Un abordaje de chinos en el río Azul.—La ciudad literaria de Nankín.—El Londres del Extremo Oriente.—La Concesión Francesa y la Concesión Internacional.—Las palabras boom y crack.—Placeres y despilfarros.—Las cortesanas del país y el mujerío internacional.—Princesas chinas y opio.—Una colonia española interesante.—Dos frailes notables, directores de misiones.—La propaganda católica y la propaganda protestante.—Sus diversos recursos.—El barrio chino de Shanghai y sus callejones hormigueantes de muchedumbre.—Visita al famoso Jardín del Mandarín que el lector conoce desde su niñez.
El tren nos deja en la estación de Pukou, a orillas del río Azul. Éste abre ante nosotros su enorme camino acuático de un color de ópalo verdoso, parecido al del ajenjo.
A semejanza de algunos cursos fluviales de América, creemos que es río porque así lo afirma la geografía, pero más bien parece por su extensión y su abundancia de barcos un brazo de mar o un estrecho. Estamos a doscientos kilómetros de su desembocadura, y sin embargo pasan por él numerosos vapores de tonelaje considerable; buques que han hecho la travesía del océano y remontan el río Azul hacia puertos situados en el corazón de la China.
En sus orillas no se sabe dónde termina la tierra y empieza el río. Hay centenares, hay miles de embarcaciones del país, llamadas «sampanes», que sirven de eterna vivienda a las familias que las tripulan y transportan además mercancías. A veces tales barcos se inmovilizan meses y años en una ribera.
El agua permanece invisible entre los cascos apretados de esta flota pululante y miserable. Mujeres, hombres y niños corren por dicha ribera adicional y movediza, saltando de un barco a otro. Surgen de ella a la vez un griterío continuo y un olor nauseabundo de cocina disparatada. En todas las grandes ciudades de la China del sur volveremos a encontrar estas poblaciones fluviales, que se descomponen de la noche a la mañana y vuelven a reformarse, conteniendo un vecindario casi tan numeroso como el de la ciudad terrestre.
Atravesamos el río Azul en un vapor blanco que con ágiles viradas evita la proa de los grandes buques de carga que suben o bajan su majestuoso curso. En la orilla de enfrente está Nankín. La estación del ferrocarril tiene muelles que avanzan en el río, y vemos agitarse sobre ellos una muchedumbre de hombres medio desnudos.
Todavía está nuestro buque a tres o cuatro metros de la orilla y sus tripulantes se ocupan en las operaciones del atraque, cuando toda esta turba de atletas ligeros de ropa, tomando carrera, salta e invade nuestra cubierta. Son unos doscientos y el entarimado se estremece con la caída de sus cuerpos.
Me doy cuenta de lo que debieron ser en otros siglos los abordajes de los piratas. Así aparecían indudablemente sobre la cubierta del velero descuidado las hordas de bandidos marítimos que figuran en las antiguas novelas chinas. Saltan todos a un tiempo, sin orden alguno, y hasta parece que se empujan mientras están suspendidos en el aire, apresurando cada cual la caída del que va delante. Algunos se escurren en el espacio todavía abierto entre el buque y el muelle, y al agujerear el agua como piedras, levantan surtidores de espuma. La gente ríe. ¿Qué importa unos chinos menos? ¡Hay tantos! Pero el chino escapa mejor que el blanco de los peligros; tiene mayor agilidad para hurtar el cuerpo a la muerte, y a los pocos segundos los vemos emerger en el callejón acuático, que el atraque de nuestro buque va haciendo cada vez más angosto. Todos acaban por asaltar la cubierta, librándose de perecer ahogados o aplastados.
Estos portadores de equipajes se adueñan de cuanto viene en el buque, desde el saco de mano al baúl más enorme, y con su ligereza de duendes amarillos pasan en unos segundos toda nuestra impedimenta a los andenes de la estación.
Visitamos Nankín a toda prisa. En realidad, resulta más interesante visto en los libros que directamente. La capital creada por el primer Ming es casi una ruina. Su fundador la construyó en gran escala para dos o tres millones de habitantes, y sólo tiene 50.000. Su decadencia le proporciona cierto interés melancólico. Dentro de su recinto, fortificado con gruesas murallas y puertas-castillos, lo mismo que Pekín, ocupan los jardines mayor espacio que las casas.
Su industria principal es un tejido fino de algodón amarillento, llamado «nankín», tela célebre en el mundo a partir del siglo XVIII, que fue cuando empezaron a usarla los europeos en verano, para librarse del calor de sus casacas bordadas. Además, esta ciudad decadente disfruta el mismo prestigio que algunas universidades antiguas de nuestro mundo. Los mandarines letrados que adquieren sus títulos en la ciudad literaria de Nankín se consideran superiores a los demás. Aquí se producen la mejor tinta china y el papel más fino; aquí están las imprentas que publican los libros más bellos.
A cierta distancia de Nankín se halla el mausoleo del fundador de la dinastía «Luminosa». Pero ya hemos visto las tumbas de otros Ming, y como deseamos llegar a Shanghai a media noche, prescindimos de tal visita.
Reanudamos el viaje al ponerse el sol. Antes de que se extinga la luz notamos cierta variación en la campiña, que revela la proximidad de un gran puerto comercial. Las barracas de madera con tejado cornudo, las vallas de los campos y hasta los puentes ostentan grandes anuncios de letras blancas sobre fondo amarillo. Como estos rótulos están escritos con caracteres chinescos, resultan decorativos y agradables para nuestros ojos, divirtiéndonos en encontrar analogías entre sus letras jeroglíficas y diversas figuras de personas y animales.
Cierra la noche. Nos faltan cinco horas para llegar a Shanghai. Mientras comemos va pasando el tren ante estaciones repletas de gentío. Detrás de una masa oscura adivinamos la presencia de grandes ciudades. Los centros más importantes de la industria china se hallan establecidos en esta zona, entre el río Azul y Shanghai. De aquí salen los tejidos de seda que se esparcen por el mundo entero; aquí se prepara igualmente la seda en rama, primera materia para las hilanderías de Lyon y otros centros industriales de Europa.
Columbramos detrás de las empalizadas la muchedumbre que ha acudido para ver nuestro tren. Sobre sus cabezas se agitan numerosas luces, como fuegos fatuos. Son linternas de cristal fijas al extremo de palos; faroles de papel, redondos como frutos, o prolongados en forma de pez. A lo lejos, en el interior de las ciudades, se destacan edificios de suave fuego sobre el negro terciopelo de la noche. Continúan las fiestas del nuevo año: templos y edificios oficiales han iluminado los perfiles de sus techumbres ganchudas.
Después de las once llegamos a Shanghai, y durante el resto de la noche y el día siguiente corro las calles y establecimientos de esta población, la más viviente, la más rica y dada a los placeres de toda la China.
Shanghai es el mayor puerto de exportación e importación del antiguo Imperio Celeste. Hong-Kong rivaliza con él en movimiento marítimo, pero no es más que un puerto de tránsito, mientras que Shanghai es puerto terminal. Además, Hong-Kong pertenece a Inglaterra, y Shanghai es de todos. Figura como ciudad china, y en realidad sólo una parte de ella es gobernada por funcionarios enviados de Pekín. El resto se compone de dos extensos distritos que los blancos gobiernan a su gusto. Uno de ellos es la Concesión Francesa, y el otro, más grande, la Concesión Internacional, el verdadero Shanghai de los negocios, dirigido por los cónsules de todos los países, dentro de cuya corporación se hace sentir naturalmente la influencia de los representantes de las naciones más poderosas en China, que son Inglaterra y los Estados Unidos.
Habitan la Concesión Francesa los apoderados y agentes de las grandes sederías de Lyon, que adquieren aquí su primera materia. Además, pasan de 100.000 los chinos que se han instalado en dicha parte de la ciudad, bajo el amparo de las autoridades francesas, para librarse de las arbitrariedades de sus mandarines. Calles y avenidas han sido rebautizadas últimamente con motivo de la guerra. Están bordeadas de hotelitos con jardines, las vigilan policías amarillos traídos del Tonkín, con sombreros en forma de paraguas, y se titulan avenida Joffre, avenida Foch, avenida de Verdún, etc.
En la Concesión Internacional, verdadero núcleo de Shanghai, los edificios están ocupados por bancos, grandes oficinas mercantiles, y bazares enormes a lo norteamericano, fundados y dirigidos por chinos. Estas construcciones de numerosos pisos, al estilo de Nueva York, se alinean a lo largo de un río navegable cuya agua sólo se ve a pequeños trechos, tan abundantes son los vapores de comercio y los buques de guerra anclados en él. Unos policías indostánicos de anchas barbas y turbantes abultados, traídos por los ingleses, vigilan las calles de este Shanghai internacional.
Se nota inmediatamente la abundancia de dinero, la gran prosperidad de los negocios. Los ingleses han inventado dos palabras que por su eufonía no necesitan explicación y retratan exactamente el estado de los negocios en un país. Cuando los valores suben vertiginosamente y todo aumenta de precio, siendo general la abundancia de dinero, concretan tal prosperidad diciendo que es un boom, palabra sonora e imitativa del ruido de una explosión. Si todo marcha mal y la riqueza se oculta, viniéndose abajo las empresas con el derrumbamiento de la quiebra, expresan esto con la palabra crack, sonido de lo que se rompe y viene abajo.
Shanghai está en pleno boom cuando llego a él. Todos son ricos. Gentes que años antes no pasaban de ser modestos empleados poseen ahora millones. Se vive actualmente en este puerto chino como en la California de mediados del siglo XIX.
Tal abundancia, que en ciertos casos merece llamarse excesiva, se nota especialmente de noche en los lugares de placer. Shanghai, además de ser célebre en todo el Extremo Oriente por sus industrias y el movimiento de su puerto, hace sonreír a muchos cuando escuchan su nombre, unas veces con nostalgia, otras con cierta malicia. Es la capital del placer y el despilfarro. Hay en ella una calle de varios kilómetros, que se llama Fou-Tcheou Road, y está iluminada magníficamente hasta que sale el sol. Toda la noche permanecen abiertos sus restoranes, sus cafés-cantantes, sus casas de juego, y otras más difíciles de mencionar por su verdadero nombre.
La mujer china goza aquí de mayor libertad que en el resto del país. Las cortesanas de Shanghai son célebres y figuran en muchas novelas y comedias de la literatura nacional. Se las ve pasar de noche por la citada calle sentadas en ricshas, con vestiduras floreadas y vistosas que las cubren desde el cuello hasta los pies, el rostro pintado como el de una muñeca, los ojos prolongados por negras pinceladas, fijos e inexpresivos. Van de restorán en restorán para figurar en los banquetes. Toda comida china carece de atractivo si durante su curso de muchas horas no van pasando por el salón numerosas cortesanas de dicha especie. Conversan graciosamente con los comensales, coquetean, dicen versos y canciones, y se retiran para dejar sitio a las compañeras que llegan, yendo ellas a su vez a dar animación con su presencia a otros banquetes. El anfitrión se encarga de remunerarlas por esta visita fugaz.
Los grandes mercaderes chinos deseosos de imitar la vida de los europeos frecuentan restoranes elegantes y menos «alegres» con sus esposas e hijas, conservando los trajes nacionales de vistosa suntuosidad. Todos son ricos en este país y despilfarran el dinero: los comerciantes ingleses y norteamericanos, los sederos franceses, los hombres de negocios de las otras colonias extranjeras; pero los capitalistas más fuertes hay que buscarlos entre los chinos, admirables comerciantes que en un puerto como Shanghai pueden dar amplia expansión a sus facultades, monopolizando las introducciones de artículos extranjeros y la producción nacional de la seda.
Hasta los contados españoles que viven aquí resultan más interesantes y más ricos que los de otros lugares del Extremo Oriente. El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, hijo de un eminente comediógrafo y de una de las mejores actrices que tuvo nuestro teatro, está casado con una hermosa dama, nacida en Grecia, hija de un célebre político de dicho país. Este matrimonio de gustos artísticos, refinadamente intelectual, me invita a comer en su casa (una villa de frondoso jardín, cerca de la Concesión Francesa) con los principales individuos de la pequeña y prestigiosa colonia española, y escucho lo que me cuentan con verdadero interés, pues todos ellos, por su estado social, conocen a fondo el país.
Uno de ellos, llamado Lafuente, es un arquitecto nacido en Madrid, que ha construido el Gran Hotel de Shanghai; otro, apellidado Ramos, es dueño de las mejores salas de cinematógrafo que existen en esta capital del placer; y Cohen (el millonario de la colonia) posee casi todas las ricshas circulantes en la ciudad, que ascienden a varios miles, lo que le proporciona un ingreso diario enorme, uniendo a tal industria otras de no menos consideración. Éste es el elemento civil que tiene España en Shanghai. El religioso aún resulta más interesante.
Estoy sentado a la mesa frente a dos frailes que son al mismo tiempo dos hombres de acción, el padre Castrillo y el padre Cuevas, superiores de las misiones Agustiniana y Recoletana, existentes en China.
El padre Castrillo, con su barbilla gris en punta y su frente voluminosa de hombre de tenaces voluntades, me hace recordar a los héroes de la conquista americana en el siglo XVI. En Shanghai lo respetan como si fuese uno de los fundadores de la moderna ciudad, admirándole además por sus dotes de organizador y financiero. Adivinó el porvenir de este puerto antes que los ingleses, norteamericanos y todos los que explotan hoy sus negocios. Empleó los dineros de su comunidad (la de los agustinos del Escorial) en comprar terrenos alrededor del viejo Shanghai, en la peor de las épocas, cuando eran frecuentes las revoluciones y la sangre de enormes matanzas humanas corría por las riberas del río Azul.
Hoy la ciudad se ha ensanchado considerablemente y muchos de sus edificios principales son propiedad de la orden representada por el padre Castrillo. Éste goza de tal prestigio financiero y conoce tan a fondo la población europea que vio formarse desde su primer núcleo, que los banqueros más importantes, ingleses y norteamericanos, le piden informes y consejos en momentos de duda; y el fraile castellano, con su barbilla cervantesca, su sotana simple de clérigo y el sombrero de teja echado atrás sobre la cabeza voluminosa, va bonachonamente de un lado a otro, mirándolo todo con sus ojos que parecen distraídos y no pierden detalle. Basta cruzar con él unas palabras para convencerse en seguida de que es «alguien».
La conversación con estos dos representantes de la propaganda católica resulta de un gran interés geográfico. El padre Cuevas, misionero de evangélica bondad y español entusiasta, me cuenta cómo envían todos los años el dinero y los objetos más necesarios a las misiones establecidas en el interior de la China. La palabra «interior› hay que apreciarla después de haber hecho memoria de la enormidad de esta nación, casi tan grande como Europa. Me hablan los dos religiosos de un amigo suyo que es obispo en no recuerdo qué ciudad situada junto a unas cataratas que sólo muy contados viajeros conocen. Para llegar a ella hay que hacer un viaje por el río Azul y sus afluentes, que dura sesenta días.
Ahora, con los decretos de la República, que favorecen el traje a la europea y permiten a los chinos la ablación de la trenza tradicional, pueden los misioneros católicos recobrar un poco de su aspecto religioso. En tiempo de los emperadores, iban vestidos de chinos y usaban coleta como los del país, para cumplir las funciones de su ministerio con mayor libertad.
Julio Palencia recuerda una visita que recibió hace algunos años en este mismo consulado, cuando era simple vicecónsul. Vio entrar una mañana en su oficina a un mandarín que le hizo varias reverencias a estilo del país y empezó a balbucear en español con gran dificultad.
—Yo soy el padre Ibáñez, obispo de…
Y avergonzado por no encontrar palabras en su propio idioma para seguir expresándose, se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo humildemente:
—Perdóneme, señor cónsul. Hace más de treinta años que no he tenido ocasión de hablar mi lengua.
Resulta meritoria y altamente digna de respeto la vida de los misioneros en el interior de la China, por su desinterés y sus penalidades. Pero en los resultados de la propaganda cristiana no son los católicos los que llevan la mejor parte. Las misiones protestantes resultan más poderosas, sin que esto suponga mayores méritos de un personal sobre otro. La diferencia consiste simplemente en que las primeras disponen de capitales muy superiores a la renta de las misiones católicas. Además, los Estados Unidos han dado un carácter casi laico y de ciencia práctica a sus centros catequistas. Una gran parte de estos misioneros americanos no son sacerdotes ni sus funciones, puramente temporales comprometen el porvenir de su vida. Se parecen a las hermanas de la Caridad dentro del catolicismo, que hacen votos por tiempo limitado y pueden volver a la vida profana.
Muchos norteamericanos jóvenes, profesores o escritores, deseosos de ver mundo y exponer la vida por un ideal generoso, así como numerosas señoritas que han pasado por las escuelas, solicitan ingresar en las misiones de la China, donde actúan como maestros más que como catequistas, dedicándose a la enseñanza de la agricultura y otras ciencias prácticas. Algunos de los empleados de la American Express, que nos guían a través de la China y hablan su lengua, pasaron varios años en las misiones norteamericanas.
La propaganda católica está dirigida en primer término por los sacerdotes franceses. Su apoyo más importante es la Sociedad de San Javier, establecida en Lyon, que tomó con justicia el título del santo español Francisco Javier, por haber sido éste el primer misionero en Asia. Dicha sociedad recauda unos siete millones de francos anualmente, dedicados en gran parte a las misiones de China. Otra sociedad francesa, llamada de la «Santa Infancia», ha gastado 80 millones en medio siglo para asegurar el bautismo de los niños paganos, invirtiendo en China la mayor parte de esta prodigalidad pueril.
Las misiones protestantes, inglesas y norteamericanas, disponen todos los años de unos cien millones, sin contar los donativos en especies que reciben: máquinas agrícolas, material de escuelas, etc.
Esta ciudad bulliciosa y rica, que gobierna una junta de cónsules, y todos llaman por su puerto y sus negocios el «Londres del Extremo Oriente», guarda a un mismo tiempo los directores de la propaganda moral cristiana y los lugares de corrupción más ruidosos de Asia. He estado poco tiempo en Shanghai y siento el deseo de volver a ella, con preferencia a otras ciudades conocidas en mi viaje. Tengo el presentimiento de que estudiándola puede escribirse una de las novelas más interesantes y originales de la época moderna.
La noche en la enorme calle de Fou-Tcheou Road no tiene igual en el mundo. Se ven hembras de todos los países, se oye hablar todos los idiomas. El gran sacudimiento ruso ha enviado hasta Shanghai una ola de mujeres de cabellera roja y ojos verdes, sentimentales, complicadas y medio salvajes a un mismo tiempo. Las cortesanas europeas se mezclan con las chinas. Los millonarios del boom arrojan a puñados los billetes. Una cena en Shanghai es algo que va más allá de las fantasías del Satiricón. El teatro chino florece aquí más que en ninguna otra ciudad, y como los papeles de mujer son desempeñados por jovenzuelos de dulces ademanes, la llamada «princesa china» rivaliza con el mujerío internacional. El hombre blanco, influenciado por el ambiente del país, se entrega al opio con un entusiasmo de neófito, y acaba por visitar las casas lujosas de las «princesas chinas», cayos directores intoxican al imberbe personal con cierta hierba para que languidezca y tome un aspecto más interesante.
¡El barrio chino de Shanghai!… Ahora me parecen los chinos de Pekín grandes, parcos en palabras y de sonrisa grave, hombres de otra nación. Aquí encuentro por primera vez al chino pequeño, bullanguero, saltarín y propenso al engaño. La ciudad china de Shanghai se diferencia de todo lo que he visto en el norte.
Sus calles tortuosas, estrechas y húmedas son iguales a las de un zoco musulmán. El suelo resulta elástico bajo el talón, tantas son las capas de suciedad que forman su costra. En las tiendecitas, semejantes a cuevas, se ven las industrias más diversas: ebanistas labrando muebles riquísimos, vendedores de pájaros, ropavejeros que ofrecen túnicas de mandarín con forros de preciosa cibelina colonizada por los piojos, acuarios con peces de formas fantásticas, fábricas de ataúdes, carnicerías con animales desollados de imposible identificación. Y apretándose en las angostas callejuelas, gente, mucha gente; multitudes como sólo pueden encontrarse en estos pueblos-hormigueros de Asia, habituadas a una miseria inaudita.
Como hace menos frío que en Pekín, muchos van medio desnudos. Otros conservan orgullosamente sus andrajos acolchados, pero los llevan sueltos, colgando de las roturas las vedijas blancas de su relleno. Hay que abrirse paso con los codos entre mendigos que son caricaturas humanas, desfigurados por las enfermedades de un modo horrible. Los leprosos tienden su diestra implorante, que es un muñón falto de dedos. Otros carecen de nariz, y por dos orificios negros, completamente al descubierto, se columbra el interior de su cráneo. Y toda esta muchedumbre regatea, grita, se empuja, pide limosna o canta.
Grupos de mendigos entonan una especie de villancicos a coro, frente a los mostradores de panaderos y carniceros, avanzando al mismo tiempo con ambas manos la olla que recibe las ofrendas. Como estamos en un país de juglares asombrosos, muchos jóvenes, aprendices de equilibrista, se pasean con un junco en la nariz, a cuyo término da vueltas un plato o una rueda.
Si atravesamos este Patio de los Milagros haciendo un esfuerzo para soportar tanto contacto peligroso, tanto hedor inmundo, es porque deseamos visitar el célebre «Jardín del Mandarín». Y aquí considero útil hacer una advertencia. Los chinos no saben lo que es un mandarín, como ignoraban hasta hace poco la existencia de una nación llamada China.
La palabra «mandarín» es portuguesa. Como los portugueses fueron los primeros marinos de Europa que visitaron los puertos de China, al anclar en Cantón llamaron «mandarines» a todos los funcionarios del país que ejercían algún «mando» sobre sus compatriotas. También creo oportuno mencionar que la China ha ignorado, hasta las innovaciones recientes de la República, el nombre exacto de casi todas las naciones de Europa, designándolas a su modo. Nadie sabía aquí el nombre de un país llamado España. Como el comercio chino lleva tres siglos de negocios con Manila, capital de la isla de Luzón, España fue llamada hasta hace poco «la Gran Luzón», y todavía los mandarines de Shanghai y otros puertos usan dicho título al dirigirse a nuestros cónsules.
Actualmente está el «Jardín del Mandarín» en el centro de la ciudad china de Shanghai. El tal jardín se ha convertido en casas, y lo único que se conserva es su pequeño lago. Resulta interesante este redondel acuático reflejando en su fondo las construcciones de aleros carcomidos y tejados brillantes de laca que forman su orilla circular.
En mitad del lago hay una isla, ocupada toda ella por un kiosco para tomar el té y un sauce que se encorva lloroso sobre el agua verde. Un puente la une con la orilla, pero este puente no es recto. Resultaría demasiado simple para el gusto chino. Avanza formando ángulos, y así el viaje resulta más largo y ofrece diversos puntos de vista. Dicho islote con su kiosco, su sauce y su puente en ángulos es lo que deseamos ver. Resulta tan célebre para el chino como el Partenón, las Pirámides, la Alhambra, las catedrales góticas o el Capitolio de Washington para nosotros.
El lector conoce perfectamente la isla del «Jardín del Mandarín»; la conoce casi tan bien como yo que la he visto con mis ojos. No haga gestos negativos. Repito que la conoce desde su niñez. Es la isla con un kiosco, un sauce y un puente que figura en todas las tazas de té y en sus platillos, en todos los mantones llamados de Manila, en todas las cajas de laca, en todos los abanicos chinescos.
Los artistas de este país llevan cuatro siglos copiando la isla del «Jardín del Mandarín», y así continuarán otros tantos. A pesar de su aspecto frívolo y frágil, es el monumento más conocido en toda la tierra.