Las plantaciones de té.—El dios que viajaba montado en un ciervo.—Los venados del Parque Sagrado.—Las linternas seculares de Nara.—El caballito blanco de ojos azules y rojos.—Los peces del lago santo.—El pan de Año Nuevo y su peligroso amasijo.—Trenes nevados y hombres semidesnudos. —Los dos Japones.—Ya tiran contra el nieto de los dioses.
Entre Kioto y Nara vemos los primeros campos de té. Este arbusto, de un metro escasamente de altura, lo plantan en filas y tiene la copa redonda como un naranjo enano. En primavera los agricultores colocan toldos sobre las plantas, para defenderlas de los vendavales que soplan sobre el archipiélago. Además, todas las plantaciones tienen orlas de bambúes, que las abrigan de las inclemencias atmosféricas.
Pasamos ante el pueblo de Uji, que es el principal mercado de té en el Japón. Aquí se hacen las grandes compras de esta hierba que produce la bebida nacional. El té japonés, consumido enteramente en el país, es más fuerte que el chino, de un sabor áspero y silvestre. El de Uji ejerce tal influencia sobre el sistema nervioso, que, según cuentan, quien toma dos tazas de él no puede dormir en toda la noche.
Los pueblos que vemos desde el tren ofrecen un aspecto alegre con motivo del año nuevo, cuyas fiestas duran varios días. Todas las poblaciones tienen banderolas y faroles de papel en sus bocacalles. Las fajas de tela están adornadas con rótulos japoneses que no podemos entender. Pero los caracteres del alfabeto nipón con sus misteriosas y complicadas formas representan un valioso elemento decorativo. Hay letras que parecen monigotes gesticulantes, otras semejan paisajes o bestias monstruosas. Los muskos, libres de la escuela en estos días, pueblan la atmósfera con una fauna de cometas en forma de dragones, que ondean sobre el azul celeste sus rabos de papel.
Nara es la ciudad más antigua del Japón, la primera que habitaron los Mikados en una época casi fabulosa, cuando mantenían trato frecuente con sus abuelos los dioses y la historia del país era un relato mitológico en el que se mezclaban héroes y divinidades.
Uno de los personajes de la mitología japonesa vino a Nara montado en un gran ciervo, y desde entonces la ciudad mira con simpatía a los animales de esta especie. El Parque Sagrado de Nara tiene siempre una población de venados, que se renueva hace más de mil años, sin cambiar de sitio. En la actualidad son unos setecientos los que trotan por sus senderos confiadamente, saliendo al encuentro de los transeúntes, para toparles con un testuz suave, si no les ofrecen algo de comer.
Como todas las ciudades que viven de la afluencia de peregrinos, Nara es una aglomeración de posadas, figones y pequeños comercios de objetos piadosos y «recuerdos» del país. Atravesamos en koruma la calle principal, compuesta por entero de tiendas de esta especie, y vamos directamente al famoso parque.
Sus árboles centenarios no son más grandes que los de Nikko. Tampoco tiene los abundantes arroyos que canturrean junto a los mausoleos de los dos shogunes. Pero las colinas de Nara son muy húmedas, en las oquedades que existen entre ellas se abren las copas azules de varios lagos pequeños y el musgo esparce su verde capa sobre la piedra, lo mismo que en la Montaña Sagrada. Los matorrales son más espesos y altos que en Niko, y los venados que pueblan la selva de Nara saltan de pronto en medio del camino, con gran estrépito de ramaje que se doblega o se quiebra.
A estos venados que recuerdan la cabalgadura del dios viajero les dan en el país el nombre de kokos. Tal vez esta palabra fue empleada por su eufonía, que atrae a los animales, haciéndolos acudir indefectiblemente a tal llamamiento.
Apenas entramos en el parque, empiezan a correr junto a las korumas varias musmés graciosas, con kimonos a rayas amarillas y negras, y una faja de lazo enorme sobre los riñones. Todas llevan una cestita con galletas de salvado y melaza, agujereadas en su centro y unidas a docenas por un hilo que atraviesa los orificios. Es el manjar predilecto de los ciervos.
Los jayanes de mangas largas y piernas al aire que tiran de nuestros carruajitos están previamente de acuerdo con las vendedoras, y nos explican la costumbre tradicional de dedicar un obsequio a los descendientes de la cabalgadura del dios. Apenas quedan hechas las primeras compras, korumayas y musmés gritan con voz suave y acariciante:
—¡Koko!… ¡Koko!…
Y los kokos empiezan a surgir de todas partes, con la abundancia de una invasión de hormigas.
Son animales de aspecto dulce, pelo blanco y rojo, ojos húmedos y patas ligeras, de elegante trote. Sólo los más jóvenes conservan sus cuernos. Los de algunos años llevan la cabeza completamente mocha con dos muñones duro que revelan a flor de piel el lugar ocupado por las antiguas astas.
Todos los años, en la fiesta del dios viajero, los guardianes del parque atraen engañosamente a los venados de buena astamenta y se la cortan, para fabricar con su materia objetos piadosos, que los bonzos de Nara envían a las ricas familias de las principales ciudades del Japón.
Ninguno de los kokos muestra timidez. Se aproximan con una confianza que data de siglos, seguros de que el hombre que llega no les hará daño y trae para sus mandíbulas ansiosas el más grato de los alimentos. Si un perro se desliza en este lugar vedado, hombres y mujeres lo persiguen, para que no asuste a las dulces bestias, verdaderas dueñas del parque.
Marchan contoneándose al lado de las ruedas de las korumas. Cuando el visitante continúa su paseo a pie, lo escoltan estirando el cuello y pasan sobre su pecho el babeante hocico. Huelen el paquete que lleva en las manos, pero no osan morderlo. Esperan, con una cortesía que puede llamarse japonesa, a que les ofrezcan una galleta suelta, y la toman gravemente, haciendo reverencias con el testuz. Los más viejos, al alejarse en busca de la generosidad de otros visitantes, muestran dos almohadillas blancas, de pelo rizado y fino, en torno al arranque de su cola.
Después del almuerzo en el Gran Hotel de Nara, hermoso edificio moderno, a orillas de un lago, presenciamos la reunión de todos los venados del parque. Es un acto que se reserva para días de gran concurrencia de viajeros o cuando, siendo pocos, pueden éstos pagar a los empleados forestales por su trabajo extraordinario.
Un japonés de chaqueta azul, con un crisantemo blanco en la espalda, hace sonar su trompeta en las desiertas avenidas. Oímos su diana marcial alejándose por las tortuosidades y recovecos de la arboleda. Otros hombres gritan con modulaciones especiales para atraer a los kokos. Todos los que hemos costeado el espectáculo nos sentamos en un gran claro del parque.
Se va aproximando la trompeta, y vemos cómo surgen a la vez en un frente de medio kilómetro numerosos «chorros» de venados. Hay que emplear esta palabra, porque la invasión animal tiene el mismo ímpetu múltiple y diverso de las aguas de una inundación colándose en desorden por todos los vacíos que encuentran. Setecientos venados llegan casi a la vez a esta plaza de la selva precediendo o siguiendo al hombre de la trompeta y sus acólitos.
El suelo se cubre de un oleaje incesante de pelos rojos y blancos, sobre el cual se alzan centenares de cabezas, unas cornudas, otras con pétreas excrecencias. Suena un ruido suave como de agua corriente. Son los miles de patitas que, al moverse, hacen chirriar la arenilla del escampado.
Las musmés venden enteras sus cestas de galletas y van en busca de otras. Muchos espectadores de esta asamblea animal descienden a la extensa plaza ocupada por los venados, y avanzan en el mar de hocicos suplicantes, de bocas abiertas, deslizando un dulce redondel en cada una de ellas como si echasen cartas a un buzón. Los más audaces, mientras rumian el regalo, marchan detrás del generoso dispensador de tales golosinas y le topan continuamente en la espalda para que se vuelva y repita el obsequio.
Otro atractivo célebre de Nara, después de los ciervos sagrados, son las linternas o toros. En las diversas colinas del parque, rematadas por pagodas budistas y sintoístas, los caminos están orlados con dobles o triples hileras de linternas de granito sobre torreones de la misma piedra.
Estas pagoditas de luz tienen a veces tres y cuatro siglos de existencia. Las familias ricas del Japón hacían construir en otro tiempo un toro en el Parque de Nara para honrar a sus ascendientes, y venían a verlo el día de la fiesta de las linternas. Una vez por año los 3000 o 4000 toros que existen bajo las arboledas de Nara se iluminan durante una noche, y hasta de las poblaciones más lejanas vienen gentes para presenciar este espectáculo tradicional.
Los miles de capillitas de piedra tienen en la citada noche alumbrado su interior por una lámpara o un cirio. Son luces suaves, vaporosas, luces «del otro mundo», como las de los cuentos fantásticos, y los resplandores vacilantes dentro de su jaula de granito dan una vida sobrenatural a la selva oscura y dormida. Admiramos el musgo que cubre la piedra vieja de muchos de los toros. En Nara crece tan abundante y vigoroso este paño vegetal, que cuelga en forma de borlas verdes de los aleros de las linternas.
Presenciamos en una de las pagodas la danza de las bailarinas sagradas del sintoísmo, dos jovencitas que ejercen su profesión con menos gravedad que la sacerdotisa cincuentona de Nikko, y ríen mientras bailan, mirando a los visitantes blancos. Su vestimenta y adornos son también menos austeros. Sobre la frente llevan una visera en forma de tejadillo. Pendientes de ella hay varios tubitos de metal que se entrechocan sonoramente con los movimientos de la danza. Encima han colocado un manojo de claveles. El resto de su traje, aunque es blanco y rojo, como el de la boncesa de Nikko, revela en sus adornos una coquetería profana, un deseo de recordar a los fieles que la oficiante es una mujer.
En un pequeño establo cerca de una pagoda vemos un caballito blanco, absolutamente blanco, con las pupilas azules y las córneas rojas. Es una bestia sagrada, mantenida por los bonzos. El dios del templo inmediato llegó a Nara montado en un caballo blanco, y los sacerdotes procuran tener un animal de la misma especie siempre preparado, por si se le ocurre de pronto a su divino señor volverse a las tierras de donde vino hace siglos.
El Parque Sagrado tiene una variada fauna de carácter religioso. Además de sus centenares de kokos descendientes del gran ciervo tradicional y del caballito blanco, al que obsequian los visitantes con galletas y terrones de azúcar, existe un lago abundante en peces rojos y dorados, que son igualmente bestias sagradas. Después de tantos años de respeto y generosa nutrición, estos peces han crecido hasta obtener dimensiones monstruosas.
Junto a dicho lago, los habitantes de Nara establecen un mercado de flores y árboles, donde se puede apreciar la habilidad de los japoneses como jardineros de exportación. Yo he visto vender en él naranjos enormes cubiertos de frutos, con las raíces tan hábilmente empaquetadas, que no había más que subirlos a un carro o un vagón para replantarlos a muchas leguas de distancia, sin ningún riesgo para su salud vegetal.
Bajo de mi koruma en las afueras de Nara, para visitar la forja de un fabricante de sables y puñales a estilo antiguo. Mientras regateo una daga con funda de bambú, cuyo filo es tan sutil que puede cortar los blanduchos papeles de arroz, me fijo en la casa inmediata, dentro de la cual varios hombres gritan y se mueven como si estuviesen realizando un esfuerzo penoso.
Al verlos de más cerca, oigo las risotadas con que alegran su pesado trabajo. Todos ellos sudan y gesticulan, dando furiosas palmadas sobre una masa blanca. Están fabricando el pan de Año Nuevo, ceremonia tradicional que se repite durante varios días del primer mes.
Van ligeros de ropa para trabajar con más soltura, pero llevan ceñido a las sienes un estrecho pañuelo rojo, con dos puntas colgantes, parecido al tocado de los aragoneses. Cinco de ellos dan palmadas a la pasta, entonando una melopea ruidosa, y el sexto levanta con ambas manos un mazo de madera pesadísimo y lo deja caer sobre el amasijo.
Es un deporte peligroso, y por eso se entregan a él con una alegría gallarda. El que mueve el mazo procura, con perversa astucia, pillar debajo de éste la mano de alguno de los amasadores, haciéndola añicos. La vanidad de los otros estriba en menudear el palmoteo, escapando con ligereza su diestra del mazazo brutal. Como esta ceremonia del amasijo del Año Nuevo hace sudar copiosamente, exige mucha bebida. Los joviales amasadores huelen a saké, y enardecidos por el alcohol de arroz y sus propios cánticos, se alternan en el manejo del mazo, con el santo deseo de ser más hábiles que los otros y poder aplastar la mano de un amigo.
Estando en la estación de Nara vemos llegar trenes cuyas techumbres blanquean bajo una gruesa capa de nieve. Vienen de la parte del Japón adonde vamos nosotros. En Nara no nieva aún pero sopla un viento glacial. Esto no impide que muchos campesinos, casi desnudos, pasen tranquilamente junto a los vagones, que dejan caer pedazos de agua congelada. También pasan los eternos niños de las escuelas, con un kimono ligero a redondeles blancos por toda vestidura, gorra de colegial y las piernas al aire, mostrando su carne enrojecida y coriácea por el frío.
En los andenes veo japoneses con un aspecto de súbditos del Mikado antes de que éste ordenase la nueva vida a estilo de Occidente. Algunos viejos llevan barbillas de pelos lacios y la cabellera larga atada sobre el cogote, con una melena a modo de plumero caída sobre la nuca, igual a la de los antiguos samuráis. Al mismo tiempo, en las ventanillas de los vagones se muestran japoneses vestidos como los trabajadores occidentales, soldados con uniforme europeo, mujeres de aire independiente que saben ganar su arroz y se han emancipado de la antigua esclavitud femenina.
Hay dos Japones: uno que ha entrado a todo vapor en la evolución universal del progreso, y otro que, por razones políticas interiores y por inercia, quiere permanecer unido a la primitiva tradición. Este espectáculo contradictorio y paradojal no puede durar. Ha persistido algunos años como los platillos de una balanza, no obstante sus pesos distintos, permanecen durante una milésima de segundo igualados en el mismo nivel. Los cincuenta años de civilización moderna japonesa transcurridos hasta el presente significan un breve instante de su historia.
Repito que esta situación anómala no puede mantenerse indefinidamente. El Japón tendrá que volver atrás, si quiere conservar su organización tradicional. Si desea seguir progresando, deberá avanzar, confiándose a lo desconocido, pues representa una candidez infantil querer aprovecharse de las ventajas del progreso y no resignarse a correr sus riesgos y sufrir sus inconvenientes.
El Japón de las ciudades tradicionales, de los bosques sagrados, de las pagodas y las leyendas religiosas, es todavía una realidad; pero no lo es menos el Japón de los grandes centros industriales, de las masas obreras que copian las organizaciones y reivindicaciones de los trabajadores de otros países. El socialismo tiene cada vez más adeptos en los centros industriales del Japón. Hay que imaginarse lo que pueden ser en el porvenir los jornaleros japoneses si dedican a las doctrinas revolucionarias el entusiasmo tenaz, el desprecio a la vida y la escasez de necesidades con que sus ascendientes sirvieron al Mikado.
La organización tradicional todavía es muy fuerte y con hondas raíces, pero resulta indudable que sus directores han perdido la confianza y la tranquilidad de otros tiempos. El gobierno japonés y sus funcionarios dan frecuentemente la prueba de esta inseguridad que les impulsa a emplear procedimientos indignos de un país salido de la barbarie. La policía ha matado a varios japoneses propagandistas del socialismo y a otros individuos, simplemente por pertenecer a las familias de aquéllos.
Un socialista famoso del Japón fue asesinado, estando en la cárcel, por un capitán de gendarmería, y tan escandaloso resultó el crimen, que los tribunales condenaron a varios años de presidio a su autor, aunque excusaron en parte su delito y la lenidad de su propia sentencia declarando que había matado «por desorientación moral, creyendo hacer un bien a su país».
Además, ya existen japoneses que disparan contra el Mikado. El penúltimo emperador, verdadero padre de la patria actual, fue objeto de una tentativa de asesinato político a pesar de su gloriosa historia.
Estando yo en Nara leo la noticia de que un obrero acaba de disparar un pistoletazo contra el príncipe regente, que es en realidad el emperador.
Hay que haber vivido en este país para darse cuenta con exactitud de lo que significan tales atentados. El emperador es el nieto de los dioses y habla con ellos frecuentemente.
Hasta hace pocos años no se mostraba nunca en público. Seguía la tradición de sus antecesores, que iban escoltados por guerreros de dos sables y si un japonés osaba acercarse al emperador para conocerlo sentía inmediatamente su cabeza desprenderse de los hombros. Aun en la época actual, el representante del Mikado sólo se deja ver en público muy de tarde en tarde… Y cuando esto ocurre, siempre hay algún japonés que tira contra él.
Es como si el Papa se decidiese a salir de su retiro del Vaticano para hacer un viaje por la Vendée o las Provincias Vascongadas, y el hijo de un antiguo devoto lo saludase con varios tiros de revólver, apuntando a la cabeza.