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Templos y filósofos

El templo del Gran Lama.—La capilla secreta.—Un milagro. —Doctores y bachilleres en armas.—Laotsé y Confucio.—El templo de Confucio y el Salón de los Clásicos.—Culto de la República china a Confucio.—El templo del Cielo.—El simbolismo del número 9.—La ceremonia imperial en el solsticio de invierno.—El templo de la Agricultura.—Cómo araba todos los años el Hijo del Cielo.—Progreso de la agricultura china hace miles de años.—Su abono predilecto y más precioso.—Cómo se produce públicamente en calles y caminos.

En el extremo norte de Pekín, cerca de la muralla de la Ciudad Tártara, esparce sus diversos edificios el templo del Gran Lama, famoso en otros siglos. Más que templo es un vastísimo monasterio, habitado por bonzos venidos del Tíbet, a los que se unieron chinos budistas deseosos de recibir las doctrinas guardadas durante largos siglos por el Gran Lama en su misteriosa ciudad de Lhassa. Este templo de Pekín llegó a albergar 1.500 bonzos proveyendo los emperadores a la manutención de todos ellos y haciendo además cuantiosos donativos para embellecer y agrandar sus construcciones.

Mientras duró el Imperio, el templo del Gran Lama y su seminario de bonzos fueron tan cerrados y hostiles al extranjero como la Ciudad Prohibida. Con el triunfo de la República, llegaron para este monasterio la pobreza y el olvido. Los republicanos chinos son indiferentes en materias religiosas o profesan la filosofía de Confucio, el más alto personaje nacional.

Para poder vivir han abierto los bonzos el templo del Gran Lama y lo muestran lo mismo que un museo. Algunos de ellos hasta aprendieron unas pocas palabras de inglés para pedir propina a los visitantes.

Como todos los monumentos chinos, es una agrupación de edificios sueltos, con patios enlosados de granito y un jardín de cedros seculares. En todo el Extremo Oriente no he visto nada que dé una impresión tan absoluta de vejez como este templo caído en la pobreza. Los edificios de Occidente, hechos de piedra, adquieren con el abandono y la ruina un aspecto sombrío y majestuoso. Las construcciones asiáticas, compuestas de mármol cincelado que toma a través de los siglos un tono de marfil con caries, de ladrillos vidriados, de tejas coloreadas y barnizadas, de maderas que se desconchan dejando caer escamas de laca y de oro, hacen pensar en una momia de las que mantienen sobre su costillaje, al quedar expuestas a la luz, harapos bordados, restos de afeites, perfumes corrompidos, joyas empañadas por la tierra y los zumos cadavéricos.

Esta pagoda, majestuosa en otro tiempo, tiene ahora sus techumbres cubiertas de matorrales. Una variedad innúmera de plantas parásitas silvestremente floridas ha surgido entre las tejas, separándolas con el empuje de sus raíces. Los cuervos, eternos figurantes de todo cielo de Asia, revolotean sobre los patios o se alinean en los aleros, lanzando graznidos. Las maderas enormes de los techos están acribilladas por la carcoma y dejan caer poco a poco su corazón hecho polvo. Las columnas pierden sus estucos rojos y se motean de blanco con la viruela de la vejez.

Los habitantes de este monasterio parecen igualmente decrépitos y sonríen con una melancolía fatalista. Son bonzos sin edad, seres inclasificables, que tienen en el rostro una expresión de fanatismo y de rutina. Las ideas generosas del dulce Gautama se modificaron al ser interpretadas por numerosas generaciones de sacerdotes profesionales, y hoy no son más que un pretexto para ceremonias. Estos monjes del budismo han perdido de vista a Buda. Sólo conocen los actos del rito y los repiten automáticamente, sin sospechar su significado.

Vemos en uno de los santuarios la estatua gigantesca de Maitreya, o sea el Buda chino, imagen jovial, carillena, extremadamente panzuda, que hace reír a los mismos sacerdotes que le rinden culto. ¡Cuán lejos este coloso grotesco del sereno y noble solitario de Kamakura, esculpido igualmente por chinos!…

El interior de los santuarios es tan vetusto como las fachadas. Brilla el oro por todas partes, pero un oro agrietado, de resplandor agonizante, con grandes manchas negras. Algunos bonzos, para atraerse la generosidad de los curiosos, hacen sonar los dos instrumentos litúrgicos de todo templo budista: la campana y el timbal. Otros más inferiores, que son a modo de sacristanes, se han puesto su traje de ceremonia para guardar las puertas, manto rojo y anaranjado, con un gorro puntiagudo de idénticos colores, que recuerda la montera con que los artistas simbolizan a la Locura.

En las primeras horas de la mañana, cuando los bonzos celebran sus oficios, el aspecto general del templo ofrece todavía cierta magnificencia. Los oficiantes llevan sus capas pluviales rojas, de color de limón o de azafrán, parecidas a las del culto católico. Las únicas riquezas que conserva la pagoda de su esplendoroso pasado son las vestiduras rituales, regaladas muchas de ellas por remotas emperatrices.

Uno de los servidores del templo, mediante una propina extraordinaria, nos abre cierto santuario que puede llamarse secreto. En otros tiempos sólo lo veían los emperadores, y ahora, para entrar en él, hay que aprovechar la ausencia de los bonzos más importantes. Este pequeño y misterioso escondrijo contiene varias imágenes fálicas, traídas del Tíbet hace siglos, que representan el acto de la procreación con un naturalismo sin tapujos. Además, el sacristán budista nos proporciona las señas de ciertos artífices chinos que venden reproducciones en bronce de estas esculturas divinas, tan solemnemente ingenuas, que a pesar de sus gestos no resultan pornográficas.

Otro de los servidores, decrépito y vacilante, como todo lo que nos rodea, cuenta con balbuceos, traducidos por nuestro intérprete, la historia milagrosa de un Buda de cara feroz que toca el techo con su cabeza. Todo él está tallado en un árbol del Tíbet. Un emperador de Pekín vio en sueños la imagen, y envió a un santo bonzo a la remota ciudad tibetana para saber si realmente existía. El hombre de Dios encontró la imagen en Lhassa, y sin vacilar se la echó a cuestas, emprendiendo el regreso a la China. (Necesito advertir que la imagen es un coloso de varios metros de altura y pesa indudablemente una cantidad respetable de toneladas. Pero en materia de milagros deben pasarse por alto estos pequeños detalles.) En su viaje de vuelta tuvo que atravesar el bonzo la Siberia rusa, y como no conocía el idioma del país se vio en grandes peligros. Pero el Buda que llevaba a sus espaldas era poseedor de todos los idiomas de los hombres y se encargó de hablar en ruso por él, sacándolo de apuros.

A pesar de la pobreza mental de sus actuales habitantes, este monasterio despierta gran interés cuando se recuerda lo que representó para China, hace muchos siglos, la introducción del budismo. La nueva religión despertó la vida espiritual del país. Numerosos chinos, ansiosos de saber, emprendieron largas y penosas peregrinaciones hacia el remoto Tíbet, donde eran guardados en toda su pureza los recuerdos y las doctrinas de Buda. Tuvieron que atravesar países bárbaros, siempre en guerra; arrostraron la esclavitud y la muerte, y tales viajes emprendidos con un fin puramente teológico sirvieron para aportar a la cerrada China nociones geográficas y relatos de costumbres de otros pueblos, hasta entonces desconocidos.

En las inmediaciones del templo del Gran Lama existe el de Confucio y su anexo llamado el Salón de los Clásicos.

Confucio es el primero de los chinos. De los quinientos millones de seres que pueblan este país, muy pocos recuerdan los nombres de sus emperadores, ni aun los de aquellos que figuran gloriosamente en su historia. Pero ninguno ignora quién fue Kung-Tsé, nombre chino de Confucio. No hay ejemplo de que un varón ilustre de Occidente haya llegado a una celebridad tan absoluta. En este país, donde cargos y honores no son transferibles, y los herederos de los mandarines más poderosos vuelven a sumirse en las últimas capas sociales si no logran a su vez conquistar por el estudio y el examen la posición de sus padres, la única nobleza reconocida es la de los descendientes de dicho filósofo. La República, que se muestra ajena a todas las religiones del país, ha acrecentado aún más la fama de Confucio, tributándole un culto nacional. En ningún pueblo se vio jamás rendir tales honores a un moralista, conservándole su condición simple de hombre, sin pretender convertirlo en hijo de Dios.

En realidad, el pueblo chino, a pesar de su rutinarismo, fue siempre el más respetuoso para la inteligencia, y este respeto viene durando miles de años, sin ningún eclipse. Los invasores mogoles y manchúes eran bárbaros de a caballo, que sólo creían en la fuerza y encontraban insípida la existencia sin las aventuras y peligros de la guerra. Y sin embargo, para poder reinar sobre tan vasto Imperio, tuvieron que amoldarse a las costumbres tradicionales, dejando que marchasen en su cortejo los mandarines letrados a la derecha y los mandarines militares a la izquierda.

Los antiguos ejércitos chinos hasta tenían una organización literaria. Los jefes y oficiales se titulaban, según sus grados, «doctores en armas» y «bachilleres». Para ser bachiller bastaba manejar hábilmente el sable, la espada y la ballesta, dando pruebas, en un riguroso examen, de estar ejercitados igualmente en la equitación y la gimnasia. El grado de doctor sólo se otorgaba a los que poseían conocimientos profundos de estrategia y eran capaces de dirigir un ejército y atacar o defender una plaza.

Mostraron los emperadores tártaros gran empeño en dar el primero de los lugares a los «graduados en armas», pero no pudieron conseguirlo. La opinión pública estableció siempre una diferencia entre los doctores civiles y los doctores militares, respetando más a los primeros. Muchos siglos antes de Cicerón, este pueblo había puesto en práctica su Cedant arma togae.

Confucio tiene un predecesor, el moralista Lao-Tseu o Laotsé. Este espíritu puro y superior vivió seiscientos años antes de nuestra era y un siglo antes que Confucio. Pero Laotsé tuvo la desgracia de dar motivo después de muerto a una religión de supersticiones y magias que es la seguida por el populacho chino, y esto ha rodeado su memoria de un sinnúmero de leyendas que la desfiguran de un modo lamentable. El fondo del llamado taoísmo es una filosofía que recomienda el anonadamiento de las pasiones materiales, el alejamiento de los placeres del mundo, la contemplación de la naturaleza divina para confundirse con ella, como las aguas de una fuente vuelven al mar del que proceden.

No creó Confucio una religión, pero su vida pura sirve de ejemplo a todos los chinos. En las escuelas se repiten sus aforismos morales y sus cantos elegíacos, pues este filósofo fue al mismo tiempo un poeta y un amante apasionado de la música.

Haciendo un breve parangón entre los dos grandes conductores del pueblo chino, puede decirse que Laotsé se preocupó más del hombre que de la humanidad. Según él, la vida es un período transitorio y su objeto principal debe ser puramente contemplativo. La filosofía moralista de Laotsé resulta estéril para la felicidad común. Confucio, por el contrario, pensó en la sociedad más que en el hombre, fundando aquélla sobre las leyes de la más generosa moral. Para él, la virtud no consiste únicamente en abstenerse de acciones condenables. Hay que ser útil además a los otros seres, contribuyendo activamente a la felicidad de todos.

El uno considera la civilización como causa de la decadencia del género humano; el otro la acepta como el mayor destino del hombre sobre la tierra. El primero se pierde en las profundidades de la metafísica, el segundo propuso leyes y costumbres, muchas de las cuales rigen hoy la vida superior del pueblo chino. Laotsé fue un gran filósofo, Confucio un gran legislador.

«Responde al mal con la justicia y a la bondad con la bondad.» Así habló Laotsé cuando aún faltaban seis siglos para el nacimiento de Jesús. «Trata a los demás hombres como tú deseas que te traten a ti.» Esto lo dijo Confucio quinientos años antes de la era cristiana.

Mientras en los otros países se dedicaban templos a dioses imaginarios y muchas veces crueles, la nación china los elevó a un simple hombre, porque fue apóstol de la dulzura humana; de la moral y la virtud. El templo de Confucio en Pekín es de majestuosa simplicidad, muy grande, pero solemnemente vacío. Sus paredes no contienen imágenes; su principal adorno es una calma absoluta. Las columnas y las murallas, de un rojo uniforme, sólo tienen ligeros toques de oro. Después de haber visto la exorbitante profusión de dioses y monstruos en las pagodas, los ojos parecen descansar placenteramente en este vasto local sin ídolos y sin tallados. En el centro, como único adorno, hay un ramo gigantesco de lotos surgiendo de un vaso de bronce de iguales dimensiones.

Nichos abiertos en los muros de color sanguíneo contienen pequeños obeliscos de piedra. En sus lados están grabadas sentencias morales de los filósofos a cuya gloria fueron erigidos estos monumentos simples. La piedra de Confucio es más grande y parece presidir a las otras, ocupando un sitio preferente, el mismo del altar mayor en los templos. A ambos lados de ella están las piedras representativas de sus cuatro asociados (uno de los cuales fue su célebre continuador Mencio), de sus doce discípulos más ilustres, y de setenta y dos discípulos menores, alineados con arreglo a fechas y méritos.

En este panteón severo, que nunca guardó cadáveres, y en la próxima sala, llamada de los Clásicos, donde se reúne algunas veces la Academia de Pekín, no se desarrolla ningún acto con carácter religioso. En realidad, Confucio fue un moralista que se mantuvo al margen de las religiones positivas. Todas, incluso el catolicismo, pueden admitir su moral y amoldar a sus doctrinas la personalidad del filósofo. Sólo una vez por año el presidente de la República viene al templo con su cortejo de grandes funcionarios —como venía antes el emperador— para tributar un homenaje al más grande de los chinos en presencia de los alumnos de las escuelas, y una música acompaña los coros de voces infantiles cuando éstas entonan los viejos himnos del poeta de la moral.

Los dos templos indiscutiblemente más antiguos de Pekín se hallan en el extremo opuesto, al principio de la Ciudad China, según se llega por el camino del sur, y en ellos se ha rendido culto hasta hace poco a las nociones religiosas de las primeras dinastías, con ceremonias que datan de más de tres mil años. Son el templo del Cielo y el templo de la Agricultura.

Cada uno de ellos está formado por una aglomeración de capillas y los dos tienen en torno un parque de árboles centenarios, que adquirieron enormes proporciones. Únicamente separa a ambos parques sagrados la famosa calle de Enfrente, al avanzar recta por el centro de Pekín desde la puerta de igual nombre en la muralla de la Ciudad Tártara, a la puerta del sur que da entrada a la Ciudad China.

La puerta y la calle se llaman de Enfrente (Chien-Men) porque están en el mismo eje que pasa por el centro del palacio imperial y por mitad también del Salón del Trono, donde daba audiencia el Hijo del Cielo. Éste, sin moverse de su asiento, si hacía abrir las puertas de los tres recintos fortificados de la Ciudad Imperial y la puerta del muro de la Ciudad Tártara, podía ver toda la longitud de la calle de Enfrente, bordeada de edificios y hormigueante de muchedumbre, en una extensión de diez kilómetros.

Una vez al año seguía el emperador este camino para ir al templo del Cielo. Esta solemnidad era el día del solsticio de invierno. Jamás en el resto del año atravesaba el divino monarca las calles de su capital. No por ello lograban los súbditos ver su rostro el día de la citada fiesta. Los habitantes de la calle de Enmedio debían permanecer recluidos en sus casas, con pena de muerte si osaban mirar por una rendija. Las calles adyacentes quedaban cerradas con altas vallas. Debía ser un espectáculo interesante la marcha lenta y aparatosa del cortejo imperial por esta amplia avenida, completamente desierta.

Hace ocho años todavía era el Chien-Men la calle más «pintoresca» de la China. Hoy sus edificios siguen ocupados por los primeros comercios de Pekín; pero un incendio destruyó las antiguas fachadas de sus tiendas, todas ellas con celosías cubiertas de oro viejo y la madera tallada en forma de flores, ramajes y dragones.

El comerciante chino, inventor del anuncio, sigue poniendo en sus puertas grandes tableros avanzados sobre la calle, con inscripciones doradas y dibujos quiméricos en sus dos superficies. Dicho ornato industrial da una originalidad animada y colorinesca al Chien-Men, de perspectiva interminable. Pero los que pudieron ver esta calle antes del incendio se hacen lenguas de la suntuosidad artística que ofrecían las fachadas de sus tiendas, cubiertas de sólidos encajes dorados.

Atravesamos las avenidas del parque que rodea el templo del Cielo. Es tan extenso este bosque situado en el interior de una ciudad amurallada, que hay que usar la ricsha para visitar todos los edificios esparcidos en sus arboledas. Se comprende la admiración de los primeros blancos que visitaron Pekín cuando las grandes urbes de Europa aún no habían trazado sus parques actuales. Resultaba inaudito encontrar dentro de una ciudad fortificada estas arboledas de límite invisible, que parecen crecer en pleno campo. Además, el Chien-Men era entonces la única calle del mundo con cincuenta metros de anchura.

Vamos visitando los edificios sagrados anexos al verdadero templo. Estas construcciones, no muy altas, tienen sus gruesos muros pintados con un rojo oscuro de sangre, que es aquí el color de las construcciones majestuosas y cubre uniformemente palacios y templos. Las tejas son de un azul cerúleo, en armonía con el culto celeste. Puentes de mármol se encorvan sin objeto sobre anchos fosos invadidos por la hierba. Antes corría por estos canales un agua verdosa y clarísima, en la que nadaban todas las especies fantásticas e inverosímiles de la fauna fluvial del país: peces rojos, dorados, violeta, de ojos telescópicos y monstruosos, arrastrando una larguísima falda transparente de bailarina, moviendo sus nadaderas sutiles y amplias como manteletas de encaje.

Subiendo escalinatas de mármol partidas por el «sendero imperial», llegamos al altar del sacrificio. A primera vista parece demasiado bajo, en relación con la arboleda y los otros edificios del parque. Pero los chinos no aman la enormidad en sus monumentos; buscan su belleza en la armonía de las proporciones, con arreglo a la educación de sus ojos. Este altar se compone de tres torres bajas y anchas, superpuestas en ángulos entrantes. Los tres rellanos son de mármol blanquísimo y uniforme, habiendo concentrado los escultores toda su labor en las barandas.

Cada una de dichas mesetas está separada de las otras por escalinatas de nueve peldaños. El 9 es el número sagrado de los chinos, como el 7 lo fue de los pueblos cristianos. La primitiva religión del país tiene nueve cielos; su antigua ciencia da a la tierra nueve grados; las divisiones del tiempo y del espacio se basan siempre sobre el citado número.

Subía el emperador, en una mañana brumosa y frígida de nuestro mes de diciembre, a la plataforma más alta de dicho altar, para rendir sacrificio a sus padres, los señores del cielo. En esta ceremonia vestía una túnica de piel de cordero negro, forrada interiormente de zorro blanco, y encima un gabán de seda, en el que estaban bordados los dos dragones celestiales, el sol, la luna y las estrellas.

Él era el único que se erguía en la última meseta del cono truncado. Los personajes de su séquito quedaban inmóviles en los peldaños de las tres series de escalinatas: los letrados a la derecha, los guerreros a la izquierda. Y el soberano iba ofreciendo a los espíritus celestes las viandas preparadas para esta ceremonia, los rollos escritos en pergamino y en seda, un novillo sin ningún defecto, un disco de lapislázuli. El público silencioso de altos dignatarios no ignoraba que el Hijo del Cielo se había preparado para esta ceremonia con ayunos y largos exámenes de conciencia, siendo la pureza de su alma y los virtuosos deseos de hacer a su pueblo feliz la principal ofrenda dedicada a sus mayores, que le estaban mirando desde lo alto del cielo.

Iba acompañada la ceremonia por músicas litúrgicas. En un pabellón de este mismo parque se guardan muchos instrumentos empleados en dicha fiesta. Son grandes tambores, címbalos y gongs. También hay arpas enormes que tienen por base cisnes y perros azules con melena de león.

Después del triple altar se llega por una avenida al verdadero templo del Cielo, especie de rotonda cuya cúpula se halla sostenida por columnas de laca roja. En sus muros circulares brilla una falsa primavera de flores de oro.

Seis religiones vienen existiendo en la China hace muchos siglos. Tres de ellas poseen a la mayoría de la nación: el taoísmo, el confucionismo y el budismo. (El taoísmo es la religión basada en las doctrinas de Laotsé. Éste llamó Tao a la razón que gobierna el mundo, o sea la suprema virtud.) Además, el islamismo, el cristianismo y el judaísmo tienen numerosos adeptos. Sus comunidades resultan sin embargo de poca importancia comparadas con la enorme cifra de la población china; los cristianos no pasan de dos millones; los judíos son menos, y los mahometanos, más numerosos, sólo llegan a veinte millones.

El confucionismo es la religión de los letrados; el taoísmo y el budismo, religiones del pueblo, cuentan sus fieles por centenares de millones. Las tres se asocian fraternalmente, tomándose unas a otras doctrinas y ritos y absteniéndose de todo proselitismo. A pesar de su tolerancia miran con recelo a los misioneros cristianos, porque se han inmiscuido muchas veces en los asuntos políticos del país, protegiendo a terribles malhechores convertidos a sus creencias para escapar a la justicia. Tampoco aman a los chinos musulmanes, a causa de su insurrección en 1856, que duró nueve años.

Los emperadores, respetuosos siempre para las varias religiones de sus súbditos, sólo rendían culto al cielo y manifestaban además un agradecimiento místico a la tierra arada, sustentadora de la nación.

El templo de la Agricultura, vecino al del Cielo, tiene un parque menos extenso que el de éste, pero sus proporciones resultarían extraordinarias en muchas capitales de Europa. El mismo emperador, que ofrecía con sus manos un tributo a los dioses celestes en el solsticio de invierno, celebraba otra ceremonia religiosa al llegar la época en que son aradas las tierras. En presencia de sus cortesanos y con todo el aparato de un acto de gobierno, el Hijo del Cielo empuñaba la esteva de un arado amarillo al que iban uncidos dos bueyes con cuernos dorados y labraba un trozo de campo sin ayuda de nadie, sembrándolo después.

Éste es el pueblo que dio a la humanidad la seda, el arroz, el naranjo y otros frutos preciosos. La corte imperial, al venerar religiosamente el cultivo de la tierra, adoraba la gloria de su propia nación.

La maestría y el entusiasmo aportados por los chinos a las labores agrícolas han acabado por hacer sufrir una molestia obsesionante a los extranjeros, dificultando su vida mientras permanecen en el país. Estos agricultores intensivos se preocuparon de los abonos hace miles de años, cuando nadie en nuestro mundo tenía la menor idea de lo que pudiera ser un fertilizante. Y de todas las materias que reconstituyen y tonifican las fuerzas germinativas del suelo, la más preferida por ellos es la de procedencia humana.

Ya dije algo de esta predilección con motivo de cierto encuentro en una calle de Kioto. Es verdad que el chino mezcla la citada materia con otras para dosificar sus energías fecundantes, pero no resulta menos cierto que todas las plantas de sus admirables huertas tienen al pie invariablemente algo que pasó por una letrina.

En los hoteles importantes de Pekín y otras ciudades, los directores, para tranquilidad de la clientela, fijan un anuncio en el vestíbulo afirmando rotundamente que todas las hortalizas preparadas en su cocina proceden de terrenos propiedad del establecimiento cultivados a estilo europeo.

Ríe el chino de los escrúpulos y ascos de la gente occidental. Establece comparaciones entre el estiércol podrido de cuadra que empleamos en nuestros campos y la materia preferida por él, no pudiendo comprender por qué razón los detritus de las personas deben ser más repugnantes que los proporcionados por los animales, y acaba compadeciéndonos, como si fuésemos unos niños incoherentes y caprichosos.

Como el abono humano es el más apreciado de todos, el acto de producirlo no representa algo vergonzoso e inmundo, como en nuestros países, desarrollándose públicamente con la mayor tranquilidad. Dentro de Pekín, la policía de la República vela por dar a la capital una disciplina europea, y no permite en las calles principales estos desahogos a lo chino, tan apreciados por la agricultura. Pero al pasar en ricsha o automóvil por las vías apartadas o por las afueras, siempre se encuentra algún chino en cuclillas, con un pedazo de diario en la mano, cuya lectura no le interesa, y que sonríe al transeúnte sin cambiar de postura. Algunas veces no está solo, y a continuación de él se extiende una larga fila de compatriotas con el mismo encogimiento y no menor tranquilidad.

Todo agricultor se preocupa de instalar en sus campos una letrina cerca del camino para que la use el viandante. Escoge para esto el lugar más agradable: la sombra de un árbol frondoso, un grupo de arbustos floridos. Hasta hay quien afirma que los más letrados colocan en dichos lugares carteles con versos, rogando al transeúnte que haga alto y deje su recuerdo.

Pero yo no los he visto.