La ciudad más grande del mundo.—Las antiguas calles y sus muchedumbres.—Casas, muebles y gorros.—Los casamientos.—Los pies de las chinas.—Vanidad con que las mujeres a estilo antiguo aprecian su deformación.—Las damas manchúes.—La cocina china y sus horripilantes picadillos.—Vinos de animales.—Los cocineros chinos esparcidos por el mundo.—Sus caprichos de artista.—Lo que vio una dama al bajar a su cocina, y la respuesta del cocinero para que todos quedasen contentos.
A mediados del siglo XIX era Pekín la ciudad más grande del mundo. Londres encerraba escasamente millón y medio de habitantes; Nueva York y París, muchos menos. Pekín tenía el mismo vecindario que ahora: dos millones y medio de seres.
Su área era también superior a la de todas las grandes urbes de Occidente, por apreciarse las categorías de los personajes chinos con arreglo a la extensión de terreno que ocupan sus viviendas. Por eso en todas las construcciones de algún valor procuran los arquitectos engañar al visitante con perspectivas hábilmente dispuestas, que agrandan las proporciones de los edificios y especialmente la amplitud de los jardines.
La población de Pekín ha parecido siempre dos o tres veces más numerosa de lo que es en realidad, por las ceremonias de la etiqueta china y las costumbres especiales del país. En tiempo del Imperio ningún personaje salía a la calle sin ir en un palanquín llevado a hombros y con largo séquito de domésticos. Los mandarines allegados al emperador debían ir seguidos cuando menos de cien acompañantes. Los jueces, al dirigirse a los sitios donde administraban justicia, llevaban detrás de ellos todo su tribunal formado en procesión: secretarios, procuradores, alguaciles y litigantes. Los mandarines militares, a partir de un grado equivalente al nuestro de capitán, iban con una escolta de jinetes. Esta escolta, según la importancia del jefe, llegaba a convertirse en nutrido escuadrón. Todos galopaban sin orden determinado, pero procurando mantener al personaje en el centro del grupo.
Además llenaban las calles, de sol a sol, los pequeños cortejos de los particulares. Éstos se consideraban desprestigiados si no hacían sus visitas en un palanquín con numerosos servidores. Unos se relevaban para el sostenimiento de la pequeña casa portátil, otros llevaban los objetos usuales de su dueño: el quitasol, el abanico, la pipa, etc.
Otro motivo de gran afluencia en las calles del Pekín imperial era la costumbre de trabajar a domicilio, observada por los menestrales desde tiempos remotos. El carpintero, el herrero, el sastre, circulaban por la ciudad con sus oficiales y aprendices, llevando las materias y herramientas para su trabajo. Hasta los impresores iban a las casas de los letrados con su prensa, sus resmas de papel y sus tarros de tinta para imprimir libros. Los autores guardaban en su domicilio las planchas de madera grabadas, cada una de las cuales era una página, y no tenían más que sacarlas a la puerta para que el impresor fabricase en unas cuantas horas centenares de volúmenes, tirados en un papel sutil, de dobles planas, plegadas y sin cortar, forma que todavía subsiste.
El tercer motivo de aglomeración en las vías públicas era que en Pekín todo se hacía a brazo, y el transporte de maderos y ladrillos para las obras del gobierno y los edificios particulares exigía largos rosarios de atletas doblados bajo pesos abrumadores.
Hoy la vida antigua de la ciudad está modificada. Han desaparecido casi por completo los palanquines, como ocurrió en las ciudades japonesas. La ricsha, más ligera y que sólo exige un hombre para su manejo, ha democratizado la circulación.
Son los blancos quienes implantaron este nuevo medio de transporte en el Extremo Oriente. Algunos misioneros norteamericanos, viejos y achacosos, al establecerse en el Japón en 1860, se hicieron llevar por naturales del país en carruajitos de tal especie. Los japoneses se apropiaron la innovación, creando la koruma, y del Imperio del Sol Naciente han copiado el uso de su ricsha los chinos y otros pueblos asiáticos. Antes sólo podían ir en palanquín los mandarines y los comerciantes ricos; ahora todos los chinos que gozan de un pequeño bienestar usan la ricsha. Esto ha aumentado la afluencia en las calles, pero con un tono uniforme y oscuro, sin la brillantez colorinesca de los antiguos cortejos.
Algunos próceres chinos apegados a la tradición se niegan a aceptar el automóvil, como muchos de sus compatriotas que viajaron por los países occidentales. Tampoco se atreven a resucitar el antiguo palanquín, y dan sus paseos en unas berlinas azules, de ruedas doradas, con el interior forrado de seda gris perla. En estos carruajes vistosos, tapizados como un tocador de dama, no hacen mala figura los personajes de la antigua corte, chinos de aventajada estatura, algo gruesos, con ricas vestimentas de seda azul. Dos caballitos mogoles, de exigua talla con relación al vehículo, tiran de éste, y a veces se muerden entre ellos, obligando a echar pie a tierra a uno de los lacayos para ponerlos en paz.
Al ser de un solo piso, las casas están compuestas de numerosos pabellones separados por patios y jardines. Los chinos son los únicos en el Extremo Oriente semejantes a nosotros por su mueblaje. Se sientan en sillas y no en el suelo, comen sobre una mesa, duermen en camas. En sus salones, el gran lujo son los biombos. Sus diversas hojas contienen paisajes y escenas de la vida ordinaria, pintados con minuciosa observación. En todas las viviendas de alguna comodidad, los pisos tienen debajo de ellos tubos de piedra que transmiten el calor de una hoguera encendida en el subterráneo.
Una contradicción artística de este pueblo. Ama las líneas simples en su arquitectura; algunos de sus edificios célebres parecen diseños geométricos, y en cambio muestra horror por la línea recta cuando fabrica muebles y objetos de lujo. Talla la madera y los metales con ondulaciones reptilescas. Los contornos de sillas y mesas parecen estar formados con una interminable curva vermicular. El eterno modelo es un dragón, con sus enroscamientos escamosos.
Este pueblo que durante siglos vistió de un modo uniforme, obedeciendo las leyes suntuarias decretadas por el Hijo del Cielo, conserva por tradición el mismo corte de traje en los diversos grados sociales. La importancia de las personas se aprecia únicamente por la riqueza de las telas que usan.
La elegancia y el rango de cada uno se concentra en el gorro o solideo que cubre su cabeza. En él se exhiben los signos honoríficos, iguales a las condecoraciones que los mandarines civiles de Europa se colocan sobre el pecho en forma de cruces y los mandarines militares sobre los hombros en forma de charreteras. Cada tocado indica la categoría de su portador por medio del botón que lo termina. Unas veces el botón es de seda, otras de oro o de piedras preciosas, abarcando su simbolismo todas las dignidades, hasta las puramente literarias. Además, los mandarines letrados, para demostrar su alejamiento de los trabajos materiales, se dejaron crecer hasta hace poco las uñas de sus manos. Sólo las exhibían en días de ceremonia, guardándolas el tiempo restante metidas en fundas de bambú.
Bien sabida es la enorme influencia del llamado Código de los Ritos en este país ceremonioso. La gran sabiduría para la China imperial consistió en conocer la mayor cantidad de palabras y todas las reglas de una complicadísima etiqueta. La escritura china, que es ideológica, no tiene letras sueltas. Cada signo es una palabra, y la gran ciencia consiste en poder guardar en la memoria veinte mil, treinta mil y hasta cuarenta mil de ellos, y tenerlos igualmente prontos al extremo del pincel que sirve de pluma. El que además llegaba a dominar todos los enrevesamientos interminables de la etiqueta se consideraba apto para los más altos cargos del gobierno, pues éstos se obtenían siempre por examen. Hoy todo ha cambiado, y los letrados que figuran en la República china saben algo más que palabras sin ideas o cortesías interminables y falsas.
La autoridad despótica del padre mantuvo hasta hace poco un régimen absurdo dentro de las familias. Los hijos nunca eran consultados para su casamiento, lo mismo que en el antiguo Japón. Con frecuencia, dos amigos faltos aún de descendientes se prometían de un modo solemnísimo unir en matrimonio los hijos que pudieran tener más adelante, si eran de sexo distinto. La solemnidad de tal promesa consistía en desgarrarse la túnica en dos pedazos, dándose recíprocamente la mitad. El Código de los Ritos protestó en vano contra estas absurdas costumbres. Los padres celosos de su poder absoluto siguieron casando a los hijos según su capricho o su interés, y vendiendo sus hijas al marido que ofrecía más.
En las provincias del interior todavía es el casamiento un juego de azar para el hombre. Como los chinos tradicionalistas mantienen a sus hijas reclusas, el que desea contraer matrimonio se vale de los oficios de viejas casamenteras, sometidas por las antiguas leyes, en caso de engaño, a severísimas penas, que algunas veces llegaban hasta la estrangulación.
A pesar de tales amenazas de la ley, las casamenteras, sobornadas por los padres, engañan casi siempre a los novios, exagerando descaradamente las gracias y los méritos de sus futuras. Como el marido ve por primera vez a su esposa al abrir la portezuela del palanquín que la trae a su casa, no le queda otro recurso, si le han engañado con falsos informes sobre su belleza, que devolverla inmediatamente a sus padres, dando por terminada la fiesta y despidiendo al ruidoso cortejo de músicos e invitados. Pero esto se ve con más frecuencia en las comedias chinas que en la realidad, ya que el marido, si adopta tal resolución, pierde el dinero que dio al suegro por obtener a su hija, así como los regalos que lleva hechos.
El juego es la gran pasión del populacho, desarrollándose este vicio especialmente en las provincias del sur. La diversión que más le entusiasma, los fuegos artificiales. Los pirotécnicos de Europa copiaron mucho de los de aquí, pero en realidad nunca han llegado a dar a sus obras la duración y el brillo de los fuegos chinos.
Hoy se usa en Pekín la tarjeta de visita como en Europa. La única variante consiste en estar impresa por ambas caras: a un lado en caracteres chinos, al otro en letras occidentales. En tiempo del Imperio, la tarjeta, originaria de aquí, era de enormes dimensiones, y tenía tres emblemas representando las tres felicidades más grandes que puede obtener un chino: un heredero, un empleo público y una vida larguísima, simbolizados por las figuras de un niño, un mandarín y una cigüeña.
Al circular por las calles de Pekín sentí inmediatamente cierta curiosidad que hace mirar al suelo a todos los extranjeros. Deseaba ver los pies de las chinas.
Una de las primeras reformas de la República fue abolir la bárbara costumbre que estropea los pies de las mujeres para hacerlos extremadamente pequeños. Ahora existe ya toda una generación de adolescentes con los pies intactos, iguales a los de las otras mujeres; pero a los pocos días de circular por Pekín se van encontrando damas de la burguesía y de la aristocracia con las extremidades desfiguradas por tan absurda costumbre, muchas de ellas todavía jóvenes, de veintiocho o treinta años de edad.
Esta deformación no es de origen antiquísimo, como se imaginan algunos. Data del siglo X, y no se comprende cómo pudo generalizarse en tan vasto Imperio. Los invasores tártaros tuvieron el buen sentido de no imitar dicho uso de los vencidos, y sus mujeres, nueva aristocracia del país, dejaron crecer sus pies en libertad, sin considerarse por ello menos hermosas que las chinas tradicionales. Lo más censurable fue que las mujeres del pueblo, por imitar a las de arriba, comprimieron igualmente los pies de sus hijas, y millones de hembras han tenido que ganarse la subsistencia trabajando, a pesar de faltarles un sólido apoyo por culpa de sus extremidades deformadas.
Todos saben cómo se realiza esta tortura, obligando a las niñas a usar diminutos zapatos de metal, que sólo abandonan cuando son mujeres. Los dedos se doblan y se anquilosan, quedando adheridos a las plantas de los pies, y éstos no son al fin más que dos muñones dentro de un calzado que por su forma redonda se asemeja a las pezuñas de ciertos animales.
Las mujeres que sufrieron tal mutilación marchan con una dificultad que causa cierta angustia al observador la primera vez que las ve. Avanzan con igual movimiento que una persona montada en zancos; parece que sus rodillas no pueden doblarse; se balancean con un contoneo grotesco, semejante al del pato. Y sin embargo, los poetas chinos han cantado en el curso de los siglos este andar torpe, comparándolo con los balanceos de la flor, con el sauce llorón, etc.
A pesar de la dificultad que sufren en sus movimientos, siempre están las chinas dispuestas a pasear, y lo que lamentan es que sus esposos y padres no les concedan mayor libertad. No es la deformación de sus pies lo que las hace sedentarias, sino la dureza del régimen familiar. Todas llevan pantalones de seda azul, muy anchos de boca, y resulta cómico y triste a un tiempo ver salir de dicha funda ondeante una pantorrilla enjuta, toda hueso, con media blanca, rematada por un muñón y una pezuñita de raso negro, sostenida por cintas, que hace oficio de zapato.
Según dicen algunos que por sus observaciones íntimas pueden estar bien enterados, esta estúpida amputación pedestre anquilosa la pantorrilla femenil, haciéndola de una delgadez esquelética, pero en cambio engruesa el muslo y sus vecindades superiores, particularidad plástica que parece muy de acuerdo con la estética china. He encontrado en los museos y jardines ex imperiales muchas de estas damas balanceantes y casi faltas de pies. Reían con cierta vanidad al notar nuestra sorpresa y la atención con que mirábamos sus extremidades. Exageraban sus movimientos para que no sintiésemos duda alguna sobre su agilidad. Hacían toda clase de remilgos y monadas, como niñas traviesas.
Las mujeres chinas son más grandes que las del Japón. Algunas de ellas, a no ser por sus ojitos oblicuos, pasarían por europeas, a causa de su tez blanca y sus formas redondeadas. Todas se pintan el rostro, jóvenes y maduras. Emplean el negro para dar a sus cejas la forma de un semicírculo y se colocan una mancha de bermellón en el labio inferior. Las damas de origen manchú usan como signo de nobleza el peinado de su raza, un lazo parecido al de las alsacianas hecho con sus cabellos. Las más de las chinas son de naricita corta; las manchúes tienen un perfil aquilino y soberbio de raza de presa.
Otro signo de aristocracia histórica en estas últimas es el no usar ningún carruaje de origen europeo. Su vehículo nobiliario está representado por la vieja carreta manchú. Yo he visto en un camino, cerca del Palacio de Verano, a varias princesas de la antigua corte imperial, una de ellas tía del joven ex emperador. Todas iban pintadas y con su peinado en forma de lazo, ocupando una especie de carreta de labriego tirada por dos caballitos manchúes. Sus asientos eran almohadas puestas sobre el fondo de tablas del vehículo, y como éste carecía de muelles, en cada bache de la ruta sus altezas y excelencias tenían que agarrarse a los varales para no rodar fuera de él. Una pintora norteamericana, antigua retratista de la emperatriz regente, que tuvo la bondad de mostrarme el Palacio de Verano, hizo detenerse la carreta para saludar a las amigas de su época gloriosa, y yo gocé el honor de cruzar varias sonrisas con estos fantasmas del pasado, sin entender ninguna de sus palabras.
Gracias a la cocina del país volvemos a encontrar la China de costumbres extrañas y originalidades desconcertantes que tanto nos asombró de niños en los libros. Los gastrónomos de esta tierra son los que han hecho retroceder hasta un límite más remoto el catálogo de las materias utilizadas por el estómago humano. En las carnicerías venden gatos y perros, que, según afirman los conocedores, fueron cebados con arroz, estando sujetos a una argolla día y noche para su engorde. Como este consumo podría ser causa de que las ratas, libres de enemigos, se multiplicasen de un modo peligroso, también las venden en los mismos establecimientos, desolladas y formando manojos de a docena, unidas por los rabos. El chino aburrido de comer arroz con cerdo emplea dichas carnes como variantes. ¡Y pensar que este país es el del faisán, abundando tanto como la gallina!…
La gran especialidad gastronómica nacional es la de los picadillos que se sirven al principio de todo banquete. Hay unas cuarenta clases de picadillos, entrando en tales platos los componentes más inverosímiles: gusanos de tierra, cucarachas enormes, de un negro brillantísimo, que he visto vender en las calles, huevos empollados con sus pequeños fetos, capullos de seda hervidos conservando sus larvas…
Salsas y trituraciones modifican el aspecto y el gusto de estos picadillos. En idéntica forma son presentados los famosos nidos de golondrinas, filamentos gelatinosos, iguales por su aspecto a los fideos, y la aleta dorsal del tiburón, de la que se utiliza solamente las fibras de su base.
Algunos de estos manjares, que repugnan a nuestros estómagos, resultan costosísimos. Para hacer un simple plato de picadillo hay que dar caza a un tiburón, empleándose únicamente de tan enorme organismo un pequeño manojo de filamentos pegado al lomo.
He procurado evitar el conocimiento directo de estas singularidades gastronómicas; pero no me espantan ni me escandalizan. Mi humilde estómago europeo data de unos cuantos siglos nada más y está próximo aún a la nutrición monótona de nuestros silvestres antepasados. El estómago chino cuenta con una historia de 5.000 años, tiempo suficiente para que cocineros y comilones refinados llegasen en fuerza de inventos y caprichos a las más remotas y disparatadas combinaciones.
Nosotros también saboreamos manjares y bebemos líquidos que hubiesen dado náuseas a nuestros bisabuelos y tal vez a nuestros abuelos. Hoy mismo, la mayoría de las gentes que viven en los campos y en los barrios pobres no llegan a comprender cómo las personas de educación superior comen ostras y otros mariscos crudos, quesos fermentados abundantes en gusanos, o beben cerveza y ciertos aperitivos hediondos.
Muchos chinos opulentos se han arruinado dando banquetes a sus amigos. Estas comilonas, inverosímiles para los blancos, duran a veces una noche entera, desfilando sobre la mesa los platos más inauditos. Los patricios de Roma, con sus lampreas devoradoras de esclavos, no llegaron a la costosa extravagancia de los próceres chinescos.
Las supersticiones de la farmacopea nacional influyen en la confección de las bebidas. En algunas ciudades del sur hay restoranes famosos por sus bodegas, repletas de venerables tinajas que únicamente son abiertas para los conocedores ricos, capaces de pagar dignamente su contenido. Estas vasijas preciosas guardan «vino de mono», «vino de culebra», «vino de pollo», llamados así porque hace años se hallan dichos animales en maceración dentro de la tinaja, comunicando al líquido sus cualidades especiales. Según parece, el vino de mono es un excelente afrodisíaco; el de pollo evita las enfermedades del pecho, y el de reptiles da valor y ligereza. Algunos europeos que por engaño probaron el picadillo de gusanos de seda me afirman que tiene un sabor parecido al de las castañas hervidas.
Sin embargo, el chino es un excelente guisandero, y se le encuentra ahora en las cocinas de muchos hoteles, de muchos trasatlánticos y de importantes casas de América, lo mismo del Norte que del Sur. Siente una verdadera vocación por la química nutritiva, asimilándose fácilmente las combinaciones gastronómicas de los blancos. Luego las perfecciona con su paciencia sonriente y su despierto ingenio. Muchos arroces inventados por ellos figuran entre los mejores platos de la cocina moderna. En las ciudades de los Estados Unidos, los restoranes chinescos atraen siempre numerosa clientela. Las familias más acomodadas de algunas capitales de la América del Sur aprecian mucho a los cocineros chinos, por su laboriosidad y por las novedades que añaden a los guisos del país.
De vez en cuando estos amarillos, con su nerviosidad de artistas mimados, se permiten caprichos semejantes a los de un tenor célebre. Todos son jugadores, y al ir por la mañana al mercado, antes de hacer sus compras entran en el café de algún compatriota, para dedicarse con otros chinos a juegos de azar, de nombres poéticos y resultados terribles. Si pierden, dan a comer a sus amos con una parquedad inexplicable, cual si la población hubiese quedado sitiada de pronto. Cuando ganan, los sorprenden con un banquete inaudito, cual si se hubiesen trastornado las leyes económicas y todo lo diesen gratis en el mercado.
Lo peligroso en estos artistas admirables es que sienten con frecuencia la nostalgia del remoto país al que serán llevados cuando mueran, ya que para eso pagan todos los meses su cotización a una empresa encargada de repatriar cadáveres amarillos. Recuerdan los platos que comieron en su niñez guisados por su madre, y procuran resucitar en el fogón esta época de la vida, que es siempre para todos la más conmovedora…
En una ciudad histórica de América del Sur, los convidados de una familia aristocrática se hacían lenguas de cierto caldo preparado por el cocinero chino de la casa. Era un secreto profesional que el «maestro» se negaba a revelar.
La señora, excitada su curiosidad por el mutismo sonriente del chino, bajó un día a la cocina para sorprender el misterio de la marmita burbujeante. Al levantar la tapa y ver su interior, dio un grito de espanto. Una rata enorme subía y bajaba a impulsos del hervor, derramando sus jugos en el líquido.
Como la dama insistiese en sus exclamaciones de asco, el artista amarillo creyó llegado a su vez el momento de enfadarse. ¿A qué tantos extremos de asombro, como si presenciase algo inaudito?… Que cada cual siga sus gustos; lo importante es vivir todos en paz, tolerándose. Y en su español balbuciente y propenso al tuteo, dijo a la señora:
—No grites; todo arreglado. Caldo para ti, rata para mí.