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El templo de los 33.333 dioses

Los palacios de Kioto.—La ceremonia de la coronación imperial.—Mezcolanzas de antiguo y moderno.—El templo de los Treinta y tres mil trescientos treinta y tres dioses.—El taller de remiendos divinos.—La pagoda de la cumbre y su fuente milagrosa.—Lo que les ocurre a las japonesas que beben sus aguas.—El hombre de los dos cubos.—La balada de la hostelería japonesa.

Además de sus pagodas innumerables, guarda Kioto la Santa los antiguos palacios de sus emperadores. Ya hemos dicho cómo el Mikado vivió siete siglos en esta ciudad, sin mezclarse para nada en el gobierno del país, enteramente confiado a los shogunes, e interviniendo sólo en los asuntos religiosos.

Hoy no ocupan estos palacios un espacio de quince leguas, como en otros tiempos. El ensanche de la ciudad y de los jardines públicos ha invadido una parte del antiguo dominio imperial. Pero todavía las actuales residencias del Mikado llenan un área considerable.

Son palacios faltos de muebles, que viven con un aspecto de abandono bajo la guarda de viejos empleados, y sólo ven abrirse sus salones cuando se presenta un grupo de viajeros.

Estos edificios, que inspiran al japonés un respeto histórico, únicamente recobran su antigua animación cuando muere un emperador y es coronado su heredero. La entronización se celebra siempre en Kioto, y la corte abandona momentáneamente para tal ceremonia el palacio imperial de Tokio.

Yo he visto este último desde fuera y me pareció no menos silencioso y desierto que el de Kioto, dentro de sus tres recintos. Unas avenidas anchísimas, que más bien parecen plazas enormemente prolongadas, establecen un primer aislamiento alrededor del palacio imperial, a pesar de hallarse situado éste en el centro de la vasta Tokio. La segunda zona de defensa consiste en un foso profundo lleno de agua verde, dormida en apariencia y que un canal renueva todos los días. Sobre esta cintura acuática se levanta la tercera defensa, consistente en una muralla de seis metros, hecha de grandes bloques, como un malecón fluvial o un muelle marítimo. Al ras de esta muralla se extienden los céspedes del parque con grupos de tortuosos pinos. Sobre la arboleda asoman los remates de diversas construcciones, que tienen exteriormente un aspecto de palacios rústicos, todas con paredes blancas y altísimos techos negros de pendiente cóncava y grandes aleros. En el centro de esta ciudad imperial, siempre silenciosa o infranqueable dentro del corazón de Tokio, está el templo de Jimmu-tenno, primer ascendiente de la dinastía.

Al visitar el palacio viejo de Kioto se nota que los emperadores se acordaron de él cuando dirigían la construcción del palacio nuevo de Tokio. Ambos edificios tienen igual aspecto exterior; sólo se diferencian en sus medios defensivos. Los emperadores de Kioto vivían al margen de los accidentes políticos, como dioses respetados y algo olvidados, sin presentir la posibilidad de que alguien los atacase. Su antigua residencia conserva una muralla exterior de tapia y postes de madera, rematada por tejados cóncavos, y alrededor de esta muralla se desliza un canal. Pero es un canal decorativo, que se puede pasar con agua a la rodilla, y los muros únicamente son de piedra hasta medio metro de altura. Se adivina que esta débil fortificación la construyeron para advertir una vez más que la persona del emperador debe mantenerse aislada de los simples mortales. De nada podía servir en caso de ataque y de sitio.

Visito el Gran Palacio donde se celebran las coronaciones, situado en el centro de Kioto, y el Palacio de Verano, no menos grande, que se extiende en las afueras. Todos ellos tienen en torno vastos jardines públicos y numerosas pagodas, que han invadido gran parte de su antiguo solar. Estos palacios son de un solo piso y los componen varios grupos de edificios. Unos se mantienen aislados, otros están unidos por avenidas orladas de linternas y de monstruos. En estas avenidas hay varios toris, que equivalen a nuestros arcos triunfales.

El interior de sus salones ofrece un aspecto desolado, como si acabasen de sufrir todos ellos un saqueo. Carecen de muebles. En algunos las paredes están ricamente pintadas y doradas; pero sobre las esterillas del suelo no se ve un taburete, un cojín, un pequeño vaso de porcelana que sostenga una flor.

Y sin embargo, hay que quitarse los zapatos para visitar estos palacios abandonados. La cortesía japonesa aún tiene otra exigencia en lo que se refiere al emperador y a los altos personajes oficiales. No basta descalzarse para entrar en sus viviendas, ni dejar el sombrero en la antesala, como se hace en Occidente. Hay que desprenderse también del gabán y entrar a cuerpo en unos salones que nunca fueron calentados y por cuyos muros delgadísimos penetra fácilmente el frío. Conservar puesto el gabán cuando se pisa el umbral de un palacio japonés es irreverencia tan enorme como mantenerse con el sombrero calado.

Sólo con un esfuerzo de imaginación pueden encontrarse interesantes estos monumentos imperiales de Kioto. En realidad, parecen por su forma exterior unas lujosas y enormes caballerizas de Inglaterra. Encuentro en uno de los salones varios dibujos multicolores, hechos sobre papel de arroz, que representan la ceremonia de la coronación en nuestros tiempos.

Debe ser un espectáculo raro, por los uniformes tradicionales de los cortesanos y esas mezcolanzas de antiguo y moderno que surgen con tanta frecuencia en la vida del Japón actual. Los generales y los príncipes, que usan diariamente uniformes a la alemana, abandonan para estas fiestas palatinas su aspecto de guerreros europeos y se visten como sus ascendientes. Todos llevan corazas y cascos dorados, con cuernos y antenas, dos sables en la cintura, un carcaj en la espalda lleno de flechas y un gran arco.

Las damas de la corte van vestidas de chinas más que de japonesas. Sus trajes de ceremonia son anteriores al kimono y a los peinados de las niponas actuales. Llevan pantalones rojos, dalmáticas negras bordadas, y en la cabeza unos tocados semejantes a los gorros de cuartel… Y por en medio de esta aglomeración de cortesanos acorazados como hace cinco siglos y con armas anteriores a la invención de la pólvora, avanza el nuevo emperador llevando uniforme de general, lo mismo que un rey europeo, y sentado en una carroza dorada, adquirida en Londres, con lacayos de peluca blanca y tricornio. Tales anacronismos que tan interesante hacen el acto de la coronación son una prueba más de la mezcolanza contradictoria e incoherente que sirve de base a la actual vida japonesa.

Necesito hacer un esfuerzo para abandonar los jardines de estos palacios silenciosos y de una simplicidad majestuosa. Casi todos sus árboles son cedros retorcidos que tienen varios siglos de existencia. Al pie de ellos hay redondeles de musgo, escrupulosamente cuidado, de un diámetro igual al de sus copas.

Un grupo de mujeres pobres barre los senderos del parque y las aceras de granito en torno a los edificios de madera. Estas hembras de kimono oscuro, que reciben del intendente imperial una retribución modesta, nos enseñan, al sonreír, sus dientes cargados de oro. Ya dije que para la japonesa es motivo de vanidad poder llevar chapada de rico metal su dentadura, y hace cuanto puede por conseguirlo aunque sea a costa de sacrificios, lo mismo que una europea cuando ansía un traje o un sombrero elegantes.

Deseo visitar cierta pagoda de esta ciudad que conozco de nombre hace muchos años, casi desde mi niñez, y nunca creí en aquellos tiempos que llegaría a verla directamente con mis ojos. Es el templo de los Treinta y tres mil trescientos treinta y tres dioses.

Exteriormente consiste en un largo edificio rojizo, que ocupa todo un lado de una plaza de la vieja Kioto. Varios grupos de bambúes enormes sombrean esta plaza, y al amparo de ellos colocan sus mesitas los vendedores de tarjetas postales, oraciones impresas en papel de arroz y pequeños objetos de culto. Como el templo es de madera y lleva varios siglos de existencia, tiene el mismo aspecto de barco viejo y carcomido que ofrecen casi todas las pagodas.

Sobre la meseta de la escalinata salen a recibirnos algunos bonzos con la redonda cabeza recién afeitada y un manto de color de azafrán, en el que se envuelven a estilo romano. Estos sacerdotes budistas son pedigüeños y explotan sistemáticamente la fama de la pagoda a que están agregados. Uno de ellos, con redondas gafas de concha, aguarda en la cancela detrás de una mesa y cobra a los visitantes por dejarles pasar, lo mismo que un portero de teatro. En el interior, otros bonzos azafranados nos acosan ofreciéndonos estampas, oraciones y pequeños objetos a los que atribuyen influencias milagrosas.

Al entrar, se tropieza inmediatamente con una imagen gigantesca de metal, que ocupa lo que puede llamarse altar mayor, presidiendo esta asamblea numerosa de divinidades. A los dos lados del altar se extienden vastas escalinatas llenando las dos alas del templo, y en sus peldaños, lo mismo que si fuesen objetos de exposición, forman en luengas y superpuestas filas dos mil imágenes de bronce de tamaño natural representando a la diosa de la Misericordia. Estas dos mil mujeres tienen doce mil brazos, pues cada una de ellas ostenta tres a cada lado de su tronco.

En diversas naves de la pagoda se alinean formando hileras múltiples los otros dioses hasta el número de 33.333. Los hay de todos los tamaños, a partir de la talla humana hasta el exiguo volumen de un insecto. Son de oro, de bronce, de marfil, de madera, de piedras diversas, desde el precioso jade venido de la China y el lapislázuli de las minas de Siberia, al simple pedernal. Unos tienen formas regulares y una sonrisa de bondad celeste; otros llevan en su rostro gestos aterradores y son feos con una fealdad iracunda y amenazante, que parece secreto hereditario de los imagineros japoneses. Algunos más cerca de la animalidad que de la perfección divina, se muestran erizados de múltiples piernas y brazos, como cangrejos monstruosos.

Guarda siempre este templo, con rigurosa exactitud, el número de los dioses que deben habitarlo: 33.333. En el curso de varios siglos las guerras y los incendios quebrantaron el edificio muchas veces o lo arruinaron por completo, suprimiendo una parte de su población divina; pero ésta no tardó en verse reconstituida por los bonzos, que son su guardianes y servidores.

Junto al templo existe un taller, donde son recompuestos dioses y diosas todos los días. Trabajan en él unos imagineros, que recuerdan por su aspecto y sus gestos a los antiguos alquimistas. Algunos son extremadamente ancianos, y cuelgan de sus mandíbulas los filamentos blancos, esparcidos y lacios de una barba a la japonesa. El cráneo lo llevan oculto bajo un gorro muy ajustado y abotonado debajo de la barba, lo mismo que el becoquín del Doctor Fausto. Con grandes antiparras caladas ante sus ojos pegan a las pequeñas diosas un brazo de marfil que se ha desprendido entre los seis u ocho que cubren su pecho, o liman las piernas de los dioses para que no se conozcan los remiendos recién hechos en el bronce o la madera.

Hay otra pagoda célebre en Kioto, que ocupa una colina dentro de la ciudad, y desde cuya cumbre puede abarcarse el hermoso espectáculo de sus barriadas, jardines y canales. A esta pagoda, vienen en determinadas épocas numerosas peregrinas. Existe al pie de ella una fuente milagrosa, y toda mujer casada que bebe sus aguas es madre antes de un año. Algunas veces —¡caso estupendo!— el mismo prodigio se realiza en las musmés que beben su líquido, aunque vayan con peinado de soltera.

Como no hay peregrinaciones durante el invierno, encontramos solitarias las calles en declive que conducen a la cumbre donde está la pagoda. Son calles relativamente anchas, como si las hubiesen abierto en provisión de las multitudes que las llenan en ciertas fechas del año. Todas las casas están ocupadas por comercios de objetos piadosos, abundando las figurillas de porcelana vulgar.

Un mundo de personajes abigarrados, de las más diversas cataduras, se alinea en los escaparates y anaqueles de estos vendedores de imágenes. Figurones grotescos y un poco obscenos se codean con imágenes divinas y pequeñas estatuitas ecuestres del penúltimo emperador. En estas tiendas del Extremo Oriente no se sabe nunca dónde termina lo religioso y empieza lo caricaturesco, quién es dios y quién simple monigote para hacer reír a las gentes.

Subimos con lentitud por la calle orlada de tiendas. Tenemos nuestras miradas fijas en la alta y gallarda pagoda que llena la perspectiva abierta entre dos filas ascendentes de edificios. Encima de los tejados, pero más abajo del templo, vemos bosquecillos de bambúes y senderos agrestes, por donde corren riendo, con una jovialidad de niñas, varias filas de mujeres. Deben ser de las que vienen en busca de la milagrosa fuente, oculta a nuestros ojos por los grupos de vegetación.

El deseo de toda mujer japonesa perteneciente a la clase popular es pasearse con la dulce mochila de un pequeñuelo que duerme, come, ríe o llora, sujeto a su espalda, y muchas veces hace cosas peores, aguantando la madre con cierto deleite el tibio chorrillo filial que se desliza por sus riñones. La japonesa infecunda se considera en una situación peligrosa; el marido puede repudiarla en este país de fácil divorcio, y ansía intervenciones humanas o celestes para conocer la maternidad.

Mientras camino pensando en esto, con la vista fija en la pagoda, cada vez más próxima, empiezo a percibir un hedor intolerable. Los que vienen conmigo experimentan idéntica molestia. Miramos las tiendecitas próximas como si surgiese de ellas el nauseabundo olor. Pero nuestro olfato se va orientando, y acabamos por husmear lo que nos rodea más de cerca.

Delante de nosotros marchan varios niños y mujeres, atraídos por la curiosidad que provoca siempre en las calles de Japón provincial la presencia de un grupo de blancos. Se ha adherido también a nuestra marcha, saludándonos mudamente con una sonrisa que le hace mostrar sus dientes agudos, un mocetón casi en cueros, sin otro traje que un harapo pasado entre las musculosas piernas. Lleva en un hombro un grueso bambú y penden de él dos cubos que se bambolean al compás de sus pasos, agitando su contenido líquido.

¡Ah, miserable!… De este caldo amarillento, en el que flotan pequeños cilindros de igual color, surge la pestilencia que va infestando la calle, sin que ningún vecino parezca sentir molestia en su olfato. Es un hortelano que acaba de vaciar una letrina todavía fresca y lleva la hedionda materia a su huerta cercana. El abono humano es aquí más apreciado que el animal. Los chinos, maestros de los japoneses en tantas cosas, aprecian con mayor entusiasmo, si es posible, esta materia fecundante.

Hacemos alto para que el compañero nos abandone. Todavía insiste en acompañarnos, y se detiene con sus dos inmundos cubos; pero tales gritos y ademanes empleamos en nuestra protesta, que al fin se marcha, siempre sonriendo. Quedamos con la duda de si sonríe ahora de lástima, despreciándonos por nuestras absurdas preocupaciones.

Y sin embargo, este pueblo ama las flores como ninguno, y aunque es de espíritu estrechamente positivista, sorprende de pronto con las más poéticas invenciones.

Encuentro en todos los hoteles numerosos carteles impresos con caracteres del país, los cuales contienen, según me dicen, máximas morales, consejos prácticos y sanos para la vida. En algunos de dichos establecimientos me atrajo por su dibujo primaveral uno de los tales anuncios representando un árbol con las ramas cargadas de flores y revoloteando en torno enjambres de pájaros. Aquí vuelvo a encontrar este paisaje misterioso, pero con una explicación al pie.

El Gran Hotel de Kioto tiene sus pisos bajos ocupados por tiendas que exhiben los mejores productos de las ricas industrias de la ciudad: kimonos de maravillosos colores, telas bordadas con faunas y floras fantásticas, obras de orfebrería y de esmalte. Los directores del establecimiento son los únicos que van vestidos a la europea. Todo el personal lleva trajes japoneses. En los salones hay grupos de hombres con kimono negro de seda, que parecen sacerdotes, y se abalanzan sobre todo el que entra para ofrecerle sus tarjetas. Son los corredores y enviados de las grandes tiendas de Kioto, que ascienden a centenares.

En uno de estos salones encuentro el cartel primaveral con su inscripción japonesa, pero el director del hotel ha agregado la traducción en inglés…

Son versos, un fragmento de poema. Y este cartel de flores y pájaros, que figura en todos los hoteles importantes del Japón, dice así, según la versión inglesa, que yo transcribo a mi modo:

Un hotel es un ciruelo

cargado de ricos frutos;

ruiseñores son los huéspedes

cobijados en sus ramas.

(Balada de la hostelería japonesa)

Parece que los grandes hoteles del Japón, al celebrar una de sus reuniones en Tokio, acordaron, entre otros medios de propaganda, encargar a un gran poeta nacional una balada sobre las excelencias de los hoteles en el Imperio del Sol Naciente. Esto es algo extraordinario: hay que reconocerlo. A ningún hotelero de Europa ni de América se le ha ocurrido jamás nada semejante.

Debo advertir que la industria de la hostelería a estilo moderno sólo existe aquí desde hace pocos años. Todavía, en las provincias muy interiores del Japón, los dueños de las hospederías reciben al viajero como los hidalgos de otros tiempos daban albergue al peregrino, por seguir las tradiciones. No hay precio fijo, y el posadero se indignaría si le hablasen de retribución.

Cuando el pasajero se marcha, entrega de un modo disimulado a la esposa o la doméstica más respetable la cantidad que le parece oportuna, añadiendo, después de este regalo discreto, que guardará eterna gratitud por tan benévola acogida.

Los hoteleros japoneses a la moderna, que se educaron en el extranjero y copian las costumbres de los occidentales, han querido dar a sus «Palaces» de varios pisos una originalidad tradicional y patriótica, y para ello nada les pareció mejor que buscar la colaboración de un poeta.

Además, estos nipones vestidos de levita que dirigen en su país la vida de los modernos «ciruelos», son tal vez más psicólogos que los gerentes de los «Palaces» de Europa y América, los cuales tratan a sus clientes con la altivez y el alejamiento de un monarca.

¿Quién puede discutir y regatear su cuenta después que le han comparado con un ruiseñor?…