El regreso al Franconia.—Peces y perros chinos.—El mar más frecuentado del mundo.—Audacia extraordinaria de los marineros del mar Amarillo.—Los tres tripulantes del ataúd.—La hermosa bahía de Hong-Kong.—Calles en pendiente y la avenida de la Reina.—De cómo el que se retrata pierde una parte de su alma, absorbida por el objetivo.—La carretera de la Cornisa en la isla de los Arroyos Floridos.—Fisonomía de los puertos del Extremo Oriente.
A causa de su calado, el Franconia nos espera a catorce millas de Shanghai, en un lugar llamado Woosung, que es donde anclan los trasatlánticos que por su considerable tonelaje no pueden remontar el río Whangpoo hasta los muelles del «Londres del Extremo Oriente».
Un remolcador nos lleva aguas abajo hacia su desembocadura en el estuario del río Azul entre buques cada vez más numerosos, cuyo tamaño e importancia aumentan según vamos avanzando. Vapores de diversas nacionalidades se deslizan entre juncos panzudos con velas cuadradas de estera y sampanes tripulados por familias casi desnudas. Volvemos con cierta emoción al trasatlántico que abandonamos en las costas niponas. Sentimos la inquietud inexplicable del que regresa a su casa después de una larga ausencia.
Hemos encontrado en Shanghai a muchos compañeros de viaje que se quedaron en el buque, mientras nosotros, formando tres pequeños grupos, pasábamos a través de la Corea y la China. Estos compañeros que vienen en el pequeño vapor fluvial y los otros que esperan en el trasatlántico han visitado durante nuestra excursión varias islas japonesas y algunos puertos de la China.
Vamos casi aglomerados en las dos cubiertas de este pequeño buque. Vuelven de una sola vez al Franconia los viajeros que han pasado varios días en Shanghai y todos los individuos de su dotación que bajaron a tierra con permiso. Los que hemos atravesado una parte de la China arrastramos la impedimenta de un nuevo equipaje que guarda las compras hechas en Pekín. Yo voy sentado en la cumbre de un montón de maletas y fardos que me pertenecen en su mayor parte, y debo preocuparme además de dos vasos de porcelana que contienen unas cuantas docenas de peces chinos, interesantemente monstruosos, con largos faldellines de bermellón y oro, comprados en los callejones inmediatos al Jardín del Mandarín.
Veremos cuántos de estos animales de una fealdad adorable llegan vivos a Europa, para aclimatarse en los pequeños estanques de mi jardín de Mentón.
Cuando subimos al Franconia, cerca del anochecer, encontramos en pasillos y salones una fauna aleteante y flotante, adquirida igualmente por nuestros compañeros durante su estadía en los puertos. Canturrean en jaulas pájaros amaestrados por la habilidosa paciencia china; nadan en redomas y hasta en lavabos peces semejantes a los míos. Los oficiales del buque ejercen una rigurosa vigilancia, examinado todo lo que traen los pasajeros. Hay orden terminante de no admitir ningún perro. En todas las expediciones alrededor del mundo, las señoras se muestran entusiasmadas por la belleza y la baratura de unos pequeños canes chinescos, llamados «pequineses», y se apresuran a comprarlos. Ninguno llega al final del viaje. Me cuentan los oficiales que en una travesía anterior hubo que echar al agua más de doscientos pequineses. Para evitar la repetición de esta mortandad inevitable y que el buque no atraviese los mares como una perrera flotante, dejando detrás de él una estela de ladridos, las gentes del trasatlántico se muestran inflexibles en la aplicación de dicha orden. Algunas damas norteamericanas, con la intrepidez de su raza y valiéndose de astucias dignas de un drama cinematográfico, consiguen introducir en su camarote al lindo perrito chinesco, pero antes de que zarpe el buque se descubre el engaño, y tienen que confiar el animal de lujo a los cargadores y barqueros indígenas que todavía están junto a las escalas del Franconia.
Reanudamos nuestra existencia de navegantes. Sentimos un placer familiar al repetir las comidas, los paseos, todos los episodios algo monótonos de la vida sana y ampliamente respirada que llevamos a través de las soledades del Pacífico. El viaje de Shanghai a Hong-Kong por el mar Amarillo resulta comparable a los paseos que se dan por el interior de la propia casa sin encontrarse solo un momento. No existe un mar más poblado que el de la China. Por todas partes se ven grandes juncos de cabotaje y barcas de pesca. La sirena del Franconia tiene que rugir a cada momento para dar aviso a los carabelones que navegan pesadamente delante de su proa, sin que parezcan enterarse del peligro. Es algo igual a la marcha de un automóvil por una avenida en la que abundan los transeúntes sordos y distraídos.
Se explica tan enorme cantidad de velas por la importancia que ha tenido siempre en China la vida marítima. Su arquitectura naval resulta semejante a la nuestra de la Edad Media. Los buques son más altos de popa que de proa y los mueve un velamen primitivo. Estos cascos enormemente panzudos y de poco calado se sostienen por su anchura, y como les falta profundidad, navegan balanceándose de tal modo que el observador cree a cada momento en una catástrofe. Con esto queda dicho lo malo de la marina china. Añadamos que ningún pueblo de la tierra posee tantos navegantes y tantos buques. Los juncos y sampanes son incontables. La cantidad de chinos que viven sobre el agua, en mares y ríos, asciende a millones. Como todos ellos llevan a sus familias, las generaciones nacidas sobre el agua se suceden sin interrupción y hay todo un mundo que puede llamarse anfibio, refractario a la vida terrestre, el cual encuentra agradable la existencia sobre estos buques de forma milenaria.
De día nuestro paquebote avanza rodeado de juncos que se balancean con la grotesca inestabilidad del ebrio, a pesar de que la agitación de las olas casi es nula. Todos marchan con el mismo rumbo, pues aprovechan periódicamente los vientos para sus viajes en masa hacia el sur o hacia el norte.
La vista de estos buques iguales a las carabelas y galeones del descubrimiento de América nos hace evocar la dura existencia de los navegantes españoles y portugueses en el siglo XVI. Mientras la cubierta del Franconia permanece inmóvil, como si fuese un fragmento de tierra firme, estas escuadrillas de otros siglos avanzan hacia el sur balanceándose y cabeceando con un movimiento llamado de tornillo. Esto nos hace comprender cómo en la época de los grandes descubrimientos españoles raro era el marino, por larga que fuese su historia de hombre de mar, que no acababa mareándose. Muchas de las citadas descubiertas fueron hechas por tripulaciones que estaban completamente «almadiadas», nombre que dan al mareo los pilotos de aquella época en sus libros de navegación.
De noche todo el mar está poblado de luces, como si se diese sobre él una fiesta. Cada junco lleva un farol. Además, en el interior de su popa siempre va un pequeño altar dedicado a los espíritus marítimos, ante el cual encienden lámparas los tripulantes o queman varillas olorosas.
Según afirman los capitanes blancos, no existe marino más admirable que el chino por su desprecio al peligro. Todo lo que flota le sirve para embarcarse tranquilamente. Metido en una especie de artesa hecha con cuatro tablas y empujada por una vela de fibras vegetales, se lanzan mar adentro, perdiendo de vista las costas. Y esto lo hacen en uno de los mares más peligrosos del planeta por los ciclones que barren su agitada extensión. Todos los años hay tornados que en menos de una hora suprimen centenares de juncos y sampanes. Pero el huracán mortífero sólo perturba por unos días las navegaciones de este pueblo acostumbrado a las catástrofes. ¡Hay tantos chinos!… La fecundidad de la raza lucha con las cóleras del océano, con las inundaciones homicidas de los ríos, con las epidemias, con los temblores del suelo, y acaba por triunfar, considerando un episodio ordinario la pérdida de algunos centenares de miles de seres.
Un día antes de la llegada a Hong-Kong presencio un espectáculo inaudito, algo que no habría creído nunca de no haberlo visto. Estamos entre la isla de Formosa y la costa china, cerca del pequeño archipiélago designado con el nombre español de Pescadores. En dicho estrecho menudean los tornados, y los más de los días, aunque las condiciones atmosféricas sean buenas, el oleaje resulta violento para los buques pequeños. Poco después de la salida del sol noto que algunos marineros del Franconia se avisan y corren a un costado del buque. Necesito concentrar toda mi energía visual y seguir las indicaciones de ellos para contemplar finalmente el extraordinario espectáculo. Tres chinos medio desnudos vienen hacia nosotros, de pie sobre las olas; unas olas altas, de largas pendientes, que los ocultan en sus profundos valles y los elevan de nuevo unos momentos para hacerlos desaparecer otra vez. Sólo cuando pasan cerca de nuestro buque, o mejor dicho, cuando el Franconia en su avance llega al nivel de ellos, es cuando me doy cuenta de que los tres van sobre un bote que más bien merece el título de «ataúd», embarcación de tres metros de largo que asoma sobre las olas unos cuantos centímetros de borda. Como este barquichuelo va lleno de agua, apenas si se nota su reborde negro por encima del mar. Bogan apresuradamente. De vez en cuando abandona el remo uno de ellos y se dedica a vaciar la oscura artesa. Y así marchan sobre el rudo oleaje del estrecho, que esta mañana hace balancearse al Franconia.
No podemos adivinar adónde se dirigen. Por todos lados se ve agua. A esta hora matinal no se distinguen las costas de la China ni de Formosa, y aun en el caso de que se dejaran ver, no serían más que montañas de vagaroso azul esfumado por una distancia enorme. Tal vez son marineros que han salido de alguno de los juncos que se acuestan y se levantan en el horizonte y van tranquilamente hacia otro junco lejano.
El oficial que está de guardia en el puente del Franconia sonríe celebrando esta audacia, y afirma que los chinos serían los primeros marineros del mundo si tuviesen quien supiera mandarlos. Los tres remeros han pasado ante nuestro paquebote sin torcer la cabeza para mirarlo; nos vuelven la espalda con una indiferencia majestuosa. Los vemos subir y bajar sobre las inquietas montañas de agua. A cada nueva aparición resultan más pequeños. La marcha del Franconia en sentido inverso los aleja con extraordinaria rapidez, como si sus golpes de remo tuviesen una potencia mágica. Ellos y su féretro navegante no son más que un pequeño tapón que se envían las cumbres azules al hincharse y desplomarse; luego un punto; después nada. Parece que se los haya tragado el mar. Viendo esta atrevida inconsciencia se comprenden las aventuras y hazañas de los piratas amarillos de otros siglos, que tantas veces pusieron en peligro la vida del Imperio.
Llegamos a Hong-Kong a los tres días de nuestra salida de Shanghai. Esta posesión inglesa ocupa una gran isla de las muchas que emergen sobre el enorme estuario que forma al desembocar en el océano el río Perla, o sea el río de Cantón. Entre dicha isla y la península de Kowloon, situada enfrente, se abre una bahía famosa en el mundo por su belleza. Solamente la de Río de Janeiro y la de Sydney en Australia pueden compararse con ella.
Los ingleses se posesionaron de Hong-Kong en 1841, como una consecuencia de la llamada guerra del opio. Ya dijimos algo de esta guerra. El comercio de la Gran Bretaña vendía opio a los chinos; el Imperio Celeste se opuso a la difusión de esta droga fatal, embargando varios cargamentos ingleses enviados a Cantón y echándolos al agua. El gobierno de Londres declaró la guerra a la China, y después de un rápido triunfo se quedó, como indemnización por los gastos de la campaña y por los cargamentos de opio anegados, con la isla de Hong-Kong, que es un magnífico puerto de paso situado estratégicamente.
Hay que reconocer, sin embargo, que la Gran Bretaña ha sabido hermosear su adquisición. En 1841 era una montaña rocosa y casi desierta. Hoy existe en ella una rica ciudad abundante en palacios y jardines, con largas calles de bancos y lujosos almacenes. Esta ciudad se llama oficialmente Victoria, en honor de la vieja reina de Inglaterra, pero todos continúan llamándola Hong-Kong.
Se entra en su bahía como el que penetra en un salón viéndose obligado a cruzar antes varias antecámaras. Veo a la luz violeta del amanecer una costa de colinas abruptas. Sus rocas pardas o con un color de sangre tostada tienen manchas oscuras de vegetación. En torno al Franconia son cada vez más densos los grupos de buques chinos con alta arboladura de velas cuadradas hechas de fibras de bambú. Todos marchan hacia el mismo punto, como un rebaño que estrecha sus hileras y toma una formación triangular para deslizarse mejor por la entrada del aprisco. Empiezan a verse entre los panzudos juncos pequeños sampanes con un hombre en el timón, padre o marido, y una tripulación de mujeres amarillas. Estas amazonas del mar llevan pantalones azules por toda vestidura, el tronco tetudo completamente descubierto, y manejan las velas o el remo con sudorosa fuerza.
Nos introducimos entre dos islas, siguiendo el estrecho que da entrada a la bahía, y es tal la abundancia de buques chinos casi pegados al casco del trasatlántico, que obligan a éste a marchar con exagerada lentitud, haciendo rugir a cada instante la sirena de su máquina. Se abre repentinamente ante la proa la planicie verdosa de este abrigo marítimo, uno de los más frecuentados del mundo. Los grandes paquebotes de comercio amarrados a tierra enmascaran el movimiento de los muelles. En el centro están anclados algunos buques de guerra ingleses. Sus cascos blancos de perfil atrevido revelan el impulso de una gran velocidad aun permaneciendo inmóviles.
Fondea el Franconia frente a Hong-Kong, en los muelles de la península de Kowloon, o sea de la tierra firme. Cada cinco minutos llega un vaporcito y parte otro, atravesando la bahía para poner en comunicación la ciudad de Victoria, situada en la isla, con los barrios que están naciendo en la península de enfrente.
Se han preocupado los ingleses de crear jardines y bosques, y Hong-Kong ofrece desde la orilla opuesta un hermoso aspecto con su largo caserío, que sigue el borde de la bahía, y sus pendientes verdes, que algunas mañanas están ocultas bajo las nubes. Un funicular asciende rectamente a la cumbre del Pico, nombre de la montaña en que se apoya la ciudad de Victoria. Sobre dicha cúspide existe un sanatorio que goza de una vista maravillosa.
Quince mil habitantes de raza blanca y trescientos mil chinos forman la población de Hong-Kong. Como la ciudad se inició entre el mar y una montaña abrupta, ha tenido que ir prolongando su crecimiento por el borde de la bahía, lo que le da actualmente una extensión de muchos kilómetros. Su calle principal, llamada de la Reina, es casi tan larga como toda la ciudad y ofrece magnífico aspecto; pero no ha podido seguir la línea recta, plegándose a los contornos de la montaña y las ondulaciones de la ribera. Esta avenida, espina dorsal de Hong-Kong, tiene a la derecha el mar y a la izquierda calles estrechas de rápida pendiente que se remontan por las faldas del Pico. En ellas vive el vecindario chino y siempre están llenas de muchedumbre. Todas las fachadas tienen anuncios en orden vertical, palabra sobre palabra, pintados en fajas de tela ondeantes.
Dentro de la avenida de la Reina se hallan los grandes almacenes de sedas, de porcelana, de bordados, de todo lo que produce la industria china, y dichos comercios son generalmente sucursales de las fábricas de Cantón. El viajero que llega por la parte de Oriente, viniendo del Japón y del interior de la China, nota en Hong-Kong una diferencia arquitectónica. En las calles principales los edificios ya no son de madera. Todos ellos fueron construidos con piedra. La montaña inmediata la proporciona en abundancia. El orden público es guardado, lo mismo que en la Concesión Internacional de Shanghai, por agentes indostánicos, belicosos sijs de barbas anchas y oscuro turbante, montañeses al servicio de Inglaterra, unas veces como soldados y otras como policías.
En las avenidas paralelas al mar, de suelo horizontal bien pavimentado, el medio de locomoción es la ricsha, como en todas las ciudades asiáticas. Los chinos que tiran aquí de los carruajitos son más vigorosos: verdaderos atletas de piernas extremadamente desarrolladas, semejantes a columnas. El lujo de todo europeo de Hong-Kong, especialmente de los hombres de negocios, es llevar tres hombres en su ricsha. Uno empuña las varas, otros dos empujan, y el ligero vehículo con su ocupante parece que va por el aire, tal es su velocidad. Cuando se detiene, los tres diablos medio desnudos sacan al señor de su asiento como en volandas y lo ponen en el suelo.
El antiguo palanquín es empleado aún en las calles pendientes de Hong-Kong. Parejas de chinos con sombrero de paraguas y unos calzoncillos por todo traje sostienen en hombros dos barras flexibles sobre las cuales va el sillón del palanquín. En los restoranes y hoteles esparcidos entre las arboledas de la montaña, siempre hay fotógrafos que se ofrecen para retratar a los viajeros ocupando este vehículo tradicional. Pero antes hay que entenderse con los portadores. Muchos de ellos se niegan con tenacidad a dejarse retratar. Otros, tentados por la codicia, se deciden heroicamente a colocarse ante el objetivo mediante una buena propina. Todos saben que la máquina fotográfica absorbe una parte del alma de los que se ponen ante ella, acortando en consecuencia los días de su vida.
Se nota en los comercios de Hong-Kong y también en los de Shanghai una supervivencia monetaria que hace recordar el antiguo tráfico español. El peso mexicano sirve todavía de unidad en las operaciones de los mercaderes chinos. La Nao de Acapulco trajo a Manila durante dos siglos cargamentos de pesos fabricados en las casas de moneda de Nueva España para pagar las mercancías chinas, y al declararse la independencia de México continuó dicha exportación de moneda, inundando los mercados del Extremo Oriente.
La isla de Hong-Kong tiene en torno de ella un camino para automóviles, que es una de las cornisas más hermosas del mundo. La de la Costa Azul resulta superior por las ciudades que ha ido estableciendo a lo largo de ella la colaboración de los ricos de Europa, mas no excede a la de esta isla en la hermosura e interés de los paisajes. Su título exacto es Heung-Kong, que significa en chino «Arroyos Floridos», y tal nombre no resulta hiperbólico, pues lo justifica la olorosa vegetación de sus jardines tropicales.
Los elegantes hoteles creados junto a este camino de la costa, los palacios y parques de varios personajes de Hong-Kong que me invitan a su mesa, no me atraen tanto como el incesante movimiento de la bahía, en la que se mezclan la marina medieval de los amarillos y los más recientes progresos de la navegación inventados por los blancos. Aquí, como en los ríos de la China, existen barrios flotantes formados de sampanes, que sirven ahora de casa y servirán luego de sepulcro a las familias que los tripulan, proporcionándoles al mismo tiempo el medio de ganarse el arroz. Las marineras, desnudas de cintura arriba, con adornos verdes de falso jade en las cabelleras cerdosas, ponen la mirada de sus ojillos tirantes, insolentes y fijos en el blanco que examina sus viviendas.
Al ver a una humanidad tan distinta de la nuestra, se duda algo del porvenir de la República china y de la liberación de otras naciones-hormigueros pertenecientes a este mundo extremadamente viejo.
¡Pueblos de Asia!… Pueblos eternamente siervos, que en su historia de miles de años no han vivido ni una hora la vida de la libertad, siendo los primeros en considerar la democracia algo absurdo, opuesto al ritmo de la existencia; pueblos que únicamente son virtuosos cuando tienen miedo a alguien, y si no ven la corrección inmediata olvidan todo respeto, mostrando una insolencia de escolares sublevados. ¿Cómo llegarán nunca a ser algo grande, si, exceptuando una minoría escogida y superior, todos sus hombres ignoran la dignidad personal?…
Encuentro en un pequeño libro de notas las siguientes líneas, escritas con lápiz a la luz del ocaso, navegando sobre las aguas nacaradas de la bahía de Hong-Kong, dentro de un bote automóvil conducido por dos muchachuelos chinos.
Los puertos del Extremo Oriente son pedazos de Europa caídos en el mundo antiguo, nuevos Londres con sol y cielo azul, donde el humo de la hulla y las vedijas de la niebla no alcanzan a vencer el esplendor luminoso de Asia.
Sus muelles con montañas de carbón de piedra, con torres de metal que guardan lagos de petróleo, con apilamientos de productos exóticos, huelen a ostra muerta; tienen un perfume de agua en putrefacción, de drogas químicas, de frutos tropicales, de maderas olorosas. En estas gusaneras humanas, hombres por todas partes, amarillos, rojos, cobrizos, que apenas sienten el calor, quedan en cueros, con sólo un trapo pasado entre las piernas. El policía indostánico no se digna hablar al indígena; simplemente levanta el vergajo y pega. Los chicuelos pasan el día nadando. Las mujeres reman.
Sobre las bordas de los grandes trasatlánticos asoma sus filas de cabezas con turbantes la servidumbre compuesta de indios y los fogoneros de las máquinas pertenecientes a la misma raza. Son hombres que parecen convalecientes de una fiebre por el color pálido de su epidermis, por su extremada delgadez y sus ojos de calentura. Unas barbas horizontales les ensanchan el enjuto rostro, iguales a las de un enfermo que no se ha afeitado en varios meses.
Todo se junta sobre las aguas de estos puertos: grandes paquebotes iguales a ciudades, juncos que aún no han salido de la Edad Media, sampanes que son chozas flotantes donde las familias nacen y mueren, cruceros de guerra llegados para exigir indemnizaciones o vigilar el cobro de las aduanas.
Sobre los muelles pasan los palanquines sostenidos por unos culíes de grandes sombreros que parecen setas vivientes, ricshas empujadas por corredores de redondas piernas, hombres-caballos y hombres-balanzas que lo llevan todo en dos discos de fibra pendientes de un grueso bambú incrustado en un hombro; mujeres que trabajan más que los varones y se entregan a una reproducción fatalista durante su reposo de bestia de labor.
La policía arrastra hasta los buques a marineros que ha recogido inánimes en los muelles. Los cree borrachos y han muerto a consecuencia de un hartazgo alcohólico. Otros, al recobrar la razón, bajan castigados al infierno de las máquinas.
Vendedores ambulantes gritan ante los trasatlánticos que tienen su pared de acero pegada al muelle. Un mercado provisional extiende sus puestos junto a la férrea pared perforada de ventanos redondos. En las blancas terrazas de estos palacios flotantes, sus huéspedes miran los objetos que ofrece la muchedumbre amarilla más abajo de sus pies: sillones de junco, amuletos de falso jade, sombrillas de cartón pintarrajeado, abanicos de plumas.
Salen buques para la costa americana, que es la acera de enfrente, y está sin embargo, en el lado opuesto del planeta. Llegan otros de los diversos rincones del océano Pacífico, gran plaza de la humanidad futura que aún ignora la mayor parte de Europa.
Para que el mundo de los blancos se entere de la existencia e importancia del Pacífico, será necesaria una gran guerra. Así se dio cuenta por primera vez de que existía el Japón.