El camino de los criptomerios.—Una maravilla que va a desaparecer.—Historia heroica de los cuarenta y siete samuráis.—Zapatillas gratuitas en el tren.—Las pagodas de Kioto.—Cuatro cables de pelos de mujer.—Las ceremonias del culto budista y su rara semejanza con las del culto católico.—El tradicionalismo de Kioto.—Un perro xenófobo.—Las calles del alegre Yosiwara.—Los teatros.—Actrices-hombres.—Mi encuentro ante un cinematógrafo.
Salimos de Nikko por el camino de los criptomerios, yendo a tomar el tren en una estación situada a diez kilómetros. No queremos marcharnos de este país sagrado sin recorrer la cuarta parte de un camino que no tiene semejante en el resto de la tierra.
Para prolongar el espectáculo prescindimos del automóvil que nos ofrecen en el hotel y vamos en koruma. Los conductores están descansados y se han puesto ligeros de ropa para tirar mejor, conservando únicamente la chaqueta azul de mangas perdidas y el vendaje entre las piernas, desnudas y musculosas.
Corremos por un camino hondo, entre dos filas de oscuros obeliscos vegetales, que casi se tocan. Un tránsito de tres siglos ha ido profundizándolo, y por encima de nuestras cabezas vemos las tortuosas raíces de los cedros gigantescos. El verdadero tronco empieza más arriba. A pesar de sus proporciones extraordinarias, estos árboles venerables tiemblan con el más leve estremecimiento atmosférico. Tienen la inseguridad de los dientes viejos en torno a cuyas raíces se ha ido descarnando la encía.
Muchos cayeron, y hay en la doble hilera grandes claros, viéndose a través de tales ventanas la campiña dorada por el sol de la tarde. Otros están aún de cuerpo presente, y hay que pasar por debajo de ellos, a causa de hallarse tendidos como una pasarela entre los dos ribazos. Nos dicen que los derribó hace poco uno de los tifones o tornados que devastan todos los años el archipiélago japonés.
De tarde en tarde se interrumpe el desfile de colosos vegetales, y salimos de la penumbra vespertina que reina entre ellos. En estos espacios libres hay aldeas con acequias surcadas por escuadrillas de patos, vetustos santuarios de piedra rematados por tejadillos que tienen sus angulosidades en forma de cuerno, cementerios cuyas estelas copian la forma de los hongos.
Una sensación de inseguridad y peligro nos acompaña mientras avanzamos entre los cedros tricentenarios y sus raíces casi descuajadas. Es una inquietud igual a la del visitante de un viejo palacio con muros rajados, cuyos pisos tiemblan y se encorvan bajo los pasos. No obstante tal molestia, el espectáculo majestuoso que ofrece esta arboleda secular de cuarenta kilómetros, escalando las colinas y descendiendo a los valles hasta perderse en el infinito, es algo extraordinario que puede llamarse «único».
Se entristece el viajero al pensar que todo esto desaparecerá dentro de algunos años. Los cedros caen, sin que nadie los reemplace. La enorme línea de criptomerios ya está desportillada, con numerosos vacíos, como una dentadura vieja. Viendo los grupos de niños japoneses que se muestran en lo alto de los ribazos y agitan una banderita de su nación, gritándonos «¡Banzai!», pienso que cuando lleguen a mi edad ya no existirá esta doble muralla vegetal, que es una de las maravillas de la tierra. Yo no lo veré más, pero he llegado a tiempo para admirarla con mis ojos. Los que vivan en la mitad del siglo actual sólo la conocerán de oídas, por los recuerdos de los ancianos de entonces.
Paso un día en Tokio antes de seguir mi viaje a las ciudades del este del Japón. Quiero visitar, por curiosidad literaria, una vieja pagoda de sus alrededores donde se suicidaron heroicamente los cuarenta y siete samuráis.
Algunos lectores tal vez no conozcan esta historia de honor y de heroísmo, que es para los japoneses algo así como el Romancero del Cid para los españoles.
En la primera mitad del siglo XVII, el cortesano Kotsuké, amigo del emperador, después de haber insultado al príncipe Akao, negándose a darle una satisfacción por las armas, consiguió, gracias a su situación influyente de palaciego, que el Mikado condenase a muerte a este príncipe bueno, atribuyéndole un delito del que era inocente. Cuarenta y siete samuráis, compañeros y vasallos fieles del ejecutado, juraron vengarle a costa de la vida si era necesario, y abandonando sus casas, sus esposas e hijos, se dedicaron a preparar y realizar tal designio con una tenacidad inaudita, guardando su secreto durante veinte años.
El traidor Kotsuké, sospechando los planes de estos hidalgos que permanecían invisibles, pasó muchísimo tiempo inquieto y en perpetua defensiva, rodeado de un pequeño ejército de guerreros a sueldo y habitando siempre palacios fortificados. Pero al transcurrir veinte años sus desconfianzas se adormecieron, dejó de creer en la existencia de los vengadores, y una noche de invierno, cuando dormía en su palacio, ya mal guardado, vio aparecer a los cuarenta y siete samuráis en torno de su lecho, con sus dos sables atravesados en la cintura, con sus yelmos y corazas que imitaban hocicos de fiera y coseletes de insecto.
Sin olvidar las reglas de la cortesía japonesa y con las ceremonias propias del caso, recordaron al traidor sus crímenes y le cortaron luego la cabeza, llevándola a la tumba de Akao, situada en la pagoda que yo visito. Antes se cuidaron de lavarla en una pequeña fuente inmediata a dicho templo. Los cuarenta y siete fueron después en busca de sus jueces y éstos los condenaron a muerte, de acuerdo con la ley, pero admirando al mismo tiempo su fidelidad, les concedieron que se matasen ellos mismos abriéndose el vientre.
Después de haberse dado el beso de despedida, tomaron asiento en las gradas de la pagoda, cerca de la tumba de su señor, y fueron haciéndose tranquilamente el harakiri. Otros samuráis, compañeros de armas, les dieron en el pescuezo el sablazo decapitante, al mismo tiempo que cada uno de ellos se rajaba el vientre con su puñal, echando afuera las entrañas… Y cuarenta y siete cuerpos rodaron por las gradas con los estertores de la agonía, esparciendo una cascada de sangre.
Hoy sólo resta de dicha tragedia las tumbas de sus protagonistas junto a una pagoda de madera oscura y carcomida. Cerca de su escalinata se ve la fuente musgosa, donde lavaron los vengadores la cabeza del traidor. Ningún japonés introducirá en esta agua sus brazos ni sus piernas. Los cuarenta y siete fueron declarados por el Mikado, años después, santos y mártires, y desde entonces su historia es escuchada por todos los niños del Japón. Muchas familias van en romería a las tumbas de estos héroes de poema, que supieron morir en masa, con el suicidio horrible de las antiguas gentes de honor.
Paso una noche en el tren entre Tokio y Kioto. Recorro los diversos vagones para ver cómo viajan los japoneses.
Hombres y mujeres se despojan a las pocas horas de sus disfraces occidentales y visten el kimono, librándose igualmente del calzado. Les fatiga sentarse como nosotros. Deben sentir un cansancio semejante al que sufren los blancos cuando las circunstancias los obligan a colocarse en el suelo con los muslos cruzados. Todos los japoneses suben finalmente sus piernas sobre la banqueta y se instalan como lo exige su comodidad, o sea poniéndolas en cruz y apoyando las posaderas en sus talones. Así los asientos parecen estantes de vitrina con figuras de porcelana, que mueven las cabezas siguiendo los vaivenes del tren.
Todos los vagones tienen en su pasillo central unos embudos que dan sobre la vía. Esto facilita el barrido que los empleados deben repetir con frecuencia. Al mantener los viajeros sus pies sobre las banquetas, poco les importa la suciedad del suelo, y éste se va cubriendo de mondaduras de frutas y de papeles impregnados de grasa, que han servido de envoltura a los bentos.
En el vagón-dormitorio, apenas cierra la noche, el empleado se preocupa de nuestros pies. Como éste es un país de gran higiene «pedestre», donde se marcha sin zapatos en todo lugar cubierto, sea templo o simple vivienda particular, las gentes no gustan de permanecer muchas horas con sus extremidades calzadas. El servidor del vagón me ofrece unas zapatillas de lana blanca, escrupulosamente limpias. Luego hace igual regalo a los otros ocupantes del coche. La compañía del ferrocarril, al mismo tiempo que vende una cama al viajero, le proporciona las zapatillas.
Cuando despierto, cerca de Kioto, veo la llanura dividida en campos de arroz, pequeños y bien trabajados. El agua encharcada parece reír bajo el sol con sus estremecimientos luminosos. Más allá, los campos son de hortalizas, pero siempre en reducidas parcelas, alineadas y cuidadas como un jardín. Es una agricultura meticulosa que puede llamarse de miniatura. Se abren en el horizonte las copas azules de varios lagos entre colinas cubiertas de bosquecillos. Todo es pequeño, gracioso, frágil, y sin embargo, revela una observación de siglos, una voluntad tenaz, para conseguir que el suelo dé los mayores rendimientos.
Visitamos las grandes pagodas en nuestras primeras correrías por Kioto.
Esta ciudad es la capital del budismo en el Japón, y tal vez ninguna del Extremo Oriente siente como ella la influencia de dicho culto religioso. Debo añadir que las doctrinas del dulce Gautama fueron modificadas por los bonzos, desfigurándose hasta el punto de no guardar más que un ligero recuerdo de sus principios originales.
Dentro de Kioto existen muchísimas sectas del budismo, pero esto no impide que los intérpretes y comentadores más importantes de la teología budista vivan aquí. Hubo una época en que llegó a tener 3893 templos y santuarios dedicados al citado culto. El número actual tal vez sea inferior en muy poco. A esto hay que añadir 2500 templos y santuarios del culto sintoísta. Con razón los japoneses han llamado siempre a esta ciudad Kioto la Santa.
Visitamos en las primeras horas de la mañana la más grande de las pagodas, que es como una catedral del budismo. Cuando San Francisco Javier visitó Kioto ya existía este templo. En realidad, es una agrupación de diversas pagodas dentro de una cerca común, pero separadas por vastísimos patios enlosados de granito.
Los edificios, todos de madera, tienen piezas gigantescas de carpintería como las que se empleaban para la construcción de los antiguos navíos. Las techumbres presentan también la robustez y las dimensiones de grandes barcos puestos con la quilla en alto, cuya parte interior ha sido dorada y trabajada por pacientes artistas durante siglos. Troncos de árboles enormes sirven de columnas para sostener estas techumbres, altísimas y monumentales si se las compara con la ligereza y la pequeñez graciosa de otras construcciones del país.
Todo fue cubierto de lacas y de oro, pero la pátina de los edificios religiosos encerrados en una ciudad y que se ven visitados diariamente por muchedumbres ha oscurecido el esplendor de dichas pagodas. Guardan todas ellas un aire de majestuosa vejez. Detrás del estuco se presiente la madera carcomida. Algunas pilastras redondas tienen herido su revoque y muestran por las desconchaduras el armazón hueco de su interior, formado con duelas y aros, como un tonel.
En una galería cubierta que une a dos de las pagodas me muestran cuatro cables enrollados y negros, mucho más grandes que los que se ven en los puertos. Son como boas de los tiempos prehistóricos, más allá de las proporciones de los reptiles actuales. Luego, un bonzo me explica con cierta vanidad la naturaleza y origen de estos cuatro cilindros. Sirvieron para subir a lo alto de la techumbre de la gran pagoda los maderos más pesados, y están tejidos los cuatro con pelos de mujer.
Examino los rollos enormes y reconozco que únicamente el pelo de las japonesas, duro, áspero y muy grueso, puede haber producido estas maromas irrompibles, cuyo diámetro casi es igual al de una pierna de atleta. Cada uno de los cables tiene cien metros de longitud, lo que desorienta y asombra al calcular cuántos miles y miles de mujeres devotas necesitaron cortarse la cabellera para contribuir a esta obra.
Penetramos en el más importante de los santuarios de la gran pagoda. He leído muchos estudios sobre las semejanzas entre las ceremonias del budismo y las del culto católico, pero cuando las cosas se conocen de cerca, con una visión directa, dan la impresión de lo inesperado y de lo nuevo, por más que antes nos lo hayan hecho conocer los libros.
Creo estar asistiendo a una misa cantada en un templo católico de España o de Italia, en las primeras horas matinales, cuando una parte de la asistencia está compuesta de mujeres que vuelven del mercado. Veo numerosas japonesas sentadas en el suelo y guardando cerca de ellas el cesto de comestibles repleto de compras recientes. Rezan todas ellas en voz baja, y para mí sus palabras ininteligibles suenan siempre lo mismo: la-la… la-la.
Al otro lado de una verja, rodeando el altar mayor, en el que está Buda con un lirio en la mano, veo dos filas de bonzos que cantan sus oficios. Están colocados de un modo ritual, que me recuerda las grandes misas del domingo presenciadas en mi niñez. Estos cánticos budistas tienen un ritmo y unas modulaciones que no causan extrañeza al oído. Son música conocida. Recuerdan los que hemos escuchado en Occidente, como los plagios musicales resucitan la existencia de la obra original, aunque la tengamos olvidada.
A un lado del altar están los oficiantes, tres bonzos vestidos de blanco, llevando sobre los hombros un pedazo de tela dorada con rosas multicolores, igual, absolutamente igual en su tejido a las capas litúrgicas de los sacerdotes católicos. La única diferencia es de confección. En Occidente, estas telas son cortadas y cosidas para formar con ellas vestiduras de un tipo ritual, mientras que los bonzos las colocan sobre sus hombros sin modificarlas, tal como las adquieren, recién salidas de los famosos telares de Kioto.
Vuelvo a notar, como en Nikko, una semejanza física entre algunos de estos bonzos y muchos sacerdotes europeos. Los hay de pura raza japonesa, con una fealdad asiática, y son los más. Pero otros de nariz aguileña, grandes anteojos y cierta gordura fresca, pálida y lustrosa, de varón que lleva una vida sedentaria y se mantiene a cubierto de la intemperie, recuerdan a muchos clérigos españoles, franceses o italianos. Debo añadir que esta misma semejanza la he encontrado entre los brahmanes de la India, como si la identidad de las funciones crease con el curso de los siglos un tipo sacerdotal común a toda la tierra.
Mientras cantan los bonzos sus oficios, contemplo los adornos de esta pagoda majestuosa. En las cornisas hay figuras humanas multicolores, de hermosas y sonrosadas carnes, tañendo diversos instrumentos de música. Son los tomines, ángeles del budismo, también de rara semejanza con los ángeles de la religión católica, llevando las mismas alas a iguales rostros afeminados; pero los del budismo son menos ambiguos y tienen francamente formas de mujer.
Algo se mueve en lo alto, entre las tallas e imágenes. Mi vista se acostumbra a la semioscuridad de las naves, y distingo numerosos ojos que brillan como pequeños diamantes. Luego unas envolturas de pelo oscuro avanzan con ligero trotecillo por los salientes arquitectónicos. Legiones de ratas habitan estos navíos sagrados, y salen de sus escondrijos atraídas sin duda por el olor de los comestibles que llevan en sus cestos las devotas comadres y por los cánticos de los bonzos que están en el coro.
Veo que el oficiante principal se halla ahora derecho ante el altar, de espaldas a los fieles, con las dos manos al nivel de su cabeza, gesto idéntico a otro que he presenciado muchas veces. Luego se vuelve de frente a los devotos y agita las manos como si los bendijese, mientras susurra palabras ininteligibles.
Me marcho. No quiero ver más un espectáculo que carece para mí del atractivo de la novedad. ¡Las sorpresas del Asia!… Indudablemente estos bonzos han copiado de los misioneros sus gestos litúrgicos. Luego pienso que su religión es seis siglos más antigua que el cristianismo, y cuando llegó aquí San Francisco Javier ya tenían cerca de dos mil años las ceremonias que acabo de presenciar.
En los patios del templo vuelan grandes bandas de palomas. A veces cubren espacios enormes con una capa movediza de plumas y arrullos. Luego, al elevarse asustadas por una presencia extraordinaria, blanquean todo un alero, oscuro y carcomido, de estas pagodas vetustas.
Kioto es una de las poblaciones más grandes del Japón, pero se mantiene al margen de la reforma occidental, iniciada hace medio siglo. En ella los inventos modernos no hacen más que deslizarse. Los hijos del país los emplean si les son útiles, pero siguen fieles a la tradición.
Esta ciudad, que es la más japonesa de todas, sirve de refugio a las viejas artes. Aquí viven en pequeños talleres de familia los pintores, bordadores, tejedores y orfebres más célebres. Cuando las otras poblaciones necesitan un objeto precioso que simboliza el arte del país, lo encargan a Kioto.
Algunas calles están atravesadas por canales, en los que navegan barcazas de comercio, y sobre cuya superficie se elevan puentes desmesuradamente arqueados. En los almacenes, los vendedores van todos con kimono negro. Una cortesía para el comprador, como si los tenderos de Occidente fuesen todos vestidos de frac.
En sus vías, mejor empedradas que las de otras ciudades japonesas, apenas se ven extranjeros. Todos los transeúntes van vestidos con arreglo a la tradición. El europeo se siente abandonado al circular por Kioto, como si estuviese a una distancia infinita de su mundo. Al mismo tiempo se da cuenta de su inferioridad con relación a los que pasan junto a él. Todos le sonríen por cortesía, pero indudablemente se creen superiores.
Un animal nos hace ver de pronto la magnitud de nuestro aislamiento y la extrañeza que despierta nuestra presencia, marchando a pie por unas calles frecuentadas sólo por japoneses. No abundan los perros en la ciudad, pero cerca de un puente nos cruzamos con uno de pelo rojo y grandes colmillos. Voy en compañía de una señora, y ninguno de los dos nos hemos fijado en este animal. Él, al vernos, atraviesa la calle, enfurecido por una rabia agresiva, y pretende mordernos. Algunos transeúntes se interponen cortésmente y lo alejan. Luego sonríen, explicando su cólera. No está acostumbrado a los occidentales, y su presencia le inspira una xenofobia acometedora. En Kioto la Santa, los extranjeros van siempre en automóviles o en korumas. Muy pocos marchan a pie.
Cae la noche y nos extraviamos en unas calles que empiezan a cubrirse de guirnaldas de luces, y sobre cuyos edificios, dorados y esculpidos, aletean enormes banderas.
Todos ellos están destinados al público. Son teatros, cinematógrafos, casas de té o de danzas. En algunos vemos sobre la fachada una fila de grandes fotografías de muchachas. Nos hemos metido sin saberlo en el Yosiwara de Kioto.
A cada momento va engrosando la concurrencia en las calles. Todos, al abandonar su trabajo, vienen a este barrio de diversión, donde permanecerán hasta media noche. Sólo vemos japoneses. Nos miran con curiosidad hostil o con extrañeza.
Esta extrañeza no es por el carácter especial del barrio. Se encuentran en él muchas familias respetables que van a los teatros. Ya dije lo que es el Yosiwara para los japoneses. La extrañeza la muestran por el hecho de vernos a pie confundidos con las gentes del país. El extranjero es en Kioto un transeúnte que sólo se muestra en lo alto de un vehículo y únicamente pone sus pies en tierra ante los monumentos interesantes.
Oímos guitarreos y dulces quejidos que salen de las casas de las geishas. Las fachadas de los teatros ostentan cuadros enormes, iguales a los que figuran en los cinematógrafos, y en estos lienzos veo pintadas las escenas más interesantes del drama que se está representando dentro. Casi siempre es una sucesión de hazañas realizadas por un mancebo japonés vestido a la moderna, como un cowboy, pero con más valor y astucia que los cuarenta y siete samuráis juntos. Se le ve batiéndose, puñal en mano, con dos docenas de asesinos y poniendo en fuga a los que no mata; deteniendo un caballo desbocado con sólo una mano; asaltando un tren; destapando un volcán dormido.
A esta hora del anochecer, cada uno de dichos dramas debe estar ya en el acto treinta o cuarenta, pues su representación empezó poco después de la salida del sol. Pero esto no impide que entren nuevos espectadores y busquen asiento junto a los que han almorzado y comido sin moverse, y se disponen ahora a cenar, siguiendo con incansable atención las aventuras del héroe.
Sobre cada teatro hay banderas, más grandes a veces que la fachada del edificio, con rótulos en caracteres japoneses que extasían a muchos transeúntes. Aquí, cada actor célebre tiene banderas propias con su nombre y sus armas, colocándolas a la puerta del teatro para que sus admiradores no sufran equivocación. Y como cada uno cree ser el primero, procura que su bandera guarde relación con su importancia, llegando a dimensiones inverosímiles estas telas multicolores, que en días de viento representan un peligro para la solidez de los frontones que las sostienen.
Las actrices inspiran más entusiasmo aún que los actores. Pero el lector sabe que en el Japón los papeles femeninos son desempeñados por jovenzuelos. Éstos, al hacerse célebres, persisten en su trabajo, sin tener en cuenta el paso de los años; y más de una vez, la dama que conmueve con sus desventuras a los hombres, hace derramar lágrimas a las mujeres y cosquilleo a los muchachos con los primeros deseos de amor, es, en realidad, un viejo afeminado y vergonzosamente pintarrajeado. (No hay que escandalizarse por esto pues algo semejante pasaba en Inglaterra en los tiempos de Shakespeare.) Una de estas actrices-hombres es actualmente el personaje teatral más célebre del Japón y gana 10.000 dólares todos los meses.
Empujados y mal mirados por un gentío que huele muchas veces a saké y al aglomerarse en las estrechas calles se ve obligado a marchar con paso lento, empezamos a sentir cierta inquietud. Hemos abandonado imprudentemente a nuestro guía, nadie nos conoce, ignoramos la lengua del país; ¿a quién acudir si nos ocurriese algo malo?… Nos sentimos inmensamente solos entre esta muchedumbre de miles y miles de seres sobre cuyo río de cabezas pasan músicas y se mueven banderas y faroles.
El cinematógrafo de origen americano bate al teatro japonés en el Yosiwara de Kioto, como ocurre en tantos otros lugares de la tierra. Hay más salas cinematográficas que escenarios, y la gente de kimono penetra en ellas a borbotones.
En uno de dichos establecimientos atrae mi atención un cartel monumental de muchos metros cuadrados que cubre gran parte del cielo sobre el remate de la fachada. Veo pintados en él unos hombres-libélulas, de cintura sutil. Saltan como insectos, con un trapo en la mano, perseguidos por una bestia cornuda que parece lanzar fuego por sus narices. Tal vez es una escena de la prehistoria. Luego me hace recordar vagamente las corridas de toros.
Mis ojos tropiezan más abajo con un gran rótulo en japonés, y al lado, entre paréntesis, la traducción inglesa (Blood and Sand). Es el film de mi novela Sangre y arena hecho en los Estados Unidos. Luego voy descubriendo, a los dos lados de la puerta, anuncios multicolores con escenas de la obra y retratos de los artistas.
Todos estos carteles de procedencia norteamericana han sido reformados a la japonesa, tal vez para armonizarlos con la corrida de toros fantástica que se exhibe en lo alto. A Rodolfo Valentino, protagonista de la obra, que las mujeres de los Estados Unidos llaman «el hombre más hermoso del mundo», le han acortado la nariz y subido las cejas con un pincel irreverente, para disimular su fealdad de blanco y que se aproxime a la belleza de un buen mozo japonés. Los demás artistas también han sufrido iguales transformaciones. Hasta encuentro una fotografía mía, que sólo llego a reconocer por ciertos detalles del traje, y me veo en ella con la nariz recta y corta, las cejas oblicuas y un aire feroz, semejante al de los Hércules japoneses que viven de luchar en público.
No importa. Este descubrimiento me tranquiliza, y ¿por qué no decirlo?, me halaga, proporcionándome una de las satisfacciones mayores de mi vida.
¡Bendito cinematógrafo! Algo representa haber nacido en una ciudad de provincia, al otro extremo del mundo, y al venir a Kioto la Santa encontrar mi retrato y mi nombre en las calles bulliciosas del Yosiwara.
Además, si necesito protección, puedo buscar a un policía, aunque no me entienda. Me bastará llevarlo hasta la puerta del cinematógrafo y decirle por señas ante mi retrato de luchador japonés: «Ése soy yo».