Registro de chinos antes de su entrada en el vapor.—Cubiertas transformadas en jaulas y puente convertido en fortaleza.—Recuerdos del asalto de los piratas.—«¡Necesito matar a un chino!»—La interesante Ciudad del Santo Nombre de Dios en China.—Los juncos con cañones anclados en su antiguo puerto.—El nuevo puerto de Macao.—Gran porvenir de la ciudad.—Excelente administración del gobernador Rodrigues.—La gruta de Camões.—El juego del fan-tan y otras particularidades interesantes del viejo Macao.—La calle de la Felicidad y sus altares.—Regreso a media noche por el estuario de los piratas.—Las fosforescencias del mar chino.—Espectáculo inolvidable.
En las primeras horas de la mañana nos embarcamos para Macao. Vemos ante el buque numerosos grupos de chinos. Un retén de policía regula su avance, uno por uno, sobre la pasarela que junta el casco con el muelle. Todos son registrados de cabeza a pies, y sólo pueden seguir adelante cuando el agente indostánico queda convencido de que no llevan el más pequeño cortaplumas. Como estos hombres amarillos se parecen todos por su traje azul y sus rostros casi uniformes, es difícil establecer distinciones, entre un culí pacífico que va por sus negocios a Macao y un pirata que prepara con sus compañeros el ataque del buque en mitad del viaje.
Este vapor-correo es igual a todos los que navegan en el estuario y los ríos cercanos, pero después del asalto que presenció mi compatriota, se han hecho en él grandes reformas defensivas. Verjas de gruesos barrotes, semejantes a las de las cárceles, lo dividen en varias secciones. Un gendarme indostánico, con uniforme azul, gorra blanca, carabina y revólver, guarda la puerta abierta de cada una de dichas barreras mientras dura el embarque. Cuando el buque empieza a navegar, todas las entradas de los jaulones se cierran interiormente y los centinelas quedan detrás, apoyando sus carabinas sobre la cruz de los barrotes.
La cubierta superior también está interrumpida por fuertes enrejados que cortan la comunicación entre las diversas clases del pasaje, y para evitar que los asaltantes puedan deslizarse al otro lado de ellos, sacando el cuerpo fuera de la borda, se han prolongado las verjas sobre el mar con semicírculos exteriores de puntas agudas, como lanzas. El puente donde va el capitán está defendido con placas de acero cromatizado, iguales a las mamparas que cubren a los artilleros en las piezas modernas. De este modo los tiros de los piratas no pueden alcanzar a los que dirigen el buque. Pero los que presenciaron el último asalto no muestran gran fe en tales precauciones y creen que los chinos inventarán algo inesperado para salvar estos obstáculos defensivos.
Antes del embarque nos hemos despojado de los relojes y joyas de uso diario. Vienen conmigo dos señoras, acompañadas de sus doncellas. Una de las mencionadas damas, muy hermosa y elegante, nació en Bombay, pero es hija de español. Está casada con Mr. Stephan, director del Banco de Hong-Kong y Shanghai, institución financiera la más importante de todo el Extremo Oriente. Su director figura por derecho propio en el Consejo de gobierno de Hong-Kong, siendo a modo de su ministro de Hacienda.
La señora de Stephan lleva muchos años deseando ir a Macao y nunca se decidió a realizar tal viaje por miedo a los piratas. Prudencia justificadísima. En realidad no podrían imaginar los bandidos del estuario un golpe más fructuoso que secuestrar a la esposa del director del Banco de Hong-Kong y Shanghai. ¡Qué rescate de miles y miles de libras esterlinas!… Mas al enterarse dicha señora de que yo voy a Macao, se decide con repentina energía a realizar el mismo viaje, como si mi presencia pudiera proporcionarles una seguridad extraordinaria.
Somos ocho, las dos señoras con sus doncellas, dos españoles residentes en Hong-Kong, un amigo holandés que habla un sinnúmero de lenguas, y yo. Va retrocediendo por la popa de nuestro buque la isla de Hong-Kong envuelta en nieblas matinales rasguñadas a trechos por el sol. Sobre la cima del Pico este turbante de brumas pierde por momentos su opacidad gris y empieza a brillar como un tejido de filamentos de oro.
Fuera de la bahía el mar del estuario muestra una tersura de lago, y su color azul tiene la claridad láctea de la porcelana. Los juncos son numerosísimos. Ya dije que en las costas de China la navegación forma enjambres, pero aquí, cerca de la embocadura del río Perla, aún resulta más densa, y nuestro buque tiene que rugir incesantemente para evitar colisiones.
Estos juncos de construcción medieval, a pesar de la tranquilidad de las aguas, navegan en una posición inestable para nuestros ojos, con la proa casi hundida y la popa muy en alto, cual si fueran a sumergirse definitivamente en cada uno de sus cabeceos. Los canales se ensanchan, formando brazos de mar relucientes y tranquilos, como láminas de espejo. Flotando en sus aguas adormecidas hay pequeños islotes de basura, caída de los barcos o arrancada de las riberas.
No disminuye la afluencia de embarcaciones según nos alejamos de Hong-Kong; por el contrario, ésta parece aún mayor al meternos entre las islas. Sobre las bordas de los juncos vemos marineras achaparradas y fornidas, con bíceps de hombre, pechos colgantes y adornos verdes en la cerdosa cabellera.
También las tierras insulares se muestran cada vez más numerosas. Por la derecha nos deslizamos junto a la isla de Lantao, cuya longitud alcanza veinte millas. A babor, la ribera está cortada por incontables canales y estrechos, que forman pequeños archipiélagos. En el horizonte empieza a elevarse un grupo de cumbres, titulado por los descubridores portugueses Nove Ilhas, las Nueve Islas. Antes de ser dueños de Macao, los marinos de Portugal se establecieron en otra isla de este estuario llamada Sancian, donde murió San Francisco Javier cuando se proponía entrar en China como primer apóstol del cristianismo.
Mi compatriota Caballero me va mostrando los diversos lugares del buque donde presenció el ataque de los piratas. Ésta es la mesa en que se hallaba comiendo al sonar los primeros disparos. Aquí le robaron la cartera, zarandeándolo un poco. Más allá daba gritos de mando la muchacha de los dos revólveres. Luego me lleva a visitar al capitán, que es el mismo que mandaba el buque en aquella triste ocasión.
Los guardianes cobrizos no nos dejan entrar en el recinto acorazado del puente y el capitán se decide a salir de su fortaleza. Es un inglés que tiene paralizada la parte izquierda de su cuerpo a consecuencia de las heridas que recibió en dicho asalto. Desde entonces se muestra taciturno y repite el mismo deseo, como obsesionado por una idea tenaz. Sonríe un poco al reconocer a mi compatriota, y cuando éste hace memoria de los terribles episodios de aquella tarde, frunce el ceño, mira su brazo inútil y murmura:
—Esto no puede quedar así. Es preciso que yo mate a un chino… Necesito matar a un chino.
Se ve claro que no descansará hasta conseguir dicha compensación. Tal vez se negó a aceptar el retiro a que tiene derecho y continúa mandando el buque porque necesita matar a un chino, y así tiene más probabilidades de proporcionarse el citado gusto. Lo matará, estoy seguro de ello; tal vez lo ha matado a estas horas. ¡Hay tantos chinos para escoger!… Después de mi regreso a Europa, he leído todos los meses noticias de nuevos asaltos de piratas en el estuario de Hong-Kong, con secuestros de viajeros, combates y numerosos muertos y heridos. El capitán debe haber matado a su chino, si es que los chinos no han acabado definitivamente con él.
Todos los de nuestro grupo almorzamos en un salón de la cubierta más alta, para evitarnos el roce con las familias que ocupan el comedor de primera clase. Son gentes bien educadas, pero el olor especial de los chinos resulta intolerable para muchos olfatos europeos. Ellos, por su parte, declaran que nosotros expelemos un hedor de carne cruda, digna de nuestra condición de bárbaros. Tal vez el hacernos comer aparte es también para que no veamos los manjares favoritos de estos pasajeros.
Algunos son personajes importantes, vecinos de Hong-Kong, que van a pasar unos días en sus casas de Macao. Visten ricas túnicas de seda azul y ostentan botones de piedras preciosas. Uno de estos chinos opulentos ha sido ennoblecido por el rey de la Gran Bretaña, y goza el título de baronet. La importancia financiera de todos ellos y su trato con los blancos hacen que el populacho los considere traidores a su raza, y como en Hong-Kong las asociaciones chinas son temibles por sus venganzas, estos personajes viven encerrados en sus palacios, y cuando desean unos días de esparcimiento se trasladan a Macao, donde el orden es más firme y las autoridades portuguesas pueden ofrecerles mayores seguridades.
Dejamos de navegar entre islas, saliendo a dilatados espacios de mar libre, y vemos en el horizonte un promontorio con un castillo y un faro sobre su lomo. Mucho tiempo después, al dar vuelta a dicho promontorio, aparece lentamente la vieja e interesante ciudad de Macao.
Tiene un aspecto, multicolor y ligero, de población del Extremo Oriente, y al mismo tiempo una estabilidad sólida que revela el origen de sus fundadores. Los edificios son obra de albañilería en su mayor parte, y no de madera, como en las otras ciudades chinas. Los más tienen un piso superior, con arcadas o galerías cubiertas, y por encima de sus techumbres se remontan los campanarios de las iglesias católicas.
Macao, que fue llamada primitivamente «Ciudad del Santo Nombre de Dios en China» y luego vio sustituido dicho título por el de Macau, de origen indígena, resultaría altamente exótica si se la pudiera trasladar de pronto a las cercanías de Lisboa. Vista aquí, después de haber visitado las principales ciudades del litoral chino, nos recuerda al antiguo Portugal y parece venir de ella una respiración lejanísima de nuestro mundo.
El puerto viejo es más chino que la ciudad. Puedo añadir que en ninguno de los puertos del Extremo Oriente se consigue ver la marina mercante que ancla en las aguas de Macao.
Nuestro vapor va pasando ante una fila de grandes juncos, galeones panzudos que parecen imaginados por un artista en delirio más que por hombres dedicados a la navegación. Tienen en su proa dragones enroscados y dorados, amenazando con sus fauces ignívomas el azul del cielo y del mar. El velamen de sus arboladuras se compone de esteras de bambú, en forma de alas de murciélago. Las popas se remontan como alcázares, y a lo largo de sus bordas avanzan los cuellos de una docena de cañones. Son cortos y de un calibre enorme; piezas antiguas de hierro que se cargan por la boca y deben enviar sus balas a poca distancia, pero con un estrépito infernal, lo que suple para sus artilleros la mediocridad del alcance.
La marinería tiene igualmente un aspecto arcaico y poco tranquilizador: atletas amarillos y medio desnudos, guardando muchos de ellos en el occipucio una trenza que parte su espalda sudorosa. De los castillos de algunos galeones surgen columnitas de humo perfumado, revelando la existencia de un altar en honor a la Diosa de las Aguas, ante cuyo ídolo arden varillas de sándalo. Todas las proas tienen en ambas caras unos agujeros redondos y pintados que imitan ojos. Los marineros chinos sólo se embarcan confiadamente en un buque que tenga ojos. Saben que así, mientras ellos duermen o durante las lobregueces de la tormenta; el junco, que a fuerza de existir adquiere una vida misteriosa como todos los objetos, podrá ver arrecifes y escollos, desviándose de tales peligros cual una bestia prudente.
Siento inquietud y repulsión al imaginar la posibilidad de que una aventura de mi viaje me hiciese navegar en estos buques extraordinarios, pocas veces vistos en Shanghai y Hong-Kong. Los que conocen el país me explican las especialidades de esta marina mercante armada de cañones que navega por los recovecos del gran estuario y remonta los ríos cientos de leguas hasta las ciudades del interior. Conservan estos barcos su vieja artillería con pretexto de hacer frente a los piratas, pero en realidad son contrabandistas y vienen a cargar el opio que les proporcionan los mercaderes chinos de Macao. Algunas veces se oye desde la ciudad el cañoneo que sostienen con otros juncos del gobierno encargados de perseguir a los traficantes de la citada droga. El belicoso estruendo, agrandado por la sonoridad de los canales, no causa ninguna emoción en los vecinos de este puerto libre. La mercancía ya ha sido vendida y cobrada. ¡Que los chinos peleen a su gusto!…
Macao es una península semejante a Gibraltar, aunque su montaña tiene menos altura. Un istmo la une al territorio del antiguo Imperio, y su puerto era el mejor de todo el estuario antes de que los ingleses fundasen Hong-Kong, hace tres cuartos de siglo. En esta península se ha ido extendiendo una ciudad de 80.000 habitantes, cifra extraordinaria si se tiene en cuenta el espacio reducido de la colonia. El comercio ha realizado tal milagro.
En el siglo XVI dio el gobierno chino a los portugueses este territorio de unos pocos kilómetros como recompensa por haber auxiliado con sus buques a las autoridades de Cantón en lucha contra unos piratas que pretendían apoderarse de dicha capital. Los holandeses intentaron hacerse dueños de la nueva colonia, pero fueron menos afortunados que en Ceilán, en Java y otras posesiones del Extremo Oriente arrebatadas por ellos a los portugueses. El vecindario repelió sus asaltos, derrotando finalmente a la flota holandesa.
Llevó después Macao una existencia decadente, y en el siglo XIX su guarnición sostuvo empeñados combates con los chinos, que pretendían recobrar la península. Ahora adquiere cada año mayor importancia, y dentro de poco rivalizará con Hong-Kong, gracias a su nuevo puerto.
El gobernador actual, doctor Rodrigo Rodrigues, es un médico que gozaba de justo renombre en su patria antes de entrar en la vida política; un republicano de los que combatieron desinteresadamente a la monarquía de su país, y luego, al verse triunfantes, tuvieron que abandonar su antigua profesión para servir a la joven República portuguesa.
Durante las horas pasadas en Macao pude apreciar lo que mi amigo Rodrigues lleva hecho en varios años de gobierno. Una recaudación de los impuestos, bien administrada, ha dado lo suficiente para la construcción de un puerto grandioso, en el que podrán fondear trasatlánticos de gran tonelaje. Macao pasará rápidamente del tranquilo canal en que anclan ahora escuadrillas de juncos dedicados al cabotaje y al contrabando a la vida tumultuosa de un puerto moderno, con toda clase de facilidades para la descarga y el transporte; y este puerto atraerá a todos los buques que no sean ingleses, por estar más cerca de Cantón que el de Hong-Kong.
Guiados por los ayudantes del gobernador, jóvenes de gran cultura intelectual, vamos conociendo la ciudad, pintoresca mezcolanza de edificios chinos y caserones portugueses del siglo XVII. Una fachada de piedra es lo único que resta de la antigua catedral de San Pablo y del convento anexo, fundado por los jesuitas para descanso y preparación de sus misioneros antes de que se lanzasen en el interior de la China. Este templo se incendió en 1835, pero su enorme fachada se mantiene en pie, con la piedra enrojecida por el sol más que por las llamas, y a través de sus ventanales se ve el muro azul del cielo que parece servirle de apoyo.
El castillo guarda recuerdos del ataque de los holandeses en el siglo XVII. Vemos en su capilla una losa sin nombre que cubre los restos de los defensores de Macao. Como dice el doctor Rodrigues, el culto al soldado desconocido creado por la última guerra lo inventaron los defensores de Macao hace más de doscientos años.
En una explanada del castillo nos obsequian con un té abundante en alfajores y otras pastelerías portuguesas, que recuerdan las de Andalucía. ¡Panorama inolvidable!…
Frente a nosotros, por la parte del istmo, se levanta una cordillera que ocupa gran parte del horizonte: las montañas de Catay. Rodrigues y yo recordamos a Marco Polo. El nombre de Catay lo aplicó el célebre viajero a la China entera, y durante siglos el mundo cristiano dio el título de unas montañas del sur a todo el vasto Imperio gobernado por el Gran Kan.
A nuestros pies extiende la ciudad la masa apretada de sus tejados, oscuros como los de Europa. A trechos surgen de ellos techumbres chinescas y remates de pagodas budistas. Muchas fachadas están pintadas de rosa o azul, colores tiernos que infunden una alegre juventud a las construcciones vetustas.
Más allá de la ciudad, islas y canales se repiten hasta el infinito, como si la tierra entera fuese una sucesión de brazos acuáticos abarcando cumbres emergidas. En estos canales de riberas altas, que tienen una mitad longitudinal de su faja líquida negra como el ébano y la otra mitad dorada por el sol, cabecean bajo la brisa de la tarde docenas y docenas de juncos de velamen ganchudo, como el techo de las pagodas. Todos ellos vienen hacia Macao o regresan a puertos cuyos nombres enrevesados sólo sus tripulantes pueden pronunciar. Tropieza la vista con el lomo oscuro de una montaña, creyendo que es el límite del horizonte. Más allá de su línea oblicua hay algo que brilla como un charco de metal en fusión. Es un nuevo canal del estuario, un estrecho navegable por el que pasan otros juncos y sampanes empequeñecidos por la distancia. Más allá una nueva montaña, que es otra isla; luego un fragmento de canal, en tercer o cuarto término; y nuevas tierras insulares, hasta que todo este mundo sumergido y emergente se esfuma por obra de la distancia, confundiéndose el azul de las montañas lejanas con el azul de las aguas y del cielo.
Visitamos al fin lo más interesante para nosotros, lo que nos trajo a Macao con el atractivo de la devoción literaria. El gobernador nos muestra el jardín donde está la gruta en cuyo interior meditaba y escribía Camões durante las horas calurosas de este país casi tropical. Dicho jardín tiene un atractivo comparable al de los muebles que empiezan a envejecer. En sus arriates y arboledas se mezclan la melancolía de los antiguos huertos chinos y la majestad de los jardines portugueses de Sintra. Vemos estatuas de mandarines que tienen la cabeza y las manos de loza. El resto de su cuerpo está formado con plantas a las que dieron forma humana los jardineros con sus tijeras.
El retiro predilecto del poeta ha sido desfigurado y vulgarizado por una admiración excesiva. La gruta no es más que un corredor entre grandes piedras, ocupado ahora por el busto de Camões. Todas las rocas próximas desaparecen bajo lápidas que ostentan grabados fragmentos del autor de Os Lusiadas o versos de autores célebres que le glorifican. Tantas placas de mármol dan a este lugar, que con razón puede llamarse poético, un aspecto antipático de cementerio.
Algunos vecinos de Macao, especialmente parejas jóvenes, vienen a merendar en el histórico jardín, y al son de un gramófono o un organillo bailan ante el busto coronado de laureles. No importa; es fácil suprimir con la imaginación estas fealdades de la realidad y ver el antiguo huerto tal como fue, con sus arboledas pendientes, su breve gruta limpia de adornos, y meditando bajo la fresca arcada el hidalgo portugués tuerto en la guerra, soldado heroico como el manco Cervantes, y desterrado de Goa a uno de los lugares más lejanos de la monarquía lusitana, dueña entonces de colonias en las dos costas de África, en el mar de las Indias y en los archipiélagos situados más allá del estrecho de Malaca.
Al cerrar la noche abandonamos la calle principal de Macao, abundante en bazares chinos, para correr las callejuelas adyacentes, que ofrecen a dicha hora un aspecto interesante.
Macao no goza fama de ser un lugar de virtudes, más no por eso debe considerársele peor que los otros puertos del Extreme Oriente. Se diferencia de ellos en que los defectos de la vida china están aquí reglamentados, y por ello más a la vista que en las demás ciudades. Esta reglamentación sirve para que el viajero pueda verlos más directamente y con mayor seguridad al hallarse todos ellos bajo la vigilancia de la policía.
La pequeña península de Macao, sin más tierra que la de sus paseos ni otra industria que su puerto, sólo ha podido vivir imponiendo contribuciones públicas a los vicios de la población china. Estos vicios son inevitables. En Shanghai, en Hong-Kong, en todas las ciudades del Extremo Oriente, existen en mayores proporciones y sus explotadores pagan en secreto a las autoridades por su tolerancia, lo que sirve únicamente para el aumento de la fortuna personal de éstas. En Macao satisfacen un impuesto público, severamente administrado, y sus productos no sirven para enriquecer a ningún funcionario, empleándose por entero en grandes obras públicas, como la construcción del nuevo puerto, que cambiará completamente la vida de la colonia.
El gran vicio chino es el juego, y en Macao es libre. Algunos llaman a este pequeño país el «Montecarlo del Extremo Oriente», y lo sería en realidad si tuviese más próximas las grandes ciudades de Cantón y Hong-Kong. El juego favorito de los chinos se llama el fan-tan.
Entramos en una de las casas dedicadas a este vicio nacional. Hay tantas de ellas que resulta difícil escoger. Todas tienen en sus fachadas anuncios luminosos y rótulos chinescos en grandes bandas de tela colgante. También se ven en las mismas calles fumaderos de opio con sus lamparillas de luz fúnebre y sus duros lechos de asceta; pero ¿a quién puede interesarle un fumadero de opio en esta ciudad que es el principal depósito de dicho artículo?…
Los portugueses de Macao no merecen las censuras hipócritas que les dedican otras colonias europeas de Asia. Nunca ha impuesto Portugal a cañonazos el consumo de la citada droga, como Inglaterra, que hizo en 1842 la llamada «guerra del opio». Los mercaderes de Macao la venden a los buques que vienen a buscarla, y esta operación comercial proporciona un ingreso al Tesoro público. Lo mismo la pueden encontrar los chinos en otras colonias gobernadas por europeos, pero de un modo oculto, y lo que entregan por hacer tal negocio lo guardan en su bolsillo particular las autoridades.
Resulta el juego del fan-tan lento y de prolongada emoción, como al chino le place que sean todas sus diversiones. La rapidez pugna con los gustos de su vida. La enorme mesa de juego está en el piso bajo, y en torno a ella se agrupan los «puntos» de clase ínfima, culíes, marineros y trabajadores del puerto.
Subimos por una escalera bien iluminada al piso superior. El suelo está perforado por una gran abertura oval, que da exactamente sobre la mesa colocada en el piso bajo. En torno a su barandilla se sientan en banquetas de hule los jugadores de más distinción. Ciertas casas tienen una segunda y una tercera galería en sus pisos superiores, lo que triplica o cuadruplica el número de las personas que intervienen en el juego. Asomados a cada baranda, unos empleados reciben el dinero de los jugadores de su piso y lo bajan hasta la mesa en pequeños cestos pendientes de cordeles, indicando con unas vocecitas que suenan como chillidos de gato el número y la cantidad de las apuestas.
Este público del primer piso resulta para mí de gran novedad. En ninguna de las ciudades chinas había visto tales personajes. Me siento entre algunos viejos con aire de mandarín venido a menos. Son letrados de exquisitos modales que han perdido tal vez una carrera brillante por las villanías propias del juego. A pesar de sus ojitos que no son más que dos líneas negras entre párpados que parecen cosidos, de su faz amarilla y arrugada y de sus bigotes colgantes, me recuerdan a muchos gentlemen arruinados que conocí en Montecarlo.
También puedo examinar aquí de cerca a las mujeres chinas en plena libertad. Van vestidas con pantalones y blusas de rica seda azul; llevan un flequillo de pelo sobre la abultada frente; en su pecho y sus muñecas centellea la pedrería de abundantes joyas; fuman sin parar cigarrillos con perfume de opio, sosteniendo entre dos dedos una larguísima boquilla de carey; ponen una pierna sobre otra, saliéndoles del ancho pantalón unas pantorrillas delgadas que no se armonizan con la anchura de su rostro; ríen con cierta insolencia, murmurando palabras ininteligibles, mientras examinan fijamente a las señoras europeas que acaban de entrar. Todas juegan sumas considerables, manejando el dinero con una inconsciencia oriental. Las más de ellas son cocotas nacionales, residentes en Hong-Kong y Cantón, y han venido a Macao para jugar al fan-tan con permiso de los opulentos comerciantes que las mantienen.
La mesa está presidida por una especie de mandarín de barbas lacias y blancas, que desarrolla con una lentitud majestuosa la marcha del juego. Tiene a su lado un gran montón de sapeques, piezas metálicas con un agujero en el centro. Agarra sin mirar un puñado de tales monedas y las coloca bajo una maceta de hojalata vuelta boca abajo. El juego consiste en levantar dicho receptáculo cuando todos, en los diversos pisos, han hecho ya sus puestas, y con una varilla muy larga, para que no haya sospecha de trampa, va separando los sapeques por grupos de a cuatro, hasta que al final quedan unas piezas sueltas, que pueden ser cuatro, tres, dos o una, números a los que arriesgan su dinero los jugadores.
Esta separación de cuatro en cuatro la va haciendo con una lentitud desesperante, pues así le gusta al público. El chino no conoce el valor de las horas. Además, no hay miedo de que se cierre el establecimiento. Las casas del fan-tan carecen de puertas y las partidas se suceden día y noche, renovándose el personal de la mesa. Hay «puntos» que se hacen traer la comida de un figón inmediato, duermen sobre la banqueta de hule cuando les rinde el sueño y no salen de la timba en varias semanas, mientras les queda un peso mexicano.
Algunos de estos jugadores dan pruebas de una visualidad maravillosa. Apenas el venerable personaje levanta el vaso y empieza a contar las piezas, adivinan desde el piso superior con una mirada de águila cuántas quedan en el confuso y enorme montón, anunciando por anticipado el número ganancioso.
Mientras las señoras vuelven al palacio del gobernador, donde nos espera un gran banquete, corro yo con uno de sus ayudantes, el teniente de navío Sebastião da Costa, notable escritor portugués, a conocer otra de las singularidades del viejo Macao, la llamada rua da Felicidade. Esta calle de la Felicidad resulta semejante por su tráfico a las que existen en todos los puertos de mar, pero aquí ofrece el interés de ser únicamente chinos los que la frecuentan, empujados por el acuciamiento de la lascivia.
Se compone de casas estrechas, cuyo piso bajo ocupa enteramente la puerta. A través de su abertura se ve una especie de zaguán con el arranque de la escalera que conduce a las habitaciones superiores, y algunos asientos chinescos, ocupados por las dueñas y sus amigas. Son mujeronas de cabeza voluminosa, miembros delgados y grueso tronco, con una nariz tan aplastada que apenas si resulta visible cuando sitúan de perfil su ancho rostro, amarillo como la cera. Estas hembras maduras, retiradas de las peleas sexuales, fuman gruesos cigarros mientras conversan lentamente. Otras se peinan entre ellas a la luz de una lámpara colocada ante sus ídolos predilectos.
Las pensionistas de dichas casas juegan en medio de la calle, como un colegio en asueto. Verdaderamente es la función que les corresponde, a juzgar por sus pocos años. Todas ellas son chinitas apenas entradas en la pubertad. Se persiguen como gatas traviesas, dando maullidos de regocijo. Algunas se acercan a nosotros después de colocarse ante el menudo rostro una careta de gesto monstruoso, una máscara espantable de dragón o de genio, como únicamente saben imaginarlas los artistas chinos, y las pobrecitas rugen para infundimos pavor, riendo a continuación de su travesura.
Nos fijamos en los diversos altares de las casas. Todos ellos guardan bajo marco imágenes de papel doradas y multicolores: dioses o diosas de las Aguas, del Viento, de la Felicidad, etc. En algunas de dichas viviendas los huéspedes no tienen dinero para adquirir divinidades protectoras, mas no por eso carecen de altar. Han colocado en la pared, bajo doseles de colores, un anuncio de la Compañía Trasatlántica Japonesa, con un vapor de cuatro chimeneas y un mar de grandes olas, y le encienden todas las noches su lámpara, lo mismo que en las casas vecinas. Tales improvisaciones no asombran a ningún chino.
Volvemos a atravesar la gran calle de Macao, que tiene en las primeras horas de la noche un aspecto de capital de provincia. Pasean por sus aceras numerosos sacerdotes y oficiales vestidos de paisano; jóvenes de una elegancia marcial, con gran fieltro a lo mosquetero y chaleco blanco.
Nos obsequia el gobernador Rodrigues con una magnífica comida en su palacio. Admiro los salones de esta residencia, que no es vieja pero empieza a adquirir el encanto de lo antiguo. Muchos de sus muebles proceden de Cantón y tienen más de un siglo. En los rincones hay grandes ánforas de porcelana multicolor, como las fabricaban los chinos en otros tiempos.
Con el deseo de que viésemos Macao detenidamente, no ha querido el doctor Rodrigues dejarnos partir a media tarde en el vapor de Hong-Kong. Por miedo a los asaltos de los piratas, este vapor emprende su regreso poco después de su llegada, para que no le sorprenda la noche en el camino. Las aguas portuguesas son las más seguras. El vigía del castillo de Macao sigue durante dos horas la marcha de los buques por el enorme espacio de mar abierto ante la ciudad, y puede dar aviso a los cañoneros portugueses si nota algo extraordinario. Lo peligroso es el dédalo de canales e islas inmediato a Hong-Kong, y el vapor-correo procura pasarlo antes que se oculte el sol.
Nosotros saldremos de aquí después del banquete. Un remolcador del puerto se encargará de llevarnos a Hong-Kong. Hasta las once de la noche estamos en la grata compañía del gobernador, su esposa e hijas y las familias de sus ayudantes. Nos vemos tratados con la proverbial cortesía de los hidalgos portugueses. Algunas damas cantan fados y romanzas sentimentales de la patria lejana. Cuando cesa la música hablamos de lo que fueron los navegantes portugueses y españoles dentro de la historia del progreso humano.
Salimos para Hong-Kong en el pequeño vapor. Va tripulado por media docena de marineros que son chinos de Macao. Su patrón parece ser el único portugués, pero acabo por creerle también mestizo, nacido en la colonia. Todos ellos se entienden en lengua china para sus maniobras.
El barco tiene en la proa un cañoncito de tiro rápido cuidadosamente enfundado, a causa de la humedad atmosférica. Creo además que los tripulantes llevan algunas carabinas… pero ¡vamos encontrando en nuestro camino tantos juncos! Pasamos al lado de buques que resultan enormes si se les compara con nuestra pequeñez, y de su interior puede desplomarse repentinamente sobre esta cubierta una cascada de diablos amarillos y medio desnudos, que se apoderarían del barquito antes de que nadie pudiese desenfundar el cañón ni tocar una carabina.
Pienso que si los tripulantes de algunos de los juncos de comercio supiesen quién viene en este pequeño buque se sentirían inclinados a intentar una aventura capaz de enriquecerlos. Por suerte, para todos los navíos de forma arcaica y su marinería vagabunda que sólo se muestra honesta cuando ve próximos los golpes, nuestra embarcación no es más que un cañonero de Macao que se dirige a Hong-Kong en plena noche por un asunto del servicio.
Sospechas e inquietudes van desapareciendo según avanza nuestra navegación sobre las aguas del estuario. El misterio de la noche nos penetra y nos avasalla. Queremos gozar la belleza de la hora presente, que tal vez no volveremos a conocer nunca en lo que nos resta de vivir.
Si me preguntan cuál es la sensación más honda y duradera de mi viaje alrededor del mundo, tal vez afirme que el viaje de Macao a Hong-Kong, sobre un mar dormido como una laguna, bajo la cúpula de una noche esplendorosa, con el incentivo de marchar en el misterio, costeando peligros y casi al ras de las aguas. El mar es muy distinto cuando se navega por él pudiendo tocarlo con la mano a como se ve desde la última cubierta de un trasatlántico, alta como la plataforma de una torre.
Ha surgido la luna sobre el lomo oscuro de una de tantas islas. Es simplemente un cuarto creciente, pero la vigorosa luz traza un ancho camino de lácteo resplandor sobre la llanura lóbrega moteada de rojo por las lucecitas de los juncos. Las estrellas son tantas en este cielo tibio, que al levantar la cabeza para verlas, parpadean los ojos cual si lloviese sobre ellos polvo de luz. Detrás de la popa huye el camino lunar, ondeado por el cabrilleo de las aguas. Este camino forma un triángulo. Se estrecha hasta unir sus dos bordes en el límite del horizonte y sobre este vértice asoma a intervalos un diamante rojo que lanza contados centelleos, siempre los mismos, y vuelve a ocultarse en momentáneo eclipse: el faro de Macao.
Ofrece la proa un espectáculo más extraordinario al deslizarse por sus dos flancos el agua partida en espumas.
¡Las fosforescencias del mar chino!… En noches anteriores, al pasar la bahía de Hong-Kong sobre los vaporcitos que van y vienen entre la ciudad y la península de enfrente, llamó mi atención un resplandor verde de las aguas próximas. Creí al principio en un reflejo de la luz de posición, situada en el puente, y que corresponde al lado de estribor. Pero al ver que en el costado opuesto no existía ninguna luz roja y las aguas seguían brillando con la misma luminosidad verde, me di cuenta de que era un reflejo fosforescente como no lo había visto nunca en otros mares.
Ahora, al regresar de Macao, considero casi insignificante la luminosidad extraordinaria de la bahía de Hong-Kong. Aquí, en pleno estuario, donde el agua tranquila de los canales es una mezcla de la salinidad de las mareas oceánicas y los aportes dulces del río Perla, cargados de vida animal, la fosforescencia resulta algo inaudito, algo que nunca pude concebir que existiese.
Brillan junto al buque, durante largos espacios de tiempo, las aguas que nos rodean, con una luminosidad igual a la de Hong-Kong. Es el mismo espejismo de ojos felinos que he visto tantas noches en mis travesías a América… De pronto ocurren mudas explosiones de luz a flor de agua, como si la proa, al avanzar, fuese rompiendo focos eléctricos. Parece que en el seno del estuario se alumbren de pronto innumerables tubos de mercurio, que revienten grandes bolsas luminosas, esparciendo un resplandor verde semejante al de los teatros y los cabarés de última moda; y el buque entero queda envuelto por unos segundos en una aurora inverosímil que parece de otro planeta.
Sentados en la proa unos junto a otros, viajamos a través de la oscuridad sin poder vernos, y de repente nos contemplamos de cabeza a pies, con un color de exhalación eléctrica que en el primer momento nos hace inconocibles.
Menospreciamos el abrigo del único camarote del barco para no perder este espectáculo ultraterreno, y seguimos en la cubierta, con las ropas chorreando humedad, temblorosos de frío, mientras vamos pasando entre islas de una temperatura tropical. Esperamos un nuevo reventón de resplandores mágicos en el seno de las aguas.
Queremos ver una vez más, bajo esta luz de misteriosa apoteosis, el deslizamiento de los peces despertados por nuestra proa, negros y elípticos como manchas prolongadas de tinta china.