el océano, a causa de la neblina sutil que cubre el horizonte con sus telones de gasas doradas. Es la famosa bahía de Manila.
Navegamos por ella mucho tiempo, viendo las blancuras de Cavite a nuestra derecha. Enfrente van asomando, poco a poco, sobre la llanura azul, los nuevos muelles de Manila, las techumbres de sus almacenes, las arboledas de sus jardines y el caserío albo, amarillo y rosa, sobre cuyos tejados se remontan las torres de las iglesias.
Ha quedado en mi memoria la capital de Filipinas como algo que vive aparte de todas las sensaciones aglomeradas durante mi viaje. Sólo permanecí en ella un par de días no completos y una noche, pero estas docenas de horas valen como si fuesen meses; tantos fueron los nuevos amigos que adquirí en dicho espacio de tiempo, las ideas que recibí de ellos, las manifestaciones afectuosas de que me vi objeto.
Únicamente pude ver Manila, y aunque es ciudad hermosa, merecedora de gran interés, su conocimiento no autoriza para poder hablar del archipiélago filipino. Éste es casi un mundo; tiene más de doce millones de habitantes y consta de 3000 islas entre grandes y pequeñas, según me afirman los que lo han explorado con detención.
Deseo volver sin prisa a este país, donde se mezclan en el momento presente tres siglos de civilización española, el aporte continuo de los Estados Unidos, nación la más progresiva de nuestros tiempos, y las influencias que envían diversos pueblos de la tierra por encima del océano, como esos polen de larga fecundación capaces de reproducir vegetaciones exóticas a distancias enormes. Siento interés por estudiar y describir detenidamente la vida de esta antigua colonia española, que es hoy un Estado autónomo y aspira con fe inquebrantable a convertirse en una República independiente. Mas por ahora tendré que limitarme a contar lo que vi, expresándolo con un juicio sereno, libre de sugestiones.
Enumeraré con brevedad los honores que filipinos, españoles y norteamericanos residentes en el archipiélago me dispensaron durante mi breve permanencia en Manila. En los salones del Casino Español fui obsequiado con un banquete de más de trescientos cubiertos, al que asistieron las primeras autoridades americanas y todos los individuos de la Asamblea filipina, senadores y representantes. En la misma noche di una conferencia en el teatro, y al día siguiente, otra de carácter literario en la Escuela Normal. El Senado de Filipinas me recibió en sesión solemne, con asistencia además de los diputados que forman la cámara de representantes, concediéndome el alto honor de ocupar un asiento al lado de su presidente, y éste me saludó con las más satisfactorias expresiones que puede recibir un escritor amigo de la libertad. Finalmente, el general Wood, gobernador de Filipinas, me dio un almuerzo en su palacio de Malacañang, antigua residencia de los capitanes generales españoles.
Al anclar el Franconia, vi cerca de él un vapor de la Trasatlántica Española, el Isla de Panay, completamente empavesado, con aspecto de gala. Creí que era este adorno por alguna festividad nacional. Luego experimenté una de las mayores emociones de mi vida al saber que las banderas y los gritos de la tripulación asomada a las bordas eran para saludar mi llegada. Antes de dirigirme a la ciudad subí al Isla de Panay, deseoso de responder a este saludo espontáneo. Bebí una copa de champaña con el capitán y los oficiales, recibiendo los abrazos de la marinería, que mostraba un gozo sincero al encontrarse con un español conocido de todos ellos tan lejos de la madre patria.
Uno de los más afectuosos en sus manifestaciones fue el capellán del Isla de Panay. Durante mi permanencia en Manila se mostraron igualmente efusivos conmigo numerosos frailes españoles que asistieron a mis dos conferencias; unos, profesores de la Universidad Católica de Manila; otros, aficionados a las lecturas literarias. Estando a tres mil leguas de la patria parecen empequeñecerse nuestras particulares apreciaciones sobre los misterios que rodean la vida, y nos atrae con repentino sentimiento de fraternidad la condición común de españoles.
Mi primera impresión al visitar Manila fue igual a la del que entra en una casa pulcra y clara, después de haber atravesado varias calles rebullentes de muchedumbre, luminosas, pero sucias. Creo que todos los que lleguen a Filipinas, después de viajar por la China y otros países del Extremo Oriente, experimentarán la misma impresión.
Tiene Manila un aire de estabilidad, de solidez y señorío que contrasta con el aspecto ligero y provisional de las ciudades del Extremo Oriente, hechas de madera y tejidos de bambú. Los edificios, aunque de poca elevación, son fuertes; los templos y los baluartes de la gran muralla, estilo Vauban, construida por los españoles, dan a Manila una respetable antigüedad. Hasta las cabañas, hechas sobre pilotes y con tejidos vegetales, que sirven de vivienda al pueblo en los suburbios, están alineadas con un método que parece revelar la cohesión de este país. Digámoslo de una vez. Filipinas tiene un pasado histórico —el de su infancia—, y quiere llegar a la completa virilidad sin perder su fisonomía propia.
La limpieza de Manila se refleja en sus habitantes. De todas las capitales de Asia, incluyendo las mejores colonias de origen europeo, es Manila la ciudad más pulcra y elegante. Las mujeres van vestidas con el traje nacional, que sorprende por su gracia y su distinción a las viajeras de gustos más refinados. Todas llevan una falda de cola larga, como si fuesen a entrar en un baile solemne, y se la recogen con gracia señorial. Sobre esta falda de seda, que es de diverso color, según el gusto de quien la usa, llevan todas ellas un corpiño hecho de encajes filipinos, célebres por su artística sutilidad. La gorguera del escote y unas puntas sobre los hombros parecen de lejos los extremos de unas alas plegadas, dando a las filipinas cierto aspecto de mariposas, como si fuesen a abrir de pronto unos brazos voladores, elevándose sobre el suelo.
Los hombres son igualmente de una elegancia que puede llamarse tropical. Nunca he visto muchedumbres tan blancas e inmaculadas. El calor hace sudar copiosamente, pero los filipinos cambian varias veces de traje durante el día, y es imposible sorprender en ellos la más leve mancha.
Mientras daba mi conferencia en la Escuela Normal, no pude menos de admirar el hermoso golpe de vista que ofrecía un público de dos mil hombres, todos vestidos de blanco, con corbata negra. Dentro de él se destacaban lo mismo que arriates floridos los colores violeta, rosa o azul celeste de los grupos de damas llevando el traje nacional.
Al aspecto limpio de esta ciudad y a la elegancia de sus habitantes hay que añadir la hermosura de su flora. En los jardines se ven árboles de extrañas formas para los ojos europeos, cuyos nombres no tengo tiempo de conocer. En los alrededores de Manila corre el automóvil a través de campos sobre los que yerguen su aéreo surtidor de verdes plumajes innumerables especies de palmeras. Atravesamos un jardín con unos arbustos grandes como árboles y flores enormes de un rojo mágico, que recuerdan el jardín encantado de Klingsor en la leyenda wagneriana de Parsifal. Algunos pasos más allá empiezo a ver tumbas entre esta vegetación maravillosa, y me entero de que marchamos por un cementerio. Creo que en ninguna parte de la tierra la fealdad de la muerte ha logrado ocultarse bajo una envoltura tan seductora.
En la mesa, a la hora de los postres, es cuando se aprecia mejor la dulce fecundidad de este suelo paradisíaco, saboreando frutos que existen indudablemente en otros países tropicales, pero en ninguno de ellos llegan a adquirir la sabrosa madurez que en Filipinas.
De todo cuanto me muestran en Manila lo más extraordinario son las escuelas. Yo he viajado por la mayor parte de los Estados Unidos y conozco el enorme desarrollo de su enseñanza pública. Por eso puedo afirmar que las escuelas de Filipinas son superiores a las de muchos Estados de la gran República. Hay que añadir que su profesorado, tanto masculino como femenino, está compuesto de hijos del archipiélago. Pude conversar en varias escuelas con maestros y maestras. Ellos son unos gentlemen pulcramente vestidos con el traje de ceremonia del país, esmoquin blanco y corbata negra. Ellas llevan la falda de seda y el corpiño de gasa, pues por nacionalismo consideran oportuno dar sus lecciones vistiendo a la filipina.
Todos revelan en su conversación una gran cultura, un continuo estudio, un ansia insaciable de saber. Esto último es lo que caracteriza a los filipinos modernos. Maestros y discípulos desean siempre saber más; sienten una verdadera hambre de conocimientos y prestan una atención concentrada a toda novedad intelectual que les sorprende.
Las escuelas son muy grandes. El miedo a los temblores de tierra no permite elevar los edificios, pero éstos compensan la escasez de pisos superiores con la ocupación de vastos terrenos. A pesar de su amplitud casi resultan estrechas, tanta es la población escolar que viene a ocuparlas todas las mañanas. Los niños acuden gozosos a estos edificios, como si fuesen lugares de placer infantil, tan atractiva y dulce resulta en ellos la enseñanza. Llama inmediatamente la atención el gesto reflexivo con que escuchan a sus maestros, la ansiedad que muestran por no perder una palabra de sus explicaciones.
También es admirable la agilidad de sus manos al realizar en horas de descanso algunas labores de tejido artístico. Esta ligereza manual es una condición asiática. Ningún niño de los Estados Unidos ni de Europa podría fabricar los cestos festoneados, las cajas redondas de colores que tejen con el mayor desembarazo niños y niñas de ocho a diez años en las escuelas de Manila.
Una visita a dichas escuelas sirve para adquirir la convicción de que éste es un pueblo de gran inteligencia nativa y no menos facilidad para aprender cuanto se le enseñe. Gracias a sus condiciones naturales no perderá nunca su personalidad propia, resistiéndose a cuantas influencias extrañas intenten arrebatársela.
Sería injusto olvidar que el ensanchamiento de la escuela en Filipinas y la esplendidez con que se atiende a las necesidades de su enseñanza es un resultado de la influencia de los Estados Unidos. Todos los gobernadores americanos se han preocupado especialmente de la instrucción pública. Con ello satisfacen el anhelo más ferviente del pueblo filipino, deseoso de aprender, siguen al mismo tiempo la tradición de los Estados Unidos, que siempre consideraron la enseñanza como la primera función pública, y realizan un trabajo lento de conquista espiritual, del que hablaré más adelante, y al que confían el éxito definitivo de su dominación.
Igualmente sería enorme injusticia negar u olvidar que España, durante su época colonial, ilustró a este país como podía hacerse entonces. Tres siglos de civilización española han quedado para siempre en la historia de Filipinas, con las torpezas y errores propios de otros tiempos, pero igualmente con todos sus adelantos espirituales. El cristianismo de los filipinos es obra de los sacerdotes españoles. Ellos enseñaron a leer a las masas indígenas. Las autoridades enviadas por la metrópoli lejana fueron estableciendo aquí todos los progresos del resto del mundo, teniendo que luchar para ello con las distancias, considerablemente más grandes en aquella época de navegación a vela, cuando aún existía intacta la muralla arenosa del istmo de Suez.
Sin la colonización española el filipino habría llegado a los tiempos modernos en un estado de cultura embrionaria y paralizada, semejante al de las tribus que todavía existen en muchos archipiélagos vecinos o como el de los pueblos mahometanos que tantas veces constituyeron un peligro para Manila con sus piraterías.
A España le correspondió aquí el mismo trabajo que en las repúblicas americanas que hablan su lengua. Echó los cimientos del edificio, lo más pesado y menos agradecido, lo que exige mayores esfuerzos y queda oculto a las miradas superficiales. Ella tuvo que luchar con la primitiva barbarie, estableciendo las bases fundamentales de la civilización. Luego llegan los pueblos modernos, los últimos que triunfaron, y al encontrarse con la sólida y ruda obra sin terminar, se encargan de los adornos de su fachada, columnas, capiteles, cornisas, todo lo que supone refinamiento y atrae la admiración frívola del curioso; pero las paredes maestras, las fundamentos ocultos bajo el suelo, son obra del albañil, que sudó y se esforzó más que nadie, para ver finalmente su trabajo olvidado o menospreciado.
Por suerte, este olvido no puede durar siempre. Un edificio, para remontarse, necesita reforzar sus cimientos, y a causa de esto todos los pueblos civilizados en otros siglos por España, si quieren hacerse más grandes, tendrán que ahondar en su base, y al hacerlo encontrarán las virtudes del primer constructor: la paciencia y la fe de España.
Nuestro país, que tantos errores cometió de carácter rudamente paternal al extender su civilización sobre la mayor parte del planeta, dio muestra al mismo tiempo de una virtud que no abunda en los dominadores coloniales. Allá donde fue el español se unió con la mujer de la tierra, constituyendo una familia. Entiéndase bien esto. Muchos colonizadores de otras razas se unen también con la mujer del país, pero es tomándola por concubina, y huyen luego, dejándole el presente abrumador de varios bastardos. El español, por influencia cristiana o por una predisposición a igualarse con los indígenas, se casó en las colonias; mezcló su sangre con la de los naturales, creó una familia legal, y en todas partes son sus nobles y legítimos descendientes los mestizos que ostentan sus apellidos.
Los hombres no viven únicamente de pan. Una metrópoli poderosa se engaña si cree que dando a sus colonias los adelantos materiales se lo ha dado todo. El hombre necesita el alimento moral de la consideración; y los españoles, que en el terreno político fueron siempre poco propensos a la igualdad, la practicaron como nadie en la vida moral y en la familia, emparentando con los del país sin mantenerse en orgulloso aislamiento, como lo hacen otros pueblos dominadores.
Durante mi visita a Manila encuentro a los filipinos en una gran efervescencia política. Debo hablar de ella, pues el motivo de dicha agitación es hondo y permanente. Tengo la certeza de que va a repetirse durante años y años de un modo pacífico, y sólo tendrá término cuando se realicen los deseos de todos. El pueblo filipino quiere ser independiente.
Antes de seguir adelante necesito hacer una aclaración. Siento desde hace muchos años honda simpatía por los Estados Unidos de América. Para mí, el régimen menos imperfecto, dentro de la imperfección humana, es la República federal, tal como ellos la establecieron. Además considero al pueblo norteamericano como la más ordenada y consciente de todas las democracias que han existido en la Historia. Al mismo tiempo me inspira un afecto fraternal el pueblo filipino. Después de mi paso por Manila, admiro su fe y su tenacidad para conseguir una existencia independiente, y deseo que obtenga todo lo que pueda favorecer su bienestar y su progreso.
Encontrándome entre estos dos afectos que en ciertos puntos resultan contradictorios, vaya mencionar con fría imparcialidad lo que dicen unos y otros.
Se sublevó el pueblo filipino contra la dominación española considerando, como todas las repúblicas hoy florecientes de América, que era ya bastante crecido para marchar por sí solo. Procedió como los hijos que por ley natural abandonan la casa paterna. Cuando los acorazados de los Estados Unidos desembarcaron sus tropas en Cavite existían una República filipina y un ejército filipino. Los Estados Unidos les ayudaron en su guerra contra la monarquía española, y… todavía no han abandonado el país.
La gran República americana no es un imperio de rapiña, una nación sin más ley que la fuerza, de esas que proceden en el curso de la Historia lo mismo que un bandido actúa en una carretera, apoderándose de la hacienda de los débiles porque son débiles. Muy al contrario, la historia de esta gran democracia abunda en esfuerzos y hazañas a favor de la libertad de los pueblos y la independencia de los humildes. Dicha historia habrá tenido eclipses, como la de todas las naciones; pero es indiscutible que los Estados Unidos arrostraron el peligro de morir despedazados y sostuvieron la más terrible de las guerras por suprimir la esclavitud de los negros, y hace pocos años vinieron desinteresadamente a batirse en Europa, llamando a su cruzada generosa «la guerra por la libertad del mundo».
El gobierno de Washington envió sus tropas a Filipinas para ayudar a los naturales en su guerra contra la metrópoli y para proteger su constitución futura de pueblo libre. A nadie se le puede ocurrir que la generosa democracia americana hiciese tal intervención para apoderarse simplemente de Filipinas y quedarse con el archipiélago, basándose en el bandidesco principio de que el más fuerte puede apoderarse sin escrúpulos de lo que pertenece a otros, aunque ellos no quieran. Esta política cínica fue la del Imperio alemán, y levantó contra ella la opinión de todo el mundo. Para seguir tan inmorales principios de derecho no valía la pena destronar a Guillermo II.
Apresurémonos a decir que los Estados Unidos jamás han manifestado de un modo preciso su voluntad de quedarse «para siempre» con Filipinas. Por el contrario, muchos de sus gobernantes y sus directores de opinión han reconocido a los filipinos la legitimidad de sus deseos en pro de la independencia. Lo único que discuten es la oportunidad de tal independencia, las condiciones actuales del archipiélago filipino para disfrutarla, creyendo que aún no ha llegado el momento de que este país, que tiene gran parte de su territorio en los albores de la civilización, pueda llevar la existencia de un pueblo libre y sin tutela.
Hay que añadir lealmente que el régimen dulce y tolerante seguido aquí por los Estados Unidos no se parece a la actitud que observan otras naciones en los territorios que dominan. Después de la ocupación militar, el gobierno de Washington dio al archipiélago un régimen puramente civil, y en tiempo del presidente Wilson, este régimen, cada vez más suave y transigente con los filipinos, se convirtió en una verdadera autonomía. Hoy Filipinas tiene una asamblea legislativa, compuesta de un senado y una cámara de representantes, son ministros hijos del país que trabajan a las órdenes del gobernador general, quien es depositario absoluto del poder ejecutivo. Pero con frecuencia surgen conflictos entre estos dos poderes, y los legisladores se colocan en actitud de protesta ante el gobernador enviado de Washington.
Un filipino ilustre, el gran orador Manuel Quezón, presidente actual del senado, expresó el verdadero sentimiento de su pueblo al decir en uno de sus discursos: «No importa que sea suave el yugo de un poder extranjero; no importa que pese ligeramente sobre los hombros; si no está impuesto por la voz de su propia nación, el hombre no quiere, no puede ni cree ser feliz bajo tal peso».
Todo el pueblo filipino piensa del mismo modo con rara unanimidad. Reconoce los beneficios de la dominación americana, agradece los esfuerzos hechos por ella para difundir la enseñanza, las obras públicas que lleva realizadas, la conducta benévola de las autoridades extranjeras en muchos asuntos… pero quiere la independencia.
Algunos filipinos conservadores intentaron crear partidos transigentes, poniéndose de acuerdo con las autoridades americanas; pero fracasaron por completo, faltos de apoyo popular. La Asamblea filipina, aunque compuesta de diversos grupos políticos, es en absoluto partidaria de la independencia, pues todos sus individuos comulgan en el mismo ideal. Cuando se realizan nuevas elecciones, únicamente triunfan los candidatos nacionalistas, que son los sostenedores de la independencia del archipiélago.
A los filipinos eminentes que trabajaron y murieron por la liberación de su país han sucedido otros muy jóvenes, que luchan con no menos entusiasmo, dentro de una política pacífica.
Pueden contarse a docenas los hombres notables de este movimiento. Sergio Osmeña, talento organizador, sabe razonar con una lógica avasalladora; Manuel Quezón, orador brillante, es el gran propagandista del nacionalismo. Para servir mejor a su patria aprendió el inglés, de tal modo que puede pronunciar discursos en dicha lengua, y varias veces ha hablado en Washington ante los representantes del gobierno y en otras ciudades de los Estados Unidos, defendiendo la independencia filipina.
Es asombroso el espíritu liberal de la Constitución del pueblo americano, respetuosa para el pensamiento y su emisión como la de ningún otro país. Al amparo de ella los filipinos pueden abogar por su independencia y arbitrar toda clase de medios y recursos para conseguirla. Durante el gran banquete dado en mi honor por el Casino Español estuvieron sentados cerca de mí, en la mesa presidencial, varios almirantes y generales de los Estados Unidos que ejercen autoridad en Manila. Estos militares de la más verdadera de las Repúblicas escucharon con calma y respeto los razonados discursos de varios oradores filipinos proclamando la necesidad de independencia que siente su patria y su voluntad firmísima de trabajar por ella.
También son ardientes propagandistas el incansable Teodoro Kalaw, presidente del comité «Por la Independencia»; el enérgico senador Alegre, que hizo sus estudios en España, y tantos otros que desisto de nombrar, pues su mención resultaría larguísima.
El general Wood, actual gobernador de Filipinas y hombre de sólida inteligencia, tiene un espíritu civil a pesar de su profesión de soldado. Habla el español con facilidad, pues lo aprendió en su juventud, y luego ha viajado mucho por la América de nuestra lengua y por España. Le conozco desde que fue candidato en 1920 a la presidencia de los Estados Unidos, y, como ya dije antes, me obsequió con un almuerzo en su palacio, cuyos salones conservan aún los retratos de los antiguos capitanes generales españoles. Sobre la puerta del palacio de Malacañang queda también un gran escudo de España. Los gobernadores americanos se han limitado a ensanchar el palacio, sin tocar un cuadro ni un mueble de la antigua casa del gobierno español.
Hablo con Wood y otros personajes americanos residentes en el archipiélago. Noto en todos ellos una simpatía sincera por los filipinos. El gobernador no formula la menor queja contra los partidarios de la independencia, a pesar de que en la actualidad, por la pugna entre el poder ejecutivo y el legislativo, algunos de aquéllos le han atacado. Pero aquí los ataques no rebasan los límites de la política y jamás resultan personalmente ofensivos, lo que prueba una vez más la cultura de las costumbres.
Todos los americanos que trato en Manila muestran igual opinión. Nadie niega rotundamente el derecho de los filipinos a su independencia. Sólo discuten la oportunidad de esta independencia. No creen llegado el momento de reconocerla.
—Si abandonamos Filipinas —dicen muchos de ellos, el pueblo no podrá mantenerse independiente. Necesita un ejército, una gran marina, para guardar sus tres mil islas. A las puertas vive el Japón, ansioso de nuevas tierras para expansionarse. ¡Lo que tardaría en encontrar un pretexto, en inventar un conflicto para dejarse caer sobre este archipiélago!… Y si nosotros nos fuésemos, resultaría muy difícil que pudiéramos repetir la visita. En los Estados Unidos todo lo dirige la opinión, y es casi seguro que luego de habernos marchado, esta opinión nos impediría volver, no queriendo arrostrar los peligros y gastos de una guerra por un país abandonado antes.
Debo mencionar también lo que dicen los filipinos ansiosos de independencia. Los más instruidos encogen los hombros cuando les hablan de que una gran parte de su país está todavía a medio civilizar. Lo mismo decían los ingleses cuando se declararon independientes las colonias de América, teniendo a sus espaldas tres cuartas partes del actual territorio de los Estados Unidos ocupadas por tribus enteramente salvajes. El fantasma de la invasión japonesa no les impresiona gran cosa. Con una arrogancia caballeresca, que revela su antigua educación española, contestan simplemente:
—De ocurrir eso nos defenderíamos todos desesperadamente hasta morir.
Además, juzgan que no sería incompatible una completa independencia filipina con el estacionamiento militar de los Estados Unidos en este archipiélago, para tener una base fuerte cerca del Japón.
El argumento de que no están preparados para la independencia les hace sonreír. ¿Dónde está el reloj que marca la hora justa para tal reforma?… ¿Quién tiene el instrumento capaz de medir si un pueblo debe ser independiente o no merece serlo todavía?…
Esto lo considero cierto. Nadie puede probar que es nadador o no lo es mientras no se meta en el agua. Y para que un pueblo demuestre que merece la independencia, lo primero es dársela.
Tengo mi opinión propia, formada después de oír a unos y a otros.
No niegan los Estados Unidos el derecho de Filipinas a su independencia, ni lo negarán nunca de un modo terminante. Se oponen a ello sus nobles tradiciones civiles. Existen dentro de la gran República imperialistas que se muestran a veces cínicos y brutales en sus deseos, mas la inmensa mayoría del pueblo americano es enemiga de guerras y dominaciones por la fuerza, y cree generosamente que todo país debe gozar su libertad.
Pero no es menos cierto que el gobierno de Washington, teniendo en cuenta los informes de las autoridades de Filipinas, aprecia cada vez más el valor económico de este archipiélago y su situación estratégica, deseando conservarlo a todo trance.
Para algunos americanos, nunca llegará el momento oportuno de dar a los filipinos su independencia. Aunque todos los naturales del archipiélago fuesen un portento de educación cívica, encontrarían siempre motivos para decir que no era llegada la hora. ¡Es tan fácil inventar pretextos, teniendo en cuenta la imperfección humana!… Confían en el tiempo y en la escuela para que se adormezca poco a poco este sentimiento de independencia, y acabe Filipinas por entrar mansamente en la Confederación americana como un simple territorio.
La escuela de primera enseñanza emplea la lengua inglesa. Los profesores filipinos dan sus lecciones en inglés, con arreglo a los métodos oficiales. El español únicamente se estudia en la segunda enseñanza y en la Universidad como una lengua extranjera.
El idioma moldea el alma; por eso la dominación americana ha creado aquí escuelas verdaderamente maravillosas, y al dar al filipino más pobre una educación brillante, procura hacer de él un futuro súbdito de los Estados Unidos.
Los partidarios de la independencia velan a la parte de fuera de la escuela. Jamás se ha hablado tanto en Filipinas la lengua española. En tiempos de nuestra dominación, el pueblo, como señal de protesta, hablaba el tagalo. Sólo los de una cultura superior conocían aquélla.
Ahora, como una afirmación de nacionalismo, los niños que hablan inglés en la escuela aprenden el español en su casa, y ésta es la lengua espontánea muchas veces de sus juegos callejeros.
Después de extinguirse los apasionamientos propios de toda revolución, los filipinos amantes de la independencia reconocen la parte de beneficios que tuvo para ellos la civilización española, y adoptan nuestra lengua como un arma de largo alcance. En todo el archipiélago, según me afirman los conocedores, existen más de veinte lenguas vernáculas, y el tagalo usado en Manila no es más que una de ellas. En cambio, el español tiene grupos parlantes en todas las islas. Además, es la lengua de veinte naciones del Nuevo Mundo y de cien millones de seres. Valiéndose de ella, los filipinos no quedan aislados en un extremo del Pacífico y se ponen en comunicación espiritual con la mayor parte de las naciones que acompañan a los Estados Unidos en el disfrute del continente americano.
Yo veo la historia futura de Filipinas a modo de una carrera de jinetes. La escuela oficial, magnífica y opulenta, fabrica americanos para el porvenir. El nacionalismo filipino espera en la calle a las nuevas generaciones y les inspira el amor a la independencia. El fuego sagrado de la patria se va renovando así de pecho en pecho.
Es una obra de paciencia y de tenacidad. Esta lucha pacífica va a durar muchos años; pero vencerán finalmente los filipinos si el entusiasmo que muestran ahora no es una ráfaga estrepitosa y pasajera; si desafían al cansancio, si no se desalientan ante lo largo del camino, y acaban por convencer al pueblo americano de que son dignos de obtener su independencia, provocando uno de esos arrolladores y generosos movimientos de opinión tan frecuentes en la vida de los Estados Unidos.
Como dicen los cabalgadores de las llanuras sudamericanas: «Es asunto de ver a quién de los dos se le cansará antes el caballo».