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Hong-Kong y Cantón

Las huelgas de los chinos.—Banquetes ruidosos.—Servidumbre de las casas ricas de Hong-Kong.—«No vaya usted a Cantón.»—Historia del gran puerto del té y de la porcelana.—La republicana Cantón y sus habitantes revolucionarios.—El doctor Sun Yat-Sen.—Las dos Chinas.—Viaje a Cantón.—La ciudad flotante sobre el río Perla.—Los bajeles de flores.—Agresividad xenófoba de los cantoneses ante los buques de guerra anclados en el río.—Tiros en las calles.—Los cónsules nos aconsejan un pronto regreso a Hong-Kong.—Los piratas del estuario.—Una novela de 70 tomos y 1.000 personajes.—El asalto del vapor-correo de Macao.—La capitana de los dos revólveres.—Voy a Macao.

Encuentro a los hombres de negocios de Hong-Kong en pleno boom, lo mismo que los de Shanghai. Hablo con varios jóvenes que hace meses eran simples empleados y ahora tienen más de 100.000 dólares, adquiridos en rápidas especulaciones. Otros negociantes más viejos sonríen escépticamente al considerar tales triunfos. Han conocido en su vida varios booms pero no menos cracks, y saben que en estos países de formación reciente las fortunas se crean y se deshacen con igual prontitud.

La prosperidad de Hong-Kong parece dificultar su vida interior. Cerca está Cantón, la más revolucionaria de las ciudades del antiguo Imperio, que solivianta los ánimos de las nueve décimas partes de la población de Hong-Kong. Los chinos de este puerto inglés no son sindicalistas ni saben qué puede significar tal nombre, pero encuentran agradable ver doblados o triplicados sus jornales y gozan además cierto placer interior dificultando la vida de los «demonios blancos». Los comités revolucionarios de Cantón se dedican a organizar huelgas en las colonias próximas, gobernadas por europeos, y estas huelgas han obtenido hasta ahora en Hong-Kong un éxito completo y ruidoso. Los hombres amarillos son insustituibles para la resistencia pasiva y no hay miedo de que ninguno de ellos falte a las órdenes secretas de sus directores.

Hong-Kong ha visto su vida paralizada semanas enteras. Hasta los portadores de palanquines y ricshas desaparecieron cual si se los hubiese tragado el suelo. Las calles de la hermosa ciudad quedaron desiertas, como avenidas de cementerio. Y el gobierno de Hong-Kong, que se compone de un gobernador enviado por la corona de Inglaterra y los personajes más importantes de la ciudad, tuvo que transigir repetidas veces con las imposiciones de los revolucionarios. Hay quien dice que esta derrota de los ingleses dentro de Hong-Kong se debe a la excesiva prosperidad del país. Autoridades y comerciantes se enriquecen en poco tiempo, y esto parece quitarles energía para hacer frente a las imposiciones de los chinos. Desean que se restablezca cuanto antes la marcha normal de los negocios y continúen sus ganancias.

En Macao, ciudad portuguesa, que está a cuatro horas de Hong-Kong, al otro lado del estuario, los agitadores de Cantón intentaron varias veces sublevar a los habitantes chinos; pero como su gobernador se encontraba en otras condiciones que las autoridades de Hong-Kong, pudo hacer uso de medios enérgicos, sin miedo a que le echasen en cara anteriores complacencias, y los movimientos subversivos contra el europeo resultaron otros tantos fracasos.

Viven los negociantes de Hong-Kong con tanto lujo como los de Shanghai, pero aquí los lugares de placer son menos numerosos. Los chinos ricos mantienen con sus banquetes una calle entera de restoranes instalados en edificios de varios pisos. Toda la noche reflejan sobre las aguas de la bahía sus balconajes y sus aleros ribeteados de guirnaldas eléctricas. En este barrio resultan tan enormes los estrépitos como la iluminación. Los anfitriones de unos banquetes que duran la noche entera y cuestan miles de dólares quieren que sean acompañados de una pompa exterior reveladora de su generosidad. Frente a la puerta hay bandas de música pagadas por ellos, en las cuales el bombo, los platillos y los chinescos de abundantes campanillas son los instrumentos dominantes. Arden entre servicio y servicio vistosas piezas de fuegos artificiales; tracas ensordecedoras corren a lo largo de la calle o por encima de las tejados, con un tiroteo de batalla.

Los ricos de raza blanca dan sus banquetes a la europea, en el lujoso Hotel de Repulse Bay, junto al camino de la Cornisa, o en sus palacios de esplendorosa vegetación sobre las vertientes del Pico. Una de las manifestaciones de opulencia es la cantidad de servidores. Todo rico tiene a sus órdenes un ejército de culíes. Únicamente con tal exuberancia de personal se consigue que marche a medias el servicio de una casa, pues cada doméstico chino sólo quiere encargarse de una función, limitada y fija. Justo es añadir que no hay criados más baratos y que exijan menos atenciones de sus dueños. El culí recibe una cantidad determinada al mes y su amo no tiene que preocuparse de su comida ni de su instalación. Él se procura por su cuenta el alimento y para dormir le basta con el umbral de una puerta o el hueco de una escalera. En realidad, no se sabe cuándo come ni duerme. El dueño le ve llegar siempre que le llama y muchas veces lo encuentra sin llamarlo espiando todo lo de la casa con sus ojitos de párpados tirantes, que parecen cosidos, y su sonrisa mecánica e inexpresiva.

Quiero visitar la ciudad de Cantón, y todos me dicen lo mismo:

—No vaya usted. Parece que andan a tiros diariamente los partidarios del doctor y sus adversarios. Además, si se juntan unos y otros, será para matar a los europeos por lo de las aduanas.

Sé que hay alguna exageración en tales afirmaciones, pero de todos modos resulta indudable que la capital de la China del Sur vive hace tiempo en un estado de revuelta.

Cantón fue la única metrópoli del Extremo Oriente que conocieron durante siglos europeos y americanos. Pekín permaneció cerrada para el mundo blanco hasta el último tercio del siglo XIX. Los Hijos del Cielo, deseosos de conservar aislado su vasto Imperio, habilitaron a Cantón como único puerto en el que podían ser admitidos los buques de las naciones cristianas.

Cuando los portugueses del siglo XVI anclaron por primera vez ante dicha ciudad, vieron que otros navegantes no europeos les habían precedido en el descubrimiento. Eran los marinos árabes, que tenían en ella desde mucho antes depósitos de mercancías y una mezquita. Durante cien años los capitanes portugueses monopolizaron el tráfico con Cantón, llevando a Europa por el cabo de Buena Esperanza sus sederías y porcelanas. Los españoles adquirían estos mismos artículos en Manila, enviados por los mercaderes cantoneses, y la Nao de Acapulco los llevaba hasta Nueva España a través del Pacífico.

Fue bien entrado el siglo XVII cuando los ingleses empezaron a visitar el río de Cantón para cargar en sus naves el té, hierba cada vez más apreciada en Europa y América y que dio vida a una gran navegación para surtir los mercados de Liverpool, Salem, Boston y Nueva York. Esta afluencia de buques europeos y americanos fomentó la emigración indígena, y a ella se debe que todos los chinos esparcidos en el mundo sean de las provincias del sur y consideren a Cantón como una verdadera capital, con preferencia a Pekín.

Al reunir algunos de estos emigrantes considerables fortunas en América, su deseo fue volver a Cantón para disfrutarlas, aumentando la riqueza de la ciudad. Los que no regresaron a su patria mantuvieron correspondencia con sus familias, y todo esto hizo que Cantón siguiese el movimiento liberal de nuestra época, pensando de modo distinto al resto del Imperio.

Cantoneses han sido los chinos más ilustrados de los últimos tiempos. Desde hace medio siglo la juventud intelectual de Cantón completó sus estudios en los Estados Unidos y en Europa. Además, estos chinos del sur son más inquietos y menos sufridos que los del norte. Sus antecesores actuaron muchas veces de piratas o vivieron en las montañas como rebeldes. En los últimos años del Imperio los cantoneses entonaban en las calles canciones injuriosas para el Hijo del Cielo y los gobernantes de Pekín, sin que las autoridades imperiales de la ciudad osasen tomar medidas contra tales irreverencias.

Como era lógico, el movimiento republicano que dio fin a la dinastía de los «Muy Puros», tuvo su origen en Cantón. Pero una vez establecida la República, los hijos de dicha ciudad se negaron a continuar siendo gobernados desde Pekín, como en tiempos del Imperio, declarándose independientes y constituyendo la llamada República del Sur.

Este separatismo no es algo circunstancial, inventado por las divergencias de los partidos políticos. En realidad existen dos Chinas, completamente distintas. El habitante de Pekín, grande de estatura, sereno de rostro, parco en palabras, medio tártaro y medio manchú, no se parece al chino exuberante, imaginativo, de ingobernable individualismo, que puebla las provincias meridionales y al extenderse como emigrante por América se llama orgullosamente cantonés.

El doctor Sun Yat-Sen, creador de la República del Sur y su eterno presidente, es un médico de Cantón que estudió en los Estados Unidos, trabajando con energía en la época del Imperio para hacer triunfar la República. Mas ahora, dentro de su propia casa, lucha con numerosos adversarios que dificultan su política interior y además hace frente a las naciones extranjeras, mantenedoras del gobierno de Pekín, que se niegan a reconocer la República del Sur.

En el presente momento sostiene una lucha franca con todas las potencias. Éstas cobran los ingresos de las aduanas chinas, y después de guardarse una parte de ellos por indemnizaciones acordadas hace años, entregan el resto al gobierno de Pekín. El doctor, presidente del Sur, se opone a que las potencias intervengan las aduanas dependientes de Cantón si no se comprometen a entregarle el sobrante, dado hasta ahora a sus enemigos de la China del Norte.

Se hallan actualmente anclados en el río Perla buques de guerra de todas las naciones que tienen intereses en China, para intimidar a Sun Yat-Sen con esta demostración naval.

—No vaya usted —me repiten—. El populacho de Cantón se muestra furioso contra los blancos y puede ocurrir de pronto una matanza. Después vendrá la intervención armada de las potencias y también los castigos y las indemnizaciones, pero el que haya sido muerto en la revuelta seguirá muerto.

Voy, sin embargo, a Cantón y el viaje resulta breve, fatigoso, casi inútil. Hay un ferrocarril que parte de Hong-Kong, pero hace más de un año que no funciona. La línea es inglesa, y como el presidente de la República de Cantón se quedó repetidas veces con el material rodante, sus directores han creído oportuno suspender el servicio. Viajamos por el río en cómodos vapores a estilo americano, con varias cubiertas, que son a modo de hoteles flotantes.

Pasamos entre las numerosas islas del estuario, siguiendo unos canales dorados por el sol naciente, con riberas de verde oscuro. Dentro ya del río atravesamos un estrecho que los descubridores portugueses llamaron Boca Tigris. A la ida, navegando contra la corriente, invertimos unas seis horas. El regreso, como es natural, resulta más rápido.

A pesar de que los europeos llevan tres siglos establecidos en Cantón, todavía viven aparte, ocupando un barrio llamado Shameen, separado del resto de la población por un canal y que es el lugar donde estaban antiguamente las factorías. Hoy Shameen es una ciudad de tipo americano, con edificios de muchos pisos y varios hoteles, de los cuales el Victoria es el mejor y el más concurrido. Una cuarta parte de los vecinos de este Cantón blanco son franceses, y los restantes de lengua inglesa. El Christian College, establecimiento importantísimo sostenido por los misioneros de los Estados Unidos, sirve de Universidad a muchos centenares de jóvenes del país, que reciben en él una educación moderna. Ocupa el resto de Cantón un área enorme y está habitado por más de dos millones de chinos. Las antiguas murallas, parecidas a las de Pekín, fueron cortadas en varios puntos para dar expansión a la ciudad. Además, una parte de los habitantes, más de 150.000, viven sobre el río en sampanes.

La población flotante de Cantón fue siempre un objeto de curiosidad para los viajeros. Los barcos forman grupos, como las manzanas de edificios en las ciudades terrestres. Sus bordas se tocan y los vecinos pasan indistintamente de una cubierta a otra. Angostos canales separan estos barrios de embarcaciones, sirviendo de callejuelas, por las que se deslizan diminutas canoas. Hay sampanes que son tiendas donde se vende lo más indispensable para las necesidades de esta población anfibia. Otros barcos viejísimos sirven de templos, y bonzos de existencia vagabunda viven mezclados con los habitantes del Cantón fluvial, mendigos, contrabandistas y eternos figurantes de todas las revueltas.

También han flotado durante siglos en las orillas del río Perla los famosos «bajeles de flores». El lector sabe indudablemente de qué sirven estas casas acuáticas, unidas a tierra por un ligero puente y con galerías cubiertas de plantas trepadoras y vasos floridos. Su tripulación —llamémosla así— es de mujeres con el rostro pintado y túnicas de colores primaverales. Estos «bajeles de flores», iluminados toda la noche, pueblan las oscuras aguas de reflejos dorados y alegres músicas. De sus patios surgen cohetes voladores que cortan la lobreguez celeste con cuchilladas de luz silbadora y multicolor.

Son restoranes y palacios del amor fácil para las gentes libertinas del país. El europeo que consigue penetrar en un «bajel de flores» sale casi siempre golpeado por los parroquianos. Más de una vez ha desaparecido el visitante blanco en el lecho fangoso del río.

Quedan aún muchos «bajeles de flores», pero no llegamos a verlos ni exteriormente. Los viajeros recién llegados a Cantón sólo conocemos las calles medio europeas del barrio de Shameen, entre el desembarcadero y el Hotel Victoria, que hemos atravesado en ricsha.

Los chinos cantoneses nos parecen menos educados, más levantiscos e insolentes que los de otras ciudades. Gritan al vernos pasar, con una voz agresiva; se dirigen a los compatriotas que tiran de nuestras ricshas, y aunque no puedo entender sus palabras, creo adivinarlas por los gestos con que las subrayan. Insultan indudablemente a estos compatriotas que sirven de caballos a los blancos. Se nota en la muchedumbre una excitación extraordinaria, a causa sin duda de los cruceros anclados en el río. Hay numerosos barcos de guerra ingleses, franceses y norteamericanos; además un crucero de Italia y otro de Portugal, todos con los cañones desenfundados y prontos a la acción.

Después del almuerzo en el Hotel Victoria, cuando los más curiosos nos disponemos a salir por las calles de los barrios chinos para visitar sus famosos almacenes de porcelana, llegan varios enviados de los cónsules y nos advierten que sería razonable y prudente un regreso inmediato a Hong-Kong.

Hace varias horas que en un extremo de Cantón las tropas del doctor Sun Yat-Sen emplean sus fusiles y ametralladoras contra unos insurrectos. ¿Qué desean? ¿Por qué luchan?… Nadie lo sabe con certeza. Tal vez son cantoneses que no consideran bastante revolucionario al doctor, y como tienen armas a su alcance, se sublevan contra él ya que no destruye con una rapidez milagrosa los cruceros de los blancos.

Nos marchamos en las primeras horas de la tarde, viendo otra vez los barrios flotantes del Cantón fluvial, y en plena noche llegamos a nuestros camarotes del Franconia.

Al día siguiente hablo a mis amigos de Hong-Kong de ir a Macao, y esto les produce más alarma que el viaje a Cantón. Todos dicen lo mismo:

—No vaya usted. Los piratas atacan el vapor-correo siempre que les conviene. Hace pocos meses llevaron secuestrados a todos los que iban en él.

Con frecuencia se oye hablar en China de piratas; pero en las provincias del sur y especialmente en el estuario del río Perla, la piratería es objeto de un respeto simpático, como el que infunden las instituciones tradicionales. La novela, dentro de la literatura china, es un género tan antiguo como la poesía lírica. Desde hace miles de años existen aquí novelas de tres géneros: históricas, de aventuras y de costumbres; pero la más famosa de todas es la escrita por Shi Nai’an, novelista del siglo XII, que vivió bajo la dinastía de los Jin. Este Shi Nai’an es el Walter Scott chino; pero a pesar de que su fecundidad fue tan grande como la del célebre novelista escocés, sólo ha dejado una obra única, que se titula Historia de las riberas de un río. Debo añadir que esta novela famosa, leída en el curso de 800 años por todos los jóvenes chinos, tiene nada menos que 70 tomos y sus personajes principales son más de 100, sin contar los tipos secundarios, que tal vez pasan de 1000. Todos los capítulos constan de dos partes, y en el transcurso de la obra se plantean, se desarrollan y epilogan 140 intrigas o argumentos diferentes.

Este monumento literario es simplemente un relato de interminables hazañas, verdaderas o fantásticas, que los piratas realizaron en el siglo X, bajo la dinastía de los Song, al hacer la guerra a dichos emperadores. La China vivió en aquel periodo desgarrada por las guerras civiles y el bandidaje, despoblándose a consecuencia de largas hambres y pestes. Esta anarquía preparó la invasión y dominación de los mongoles, y comparada con ella, las dificultades actuales de la República resultan hechos insignificantes. Como todos los jóvenes leen la novela famosa de Chinai Ngan, empiezan su vida considerando la profesión de pirata como una aventura interesante que no puede deshonrar para siempre la vida de un hombre.

Me burlo del miedo que pretenden infundirme con sus piratas los habitantes de Hong-Kong. Luego me parece más serio y digno de ser tenido en cuenta tal peligro, cuando escucho a un joven comerciante español, establecido en Hong-Kong, llamado Gabino Caballero, que me sigue a todas partes amablemente. Estaba en el buque-correo de Macao la tarde del asalto y fue prisionero de los piratas. Acompañaba a su suegra, una señora filipina, deseosa de ser examinada por un médico especialista portugués que reside en Macao.

Acababan de sentarse a la mesa en el comedor del buque, cuando oyeron los primeros disparos. Las autoridades de Hong-Kong, preocupadas por osadías anteriores de los piratas, habían alojado en el vapor unos cuantos polizontes indostánicos armados de carabinas. Los piratas fueron avanzando de la proa a la popa, hiriendo a estos guardias o desarmándolos por sorpresa. Al final se apoderaron de todo el buque, dejando medio muerto al capitán inglés, al maquinista y a otros de la tripulación que iniciaron una resistencia inútil. Mi amigo Caballero abandonó la mesa al oír los tiros, pero antes de llegar a la puerta del comedor se vio arrollado y golpeado contra la pared por una manga de chinos en armas que entraron como una tromba, ordenando a gritos que pusieran todos sus manos en alto.

Al frente de ellos iba una mujer, la eterna capitana de todas las novelas chinas de piratas, joven vestida a la europea, como una heroína de cinematógrafo, con falda azul y blusa blanca. Detalle curioso: esta amazona tenía un revólver en cada mano, y dichas armas estaban sujetas a sus muñecas por dos tiras de cuero en forma de pulseras. De tal modo podía soltar sus revólveres para registrar los bolsillos de los viajeros, volviendo a recobrar instantáneamente dichas armas colgantes en un caso de alarma.

El español tuvo que entregar su cartera y sus sortijas. Afortunadamente para él, éstas salían con facilidad de sus dedos. Un viajero que se esforzaba inútilmente por sacar las suyas se vio ayudado con una prontitud horrible. Los piratas le cortaron los dedos de una cuchillada y siguieron adelante en su registro. Como el capitán y el maquinista estaban tendidos en el puente sobre charcos de sangre, la joven de los dos revólveres tomó el mando del buque. Uno de los pasajeros, industrial de profesión, fue obligado a descender a las máquinas para dirigir su funcionamiento, ayudándole como fogoneros otros camaradas de infortunio.

Estos piratas no eran marinos. Se habían embarcado como pasajeros en Hong-Kong, distribuyéndose con arreglo a su vestimenta en los departamentos de las diversas clases, y al sonar una señal convenida, cada grupo se arrojó sobre un lugar previamente designado.

Navegó el buque varias horas con un timoneo loco por los canales del estuario. Muchos juncos pacíficos de cabotaje se vieron próximos a ser pasados por ojo, librándose de la catástrofe en el último momento gracias a una virada oportuna. Aun así, el vapor, que marchaba como un ebrio, arrancó a muchos veleros, con sus bruscos roces, todo lo que sobresalía de sus cascos. Al fin los piratas lo encallaron, pasada media noche, en una costa desierta, a varias leguas de Hong-Kong, desapareciendo tierra adentro, y unos pescadores llevaron a la ciudad la noticia del suceso para que un buque de guerra viniese a recoger las víctimas.

En el presente caso los piratas se contentaron con el botín, sin llevarse los viajeros para exigir un rescate. Otras veces, montando juncos armados, toman por asalto a los vapores y raptan a sus pasajeros. Escriben después a las familias de éstos exigiendo fuertes cantidades, y si el dinero tarda en llegar envían como advertencia una oreja cortada o un dedo, anunciando la continuación metódica de tales amputaciones.

—Pero todos los días no hay asalto de piratas —digo después de oír tales historias.

Efectivamente, estos atentados sólo ocurren cada seis meses, poco más o menos. Las autoridades británicas, después de una piratería, adoptan las medidas más severas. Buques armados surcan incesantemente los canales del estuario, la policía bate las islas, el tribunal de Hong-Kong muestra una severidad inusitada y condena a ser ahorcados a todos los chinos que han cometido un crimen, aunque éste no tenga carácter pirático.

Transcurre el tiempo sin que los bandidos de los canales den motivo para que hablen de ellos; la autoridad se muestra menos vigilante, creyendo terminado dicho mal, y cuando la gente se embarca con mayor confianza para ir a Macao, ciudad de vida agradable y juego libre, donde los chinos ricos arriesgan su dinero al fan-tan y los viajeros blancos pueden admirar los antiguos edificios de aire señorial, una nueva banda de piratas da otro golpe, con capitana o sin ella.

A pesar de tales relatos me embarco al día siguiente para la colonia portuguesa. Otros pueden seguir con tranquilidad su viaje sin sentir la atracción de Macao. Yo he nacido en la península Ibérica y además soy escritor.

Sería vergonzoso haber estado a cuatro o cinco horas de distancia y no visitar la vieja ciudad donde Camões, desterrado y pobre, compuso su poema inmortal, pensando en las glorias de la patria lejana.