La retratista de la emperatriz.—La mentalidad de una soberana china.—Los hermosos camellos de Pekín.—Las murallas de la capital y su antigua artillería.—Maravillas del Palacio de Verano.—El lago-mar.—El famoso Navío de Mármol.—Un puerto de comercio improvisado para que el Hijo del Cielo se disfrazase de vagabundo.—Robo de dos azulejos.—El feliz triángulo imperial.—El joven ex emperador y el presidente de la República.
Miss Catalina Carl es una pintora notable de los Estados Unidos y la única dama de raza blanca que vivió en los palacios imperiales de la China.
En 1905, estando en Shanghai, fue llamada a Pekín por la Legación norteamericana. La emperatriz regente, que vivía como ciertas reinas famosas de otras épocas, gobernando a su modo el vastísimo Imperio y haciendo frente a las ambiciones de las potencias occidentales, sentía repentinamente deseos de imitar la existencia de los remotos soberanos de Europa. Pero tales deseos no eran más que movimientos de curiosidad, retrogradando en seguida a sus antiguas costumbres. Esta emperatriz, que fue verdaderamente el último soberano chino —la República se proclamó tres años después de su muerte—, quiso que la retratase un artista blanco, y al saber que una pintora célebre viajaba por sus Estados, aprovechó la ocasión, prefiriendo servir de modelo a una mujer.
La citada artista ha escrito un libro interesante sobre la vida palaciega y además me relató nuevas anécdotas durante mi permanencia en Pekín. Era la emperatriz una manchú de carácter enérgico, que ejercía con verdadera vocación sus funciones de gobernante. Teniendo que dirigir los destinos de un territorio enorme como un continente, con una población de cuatrocientos a quinientos millones de seres, se equivocó muchas veces; pero un hombre de talento, obligado a desempeñar una autoridad tan variada y extensa, tal vez habría cometido los mismos errores.
En su tiempo ocurrió la revolución de los bóxers. Mirada del lado europeo, esta revolución resulta un alzamiento horripilante por sus crueldades. Examinada desde el punto de vista chino, fue una protesta nacionalista, una explosión de odio contra los extranjeros, dominadores del país. Por esto la figura de la última soberana resulta confusa y contradictoria. Algunos la creen una emperatriz mesalinesca, con los defectos de Catalina de Rusia. Otros la admiran como una gran patriota. Miss Carl sólo guarda de ella excelentes recuerdos y se enternece al relatar sus bondades.
Esta reina, poseedora de más súbditos y territorios que ningún soberano de Europa, recibió a la artista californiana con una afabilidad burguesa, sin aparato alguno. Al saber que era huérfana, le dijo:
—Yo seré tu madre. No te preocupes de tu porvenir. Corre a mi cargo hacerte feliz.
Y la instaló en uno de sus palacios, con un mayordomo que capitaneaba a trescientos domésticos. En el Extremo Oriente la importancia de los personajes se mide por el número de criados, y nadie sabe hasta dónde puede llegar la cantidad de éstos, teniendo en cuenta las divisiones del servicio. Uno está encargado solamente de los platos, otro de las copas, cada lecho de la casa tiene un sirviente especial, etc.
Después que la pintora tomó posesión de su palacio y pasó revista a su batallón de servidores, aún tuvo que esperar varios meses para dar principio a su obra. Hacer un retrato de la emperatriz de la China era negocio de Estado, digno de largos estudios y lentas discusiones. Primeramente una comisión de astrólogos levantó el horóscopo de miss Carl para saber si su espíritu era compatible con el de la sagrada emperatriz, o iba a causarle graves daños al ponerse en contacto con ella. Cuando al fin reconocieron los sabios que podía aproximarse a la soberana sin peligro alguno, los geomantes del palacio entraron en funciones para decidir qué edificio sería el más a propósito para el trabajo de la artista. Y después de encontrado el sitio, hubo que hacer nuevos estudios, fijando el día y la hora favorables para dar la primera pincelada.
Tan satisfecha quedó la emperatriz de miss Carl, que años después le pidió que hiciese un segundo retrato de ella. Estas dos obras adornan los salones más grandes del Palacio de Verano. La soberana aparece en ambos lienzos ocupando un trono, con el traje femenino de la dinastía manchú. Va cubierta de joyas lo mismo que un ídolo; tiene los pies pequeños naturalmente, sin la deformación tradicional de las antiguas chinas; un tocado se levanta y se abre sobre la frente como una canastilla de flores.
Mientras era pintada por su retratista, iba haciéndole preguntas, con una curiosidad de niña, sobre el modo de vivir las mujeres en los países de raza blanca.
La etiqueta china no le había permitido ver nunca las calles de Pekín. Gobernaba su vastísimo imperio sin haber visitado ninguna de sus ciudades. Todo lo sabía de oídas, según se lo habían contado sus mandarines. Cuando atravesaba la capital una vez al año para ir al Templo del Cielo con el joven emperador, o al trasladarse desde su residencia de invierno en Pekín al Palacio de Verano, no le era posible ver a su pueblo. Calles y caminos quedaban desiertos desde un día antes. Los chinos sabían que era delito, pagado con la cabeza, todo intento de conocer a sus soberanos. La emperatriz, seguida de su brillante séquito, pasaba como un fantasma por estas calles muertas, y para que su tránsito resultase aún más irreal, servidores palaciegos ocultos en tejados y árboles dejaban caer una lluvia de pétalos rojos y amarillos, colores emblemáticos de la dinastía, como un homenaje celeste.
Para esta dueña absoluta de quinientos millones de seres humanos, la mayor diversión era asomarse con disimulo a una ventana en las horas matinales, viendo a los pobres servidores de sus cocinas que traían a cuestas sacos o cestos de comestibles. Así podía conocer otras gentes que los personajes de su corte. Poco después, la tradición y el orgullo dinástico renacían en su interior, haciéndole incomprensible la vida ordinaria de las soberanas europeas.
Mostraba una simpatía instintiva y una admiración «de clase» por la reina Victoria de la Gran Bretaña. Se había enterado por sus ministros y por los diplomáticos de la existencia de esta emperatriz, semejante a ella, que gobernaba la otra vertiente del mundo.
En el fondo de su alma china se creía superior a su colega. Los sabios del país, herederos de cinco mil años de ciencia, le habían enseñado que el Imperio de Enmedio ocupa el vértice de la tierra, mientras la pobre Europa se mantiene agarrada, con grandes esfuerzos, a uno de sus lados. Pero de todos modos, Victoria resultaba la única mujer que podía compararse con su persona celeste en el mundo de los blancos. Propiedad de ella eran las islas flotantes que marchan por los mares arrojando humo; también le pertenecía una parte del Asia, la India, el país más poblado después de la China, y la Hija del Cielo no podía comprender cómo tan gran señora salía a pie por unas calles donde marcha todo el mundo y viajaba sin largo séquito, lo mismo que una tendera de Pekín.
—¿Tú crees que verdaderamente vive así? —preguntaba a su retratista—. ¿No me habrán engañado?
Miss Carl tiene la bondad de acompañarme a los lugares cerrados y maravillosos donde vivió algunos años cerca de la emperatriz regente: al Palacio de Verano, retiro favorito de ésta. Desde la caída del Imperio ha vuelto pocas veces a este paraíso regio. Le infunde una tristeza profunda ver con aspecto de próximas ruinas los palacios y los jardines que ningún blanco visitó antes de ella.
Vamos a pasar un día entero en el Palacio de Verano, y aún así nos faltará tiempo para conocer todos sus valles y montañas, abundantes en alcázares y pagodas; para viajar —ésta es la palabra exacta— por las cuatro orillas de mármol de su lago.
Esta artista experimentó tan hondamente la atracción de la vida china, que no ha querido marcharse de Pekín, a pesar de haber desaparecido casi todos los personajes del tiempo del Imperio, y habita en el nuevo barrio europeo que ha ido formándose junto al antiguo de las Legaciones.
Seguimos en automóvil la larga avenida de la Paz Perpetua y otras calles no menos anchas de la Ciudad Tártara. Vemos algunos mercados rebullentes de muchedumbre a esta hora matinal. En las cercanías del llamado del Carbón abundan las caravanas de camellos. Todos los artistas que han pintado escenas de Pekín colocan invariablemente junto a sus murallas una fila de camellos, y este detalle, que parece rebuscado adorno, no es más que copia exacta de la realidad. Siempre tuve que detener mi automóvil en las puertas de Pekín para dejar paso a estas escuadras de navíos terrestres, que avanzan moviendo la cabeza como una proa y balanceando sus costados.
El camello de aquí no es el de África, pelado, calloso y de una delgadez que marca la osamenta bajo la piel, como si fuese a rasgarla con sus aristas. Las caravanas chinas están compuestas de camellos gallardos y majestuosos. Se mueven de un modo rítmico, sus ojos abultados tienen una expresión inteligente; además ostentan el regio adorno de sus lanas rojizas, semejantes a las melenas del león. Estas lanas les caen por ambos lados como una gualdrapa y se extienden piernas abajo en forma de pantalones.
Por el interior de la ciudad marchan en fila y atados para que no entorpezcan la circulación. Cada uno lleva la cuerda de su bozal sujeta a la cola del compañero que le precede. En las cercanías de los mercados, al verse libres de sus cargas, doblan las patas y quedan inmóviles sobre las aceras, mientras los camelleros venden sus mercancías.
Sopla el viento mongólico de una mañana invernal. Los charcos de las avenidas están helados. En los rincones, adonde no llega el sol, hay montones de nieve. Los camellos, con sus cuatro patas ocultas, parecen sobre la acera montones de lana rojiza, de los que surgen sus cuellos de reptil antediluviano y lanzan por sus narices curvas dos chorros de vapor.
Atravesamos una de las puertas de Pekín. Todas ellas están rematadas por castillos de vetustas techumbres. Los colores de sus muros se hallan tan modificados por el tiempo, que es imposible darles una clasificación dentro de la gama conocida.
La antigua muralla de Pekín es la fortificación más grandiosa y más inútil que puede encontrarse en el mundo entero. Su anchura va más allá de las proporciones conocidas. En realidad se compone de dos murallas, habiendo rellenado los antiguos constructores, con tierra y escombros, el espacio abierto entre ambas. A causa de esto, las puertas son profundas como túneles, y no obstante su altura parecen agujeros de ratonera por su extremada longitud. Al pasarlas se encuentra una nueva muralla en forma de media luna, una plaza de armas en la que puede formar desahogadamente un batallón, y otro castillo para que los asaltantes, después de haber tomado la primera puerta, encuentren el obstáculo de una segunda. Sin embargo, las fortificaciones de Pekín no sostuvieron jamás ningún sitio heroico y los invasores las atravesaron con facilidad.
En los castillos de aleros cornudos que coronan estas puertas hay grandes troneras para la artillería, pero hace más de cien años que no se ha asomado a ellas la boca de un cañón. Los basamentos de las baterías superiores son de madera y están casi pulverizados por la carcoma. Además, la antigua artillería china necesitaba para funcionar unas plataformas extraordinariamente macizas. Este pueblo de admirables fundidores, que fabricó Budas colosales cuando en Europa no sabían ir los broncistas más allá de las dimensiones humanas, produjo cañones tan grandes como las piezas recientes de la artillería moderna. Su tiro era incierto y corto, pero en cambio sus bocas imitaban fauces horribles de dragón, gargantas de monstruos quiméricos, para infundir pánico a los enemigos.
Nuestro automóvil corre por los suburbios de Pekín y se lanza luego a través de la campiña. El Palacio de Verano está a veinte kilómetros, en un lugar que los emperadores modificaron a su gusto para hacer surgir de él un paraíso, como Luis XIV hizo brotar de áridas llanuras los jardines de Versalles con sus fuentes y estanques. Pero la obra de los soberanos chinos resulta más enorme en sus dimensiones que la del rey francés. Fueron varios monarcas celestes los que se sucedieron en su ejecución. Además, contaron con el trabajo disciplinado y tenaz de muchedumbres incansables.
Seguimos las riberas de un canal que va desde Pekín al Palacio de Verano. Ahora este curso acuático está interrumpido en varios lugares. Antes el Hijo del Cielo podía ir desde la Ciudad Violeta al Palacio de Verano en barcas doradas, de las que tiraban grupos de servidores caminando por la orilla.
Paso un día entero en este palacio-jardín, que tiene varias leguas de circuito. Como se halla lejos de la capital, sólo de tarde en tarde ve llegar visitantes, y los soldados que lo guardan llevan una vida campestre, como si viviesen destacados en un fortín de la frontera tártara. Un ambiente melancólico de profunda paz envuelve esta obra vastísima, destinada a unos soberanos de origen celeste cuya sucesión se cortó para siempre.
Vemos las salas de audiencia, la parte del Palacio de Verano que los emperadores destinaban al mundo exterior. Aquí venían a turbar su vida campestre ministros, embajadores o virreyes de las provincias. En uno de los salones, dos estatuas enormes de bronce, representando un fénix y un dragón, se alzan sobre pedestales de jaspe con sus bocas abiertas. Según me explica mi acompañante, que tantas veces pasó por estas habitaciones, las dos bestias esparcían por sus fauces una nube invisible de perfume mientras duraba la audiencia imperial. También vemos en patios y salones grandes vasos de bronce, verdes y dorados, con una fauna enroscada de monstruos escamosos. Estos recipientes contenían agua. Los chinos consideran higiénico tener vasijas de agua en sus habitaciones, por creer que este líquido purifica la atmósfera tragándose los miasmas.
Más allá de las salas de recepción y antes de llegar a los edificios que fueron las verdaderas residencias imperiales, está el teatro, patio enorme encuadrado por palacios bajos de madera dorada y laqueada, sobre plataformas de mármol.
En el centro de dicho patio se levanta el escenario, edificio de tres pisos. Los actores hablaban a gritos, pasando de un piso a otro, según las exigencias escénicas.
Miss Carl me describe las representaciones a que asistió muchas veces. Duraban un día entero, y en los entreactos comía el público, servido por el personal de las cocinas imperiales. Tres lados del patio estaban ocupados por los funcionarios de la corte, los personajes invitados por el emperador y los mandarines célebres por su sabiduría o sus hazañas guerreras. El lado restante era para las mujeres de la familia imperial y su séquito de damas. Varios biombos colocados oportunamente les permitían ver el escenario sin ser vistas a su vez por la concurrencia masculina.
Después del teatro vamos pasando al pie de una sucesión de colinas con vertientes escalonadas, formando bancales. Estos peldaños tienen muros de contención, hechos de azulejos, y fueron jardines. Ahora se muestran cubiertos de hierbas parásitas, secas por el frío. En tiempo de los emperadores estaban plantados de peonías, y cada una de dichas cumbres era una pirámide de flores, sustentando en su cúspide un edificio rojo y dorado, pagoda o kiosco.
Se abre de pronto el paisaje, se apartan bruscamente edificios, columnatas y montañas. Una llanura blanca y azul se prolonga ante nosotros. Es el famoso «mar» del Palacio de Verano, extensión acuática que no tiene semejante en ningún jardín de la tierra.
Los estanques de Versalles y otros parques famosos pierden su importancia al compararse con esta magnificencia líquida. Para apoyar tal afirmación basta decir que este lago, cuyos límites sólo se abarcan desde una altura y que por única vez justifica el énfasis de los chinos al llamarlo «mar», tiene todas sus riberas enlosadas de mármol en una extensión de kilómetros y kilómetros, con balaustradas también de mármol, talladas como un mueble precioso. Es una riqueza aplastante —no puede llamarse de otro modo—, y sin embargo la amplitud de la perspectiva, el aire libre, el movimiento luminoso de las aguas, dan una ligereza simpática a su solemne enormidad.
Sobre una gran parte de estas riberas se extienden caminos cubiertos, galerías de madera pintada, que parecen no tener fin. En sus techos hay miles de paisajes representando los lugares más célebres de la China. Por los frisos corren procesiones de animales con una variedad infinita. Se adivina que esta obra ha costado muchos años, interviniendo en ella numerosas huestes de pintores. Es un trabajo verdaderamente chino, de aparente sencillez, que asombra y desorienta luego por su diversidad, cuanto se le examina detalle por detalle, acabando por fatigar al observador. Paseando el Hijo del Cielo, durante años y años, por estas galerías, llegaba a conocer, aunque fuese de un modo vago o imperfecto, la grandeza de sus Estados con su fauna y su flora, así como los aspectos de sus ciudades.
Ríos interiores parten del lago, serpenteando luego a través de los jardines. Puentes de mármol de giba audaz se encorvan sobre sus orillas. Todas las pequeñas montañas son artificiales, hechas a brazo por multitudes innúmeras de trabajadores. Los palacios y templos de sus cumbres tienen plataformas y balaustradas de mármol, paredes de porcelana verde, blanca y azul, aleros de madera tallada con tejas de amarillo oro —el color imperial—, y por el filo de sus ángulos avanzan hileras de dragones y monos.
Junto a la extensión acuática hay bosquecillos frondosos, de suaves penumbras, y ante las escalinatas de los embarcaderos se alzan arcos triunfales. Los puentes de mármol ponen en comunicación la orilla con dorados kioscos para tomar el té.
Todo el centro del lago es blanco y sólido, con rugosidades azuladas. El invierno lo ha helado profundamente. Junto a las orillas la costra glacial se ha roto, y el agua, libre, deja ver su verde profundidad, en la que tiemblan las cabelleras de una sedosa vegetación. De vez en cuando pasan, como relámpagos de púrpura y oro, peces chinos de largos faldellines en su cola. Varios cisnes blancos, salidos no sé de dónde, vienen a nuestro encuentro cortando el agua libre y frígida, con la esperanza de que ofrezcamos algo a sus ávidos picos. Barcas doradas de aspecto vetusto se balancean, como recuerdos del pasado, entre los pequeños témpanos sueltos de la ribera.
Un buque mucho mayor y completamente blanco atrae la atención del visitante. Es el famoso Navío de Mármol. Esta isla en forma de embarcación la hizo construir uno de los últimos emperadores, colocando sobre su casco de mármol un palacio, también de la misma piedra. Un puente une la orilla y el buque inmóvil.
Los republicanos chinos explican el origen de este capricho de un monarca que, a semejanza de casi todos sus iguales, nunca había visto el océano. En el pasado siglo necesitó China realizar grandes esfuerzos pecuniarios para crear una verdadera flota moderna, capaz de repeler las ambiciones, cada vez más intolerables, de las potencias europeas y del Japón. Cuando al fin se reunieron los fondos necesarios para construir navíos de combate, el Hijo del Cielo empezó por dedicar una parte de ellos a su marina del Palacio de Verano, y creó este buque de mármol.
No intento comprobar la anécdota consultando a mi simpática acompañante. Se muestra emocionada por los recuerdos que despierta en ella este palacio. Guarda una memoria demasiado viva de las bondades de su imperial modelo, para que pueda aceptar la citada explicación sobre el origen del Navío de Mármol.
Visitamos en lo alto de una montaña artificial el templo de los Diez Mil Budas. Luego pasamos a otras cumbres ocupadas por nuevos palacios y nuevas pagodas. En escalinatas y mesetas vamos encontrando soldados que parecen enfermos de hidropesía, a causa de la hinchazón de sus uniformes, acolchados interiormente. Sufren las molestias del frío y la soledad, pero al mismo tiempo son los únicos poseedores del inmenso jardín, como si hubiesen heredado a los Hijos del Cielo.
En lo alto de la Montaña del Oeste, un kiosco con miradores de porcelana y columnas de laca ha sido convertido en restorán para los visitantes. Al entrar en él vemos un grupo de soldados en torno a una mesa, comiendo cacahuetes y pepitas de calabaza a guisa de aperitivo.
Almorzamos en dicho kiosco, contemplando a nuestros pies toda la llanura blanca del «mar» congelado. Miss Carl nos explica las particularidades del paisaje. Vemos casi en el límite del horizonte varias colinas con pagodas en su cumbre. Sobre una de ellas se alza una torre formada por siete pequeños templos superpuestos.
Nos asombra el saber que estas alturas lejanas también pertenecen al Palacio de Verano y los límites del jardín imperial aún van más lejos. Cerrará la noche sin que hayamos visto más de una mitad de este mundo aparte, creado para los monarcas más invisibles de la tierra. Nadie como ellos supo buscar la paz y la dulzura de la vida. Fueron pastores de hombres, destinados por herencia a regir los rebaños más numerosos del mundo, y sin embargo vivieron alejados de sus semejantes, como si perteneciesen a otra humanidad, en un paraíso artificial moldeado egoístamente con arreglo a sus caprichos.
Algunos emperadores sentían de pronto la nostalgia de la vida vulgar, deseaban rozarse con el populacho, conocer las amargas luchas sostenidas por sus súbditos para ganarse el puñado de arroz. Aburridos de su excesiva majestad, ansiaban no ser Hijos del Cielo, querían vivir como simples hombres.
En tales momentos, los directores de sus placeres improvisaban un puerto a orillas de este lago, con numerosos «juncos» mercantes anclados en sus aguas y todo el caserío de una ciudad comercial. Los cortesanos se disfrazaban de mercaderes y marinos; las damas de la corte eran criadas de taberna o desempeñaban peores papeles. El Hijo del Cielo, vestido como un vagabundo, hacía sus pequeños robos en el mercado de la ciudad fingida y circulaba por sus peores antros, sin que nadie se atreviese a reconocerlo. De pronto reñían cuchillo en mano falsos navegantes y tenderos, chillaban las hembras, acudía la guardia, y así iban reproduciéndose todas las escenas de los puertos chinos, corrompidos y pululantes como una gusanera. Este carnaval divertía durante unas semanas al Hijo del Cielo y a las 80.000 o 100.000 personas que vivían en torno de él.
Vemos de lejos las arboledas del Parque de Caza. Ahora están despobladas. En tiempos del Imperio volaban sobre sus frondas millares de palomos amaestrados, a los que habían puesto una flautita debajo de cada ala. Eran animales eólicos que al volar iban dejando una estela de dulces sonidos, y como las pequeñas flautas tenían diversos tonos, estos músicos alados poblaban el espacio con las caprichosas armonías de una orquesta vagorosa.
Encontramos nuevas escaleras cubiertas, cuyos techos guardan pintada una fauna infinita de dragones. Parece imposible que la imaginación haya podido concebir tantas variedades de un solo animal quimérico. La baranda de las múltiples escalinatas es maciza, hecha con azulejos verdes y amarillos.
Como el Palacio de Verano lleva varios años de abandono, estas barandas, faltas de reparación, han dejado caer sus ladrillos esmaltados en diversos lugares. Tomo dos, uno verde y otro amarillo oro, para ocultarlos debajo de mi gabán. Pienso que cuando vuelva a Europa me será grato ver sobre mi mesa estos dos fragmentos del Palacio de Verano. Me siento ladrón, como la mayor parte de los europeos que vinieron aquí para civilizar a los chinos. Además, ¿cuánto podrían durar aún estas construcciones frágiles y olvidadas?… ¿Existirá el Palacio de Verano a mediados del presente siglo?…
Al volver a la capital pasamos ante las ruinas del otro Palacio de Verano, el más antiguo, que destruyeron las tropas anglofrancesas con la voladura de su polvorín. Pero apenas me fijo en él, me preocupa algo más reciente. Sé que en Pekín existe un emperador, a pesar de que el país está constituido en República hace doce años. He preguntado repetidas veces por él, y nadie conoce con certeza el lugar donde vive oculto.
Los chinos, tan extraordinariamente tildados de crueles, resultan incomprensibles muchas veces por su dulzura y su tolerancia, virtudes que les permiten encontrar una solución agradable a los conflictos más enrevesados.
Cuando en Europa se destrona a un monarca, se le hace salir del país inmediatamente. En algunas ocasiones, para liquidar de veras el pasado, hasta se le corta la cabeza.
En China, los republicanos, después de su triunfo, dejaron en paz al joven emperador para que continuase viviendo lo mismo que antes. Y como en realidad el monarca no había salido nunca de la Ciudad Prohibida, ni gobernado otra cosa que su vivienda —los ministros lo hacían todo en su nombre—, debe pensar a estas horas que la República no se diferencia mucho del antiguo régimen.
Algunos que parecen bien enterados me aseguran que continúa instalado dentro de la Ciudad Prohibida, en lo más céntrico de la Ciudad Violeta. Es tan enorme y con entrañas tan complicadas la antigua Ciudad Imperial —una legua de circuito—, que el monarca destronado puede seguir ocupando varios palacios y un jardín, sin que su antiguo pueblo sepa dónde está. En verdad, cuando era emperador su vida no abarcaba mayor espacio sobre la tierra.
Parece que este jovenzuelo es más feliz que antes, porque no recibe visitas y nadie le molesta con inútiles consultas. Le casaron de niño con una de su edad, y los dos siguen jugando, ya mayores, en kioscos y jardines. Él está enamorado de una amiga de su mujer, perteneciente a una gran familia de mandarines adictos al Imperio. Los chinos sólo tienen una esposa legítima, pero la costumbre les permite un número ilimitado de amigas dentro de la casa. Y el feliz «triángulo» imperial vive paradisíacamente en el centro de Pekín, sin que nadie se acuerde de su existencia.
De tarde en tarde el ex emperador recibe la visita del presidente de la República, que también habita un palacio dentro de la antigua Ciudad Prohibida. Unas veces es un mandarín letrado, otras un «doctor en armas», o sea un general, pues la República china sufre los cambios bruscos de los seres en crecimiento, las aventuras violentas de toda juventud.
El último Hijo del Cielo no sabe en realidad lo que es un presidente de República. Debe creerlo un ministro universal, un favorito como los que gobernaban en otro tiempo la China despóticamente, mientras sus abuelos imperiales permanecían invisibles en la paz majestuosa del Palacio de Verano.
Bien puede ser que algunas veces se le ocurra la conveniencia de aplicarle al presidente unas cuantas docenas de bastonazos con un bambú duro, para que atienda con más generosidad a sus gastos. Pero no ve en torno a él a los eunucos de la antigua corte encargados de dicha función.
Sólo encuentra en sus jardines militares azules, de uniforme repleto durante el invierno, que le miran frente a frente con una audacia de campesinos sublevados, no pudiendo comprender por qué razón a un hombre que marcha lo mismo que ellos sobre la tierra lo llamaron sus pobres antepasados, durante cincuenta siglos, el Hijo del Cielo.