La forma geométrica de Pekín.—La ciudad china, la ciudad tártara y la ciudad prohibida.—El edificio chino y la tienda de campaña.—Los geomantes y sus adivinaciones.—Los espíritus del Viento y del Agua.—La cuarta ciudad.—El barrio de las Legaciones y sus tropas visibles ocultas.—La seguridad de las calles de Pekín y la policía china.
Todas las mañanas, al saltar fuera de mi cama en el Grand Hotel des Wagons-Lits, siento la misma duda, y me pregunto:
—¿Estoy verdaderamente en Pekín?
El aspecto europeo de mi habitación me obliga a descorrer las cortinas de una ventana y limpiar sus vidrios, empañados por el frío exterior. Veo enfrente un canal, a un lado una muralla oscura, y al pie del hotel larga fila de cochecitos con las varas en el suelo, mientras sus conductores, cruzando los brazos sobre el pecho, abrigan sus manos conservándolas bajo los sobacos. Todos estos chinos miran a las ventanas, y uno de ellos que me llevó por la ciudad en días anteriores, al reconocer a su cliente, inicia una mímica apasionada para hacerme saber que me espera desde el alba.
Una vez más me convenzo de que estoy en Pekín, pero esto no impedirá que al despertar mañana sufra la misma duda. ¡Es tan extraordinario vivir en esta población, cuyo nombre aprendemos desde niños, como algo remotísimo que nunca llegaremos a ver!…
La gran ciudad china figura en nuestras primeras impresiones como un lugar inaudito de absurda lejanía. Cuando oíamos hablar, siendo pequeños, de alguna persona que se había alejado para siempre, decían: «Se fue a Pekín», y no era preciso añadir más. Los hombres de verbo enérgico, para concretar algo que no podría realizarse nunca o no tolerarían de ningún modo, afirmaban: «Ni aquí ni en Pekín», y todo quedaba dicho.
Esta capital misteriosa se hallaba al otro lado del planeta, debajo de nuestras plantas, y como sus habitantes, de ojitos oblicuos, sonrisa astuta y trenza en el cogote vivían cabeza abajo, era natural que todo lo hiciesen al revés que los blancos, lo que abría ante nuestra imaginación infantil una serie interminable de espectáculos grotescos y disparatados.
Me convenzo todas las mañanas de que estoy en Pekín e igualmente de que los chinos no son tan extravagantes como los creíamos en nuestra niñez. La vida moderna ha cambiado la fisonomía de todos los pueblos, hasta del Imperio chino, que parecía eterno como una momia y hoy es una República. Pero no obstante la general transformación, guarda esta ciudad el prestigio misterioso y el novelesco interés que envolvió siempre su nombre.
Verdaderamente sólo a partir del régimen republicano forma Pekín una ciudad única. Mientras existieron los emperadores estuvo compuesta de tres ciudades: la china, la tártara y la imperial, llamada también «Ciudad Prohibida», cada una de ellas con su defensa de anchos muros y puertas profundas, coronadas por castillos.
Pekín es, de todas las capitales de la tierra, la que tiene una forma más exactamente geométrica y una orientación escrupulosamente geográfica. Su eje va de norte a sur rigurosamente. La calle de Chien-Men, que divide toda la ciudad china y gran parte de la tártara, llegando hasta la primera puerta de la ciudad imperial, es una línea escrupulosamente trazada entre estos dos puntos cardinales, y las calles secundarias que la atraviesan van con igual exactitud de este a oeste. Las murallas que abarcan a las tres ciudades forman en su conjunto un cuadrilátero, y cada una de sus caras es paralela a uno de los cuatro límites geográficos.
Al examinar el plano de Pekín se cree estar viendo un dibujo geométrico. Abajo, en el sur, hay un rectángulo más ancho que alto, que es la ciudad china. Encima un cuadrado perfecto, la ciudad tártara, y en el centro de ella un segundo cuadrado, la ciudad imperial. La ciudad china, reservada en otros siglos al populacho, ocupa el lugar del vestíbulo en un plano arquitectónico; después viene, como si fuese el cuerpo principal del edificio, la ciudad tártara, y en su corazón, bien guardado por todas sus caras, está el santuario, la ciudad imperial, donde residía el Hijo del Cielo.
Marco Polo cuenta que el nieto de Gengis Kan, al establecer su capital en Pekín, tuvo en cuenta las predicciones de algunos adivinos que le acompañaban en sus conquistas. Como éstos le aseguraron que su descendencia perecería por una sublevación de dicha ciudad, el Gran Kan levantó al lado de la antigua Cambaluc, o sea la ciudad china, la actual ciudad tártara, repartiendo los solares entre sus feudatarios más adictos. De tal modo, sus herederos vivirían rodeados siempre por los nietos de los antiguos conquistadores, sirviéndoles éstos de guardia y defensa. Para que los enemigos del Hijo del Cielo pudiesen llegar hasta él, tenían que asaltar primeramente la ciudad china, que por sí sola representaba todo un sistema de fortificación. Luego, salvando el canal que separa dicha ciudad de la tártara, debían hacerse dueños de los baluartes de esta última, todavía más altos y robustos, y finalmente, al verse poseedores de la ciudad tártara, tropezaban con las murallas de la «ciudad roja», nombre que se da igualmente por el color de sus muros a la ciudad imperial o prohibida.
Durante varios siglos de paz se fue quebrantando la división de razas que separaba a los conquistados, habitantes de la ciudad china, de los vecinos de la ciudad tártara, descendientes de los conquistadores. Esta última, por contener en su recinto los palacios imperiales, vivía bajo un régimen militar, cerrándose sus puertas a la puesta del sol y quedando sometidos sus habitantes a todas las molestias de una plaza fuerte. Como precisamente los nietos de los tártaros eran los más ricos y dados a los placeres, se fueron trasladando a la ciudad china, para vivir con mayor libertad. Hace ya muchos años que estas denominaciones no son más que recuerdos históricos. Las familias chinas y tártaras se han mezclado por enlaces matrimoniales y viven indistintamente en una o en otra ciudad.
La arquitectura de Pekín recuerda el origen nómada del pueblo chino en los tiempos remotos de su historia. También fueron de vida errante las dos invasiones de jinetes tártaros y manchúes. A causa de esta influencia, muchos que han estudiado su arquitectura reconocen en todas sus construcciones —palacios, templos, torres o casas particulares— una imitación de la tienda de campaña habitada por sus ascendientes.
En China sólo se construyeron durante los pasados siglos edificios de un piso único. Cuando se quería darles cierta altura para que adquiriesen proporciones majestuosas, eran levantados sobre mesetas de piedra. En los barrios comerciales, la necesidad de vivir sin quitar espacio al propio almacén obligó a muchos a construir sobre su establecimiento una especie de buhardilla, que sirve de habitación. Pero es creencia tradicional que el vivir en piso alto atrae las enfermedades, y manteniéndose en contacto a todas horas con la tierra se reciben efluvios misteriosos que vigorizan la salud.
El parecido entre el edificio chinesco y la tienda de campaña resulta exacto. Las techumbres, negras o de tejas barnizadas, son eternamente cóncavas, como la cubierta de lona de la tienda, que forma bajo el soplo del viento una curva entrante. Las columnas, siempre de madera, carecen de capiteles y basamentos, aunque el edificio se halle revestido con pomposa riqueza. Están cubiertas de laca y oro, pero son iguales de arriba abajo, sin ningún adorno saliente, como los postes que forman el andamiaje interior de los campamentos. Los ángulos de las techumbres se encorvan hacia arriba, lo mismo que los extremos de la tienda, sostenidos por lanzas.
Los chinos han ratificado con sus ideas supersticiosas esta forma curva de los ángulos de sus tejados. Son muchos los que aún creen en la actualidad que sus ascendientes dieron figura de cuerno a los remates de los aleros para dejar más espacio a los espíritus del Agua y del Aire, señores de nuestra existencia. Así no se rasgan las alas ni se enredan en ángulos agudos, como los que fabrican los «demonios blancos» en sus construcciones.
Éste es el país de los geomantes. Antes de construir un edificio se pide consejo a la ciencia geomántica y no se abren los cimientos ni se coloca una piedra sin que el adivino, enterado del revoloteo de los espíritus y las direcciones amadas por ellos, estudie el solar y diga al arquitecto qué orientación debe seguir en sus planos. Son también los geomantes quienes señalan los terrenos más favorables para enterrar a los muertos y que los espíritus sean clementes con ellos. Con frecuencia, el adivino designa como lugar favorable para la futura tumba el campo de algún amigo suyo, y los herederos se ven obligados a adquirirlo a un precio fabuloso. Lo más extraordinario es que estos hechiceros que legislan sobre las buenas o malas condiciones del suelo únicamente reconocen a la tierra que los hace vivir una personalidad secundaria y pasiva. Los dioses, según ellos, sólo habitan la atmósfera. Son Feng (el Viento) y Shui (el Agua).
Más de una vez, el europeo o el norteamericano, después de haber construido una fábrica, una estación de ferrocarril o una chimenea de ladrillos, ve llegar en masa a la chinería de las inmediaciones, que protesta con desesperación, enumerando las calamidades caídas recientemente sobre la comarca. Esto se debe a que Feng y Shui están irritados por las obras groseras que obstruyen una atmósfera en la que se movían antes con desembarazo. Es el geomante más célebre del distrito quien ha hecho tal descubrimiento, gracias a su ciencia. Y los civilizadores del país no tienen otro recurso que buscar al sabio popular para conseguir con donativos secretos que cambie repentinamente de opinión. En ciertas ocasiones el geomante es un nacionalista hasta la xenofobia, que no admite regalos y cree de buena fe en sus revelaciones, aferrándose a ellas para que los extranjeros se alejen del país. El populacho insiste en sus protestas, y los mandarines encargados de la justicia ordenan, para restablecer la paz, la demolición de los edificios industriales, aunque el gobierno tenga que pagar una fuerte indemnización a sus dueños.
La tienda de campaña, origen y modelo de la arquitectura china, se repite siempre en extensión o en altura. Una torre de pagoda no es más que una sucesión de tiendas con los aleros cornudos, colocadas una sobre otra en armónica disminución. Los pequeños y ligeros edificios superpuestos deben ser forzosamente en número impar: cinco o siete por regla general. Los chinos aborrecen el número par y lo evitan en todas sus obras.
Templos y palacios están formados por aglomeraciones de edificios, siempre en figura de tienda, y teniendo por únicos materiales la madera y el azulejo. El mármol y el granito se reservan para los basamentos de las construcciones, para las escalinatas con barandillas admirablemente cinceladas, para los puentes de atrevida joroba, para los pavimentos de los patios, encerrados entre cuatro hileras de edificios y por cuyo centro se desliza un curso de agua.
Las tres antiguas ciudades que forman la capital china han visto crearse otra más pequeña junto a la muralla de la ciudad tártara, en el lugar donde se alza la Puerta de Enfrente, dando paso a la avenida que atraviesa todo Pekín hasta el Palacio Imperial. Esta cuarta ciudad es el llamado barrio de las Legaciones, por vivir en él los representantes diplomáticos y todos los blancos residentes en Pekín. Es como un Estado independiente dentro del corazón de la China. Hasta tiene un ejército internacional para su defensa, y en el interior de sus fronteras no rigen las leyes ni las autoridades del resto del país.
El lector recordará indudablemente la sublevación de los bóxers en 1900 y la horrible situación en que se vieron los habitantes del barrio de las Legaciones. Estos bóxers, patriotas hasta la ferocidad, se sublevaron contra los «demonios blancos», exterminando a todos los individuos de nuestra raza que pudieron encontrar. El personal de las Legaciones, los exiguos contingentes militares que éstas tenían a su disposición y los europeos civiles que pudieron armarse sostuvieron una lucha desesperada durante varias semanas, hasta que llegaron los refuerzos enviados por las grandes potencias. Tuvieron que batirse uno contra mil, día y noche, sufriendo el hambre, la sed, el insomnio, la infección de la atmósfera producida por los cadáveres abandonados en las calles al pie de las barricadas. Como estaban seguros de perecer sometidos a horribles tormentos si caían en poder de los bóxers, se batieron con el heroísmo del que ha decidido morir, pero sin soltar las armas.
Además, el chino es poco propenso a las ofensivas a cuerpo descubierto, y prefirió atacar las Legaciones oculto en los edificios cercanos, con la esperanza de rendir a sus enemigos por el hambre y la sed.
Después de esta cruel experiencia, las naciones poderosas que desean influir sobre los destinos de la China mantienen en el barrio de las Legaciones unos contingentes militares dignos de respeto. Se ven en las calles de esta pequeña ciudad, edificada a estilo europeo, soldados ingleses, franceses, italianos y especialmente norteamericanos.
La Embajada de los Estados Unidos es enorme. Sus varios edificios están situados junto a una sección interior de la muralla que defiende a la ciudad tártara. Algunos de ellos son pabellones militares, idénticos a los de los cuarteles. Desde lo alto de la muralla se ven sus patios, y en ellos grupos de soldados con chambergos puntiagudos que hacen el ejercicio de fusil y practican el manejo de las ametralladoras. Además, dentro de la embajada están las dos enormes antenas de telegrafía inalámbrica que mantienen en comunicación segura a las Legaciones con el resto de la tierra.
Hoy no es probable un ataque de los patriotas exaltados contra este barrio. Las fuerzas militares de que disponen los embajadores en Pekín y en las concesiones diplomáticas del puerto de Tientsin ascienden, según parece, a unos ocho mil hombres, lo que representa, por la calidad de los soldados y por su material de combate, un ejército importantísimo, teniendo en cuenta la desorganización ruidosa y la propensión a huir, después de un ataque rechazado, que muestran las muchedumbres chinas.
No hacen los embajadores ostentación de dichas tropas. Únicamente se ven en las calles, con alguna frecuencia, soldados norteamericanos, lo que no resulta extraordinario, por ser el gobierno de los Estados Unidos el que ejerce mayor influencia sobre la República china. Soldados nipones apenas se encuentran, aparte de los centinelas que guardan la entrada de su legación; pero en Pekín ascienden a varios miles los tenderos japoneses, vigorosos, jóvenes, de sonrisa astuta. Según me dicen algunos diplomáticos, todo japonés tiene oculto en su tienda el uniforme y el fusil, y basta que su embajador lance una palabra para que media hora después formen en sus patios dos regimientos tan bien organizados como los de la guarnición de Tokio, sin que nadie pueda adivinar de dónde surgieron.
Este barrio de las Legaciones es interesante y ameno a causa de las rivalidades ocultas, las ceremonias y las etiquetas exteriores, que forman el tejido de su vida diaria. Recuerda el mundo diplomático de Constantinopla antes de que fuese destronado el último sultán absoluto, cuando aún existían los privilegios internacionales de las capitulaciones. Las esposas de los diplomáticos reproducen en Pekín las elegancias y placeres de la vida occidental. Son frecuentes las fiestas de sociedad, los banquetes conmemorativos, las recepciones oficiales.
El primer hotel europeo de Pekín lo estableció, en pleno barrio de las Legaciones, la compañía europea de los Wagons-Lits y lleva este mismo título. Es un hotel de tipo francés, que algunos consideran algo anticuado. Recientemente, la influencia norteamericana creó el Gran Hotel de Pekín, edificio enorme, a semejanza de los de Nueva York, con vastas salas de baile y una feria de bulliciosas tiendas en su piso bajo. La tranquilidad actual de la China ha permitido la audacia de construir este albergue lujoso fuera del barrio de las Legaciones. En torno a él se están edificando casas a la europea para las familias occidentales, cada vez más numerosas. De ocurrir una revolución nacionalista, las fuerzas que guarnecen las Legaciones podrían defender con facilidad este nuevo barrio anexo.
Los que conocemos Pekín desde hace muchísimos años por nuestras lecturas preferimos el tranquilo y sectorial Hotel de los Wagons-Lits. Lo vimos mencionado siempre en los relatos de la lejana ciudad como única residencia de los europeos de entonces, y nos parece que instalados en él estamos más de veras en China.
Tengo un amigo y compañero de letras que ha residido en esta capital dos largas temporadas, y me conduce a muchos lugares cuyo conocimiento requiere una larga observación. Es el marqués de Dosfuentes, ministro plenipotenciario de España; diplomático que vive como un prócer de otra época, escritor que en su libro El alma nacional supo condensar como nadie lo mejor y lo más sano de nuestra raza. La Legación de España, edificio gracioso, de elegante sencillez, ha aumentado sus atractivos para la sociedad internacional de Pekín con las fiestas que da frecuentemente nuestro ministro. Gracias a él pude conocer en poco tiempo a todas las personalidades interesantes de este barrio célebre que asisten fielmente a sus comidas y recepciones.
En los primeros días causa extrañeza ver con qué naturalidad se desarrolla la vida europea dentro de esta urbe asiática tenida hasta hace poco por misteriosa. Parece imposible que a una distancia de dos docenas de años nada más, fuesen martirizados y hechos pedazos todos los blancos que pudo pillar la muchedumbre amarilla en sus calles. Las señoras van solas en plena noche a través del gentío chino, sin recibir el menor insulto; tal vez con más seguridad que en algunas ciudades europeas.
Al pasear por Pekín se nota inmediatamente la abundancia de policía y el método con que cumple ésta sus funciones. A cortas distancias hay agentes que con sus movimientos de brazos regulan la circulación. Sólo los pobres marchan a pie. Muchos chinos van en automóvil, y el resto de los transeúntes se vale del carruajito de ruedas ligeras, tirado por un solo hombre, que aquí se llama ricsha. En la gran avenida que parte longitudinalmente a Pekín, las ricshas forman filas de seis y de ocho, circulando por la derecha o la izquierda, según su dirección. Ninguno de los caballos humanos deja de obedecer los manoteos ordenadores de la policía. Además, cada cien metros hay una pareja de gendarmes con el fusil al hombro, más correctamente uniformados y de mejor cara que nuestros guardianes del ferrocarril.
Se adivina en toda la ciudad un orden firme y severo, una vigilancia continua e inexorable. Robos y homicidios abundan menos que en la mayoría de las capitales de Europa. El chino del norte, grande de estatura, sobrio en palabras, honesto en sus tratos, se parece muy poco al chino del sur, pequeñito, bullanguero, astuto, propenso a la mentira, que es el más conocido en el mundo, porque junto con tan malas cualidades posee otras muy excelentes, que hacen de él un elemento valioso de emigración.
Después de comer en la Legación de España veo que una de las invitadas, señora joven y elegante, se vuelve sola a su casa a las once de la noche. Al extrañarme de ello, como de una audacia inconcebible, me dice con naturalidad que todas las noches hace lo mismo. Toma una ricsha, cuyo conductor no conoce la más de las veces, y se hace llevar por él a su domicilio, fuera del barrio de las Legaciones, a través de calles puramente chinas.
Nunca le ocurrió el menor percance. Jamás ha sentido la inquietud del miedo. En las vías solitarias encuentra siempre a un policía, con su gorra redonda galoneada de blanco y el revólver sobre una cadera. Otras veces es una pareja de gendarmes con fusiles al hombro y cargados.
No todos pueden decir lo mismo en la mayoría de las ciudades de Occidente, más peligrosas y desiertas después de medianoche que los senderos de una selva.