Los bandidos de Ling Cheng.—Dos trenes fortificados.—Compañeros que van cayendo.—La exportación de huevos chinos.—Faisanes laqueados.—La amazona misteriosa del bosque fúnebre de los Ming.—Los bandidos no aparecen.—Decepción de algunas viajeras.—Opiniones sobre la República china.—Un cuerpo robusto falto de sistema nervioso.—La China aún no sabe que existe.—El Gran Canal.—El río Amarillo y el río Azul.—La civilización del trigo y la civilización del arroz.—Los pueblos asiáticos eternamente casados con el Hambre.
Muchos europeos residentes en Pekín, ingenieros, comerciantes y hasta diplomáticos, se unen a nosotros para aprovechar el tren especial que debe conducirnos a Shanghai, a través de una parte considerable de la China.
El gobierno ha tomado grandes precauciones para que no se repita al pasar nosotros por Ling Cheng el ataque que sufrió hace unos meses un tren de lujo, lleno de europeos y norteamericanos. Varias partidas de soldados desertores, capitaneadas por un oficial joven llamado Suen Mei Yao, atacaron dicho tren durante la noche llevándose secuestrados a todos sus viajeros, incluso las mujeres y los niños. Fue un acto de bandolerismo y al mismo tiempo una maniobra política para crear dificultades al gobierno de Pekín con las grandes potencias.
Las circunstancias no han cambiado. Antes de nuestra salida de la capital los diarios hablan largamente sobre la posibilidad de que seamos atacados en la región de Ling Cheng, favorable para esta clase de operaciones. Además, los mismos periódicos, con una asombrosa imprudencia informativa, mencionan las enormes fortunas de algunos de mis compañeros de viaje. Especialmente hay una señora, vestida de luto, que va con un hijo único, y lo mismo en el Franconia que en hoteles y ferrocarriles es siempre mi vecina más inmediata. La dama apenas habla, sonríe modestamente y parece no tener fuerzas para manifestar una opinión contraria a lo que dicen los demás. El hijo, tímido como la madre, y de una perfecta y silenciosa educación, se ve buscado por todas las señoritas, que se disputan el bailar con él. Estos dos compañeros, siempre deseosos de pasar inadvertidos, poseen varias explotaciones de petróleo en California y hay años en que la madre recibe algo así como 10.000 dólares todos los días. ¡Qué golpe para los bandidos chinos!…
Como son muchos los personajes de Pekín que necesitan ir a Shanghai y otros puertos del sur y desean agregarse a nuestro viaje, se forman finalmente dos trenes especiales. Cada uno de ellos lleva enormes proyectores eléctricos, como los que usa la marina de guerra, y a la cabeza y la cola vagones blindados con una compañía de infantería y varias ametralladoras. Además, el Ministerio de la Guerra ha hecho concentrar tropas en las estaciones estratégicas dentro de la vasta zona montañosa donde se mueven las partidas de bandidos.
Creemos que con tantas precauciones nos será posible llegar sin tropiezo a Shanghai, realizando el viaje en treinta y seis horas. Los dos trenes están compuestos de vagones-dormitorios, vagones-comedores y vagones-salones con balconaje exterior para contemplar el paisaje. Nunca he visto en Europa algo semejante por sus comodidades y su lujo. Únicamente los llamados «trenes de millonarios», que van de Nueva York a Los Ángeles durante el invierno, pueden compararse con estos dos, organizados por el gobierno chino. El material rodante es el mismo, pues los vagones de Pekín fueron comprados en la América del Norte.
La estación se llena de gente blanca poco antes de nuestra salida; habitantes del barrio de las Legaciones que ven en esto un motivo para pasar el tiempo; familias de origen europeo y americano venidas para despedir a padres y maridos.
Un joven pálido, envuelto en mantas, que parece moribundo, llega hasta el tren en un palanquín, escoltado por un médico, una nurse americana y varios servidores chinos. Es un compañero nuestro, enfermo de una pulmonía aguda. Prefiere ser llevado al Franconia a quedarse en un hospital de Pekín y corre el riesgo de morir en el vagón durante tan largo viaje. Su madre y su hermana lo acompañan, haciendo esfuerzos por ocultar su inquietud. Se interrumpe el regocijo de la despedida; cesan los comentarios jactanciosos sobre un probable ataque al tren. Todos pensamos en la posibilidad de que este joven sea una de las víctimas exigidas por la Aventura a nuestro viaje perigeo.
De los que salimos de Nueva York ya cayó uno. La Nochebuena, estando en Yokohama, la policía japonesa trajo al Franconia un fogonero encontrado inánime en los muelles. Le creían simplemente ebrio, por haber bebido con exceso en honor de la cristiana festividad, y al examinarlo el médico de a bordo se convenció de que estaba muerto desde muchas horas antes. Ahora, este joven, al que he visto bailar muchas veces en los salones del Franconia, viene en nuestro tren como un moribundo. Parece milagroso que no seamos más los que hayamos caído con una congestión en los pulmones después de tanto paseo nocturno en ricsha descubierta por las calles glaciales de Pekín o de la visita a la Gran Muralla, bajo el viento mongólico de una tarde de enero.
Empieza nuestro viaje. Vemos tropas en todas las estaciones, pero esto ya es para nosotros un espectáculo ordinario. Nos interesa más el aspecto de la campiña, que se va repitiendo, siempre igual, durante el primer día de viaje, y se reproducirá a la mañana siguiente, aunque con las variaciones propias de un cambio de clima, pues vamos en línea recta del norte al sur.
Todo el suelo está arado. Fuera de las secciones ocupadas por las tumbas no hay un solo palmo de tierra falto de cultivo. Sin embargo, como estamos en invierno, la llanura es amarilla. No se ven más que surcos, terrones sueltos y rastrojos a los que arranca el viento columnas de polvo. En primavera y verano estas llanuras deben ser verdes y cobrizas.
Una vida animal exuberante se desarrolla sobre la campiña cuidadosamente trabajada. Corren por los campos manadas de aves domésticas, persiguiendo a los parásitos de la tierra, en cantidades incalculables. Sólo aquí pueden verse unas bandas tan numerosas. El suelo parece haber adquirido una vida extraordinaria: se mueve, ondea; tantas son las gallinas que marchan sobre él. En torno a estanques y canales o cubriendo sus aguas en largos trechos, aletean tropas de ánades y patos. Esta China inmensa es la mayor productora de huevos que existe. En algunas estaciones vemos grandes conos de metal, semejantes a los que emplean los ferrocarriles europeos para el envase de vinos y aceites. Los gigantescos cilindros contienen una pasta espesa, formada por millones de huevos, crudos y revueltos, que esparce una intolerable hediondez. Los confiteros la adquieren en los puertos de Europa para que sirva de base a sus dulces y perfumadas combinaciones. Vemos también fábricas que utilizan la gran producción de huevos para secarlos y triturarlos, enviándolos a otros países en forma de polvo.
En todos los pueblos, hasta en los más pobres, grupos de hembras vociferantes ofrecen comestibles a los viajeros; platos guisados por ellas que tienen como principal componente el pollo o el faisán. Este último animal, tan apreciado en Europa, es vulgarísimo en los pueblos chinos. Se le ve tanto como la gallina en todos los corrales.
Muchas de las estaciones, con sus vendedoras de cara redonda, tez amarilla y ojos oblicuos, me recuerdan las de México, donde se aglomeran igualmente numerosas mujeres ofreciendo empanadas y trozos de ave espolvoreados de rojo. Aquí los comestibles también son del mismo color. Veo faisanes guisados, cubiertos con una capa purpúrea y charolada; pero no está compuesta, como en México, del pimiento extremadamente picante llamado «chile». Los chinos, con objeto de dar mayor ostentación a las aves asadas, las rebocan con laca roja, la misma que emplean en el barnizamiento de un vaso o un mueble.
Pasan por los caminos polvorientos muchos jinetes que tienen aspecto de labriegos ricos y van hacia sus propiedades montados en una mula encaparazonada de seda con penacho de plumas. Recuerdo un encuentro de hace pocos días, al visitar la tumba de los Ming. Cuando nos dirigíamos a dichos mausoleos montados en unos caballejos alquilones, se unió a nosotros por algunos minutos un jinete interesante.
Era una mujer, vestida con pantalones y blusa de seda azul, un azul verdoso, igual al de la chispa eléctrica, secreto tradicional de los tintoreros del país. Esta hembra, grande y arrogante, se sostenía montada sin estribos, avanzando hacia el pecho de la bestia sus largas piernas y sus pies enteros, metidos en zapatitos de fieltro, sin la deformación que sufren las más de sus compatriotas. El delantero de su blusa desaparecía bajo numerosos collares y amuletos de múltiples colores. La cabeza la llevaba destocada, ostentando el peinado del país, una cortinilla del pelo lacio sobre la frente y el resto de la cabellera anudado sobre la nuca. En cambio, su mula, nerviosa y trotadora, agitaba entre las orejas un penacho de plumas azules y sus flancos iban cubiertos con una gualdrapa de borlas de seda.
Así marchaba, completamente sola, a través de unas tierras desiertas. De todo lo que he visto en China, su encuentro resulta tal vez lo más novelesco. Nuestros guías e intérpretes parecieron no menos extrañados por su presencia. No diré que fuese hermosa. Nosotros no podemos apreciar el atractivo de una cara de pómulos anchos y nariz algo aplastada, por más que los ojos tengan una expresión graciosamente diabólica. Pero era una hembra de estatura arrogante y esbelto vigor; una criatura sana, de miembros gimnásticos, e iba sola por campos despoblados, en un país donde las mujeres únicamente salen de casa acompañadas por domésticos o buscándose entre ellas para formar un grupo.
Tal vez era una labradora rica y viuda que iba varonilmente hacia una de sus propiedades. Me acordé de muchas novelas chinas escritas hace miles de años que tienen por tema hazañas de piratas y bandidos. Siempre en estas bandas de aventureros hay una mujer extraordinaria, una valquiria de ojos oblicuos y cuerpo arrogante, capitana que se hace obedecer puñal en mano por los más terribles desalmados.
Trotó unos instantes junto a nosotros, como si no nos viese. Al examinar su perfil achatado de Diana amarilla, sorprendí el rabillo de uno de sus ojos mirándonos disimuladamente con fría curiosidad. Luego, cansada de ver a los «demonios blancos», taconeó su mula, desapareciendo entre las primeras arboledas de las tumbas de los Ming.
Tan extraordinario me pareció este encuentro en los linderos del inmenso bosque fúnebre, que llegué a imaginar la absurda hipótesis de que una de las antiguas emperatrices hubiese abandonado su sepulcro por unas horas para correr la China del presente, constituida en República… Y no la vimos más. Ahora pasan mujeres a caballo cerca del tren, pero son labriegas de aspecto zafio. Avanzan con el trotecito de sus asnos en pos del marido, o van acompañadas por jornaleros que las escoltan a pie.
Durante la noche pasamos el sector más peligroso de nuestro viaje, país de montañas donde las partidas de rebeldes pueden enriscarse con facilidad después de un atentado contra el tren. Vemos correr sobre el paisaje inquietos resplandores de incendio. Son las mangas luminosas de los reflectores que exploran nuestro camino haciendo surgir los rieles de la nocturna lobreguez, como dos barras de plata. En todas las estaciones hay grupos de oficiales que suben al tren arrastrando sus sables para dar noticias y tomar órdenes.
Algunas damas empiezan a mostrar cierto desaliento al ver que transcurren las horas nocturnas sin que nos ataquen los bandidos. Como viajan para adquirir «experiencia en la vida», sienten no conocer las emociones de un secuestro armado. Vamos a pasar a través de una China en pleno desorden sin ningún incidente digno de ser contado, como el que viaja en un tren de lujo entre Nueva York y Boston.
Después de media noche los viajeros se encierran en sus camarotes para dormir y únicamente quedan despiertos los centinelas situados en las plataformas y sus relevos, que fuman y conversan a gritos en los pasillos. Mientras espero la llegada del sueño tendido en mi litera, reflexiono sobre la situación actual de la China para concretar mis opiniones.
Indudablemente la joven República vive en un estado anárquico. El gobierno de Pekín apenas si se ve obedecido en una menguada parte del territorio nacional, y sería menospreciado generalmente de faltarle el apoyo que le conceden los Estados Unidos e Inglaterra. Existen dos Repúblicas: la del norte, que es donde estamos, y la del sur, o sea la de Cantón, dirigida por el doctor Sun Yat Sen.
Se nota además en la China revolucionaria una innovación fatal, una verdadera regresión política que por suerte no resultará permanente, pues es a modo de una enfermedad que sufren todas las Repúblicas jóvenes. Al desaparecer el Imperio, los militares chinos han alcanzado una importancia que nunca tuvieron. Ya dije cómo durante miles de años el mandarín letrado fue más importante que el «doctor en armas», monopolizando como función propia el gobierno del país. Ahora China, bajo el régimen republicano, es una especie de México. El presidente (sea quien sea) aparece siempre en los retratos con numerosos entorchados y un kepis, del que cuelga un manojo de plumas con el desmayo del sauce llorón. Este general-presidente es en realidad un personaje decorativo, pues se sostiene en Pekín gracias a la protección de otros generales que dominan las provincias con la cruel rapacidad de los procónsules, y a los que llaman tou-kiuns.
Pero la anarquía actual no pondrá en peligro de muerte a esta vastísima nación. China ha pasado en su historia de cincuenta siglos por períodos más tremendos, en los que estuvo próxima a perecer despedazada —guerras civiles que duraron cien años, hambres exterminadoras, etcétera—, y sin embargo su prodigioso vigor interno la hizo surgir de tales conflictos con una salud renovada, continuando su existencia.
Las cosas no son simples y uniformes como se las imaginan los espíritus dados a la generalización. En nuestra vida todo resulta complejo, y las más de las veces contradictorio e inexplicable para nuestros sentidos. La China no es un pueblo uniforme; existen dos Chinas: una la tradicional, que todos conocen, la China milenaria de los biombos, con ceremonias enrevesadas hasta la puerilidad y supersticiones distintas a las nuestras. La otra es el inmenso pueblo chino, agrupación humana la más dispuesta al trabajo, que soporta alegremente la fatiga y siente en todo momento el ansia de saber.
El deseo del chino es ganarse la subsistencia, aunque sea trabajando catorce o dieciséis horas al día, y apenas queda libre aprovechar su descanso para aprender. Ningún comerciante del mundo puede compararse con él por su inteligencia despierta, ávida de novedades y ágil para salvar obstáculos. Ningún obrero supera al de aquí en habilidad manual y tenacidad sonriente para el trabajo. Como en esta tierra pudieron los pobres, durante 5000 años, subir a los más altos puestos del Estado gracias al estudio, las biografías de sus letrados más célebres contienen ejemplos de una tenacidad heroica para adquirir la instrucción. Algunos, después de trabajar en su juventud manualmente el día entero, estudiaban de noche al resplandor de la luna. Otros abrían un orificio en la pared del vecino para aprovechar su luz, y bajo este reflejo débil aprendían sus complicadas lecciones.
Esta ansia de saber y la facilidad para asimilar lo que otros estudiaron han producido la actual República. Los jóvenes chinos educados en la América del Norte y en Europa acabaron por vencer con sus predicaciones el más viejo, el más absoluto y carcomido de los imperios, intentando organizar sobre sus ruinas lo que ellos llaman «la gran democracia amarilla».
Existe un abismo entre las ilusiones generosas de estos apóstoles inexpertos y el ambiente que los rodea, todo corrupción, rutina y vejez. Los generales fabricados por la República roban lo mismo que los antiguos virreyes nombrados por el emperador. El gran vicio de la China consistió siempre en que los funcionarios consideran los dineros públicos como algo propio, quedándose la mayor parte de ellos y enviando sólo un pequeño tributo al ser lejano e invisible que gobierna en Pekín.
La inmoralidad administrativa y la falta de solidaridad entre los hombres son las dos enfermedades mayores de la nueva República. En realidad, los chinos se ignoran entre ellos. Es tan vasto el antiguo Imperio, que cada uno conoce su provincia nada más, y aún dentro de ella sólo se siente ligado al pueblo en que nació.
Anatole France ha dicho que «la China empezará a existir cuando los chinos se enteren de que existe una China».
Se esfuerza la República por hacérselo saber, pero son pocos aún los que se han enterado en este país de centenares de millones de seres. Antes tenían noticia de la existencia de un emperador en Pekín. Ahora no saben nada, y en algunas regiones tal vez creen que la llamada República es una emperatriz semejante a la que gobernó hasta pocos años antes de la revolución.
Mas iguales situaciones, confusas y anárquicas, se han visto en países europeos, y aún pueden verse en algunos de América, sin que por ello ose nadie profetizar su muerte. La China saldrá de esta crisis. Es un país antiquísimo y al mismo tiempo eternamente joven, pues tiene el poder de renovarse gracias a la vitalidad de sus muchedumbres. Hasta los mayores detractores del chino reconocen su sobriedad, su valor para sobrellevar las privaciones de la pobreza, su entusiasmo en el trabajo. Ningún pueblo de la tierra está mejor dotado para amoldarse a los climas más extremos, soportando lo mismo los fríos de Siberia que los ardores del trópico. El gran geógrafo Reclus veía en los chinos y en los españoles los dos únicos pueblos aptos naturalmente para la colonización, a causa de la variedad geográfica de sus respectivos países, que les permite adaptarse a las diversas temperaturas del globo.
El chino, primer comerciante de la tierra, se extiende por todos los continentes, instalándose en ellos como si estuviese en su casa. No hay trabajo que le intimide. Se entrega a su labor como si ésta fuese para él una finalidad desinteresada y no un medio de vivir. Produce sonriendo, cual si experimentase un placer. Yo he sentido asombro muchas veces viendo la alegre facilidad de su producción. Más adelante contaré lo que me ocurrió con un sastre chino de Singapur.
Los republicanos de Pekín muestran una justa cólera ante las críticas de algunos viajeros que se imaginan haber estudiado su país.
—Que nos den tiempo —dicen— para realizar nuestras reformas. El Japón no hizo más que copiar la fuerza guerrera e industrial de Europa, y para ello necesitó cincuenta años. Ya nosotros nos exigen que en doce o catorce hayamos dado la perfección de una República como los Estados Unidos de América a este país que por ser el más viejo de la tierra está saturado, cual ninguno, de prejuicios y rutinas.
Las potencias de Europa han puesto sus ojos en la China para apropiársela. Pero cada una de ellas desea la mejor parte, sus rivalidades neutralizan toda agresión, y mientras tanto la nueva República va viviendo. Lo importante para ella es que tan peligroso equilibrio se prolongue muchos años, lo que la permitirá realizar lentamente su evolución, que no pueda ser obra instantánea.
Observan los Estados Unidos con la China una política en la que van mezclados el egoísmo comercial y cierto romanticismo democrático. Su industria ve un inmenso mercado de exportación en este país de quinientos millones de seres. Su gobierno procura atraérselo por medio de la gratitud, y para ello le protege abiertamente de las ambiciones conquistadoras del Japón. Los políticos de Washington creen de buena fe en la posibilidad de una gran República amarilla. Están convencidos de que si los demás países dejan a la China desarrollarse por sí misma, en completa paz, soportará las enfermedades propias de una democracia joven, y antes de medio siglo podrá tener verdadera República, sólidamente cimentada y ordenada, algo que tendría derecho a titularse los Estados Unidos de Asia.
Muchos consideran esto un ensueño generoso e inconsistente, una ilusión que se verán obligados a abandonar los gobernantes de los Estados Unidos y bien pudiera ser causa de la temida guerra del Pacífico. Pero nadie posee los secretos del porvenir, y muchas veces la realidad se complace en buscar lo que todos creen ilusión, con preferencia a las deducciones frías del raciocinio.
—¿Por qué no podemos hacer nosotros —dicen los republicanos chinos— lo mismo que hicieron las democracias de Europa y América?… Nuestro pueblo llevaba inventados muchos de los actuales progresos de la civilización blanca cuando los europeos vivían aún en hordas o alojados en cavernas.
Yo siento por el pueblo chino el respeto que merece un glorioso antepasado. Recuerdo la emoción de Goethe, a los ochenta años de edad, leyendo en su retiro de Weimar una novela china de fábula sana, con descripciones tan frescas y vivientes como las de una obra moderna.
—¡Y pensar —decía asombrado el poeta— que esta novela fue escrita hace 3000 años, cuando muchos de los hombres de Europa acampaban aún en los bosques!
Digamos como resumen que la China actual es un organismo enorme y fuerte, pero falto de sistema nervioso, lo que le obliga a permanecer caído. El Japón sueña con llegar a ser su cerebro director. Quinientos millones de chinos, sobrios, inteligentes, incansables, organizados por los japoneses… ¡qué amenaza para el resto de la tierra!
Los Estados Unidos, para evitar el tan famoso «peligro amarillo» y al mismo tiempo por el romanticismo democrático mencionado antes, procuran que las demás potencias dejen en paz a la República china y ésta se vaya reformando lentamente por sí sola hasta crearse, sin injerencias extranjeras, el alma moderna que aún no posee.
Al despertar en la mañana siguiente vemos desde el tren una China nueva. Nos aproximamos a la parte tropical del país. Empezamos a sentir calor y nos desprendemos de nuestros trajes a la moda de Pekín.
En el barrio de las Legaciones todos llevan durante el invierno ricos abrigos de pieles y un costoso gorro de marta a estilo siberiano. Me desprendo de mi pelliza y de un gorro de esta clase, que tal vez no usaré más. Ha terminado el frío. En adelante nuestro viaje será por tierras cálidas, a un lado y a otro de la línea ecuatorial.
Nos aproximamos al río Yang-Tsé, el famoso río Azul. Todo el terreno que estamos cruzando desde Pekín a Shanghai lo componen la cuenca de dos cursos fluviales dignos por su enormidad de la fama que gozan: el Hoang Ho (río Amarillo) y el Yang-Tsé (río Azul). En realidad estas dos cuencas son la verdadera China, y hasta los tiempos de la antigua República romana el pueblo chino se desarrolló entre ellas sin ir más allá. Después, el Imperio de los Hijos del Cielo fue realizando conquistas o sufriendo invasiones de bárbaros que le aportaron sus propios territorios, y hoy comprende, además de la antigua China, la Mongolia, la Manchuria, el Turquestán y el Tíbet.
Hemos atravesado durante la noche la cuenca del caudaloso río Amarillo, que cambia con frecuencia de curso, inundando provincias enteras, convirtiendo otras en terrenos pantanosos, condenando al suplicio del hambre a millones de seres, y haciendo emigrar a ciudades en masa. Ahora estamos en la vertiente septentrional del río Azul.
Vemos desde el balconaje del coche-salón lagunas cultivadas, arrozales que se pierden de vista, con bandas de patos blancos y rojizos. Ésta es la China productora de arroz. A trechos encontramos un ancho río artificial, cuyas riberas están tiradas a cordel, y enormes plazas acuáticas que sirven de puertos. Centenares de juncos, tocándose por sus bordas, alzan en el aire un bosque de mástiles.
El Imperio realizó hace muchos siglos una obra tan enorme como la Gran Muralla, aunque menos famosa que ésta. Es el Gran Canal, que atraviesa la mayor parte de la China, yendo desde los puertos del sur hasta Pekín. Para abrirlo se necesitaron largos años de trabajo y varios millones de hombres.
Está ahora el Gran Canal roto en algunos puntos de su enorme trayecto, pero todavía puede navegarse miles de kilómetros dentro de él y la numerosa marina mercante del país lo utiliza para sus viajes interiores. Varios lagos alimentan con sus reservas este curso de agua artificial, el más grande que se conoce. Los Hijos del Cielo lo abrieron para que llegasen por él todos los tributos en arroz pagados por las provincias del sur, envíos de insustituible necesidad para el mantenimiento de Pekín y las muchedumbres del norte.
Los arrozales del Japón, pequeños y tan escrupulosamente limpios como los estanques de un paseo, no son comparables con estas llanuras acuáticas que atravesamos durante horas y horas camino de Nankín, antigua capital de la China a orillas del río Azul.
Indudablemente el mundo está dividido en dos civilizaciones, la del trigo y la del arroz; mas el europeo se equivoca al imaginarse el arroz como un alimento asiático, abundantísimo. Representa la más seductora de las nutriciones para los hombres amarillos, pero la mayoría de ellos sólo lo comen de tarde en tarde, y si llegan a hacer de él su alimento diario, lo absorben en muy reducidas cantidades.
La ambrosía divina del Olimpo indostánico es el arroz con curry. Los dioses en sus banquetes no conocen nada mejor. Los magnates de todos los pueblos amarillos se nutren igualmente con este don del cielo. Los demás mortales, cuyo número asciende a centenares de millones, lo toman con palillos para que dure mayor tiempo el placer de comerlo, y prolongan voluptuosamente la absorción del montoncito colocado sobre un plato no más grande que una copa. El populacho indostánico considera un banquete tener en la palma de la mano izquierda un puñadito de arroz e ir llevándoselo a la boca con dos dedos de la diestra, grano a grano.
Los pueblos de la vieja Asia viven desde los más remotos siglos de su historia indisolublemente casados con el Hambre.