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La selva de las pagodas de oro

El mausoleo del Shogun Yeyasu.—La Puerta del Día.—Los gestos de los Tres Monos.—Oro, oro, siempre oro.—Los dos sargentos japoneses.—El templo carcomido y sus bonzos pobres.—Ceremonia sintoísta en la soledad de la selva.—La sacerdotisa de sotana roja baila «El camino de los Dioses».—Me pierdo en las espesuras de la Santa Montaña.—¡Arigató!—Lucha de cortesías con un japonés.

Dos divinidades horribles, iguales a las de Kamakura, guardan la portada del mausoleo de Yeyasu; dos figurones, uno rojo y otro azul, con rostros aterrorizantes, que son los dioses del Viento y del Trueno. Pero aquí la puerta llamada de los Elementos no se abre en el vacío. Da entrada a un recinto cercado de santuarios, con filas de toros, que ya no son de granito, sino de bronce, prodigiosamente cincelados y vaciados.

Necesito hacer una advertencia para que el lector se imagine más o menos aproximadamente este famoso monumento japonés. Sus templos no son de gran altura. En todo el Extremo Oriente, los edificios religiosos, así como los palacios, constan de un solo piso. Ninguno alcanza la altitud de las construcciones de Europa, hechas de piedra, y menos de las audaces torres de acero y cemento de la arquitectura norteamericana. Los materiales de construcción empleados en estas pagodas fueron el granito como simple basamento, que apenas se eleva medio metro sobre el suelo, y después la madera. Hasta las columnas policromas son en su interior troncos de árbol perfectamente redondos. Pero la madera está trabajada hasta parecer una celosía ligerísima, casi un encaje, o tiene cubierta la superficie de sus planos con lacas multicolores y mucho oro.

El aspecto de los templos de la Montaña Sagrada puede ser condensado en una breve enumeración descriptiva: columnas y muros de laca roja oscura, un rojo de sangre cuajada; figuras policromas, verdes, azules, rosadas, y sobre todo esto, oro, oro, oro, oro… Cuantas gradaciones de color puede tener el precioso metal se hallan aquí, en los templos elevados por el entusiasmo y la gratitud de todo un pueblo. Hay oros verdes, rojos, limón, rosa y bronce, pero con una densidad y una fijeza que desafía el roimiento de los años.

El budismo y el sintoísmo, confundidos en la Sagrada Montaña, dejan perplejo al visitante sobre el carácter de cada templo. En ninguno de ellos hay imágenes corpóreas. Los muros, todos de oro, tienen flores o animales fantásticos, graciosamente contorneados sobre este fondo brillante por un pincel ligero, mojado en bermellón, violeta o azul.

En todas las pagodas nos salen al paso bonzos vestidos de verde y de blanco para ofrecernos papeles de arroz con imágenes e inscripciones ininteligibles. Veo junto a las puertas de los templos grandes vasijas de bronce llenas de agua. Sirven para las necesidades del culto, y para los incendios. En Nikko, el agua de estos vasos enormes y cincelados tiene en esta mañana fría una gruesa lámina de hielo, que se ha desprendido de la pared metálica, y flota, guardando la forma redonda del recipiente.

Ascendemos por una escalinata de granito a la segunda meseta. Se entra en ella a través de la llamada Puerta del Día, obra famosa en todo el Japón, que puede considerarse como lo mejor de la Montaña Sagrada.

Según las tradiciones, seiscientos escultores trabajaron en ella durante dieciséis años. No asombra por su grandeza; lo extraordinario es la abundancia y prolijidad de sus detalles escultóricos. Un mundo de pequeñas figuras, agrupadas en múltiples escenas, cubre pilastras, capiteles y cornisas siendo todas ellas policromas, y conservando una frescura luminosa, como si las hubiesen pintado días antes.

Detrás de la Puerta del Día se encuentran los templos más renombrados. El de los Monos es célebre por tres animales de esta espacie que figuran en su frontón. Uno se tapa los oídos, otro los ojos, y el tercero hace un ademán de silencio, indicando con tales posturas que no debemos escuchar, ver ni hablar cosas que propaguen el mal. Un templo inmediato, el de los Elefantes, está adornado con imágenes de estos animales, y los hay también que glorifican a otras bestias. Todo en ellos es de colores brillantes, frescos, con el charolado luminoso de la laca. Tienen estas construcciones algo de pueril, de fiesta de muñecas; parecen en el primer momento frívolos y frágiles, pero seducen luego con la atracción exótica o irresistible que ejerce el arte japonés.

Estas mesetas bordeadas de templos son tan extensas que sólo se hallan pavimentadas en su parte central con baldosas de granito, quedando el resto bajo una capa de piedras sueltas. En los bordes de dichos caminos se alinean los toros de roca o de bronce, unas veces en fila simple, otras en hilera doble.

Todavía se sube por escalinatas de piedra a una tercera y una cuarta explanada, igualmente cubiertas de templos, y en el fondo de la última se alza la más grande de las pagodas, el «Esplendor de Oriente», sin ninguna imagen divina. Sólo tiene una mesa para las ofrendas a los antepasados, pero toda ella es de oro… ¡Siempre el oro!

Una estrecha escalera de granito se aparta de estos recintos suntuosos para remontarse a través de la vegetación. En la cumbre, al final de ella, hay otro templo, y detrás un corte vertical de la roca con una puerta de bronce que no se abre nunca. Al otro lado de esta lámina metálica es donde reposa simplemente dentro de una caverna el hombre amarillo en cuyo honor se han acumulado abajo tantas magnificencias.

Paralelo a este mausoleo existe en la misma ladera de la montaña una segunda aglomeración de templos en honor de Yemitsu. Son no menos brillantes y bien conservados que los del primer Shogun, pero la tumba de éste atrae con preferencia a los visitantes.

Fatigados del esplendor de tanto oro, de la artística fragilidad de unas paredes tan primorosamente talladas que parece van a temblar al menor soplo del viento cual si fuesen de telarañas, sentimos un vivo deseo de perdernos en las revueltas de la selva. Seguimos una avenida solitaria, en la que trabajan algunos barrenderos vestidos de kimono. Todos mueven a un tiempo, con militar precisión, sus escobas de ramaje, amontonando las hojas secas. El sol está muy alto, y únicamente a esta hora casi meridiana consigue pasar como una lluvia finísima entre el follaje de los criptomerios seculares.

En esta avenida, otro fotógrafo, vestido igualmente de kimono y con un paraguas de papel sobre su máquina, se prepara a retratar a dos sargentos. Son unos mocetones vigorosos, de estatura mediocre en otros países, mas aquí extraordinariamente aventajada dentro de un ejército de soldados bravos pero chiquitines. Al ver que nos fijamos en sus personas, sonríen cortésmente, y no pudiendo ofrecernos otra cosa, nos invitan a que nos retratemos con ellos.

El fotógrafo se ve obligado a exigirles que se pongan serios. Ríen como niños, pareciéndoles aventura muy graciosa fotografiarse con una señora rubia y dos hombres blancos. Han venido sin duda de alguna guarnición lejana, aprovechando una licencia, para conocer las maravillas de Nikko. Cuando abandonen el ejército y vuelvan a sus campos se acordarán siempre de esta peregrinación y de los tres occidentales sin nombre que conocieron unos minutos nada más y han quedado para siempre con ellos en la misma fotografía.

Repetidas veces volvemos a encontrarlos en el curso de la mañana al pasear por la selva: Como existe entre nosotros el obstáculo del idioma, se limitan a enseñarnos los dientes, con pequeños rugidos de amistad, y siguen adelante.

Observo lo que hacen estos modestos representantes del Japón moderno, que copió del mundo occidental todas las perfecciones tácticas y mecánicas para hacer la guerra y difundir la muerte. Van de una pagoda a otra, con el deseo de no marcharse sin haberlas visitado todas. Quedan erguidos un momento al pie de cada escalinata; se llevan una mano a la visera de su gorra; luego se quitan los pesados zapatos de ordenanza y penetran respetuosamente en el templo, no sin haber tirado antes la cuerda del pequeño esquilón que hay en la portada para avisar a los dioses su visita. Si no encuentran campana, dan dos palmadas y entran, para volver a salir momentos después.

Yo creo que no se enteran de si el santuario es budista o sintoísta. Para ellos resulta lo mismo. Si en la Sagrada Montaña hubiese capillas cristianas, las visitarían seguramente con la misma tranquilidad respetuosa. Les basta que cada edificio sea un lugar frecuentado por las gentes desde hace siglos y permitido por el Mikado. No necesitan más para adorar al habitante invisible de la santa construcción.

Mis compañeros regresan al hotel y yo marcho solo por los caminos verdes y rumorosos. El sol dora sus cimas, mientras abajo persiste la luz vigorosa y suave, de profundidad acuática. Siguiendo las inquietas siluetas de dos venados juguetones salidos de la espesura, que trotan sin miedo cerca de mí, acostumbrados al respeto de los transeúntes, desemboco de pronto en una explanada silenciosa.

Debe ser uno de los lugares menos frecuentados de la selva. Estoy, sin embargo, cerca de la gran avenida que conduce al mausoleo de Yeyasu. Sobre las copas de los árboles veo asomar la flecha terminal de una torre que un rico samurái elevó en honor del gran Shogun. Más bien que torre, es una superposición de cinco pagodas de laca roja, montadas una sobre otra y cada vez más pequeñas. Sus aleros salientes, encorvados en las puntas, forman una escalinata aérea.

En esta explanada de poco tránsito veo un templo enorme de madera, mal cuidado, que me atrae con la seducción de las cosas viejas, cuya decrepitud revela un pasado glorioso. Aquí los oros y las lacas ya no brillan. En algunas columnas la costra coloreada y luminosa se ha desprendido, viéndose la rugosidad oscura de su madera interior.

Junto al templo hay una barraca que sirve de boncería. Unos sacerdotes jóvenes, con perfil agudo de fanático, se meten en la casa, sorprendidos y molestados por la inesperada presencia de un occidental.

Adivino que estoy ante un verdadero templo de la Sagrada Montaña, al margen de la gran corriente de viajeros que la visita. Estos bonzos tienen un aspecto menos cortés y sonriente que los otros instalados en los santuarios del doble mausoleo de los shogunes. Parecen muy pobres y ásperamente altivos. Deben odiar al extranjero, y no tenderán la mano, como los sacerdotes de arriba, para mostrar su pagoda.

Se abren las hojas de papel de una ventana y veo un rostro femenino: una mujer carillena, con grietas concéntricas en torno a los ojos y la boca. Pero estos ojos, grandes, expresivos, casi horizontales, no parecen de japonesa. Su rostro me hace pensar en una manzana inverniza, gorda, oscurecida por el tiempo y de piel arrugada. Como es hembra sonríe hasta para expresar sorpresa o molestia. Lleva los dientes cubiertos de oro, pero sin duda masca betel, y éste ha oscurecido el metal, dándole la opacidad del cobre.

Me paseo en la explanada, fingiendo interés por los árboles que la bordean. Subo la escalinata del templo, pero no me atrevo a pisar su último peldaño, en el que se apoyan los troncos-columnas sostenedores de la techumbre. Todo su interior queda visible. Sólo hay en él algunos biombos blancos con inscripciones niponas y una mesa dorada en el centro, que guarda ciertos objetos dedicados indudablemente al culto.

Vuelvo a descender y continúo mis lentos paseos. Me avisa un instinto oscuro que debo permanecer aquí, en espera de algo extraordinario. Adivino entre las hojas entornadas de las ventanas de papel ojos que me espían con la esperanza de verme lejos. Transcurre el tiempo, y al fin aparece en el interior del santuario una especie de insecto enorme, blanco de cuerpo, las alas verdes y la cabeza negra. Es un bonzo, que acaba de llegar por una galería cubierta que une la casa de los sacerdotes con el templo.

Va de un lado a otro, como un sacristán que prepara lo necesario para una ceremonia litúrgica. Luego resuena un golpe metálico de gong. Es la campana anunciando los oficios a una concurrencia de fieles que no ha de llegar nunca; pero el llamamiento se repite todos los días por exigencia ritual, excitando el canto de los pájaros en la arboleda inmediata, atrayendo la inocente curiosidad de los ciervos de la selva.

Adivino la indignación que provoca mi persona. Me han visto llegar en el momento preciso de su ceremonia. Tal vez la han retrasado para librarse de mi odiosa presencia. Convencidos de mi tenacidad toman la resolución de ignorarme, y a partir de tal momento me reconozco inferior a ellos. No existo. Estos sacerdotes repiten sus palabras y ademanes de todos los días convencidos de que solamente tienen a sus espaldas la arboleda, con sus enjambres de pájaros y sus cuadrúpedos dulces.

Se repite el golpe de gong. Dos bonzos entran en la pagoda, abierta por ambos frentes, y a través de cuyas columnas pasa la brisa de la selva esparciendo rumores de actividad alada y perfumes vegetales.

Llevan una vestidura blanca, semejante al alba de los sacerdotes católicos; encima una dalmática verde de mangas cuadradas, y en la cabeza un gorrito negro de dos puntas, en forma de tejadillo, con una borla en su frente, igual al antiguo gorro de cuartel de los militares. Se sientan en el suelo, con las piernas cruzadas, a un lado de la mesa que hace veces de altar.

Aprovechando el ambiente de indiferencia que me envuelve, empiezo a subir con paso lento y manso la sagrada escalinata, pero de pronto experimento una gran sorpresa. La mujer que me miró por la ventana entra en el templo, vestida de un modo extraordinario, como sacerdotisa que va a tomar parte en la ceremonia. Lleva una sotana roja, idéntica a la de los monaguillos en nuestras catedrales, y encima un roquete blanco y rizado, que también recuerda el de los pequeños servidores del culto católico. Lo exótico de su indumentaria está en la cabeza. Sobre su brillante peinado japonés, esta cincuentona sacerdotal ostenta un lazo enorme, como el que usan las alsacianas, pero enteramente blanco. Además lleva al hombro un bastón del que penden numerosas tiras de papel: algo semejante a los espantamoscas de fabricación casera.

La ingrata no me mira, no sonríe, me ignora completamente, como los hostiles sacerdotes. Se sienta en el suelo frente a la mesa, de espaldas a mí, que me he inmovilizado en el penúltimo escalón. Al borde del siguiente empieza la esterilla fina del templo, que sólo puede pisarse con los pies descalzos, como los llevan los dos andantes y la mujer de la sotana roja.

El más viejo de los bonzos usa anteojos enormes, es de nariz aguileña, y tiene cierta semejanza con muchos sacerdotes europeos. Posee la misma expresión de fe religiosa, áspera e intransigente, idéntica delgadez ascética, de mejillas hundidas y afilada nariz, que se observan en los retratos de algunos monjes célebres. Sostiene con su diestra una paleta de madera algo encorvada, que por su forma y su tamaño parece un calzador para hombres de triple tamaño natural. Debe ser la insignia litúrgica del primer oficiante. El segundo sacerdote, mucho más joven, romo y con pómulos salientes, recita una oración larguísima.

De pronto la interrumpe para incorporarse sobre las plantas de sus pies. Luego marcha en cuclillas, casi arrastrando sus posaderas por el suelo, y desaparece detrás de un biombo. Inmediatamente torna a presentarse llevando una especie de frutero dorado, que coloca en la mesa. Vuelve a su recitación y a marchar del mismo modo, rasando el suelo, y trae un segundo plato en forma de copa, para dejarlo sobre el altar. Por tres veces realiza dicho viaje, depositando seis ofrendas en honor de los antepasados.

Me doy cuenta de que estoy presenciando una ceremonia del culto sintoísta en toda su pureza, como no puede verse en ninguna ciudad, sin público alguno, dirigiéndose los sacerdotes a las sombras augustas de los dos shogunes en honor de los cuales se elevó este templo hace siglos. Los tres platos-copas deben contener arroz, saké y tal vez perfumes.

Cuando termina el ofertorio, el sacerdote principal guarda su paleta en la faja y saca de ésta una especie de abanico de madera, que es en realidad una sucesión de tabletas unidas por hilos, como una pequeña persiana. Las láminas de sándalo están escritas, y el sacerdote empieza a leer en voz alta el libro sagrado. Al terminar su lectura se abre un larguísimo silencio, en el que suenan más fuertes los chillidos de los pájaros. Se persiguen por el interior del templo o revolotean bajo sus aleros, familiarizados con una ceremonia que se repite todos los días.

Tuerzo un momento la cabeza, adivinando una presencia extraordinaria abajo, en la explanada. Son los dos ciervos, que han vuelto, y aprovechando la quietud de este terreno despejado, se persiguen juguetones, y alzándose sobre las patas traseras, restriegan sus cornudas frentes.

La sacerdotisa se ha mantenido inmóvil durante el largo ofertorio. Me hace recordar a Parsifal, el héroe de Wagner, cuando permanece más de medio acto de espaldas al público, presenciando la lenta ceremonia del Santo Grial. Calla el sacerdote orante, se guarda en la faja el libro-persiana, y suena a continuación un sordo y lejanísima trueno.

Ha empezado el otro bonzo a golpear con ambas manos un timbal que yo no había visto. Presiento que va a desarrollarse lo mejor de la ceremonia. La sacerdotisa de la sotana roja se levanta del suelo, lentamente, con un movimiento ondulatorio, lo mismo que las cobras surgen del enrollamiento de su cuerpo, balanceando la cabeza al compás de la flauta del encantador. Ya está de pie y empieza a dar vueltas por la pagoda, siguiendo el ritmo del monótono tamborileo.

Horas antes he visto arriba, en uno de los templos del Shogun, las danzarinas sagradas, que esperan la ofrenda del viajero para bailar de un modo automático. Ésta no pide nada, no espera nada. Ni siquiera tiene un público, pues yo soy el único que la contempla y ella no quiere verme. Ha sacado de entre los pliegues de su roquete blanco un abanico de igual color, y lo mueve cadenciosamente mientras marcha a un lado ya otro, con el rostro grave, los ojos en éxtasis, y estremecidos sus pies de ligereza infantil.

Esta danza en honor de los antepasados debe guardar una significación simbólica que yo no comprendo. Luego creo adivinarla al oír cómo acelera sus redobles el timbal, imitando el trote de un caballo, la marcha ordenada de una hueste, algo que significa camino y viaje. Al mismo tiempo, la boncesa se pone en un hombro el palo de las cintas blancas, como si fuese un bastón de viajero, y mueve el brazo izquierdo, acompasando sus pasos largos lo mismo que si emprendiese un avance de horas, de años, de siglos. Esta danza debe expresar «El camino de los Dioses», base de la religión sintoísta, el sendero más allá de la tumba que sigue todo japonés para encontrar a su término una vida nueva de personaje divino.

Acelera sus ritmos el timbal de un modo vertiginoso, y la danzarina ya no marcha cadenciosamente; corre, da saltos, se enardece con su propio movimiento. El vértigo va apoderándose de ella, hasta que al fin se desploma como un insecto rojo, abriendo sobre el suelo las alas blancas de sus brazos. Tendida de bruces, se nota el jadear de su costillaje dorsal, se adivina la respiración de su rostro invisible. El sacerdote se levanta, ella hace lo mismo, repentinamente serenada, y los tres salen en fila del templo, por el pasillo que conduce a la boncería.

Quedo solo y avergonzado por esta indiferencia hostil. Ni la más leve mirada de los seis ojos oblicuos antes de alejarse. Hasta los dos venados han huido de la plazoleta. Creo llegado el momento de desaparecer a mi vez, y me alejo del carcomido templo sin saber adónde voy, siguiendo al azar todo camino que se abre ante mis pasos.

Al poco tiempo me doy cuenta de que me he extraviado en la Selva Sagrada, y no podré salir de ella sin ayuda.

Encuentro pequeños santuarios, cerrados y silenciosos, que no había visto antes. Todos los caminos parecen iguales. Sólo se diferencian por la estabilidad de su suelo. Las avenidas anchas, a cuyo fondo desciende el sol, son de una tierra ligeramente húmeda, en la que se puede marchar fácilmente. Los senderos estrechos están empapados aún por la lluvia de la noche anterior, y la tierra pegajosa forma en torno de los pies bolas enormes de barro, patas grises de elefante.

Convencido de que cada vez me extraviaré más si continúo andando, espero junto a un Buda de piedra roída, nimbo ojival y zócalo de musgo, el tránsito de algún japonés que se apiade de mí. En lo alto de las murallas verdes, los rayos del sol indican que ya ha pasado el mediodía. Pienso con envidia en mis amigos, que estarán almorzando a esta hora.

Se presenta el hombre providencial: un japonés vestido a la antigua, con kimono oscuro a redondeles blancos y zuecos en forma de banquitos.

—¿Kanaya Hotel? —pregunto con telegráfica concisión para que me entienda.

Él sonríe, y con una mímica precisa me va indicando la marcha que debo seguir: primeramente mi sendero a mi izquierda, luego otro a la derecha, hasta que llegue al río.

Siento necesidad de expresarle mi agradecimiento en una forma extraordinaria, la mejor que pueda encontrar. El desprecio con que me trataron los bonzos me ha hecho humilde, con un encogimiento cortés de asiático. Apoyo las manos en mis rodillas, luego me inclino como si fuera a echarme de cabeza en el suelo, y digo por dos veces:

¡Arigató! ¡Arigató!

Es una de las palabritas que aprendí en el buque: «¡Muchas gracias!», en japonés.

Mi salvador, sorprendido y agradablemente impresionado al oírme hablar en su idioma, lanza una risotada que en Europa resultaría ofensiva. Pero el japonés ríe siempre; considera el gesto triste, cuando se dirige a un extranjero, como algo incompatible con la buena crianza. La risa acompaña sus más diversas y contradictorias manifestaciones. Es igual al silbido del norteamericano, que le sirve indistintamente para expresar su entusiasmo o su protesta. Yo he visto japoneses reír mientras me explicaban los horrores del terremoto en Yokohama y Tokio. Pero su risa era una cortesía, y a través de ella se dejaba adivinar la emoción profunda del narrador.

Ríe este transeúnte de satisfacción, halagado en su vanidad patriótica, porque cree encontrar un occidental que conoce su lengua. Empieza a hablarme, mientras hace profundas reverencias, con la certeza de que puedo entender su facundia creciente. Yo no hago otra cosa que repetir mis doblegamientos a la japonesa y mi única palabra de gratitud. Calla al fin, convencido de mi ignorancia, mas no por esto cesan sus cortesías.

Uno de los dos se cansa antes que el otro de encorvar su espinazo… Al fin, me veo siguiendo la dirección indicada por él. Vuelvo mis ojos para contemplar por última vez a este hombre de risa franca y alegría infantil que me ha socorrido cortésmente, cuyo nombre ignoro, y al que no volveré a ver nunca en mi existencia.

Está inmóvil en medio del sendero, y al notar que le miro, se inclina otra vez, reanudando sus ceremoniosos saludos. Yo hago lo mismo… Y todavía cruzamos una media docena de reverencias, queriendo cada cual ser el último.

No se me ocurre sonreír, ni aun en el momento presente, al recordar tal escena. Las cosas de nuestra vida son grotescas o no lo son, según su ambiente.

Todas estas manifestaciones, de una buena crianza refinada hasta el exceso, se desarrollaron en el corazón de la gran isla japonesa, en la famosa Montaña Sagrada, en Nikko la de las maravillas, teniendo por únicos testigos árboles de trescientos años, oyendo cantar las mil voces del agua sobre una tierra cubierta de pagodas y de musgos.