Caballitos manchúes y perros siberianos.—Un desierto de nieve por cuya posesión se mataron 154.000 rusos y japoneses.—La dinastía de Los Muy Puros y sus mausoleos.—El frío, maestro de humildad.—Las escalinatas chinas y el sendero imperial.—La chiquillería pedigüeña de las estaciones.—Un gendarme que pega.—Indignación patriótica.—La incoherencia de los demonios blancos.
Espero las primeras luces del alba paseando por los salones del Hotel Yamata, en la estación de Mukden.
Miro por las grandes puertas de cristales que dan a los andenes y veo correr grupos de chinos cargados con fardos envueltos en telas de colores o llevando maletas de forma europea. Han descendido de un tren procedente del interior de la China y van al asalto de otro más corto, que debe conducirles a Dairén, a Port Arthur y demás poblaciones del inmediato golfo de Liao Tung. Luego contemplo por las vidrieras de la parte opuesta el aspecto de Mukden, ciudad misteriosa para mí, envuelta en la noche y la nieve.
La curiosidad me hace salir a la ancha plaza de la estación, pero el frío es tan intenso que retrocedo a los pocos minutos. En esta plaza hay muchos carruajes de caballos, en espera sin duda de algún tren matinal; pero los cocheros, a pesar de sus gorros tártaros y sus gabanes de piel de zorro, se han refugiado en los cafetines de las inmediaciones. Los famosos caballitos manchúes, nerviosos, agresivos, de largo pelaje, entretienen su abandono coceando silenciosamente la nieve del suelo, haciendo exhalar a los vehículos con sus estremecimientos un ruido de ferretería vieja, expeliendo dos chorros de vapor por sus narices propensas al relincho. Estos caballos de corta alzada se muerden entre ellos, y cuando se entregan a la excitación de la carrera galopan como desbocados. Por entre sus patas se deslizan perros siberianos de hirsutas lanas. De tarde en tarde aparece un cochero. Como va forrado en pieles y las orejeras de su gorro las lleva sueltas y erguidas, tiene el aspecto de una bestia de la noche que momentáneamente marcha en posición vertical.
Vuelvo a sentir la misma extrañeza que en Corea viendo esta aglomeración de caballos. Los ojos parecen haberse acostumbrado a la escasez de animales que se nota en el Japón, donde todo lo hace el brazo humano, sin pedir auxilio a las especies domesticadas que ayudan al hombre en su trabajo.
Van surgiendo de la nocturna lobreguez las techumbres nevadas de los edificios. La ciudad de Mukden, a la que los naturales llaman Fengtien, empieza a dibujarse en la lívida penumbra con un aspecto contradictorio e híbrido. Cerca de la estación, hay edificios modernos de muchos pisos, que imitan la arquitectura norteamericana con todas sus audacias. Más allá, las calles son iguales a las japonesas y coreanas, tienen una amplitud de cuarenta o cincuenta metros y edificios de un solo piso hechos de madera.
Llegan varios automóviles y sus conductores se ofrecen para llevarnos a los mausoleos imperiales de la dinastía manchú, lo más interesante que existe en las inmediaciones de Mukden. Salimos con los primeros resplandores del alba, por unas calles anchas y completamente dormidas bajo sus sábanas de nieve. Luego, en pleno campo, el frío, el silencio y la luz cenicienta del amanecer invernal dan una tristeza abrumadora al dilatado paisaje.
Pensamos que más de un millón de hombres se batieron aquí, en la famosa batalla de Mukden, que duró dos meses, por la posesión de un suelo monótono e inclemente como un paisaje ártico. Luego recordamos que esta tierra goza, como tantas otras, una primavera y un verano. Los exploradores del río Amur, que corre por la Manchuria septentrional, cuentan cómo en los bosques de sus orillas chorrea la miel formando arroyuelos: tantas son sus flores y sus abejas. En su parte meridional, que es donde estamos, se obtienen grandes cosechas de toda clase de cereales. Pero nosotros sólo vemos ahora una planicie de nieve, y surgiendo de ella, como grupos de escobas plantadas por el mango, algunos bosquecillos de árboles negros y escuetos.
El automóvil, al marchar por esta llanura uniforme, donde su conductor tiene que adivinar con ojos de piloto la existencia del camino oculto, cae en hoyos ignorados o se ladea de un modo alarmante al borde de taludes invisibles. Algunas veces saltamos sobre inexplicables oleajes del suelo. Es que nos hemos metido en un cementerio chino y vamos pasando sobre las cúpulas de tierra de los sepulcros, que apenas si se revelan con ligerísimas curvas en el igualamiento realizado por la nieve.
La lucha de nacionalidades agita sordamente al país manchú y se deja adivinar en las casas de madera que se agrupan como avanzadas de la ciudad sobre este mar sólido y blanco, de horizontes infinitos. En unas ondea la bandera japonesa, en otras el pabellón quinticolor de la República china. Los verdaderos dueños del país, chinos y manchúes, duermen con la bandera izada sobre sus techos, para que dé testimonio hasta en las horas nocturnas de la nacionalidad del suelo. Los japoneses son cada vez más numerosos en Mukden y van acaparando el comercio. Su gobierno posee ya legítimamente la tierra coreana que existe al otro lado del río Yalu. Además, sostiene una guarnición en Mukden y otras ciudades manchúes que son de la China, con pretexto de guardar el ferrocarril. Desea convertir en propiedad definitiva lo que es hasta ahora ocupación temporal. La propaganda japonesa habla frecuentemente de los 87.000 rusos y los 67.000 japoneses que murieron batallando alrededor de Mukden. Ve en tan enorme montón de cadáveres un título de propiedad para anexionarse definitivamente este centro ferroviario a veinticuatro horas de Pekín.
Una música alegre y ruidosa anima de pronto el silencioso desierto blanco. Nos cruzamos con una boda china. El cortejo va en busca de la novia, que debe haber abandonado la cama a media noche para hermosearse. Al frente marcha un grupo de músicos sonando gaitas y tamboriles. Van vestidos de rojo con galones de oro y en la cabeza llevan unos sombreros-paraguas barnizados de amarillo. Seguido de una escolta de invitados y parientes, pasa el pintarrajeado palanquín nupcial, con manojos de plumas en sus ángulos y una gran flor dorada en su vértice.
Otra vez los campos de nieve, los árboles negruzcos, y grandes revuelos de cuervos alzándose en espiral para caer sobre algún cadáver invisible. Después de varias millas de avance fatigoso llegamos a las tumbas de los emperadores manchúes.
Los que están en ellas fundaron la última dinastía china, o sea la destronada. Hasta hace tres siglos los manchúes fueron un pueblo nómada, de civilización rudimentaria, pero muy numeroso. La palabra china Mand-chou significa «país muy poblado». Estos jinetes, hábiles arqueros, se batían indistintamente a pie o a caballo.
El Imperio chino, que parece en la Historia viejo como el mundo, sucediéndose dentro de él las dinastías casi lo mismo que en el antiguo Egipto, estuvo en peligro de perecer destrozado a mediados del siglo XVII. El último de los Ming, viéndose desobedecido por muchas de sus provincias, necesitó auxiliares para combatir a los rebeldes y acudieron en su defensa los tártaros de la Manchuria, acaudillados por su rey Chunti-Ti. Éste, después de restablecer el orden, destronó al emperador que le había llamado, se hizo dueño de Pekín y acabó por apoderarse de toda la China, fundando la dinastía 22, llamada de los Tai Tsing (Los Muy Puros), que ha durado hasta nuestros días. En realidad, los últimos emperadores nada tenían de chinos por su origen ni por su aspecto físico. Eran tártaros-manchúes. Por eso los republicanos chinos pudieron dar a su revolución un carácter nacional, combatiendo a los monarcas intrusos en nombre de la antigua China.
Un bosque de árboles escuetos y ennegrecidos por el invierno rodea el parque donde están las tumbas monumentales de los primeros soberanos de la dinastía Tai Tsing. Al echar pie a tierra nos hundimos en la nieve. Un obstáculo inesperado nos inmoviliza luego ante el arco que da acceso al parque. El encargado del monumento no ha venido aún de la ciudad, y los dos guardias que lo vigilan son unos soldados manchúes, grandes, de perfil caballuno, sobrios en palabras y obedientes a la consigna. Uno de nuestros guías tiene que ir en busca de dicho empleado, no sé dónde, y quedamos frente a la entrada del monumento, rodeados de la mañana lívida, con nieve hasta media pierna y recibiendo en el rostro un viento cortante.
A un lado hay una casucha de aspecto miserable, el cuerpo de guardia de los cuatro soldados que custodian este monumento histórico. Instintivamente voy hacia dicho refugio, atraído por las caras amarillas de los dos hombres libres de servicio que nos miran por un ventano. Me asomo a este antro con amable sonrisa. Veo una tarima a medio metro del suelo y sobre ella mantas y algunas prendas haraposas de estos guerreros, que no se distinguen ciertamente por la flamancia de sus uniformes.
Hay en el ambiente la densidad hedionda de los locales cerrados donde han dormido toda una noche hombres de excesiva salud. Varios ladrillos forman un pequeño fogón, y dentro de él hay lumbre, con más ceniza que brasas.
¡Ah, el frío! ¡Cómo aterciopela los caracteres más ásperos! ¡Qué gran maestro de humildad! Su influencia es tan poderosa como la del hambre. Me siento agradecido junto a este fogón, poniendo los pies sobre las moribundas brasas, hasta que noto cómo las suelas de mis zapatos empiezan a quemarse.
De todos modos debo abandonar mi asiento. Varias señoras han adivinado mi retiro y entran en el tabuco soldadesco, lanzando exclamaciones de sorpresa a la vista del mísero hogar. Algunas de ellas son millonarias de los Estados Unidos, y además hermosas y de gustos refinados; pero hay que ver sus amabilidades y sonrisas con los guerreros manchúes para justificar tal invasión. Ponen sus piececitos elegantemente calzados sobre la lumbre mediocre, y hablan a estos jayanes amarillos, con gorra de piel rematada por dos orejas asnales, como si el mundo estuviese ya transformado bajo el rasero de una revolución igualitaria, como si la moneda hubiese perdido toda influencia, siendo los únicos potentados del planeta capaces de dispensar mercedes los poseedores del pan y del fuego.
Llega al fin el personaje deseado y podemos entrar en la avenida cubierta de nieve virgen que conduce a las tumbas imperiales. Los soberanos manchúes construyeron aquí unos mausoleos semejantes a los que habían levantado cerca de Pekín los Ming, anteriores a ellos.
Todas las avenidas están bordeadas con imágenes gigantescas de granito que representan animales. Parejas de caballos, de camellos, de elefantes y leones, esculpidos en una piedra negruzca, se suceden, formando luengas perspectivas. Al final de estas procesiones de animales pétreos se alzan los templos funerarios.
Son edificios que en otro lugar parecerían sonrientes; se les cree en el primer momento palacios erigidos por la vanidad de un soberano para albergar escenas de placer. Su arquitectura tiene oros y lacas multicolores como materiales primarios. Tal vez en verano, cuando los campos de la Manchuria son tierras labradas, abundantes en polvo, parezcan dichos edificios menos alegres y vistosos; pero ahora la nieve ha barnizado la laca con una humedad de lluvia, y los panteones tienen la frescura brillante de algo recién construido. Además, los envuelve en sus fulgores un sol adolescente que acaba de romper los grises telones de la mañana.
Por primera vez veo en las escalinatas de estos mausoleos el famoso «sendero imperial».
Todos los palacios chinos, aunque la madera es su principal materia constructiva, están asentados sobre plataformas de mármol; y las escalinatas amplias y extensas que conducen a ellas resaltan siempre la parte más trabajada del monumento. Los escultores han cincelado en sus barandas, sin tener en cuenta el tiempo ni la minuciosidad de su trabajo, toda una fauna de reptiles fantásticos. Estas escalinatas imperiales se hallan partidas por su bloque de mármol, acostado en mitad de los peldaños, que las divide en dos. Tal bloque es lo que se llama «sendero imperial».
Cuando el emperador tenía que ascender por una de aquéllas, nunca empleaba los peldaños. Éstos eran para sus palaciegos, simples mortales, a los que era lícito mover las piernas como los demás hombres; el Hijo del Cielo sólo podía subir por una pendiente. Mientras los personajes de su séquito iban avanzando escalón por escalón —los mandarines letrados por los peldaños de la derecha, los mandarines militares por los de la izquierda—, el Hijo del Cielo ascendía lentamente por el bloque de mármol intermedio.
En algunos de los palacios de Pekín hay «senderos imperiales» hasta de 18 metros y de una sola pieza. La piedra ostenta cincelado el emblema del Imperio de Enmedio: dos dragones en posición invertida, teniendo cada uno de ellos la cabeza junto a la cola del otro. Las escamas de esta pareja de bestias heráldicas forman profundas rugosidades en el mármol; así el divino monarca podía afirmar sus pies, calzados simplemente con ligeras sandalias de pergamino.
Volvemos a Mukden para ver los barrios viejos, que aún conservan sus murallas y sus puertas-castillos, con techumbres cornudas. Visitamos igualmente el palacio que construyeron los emperadores manchúes, y hoy se halla convertido en museo. Pero aunque todo esto nos sorprende y nos interesa, por ser una primera visión de la vida china, se empalidece algunos días después cuando llegamos a Pekín, menospreciando su recuerdo como el de una copia borrosa comparada con la obra original.
Al recorrer las calles de Mukden nos fijamos en la enorme cantidad de anuncios industriales colocados en paredes y vallas por los almacenes de los Estados Unidos y de Europa establecidos aquí. Ostentan figuras de colores, vestidas a la moda occidental, pero los rostros de dichos monigotes, pretenciosamente elegantes, aunque guardan los rasgos principales de la raza blanca, tienen los ojos oblicuos, poco abiertos, y una sonrisa achinada, para que el público amarillo les reconozca una belleza verdadera.
Antes del mediodía salimos para Pekín. Atravesamos campos grises, cuyo suelo ligeramente rizado recuerda la arena fina de las playas con las huellas caprichosas del viento. De estos arenales oscuros surgen islotes de arboleda ennegrecida.
Vemos marchar, paralelas al tren, largas caravanas de carretas. Estos vehículos, de techo redondo, van tirados por caballitos manchúes, fieros, peludos, de inagotable vigor. Su pequeñez contrasta con el tamaño del carruaje, dando a la caravana cierto aspecto cómico de juguete.
Los hombres, seguidos por numerosos perros, marchan al lado de sus caballos. Todos llevan gorro de pieles; pero como el día es de sol, han soltado las orejeras que defienden su rostro por ambos lados, y los dos apéndices, erguidos sobre la cabeza, acompañan su marcha con un balanceo grotesco. Las huellas de sus pies se destacan en blanco sobre el camino gris. Lo que creíamos arena es simplemente nieve sucia.
Al quedar inmóvil nuestro coche en una estación, más allá del término del andén, se va agolpando una muchedumbre contra el alambrado de púas que defiende la vía. Por primera vez nos vemos enfrente del populacho de este país de inmensa procreación, donde la gente surge de todas partes con una abundancia rumorosa de colmena y la existencia humana parece valer menos que en otras tierras.
El pueblo bajo va en China invariablemente vestido de lienzo azul; pero a causa de ser muy crudos los inviernos en las provincias septentrionales, se procuran todos el abrigo necesario forrando interiormente pantalones y blusas con una capa de algodón en rama. Los soldados también van con ropas acolchadas, lo que les da un aspecto hinchado y cuadrangular. Como los trajes del populacho son andrajosos, se escapa por todas las roturas su relleno algodonado, y los mendigos, los jornaleros del campo, toda la chiquillería sucia y pedigüeña amontonada en las vallas de las estaciones tienen aspecto de insectos aplastados, que sueltan por las grietas de su cascarón azul las reventaduras de unas entrañas mantecosas.
Vemos debajo de nuestras ventanillas, clavándose las púas del alambrado sin que parezcan sentirlo, más de cien muchachuelos de cara amarillenta salpicada de costras de suciedad. Parece dudoso que se hayan lavado alguna vez. Los más conservan la coleta que la República china ha suprimido en Pekín y otras poblaciones importantes. Revueltas con ellos hay varias muchachas, vestidas igualmente con pantalones y blusa azules, que dejan asomar sus rellenos blancos. Se las conoce por su cara, más ancha de pómulos y menos sucia que la de los varones; por su peinado, que consiste simplemente en una cortinilla de pelos recortados caída sobre la frente y una trenza anudada sobre el cogote.
Se empujan todos levantando los brazos, con las manos muy abiertas. Chillan, rugen, algunos lloran. Los más pequeños caen al suelo zarandeados y pateados por sus camaradas, pero se levantan inmediatamente para unirse al pedigüeño concierto. Otras veces fingen dolores o los exageran, para atraer la piedad.
Los empleados del tren recomiendan que no se dé dinero a las muchedumbres mendicantes de las estaciones. La República quiere suprimir esta vil costumbre de otros tiempos. Pero ¡cómo resistirse a unas vociferaciones de súplica que duran ya varios minutos! La infancia inspira siempre interés, y éste aumenta cuando los niños tienen el atractivo del exotismo. Toda esta avalancha de muchachos con faz arrugada y ojos de viejo, de niñas con peinado de mujer, carillenas y que imitan los gestos de las comadres, nos impulsa a la desobediencia, y empezamos a arrojar puñados de monedas por las ventanillas.
¡Nunca lo hubiéramos hecho!… Al ver el dinero, los grandes se unen a los pequeños. Grupos de mocetones, que contemplaban impasibles el paso del tren, se arrojan en medio de la chiquillería, disputando a puñetazos y bofetadas la conquista de las monedas.
En el extremo del andén hay un féretro chino, con forro de estera, que indudablemente contiene un cadáver. Siempre se encuentra algún muerto en las estaciones chinas. Todo hombre amarillo, al sentirse morir fuera de su casa, si tiene dinero o parientes, pide que lo trasladen a su país natal. Si muere en el otro extremo del planeta, procura dejar antes lo necesario para que lo entierren en China. Aquí los muertos viajan tanto como los vivos. Unas mujeres que están junto a dicho féretro corren también para cazar en el aire algunas de las monedas, con agresivo manoteo.
Un personaje inesperado surge en mitad de esta ola de rostros amarillos y manos ganchudas que se retira del alambrado con el reflujo de sus empujones y avanza otra vez para chocar contra sus púas. Es un soldado vestido de azul, con polainas blancas y gorra a estilo japonés. Sostiene su fusil con una mano y lleva en la otra un látigo de cuero.
Desde el primer momento se da a conocer como un hombre extraordinario, verdaderamente extraordinario por su fealdad y por su energía dinámica. Tiene el rostro amarillo de cera, con numerosas arrugas a pesar de su juventud. Debajo de la gorra le cuelgan hasta los hombros unas melenas lacias, semejantes a los pelos de mono con que adornan algunas señoras sus abrigos. En cuanto a pegar, no he visto en mi vida manos más ágiles e incansables. No es un hombre: es toda una compañía que se lanza a través de la masa adversaria, partiéndola, sembrando el espanto y la dispersión, abriendo un desierto medroso en torno a su personalidad soberbia y triunfante.
Pega con las manos y casi al mismo tiempo con los pies, como si se mantuviese en el aire por obra de nuevas leyes de gravitación. Esparce culatazos, latigazos, patadas, y su deseo sería morder igualmente; pero nadie se pone al alcance de su dentadura de caballo.
Surge de las diversas ventanillas un coro de indignación. Todos nos equivocamos. Varias señoras norteamericanas protestan en inglés; yo vocifero en español, como si el terrible guerrero pudiera entendernos.
Hemos visto soldados nipones en Mukden ocupando una tierra que no les pertenece, y como este guerrero azul de las melenas desmayadas y la gorra a lo japonés es extremadamente feo, no sentimos duda alguna sobre su nacionalidad. Todos enronquecemos, indignados por las brutalidades del invasor.
—¿Con qué derecho les pega usted, miserable? Váyase a su país. Estos pobres chinos están en su casa… ¡Verdugo!… ¡Salvaje!
Pero un intérprete corre de ventanilla en ventanilla dando explicaciones. Nos equivocamos. Es un gendarme chino que desea librarnos a su modo, por los medios que él considera más seguros y prontos, del ruidoso asalto de estos mendigos.
Callamos, algo avergonzados de nuestro error, sintiendo una repentina simpatía por el militar de las greñas de mono. ¡Las deducciones incoherentes del patriotismo!… Al saber que es chino ya nos parece más aceptable y natural que les pegue a sus compatriotas.
El pobre hombre que acudió creyendo realizar una buena acción permanece ahora inmóvil, intimidado por nuestros gritos, mirándonos con sus ojillos agudos. No comprende nuestras protestas por un acto tan corriente. En China, los representantes de la autoridad siempre llevaron un látigo en la mano.
Al saber que no es japonés y si pega lo hace dentro de su casa, algunos viajeros hasta le echan cigarrillos. Él saluda con sonrisa humilde, enciende uno y empieza a fumar, rodeado de toda la masa humana a la que zurró momentos antes, y que le contempla con cierta admiración.
Todos permanecen quietos. Algunos se rascan los chichones recientes o se limpian con las manos la sangre de sus rostros.
El gendarme no puede explicarse nuestra indignación anterior, ni las repentinas muestras de simpatía que recibe ahora. Fuma y nos mira asomados a nuestras ventanillas, como si fuésemos bestias raras dentro de una jaula ambulante.
Se adivina su pensamiento:
«¡Demonios blancos, locos y bárbaros!… Nunca sabe uno cómo darles gusto».