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Al pie de la Montaña Sagrada

Nikko en la noche.—El canto infinito de la Montaña Sagrada.—La temperatura inexplicable del Japón.—Nieve y plantas tropicales.—La desnudez japonesa.—Junto al brasero del anticuario.—El sereno de las castañuelas.—El amanecer en un hotel del interior del Japón.—El Puente Sagrado.—Cómo una enorme serpiente roja se doblegó en arco para servir a un santo.—Murmullos de agua y musgos invasores.—Los árboles casamenteros.

Llegamos a Nikko en la espesa sombra de la noche, a merced de nuestros guías, sin saber adónde nos llevan.

Mucho antes vimos desde la ventanilla una muralla de ébano que iba extendiéndose ante el tren en sentido inverso para perderse en la oscuridad: el famoso camino de los criptomerios. Esta enorme cerca vegetal se interrumpe en las cercanías del pueblo; la han echado abajo para la edificación de nuevas casas.

Nikko, cuyo nombre repiten todos en el Japón, es simplemente una aldea; menos que esto, una calle única; dos filas de casas a ambos lados del camino que conduce a la Montaña Sagrada. Estos edificios tienen sus puertas y ventanas enrojecidas por la luz cuando pasamos ante ellos sentados en veloces korumas. Son hospederías puramente japonesas para los peregrinos que llegan en la primavera y el estío; alojamientos donde los huéspedes comen sentados en el suelo y duermen sobre una esterilla con almohada de madera. En las otras casas hay tiendas de recuerdos para los visitantes, y como éstos no abundan en el invierno, sus dueños venden pieles de oso negro cazado en las montañas próximas.

Nos llevan al Hotel Kanaya, el alojamiento más importante, compuesto de numerosos edificios y un vasto jardín, especie de pueblo aparte dentro de Nikko. Estos edificios son en su parte baja iguales a los grandes hoteles de Occidente. Su dueño actual, último representante de una dinastía de Kanayas que empezaron siendo guías de la Montaña Sagrada, muestra orgulloso un álbum con las firmas del heredero de la corona de Inglaterra y otros visitantes célebres del Japón que vinieron a alojarse en su establecimiento. Los pisos superiores tienen las comodidades europeas; pero una parte del mueblaje, la disposición de las habitaciones y su servidumbre puramente nipona hacen recordar al viajero que se halla en el centro de una isla del Extremo Oriente.

Acompañando a una señora vuelvo al pueblecito de Nikko, para lo cual descendemos a pie la suave colina ocupada por el Kanaya Hotel. Son las diez de la noche, ya están cerradas las tiendas, pero un guía nos habla de cierto almacén de antigüedades abierto hasta después de media noche para que los viajeros puedan dedicar en absoluto el día siguiente a la visita de los mausoleos. Marchamos por caminos desconocidos, en la penumbra azul de una noche suavemente iluminada por un cuarto de luna. Esta luz sólo se esparce por la parte alta del paisaje. Abajo se extienden murallas de compacta sombra, las arboledas centenarias de la Montaña Sagrada, que llegan hasta aquí.

Vemos entre las dos masas negras una especie de nube blanca e inmóvil. Es una cumbre nevada, que brilla como si fuese de plata en el misterio de la noche. Sobre esta cúspide parpadean las estrellas. Canta el agua por todas partes. El recuerdo de Nikko queda en la memoria acompañado de una orquesta rumorosa de arroyos temblones.

Avanzamos entre dos filas de árboles gigantescos, por la orilla de un río que salta sobre su cauce de piedras en continuas cascadas. Los fulgores perdidos de las estrellas hacen brillar estas caídas líquidas con azuladas fosforescencias. A las voces graves del agua glacial desplomándose en grandes masas vienen a unirse los gorgoritos femeninos de las fuentes salidas de las peñas y los vagidos infantiles de ocultos arroyuelos deslizándose bajo el musgo en delgadas láminas. La Montaña Sagrada guarda invisible entre los bosques de su cumbre un gran lago que deja caer sus excedentes hacia el valle. Este rezumamiento la cubre con regio manto vegetal y la arrulla al mismo tiempo con el poético murmullo del agua corriente.

Canta la Sagrada Montaña en el misterio de la noche, canta en la penumbra verdosa del día, cuando el sol apenas logra deslizar algunas flechas entre el follaje de sus cedros. Un coro de mil voces líquidas acompaña en sordina los gorjeos de los pájaros de sus espesuras.

La noche es fría, pero con un frío que puede llamarse japonés. No anonada, como el de otros países, ni impulsa a refugiarse bajo un techo. En plena noche hace sentir el deseo de caminar. Es un frío que excita la actividad y pica la epidermis con dulces cosquilleos. La temperatura del Japón resulta inexplicable para el recién llegado. El país está lejos del trópico, en una latitud igual a la de muchas tierras que sufren rudos inviernos; hay nieve, se hiela el agua durante la noche, y sin embargo, el bambú alcanza proporciones enormes y crecen árboles y arbustos de los países cálidos.

Los hombres muestran igual contradicción, entre su modo de vivir y los rigores de la temperatura que les rodea. El agricultor japonés va medio desnudo en invierno. Algunas veces trabaja en los campos o tira de una carreta en los caminos, sin más vestidura que un sombrero y un vendaje que pasa bajo su vientre, como una concesión a la decencia, haciendo las veces de hoja de parra. Los niños, al ir a la escuela, sólo llevan un kimono delgadísimo de cretona negra a redondeles blancos. Las piernas desnudas que asoman por debajo de él son coriáceas y azuladas por el frío. Acostumbrado el japonés desde pequeño a la ablución glacial y la ropa ligera, apenas conoce el tormento de las temperaturas bajas. Todo su cuerpo, hasta en las partes más delicadas y secretas, tiene la misma curtimbre que la epidermis de nuestro rostro. En los japoneses que no han copiado aún el traje occidental, «todo es cara», desde la frente a las puntas de los pies.

Marchamos por este camino solitario, en las afueras de una población que no conocemos, y sólo de tarde en tarde se desliza junto a nosotros algún varón con kimono y peinado antiguo, que parece escapado de una vieja estampa japonesa. Y sin embargo, no sentimos inquietud. La Sagrada Montaña, con su arboleda rumorosa de tres siglos y su coro interminable de voces acuáticas, da una sensación de paz mística, de inocente seguridad. Parece imposible que pueda existir aquí la violencia.

Una fila de casitas de madera y lienzo empieza a extenderse ante el río. El guía llama a una de ellas, cuyas ventanas de papel transparentan la luz interior. Se corre el biombo de la puerta y subimos los peldaños que conducen a la plataforma, sobre la cual está asentado todo edificio japonés. Como este almacén recibe muchas visitas de occidentales, no hay que despojarse del calzado al entrar en él. Su dueño ha tendido sobre la esterilla de paja tradicional que cubre la tablazón del suelo ricos tapices de la China y la India, para que no contaminen aquélla nuestros zapatos.

Permanecemos hasta media noche viendo las cosas preciosas que estos mercaderes corteses, bien hablados y abundosos en saludos, sacan de grandes cofres que esparcen un viejo olor de sándalo. Sobre los muebles se forman pilas de kimonos con todos los colores del iris, bordados de animales y flores fantásticas. Unas linternas de papel iluminan con suave luz las diversas habitaciones de esta tienda. La calma de la noche con su rumoroso cortejo de cascadas y arroyos penetra en el cerrado edificio a través de las paredes. El suelo de madera tiembla y se queja bajo nuestros pasos.

—Aún tengo algo mejor —dice el dueño en inglés, haciendo nuevas reverencias.

Y extrae de cualquier rincón una vestidura maravillosa, mostrándola con sonrisa tentadora a la dama que ha llegado en plena noche para comprar.

Como yo no he de adquirir ninguna de estas prendas femeninas, la dueña del establecimiento cuida de mí, con el extremado interés de la cortesía japonesa.

Me ha hecho sentar sobre dos cojines en la esterilla doméstica, junto a un brasero de bronce sostenido por tres dragones, cuyas brasas esparcen dulce calor. Habla continuamente, mostrando su dentadura chapada de oro. No entiendo sus palabras, pero adivino por su gesto que son hiperbólicas expresiones de modestia y gratitud porque me digno honrar su vivienda con mi visita; las mismas que dice a todos los occidentales, con una sinceridad y una sonrisa que obligan a creer en ellas.

Transcurre el tiempo, y como la burguesa nipona ya no sabe qué decir, vuelve a llenar una pequeña pipa, cuyo contenido consume en pocas chupadas, y repite varias veces la operación, dando golpes en el borde del brasero para expeler las cenizas.

Un choque incesante de tabletas de madera se une a los rumores de la noche. Viene de lejos; pasa junto a la casa, por el otro lado de los tabiques de lienzo, madera y papel; se va perdiendo al sumirse en la lejanía nocturna. La tendera adivina mi curiosidad con sus ojillos ágiles y pide al guía que traduzca sus explicaciones. Es un vigilante nocturno el que acaba de pasar. En el Japón central, lejos de las ciudades modernizadas de la costa, las gentes conservan aún muchas costumbres antiguas, y una de éstas es que el sereno anuncie su paso chocando dos tabletas que lleva en su diestra, a guisa de castañuelas. Así hace saber su presencia a los vecinos que aún están despiertos, pero avisa igualmente a los malhechores para que escapen.

A la mañana siguiente veo cómo la puerta de mi habitación, que he cerrado por dentro antes de acostarme, se va abriendo con suave facilidad. Una criadita nipona, que por su estatura parece de ocho años y tiene cara y gestos de mujer, entra con trotecito ratonil.

¡Ohayo! —dice la muñeca, sonriendo al notar mi confusión de durmiente bruscamente despertado.

Luego descorre los cortinajes enormes que cubren dos muros enteros de mi cuarto, y me doy cuenta de que éste es en realidad una especie de mirador o galería encristalada. Sólo unos visillos en la parte baja de los vidrios impiden que me vean los huéspedes de las otras habitaciones. Por la parte superior alcanzan los ojos gran parte de los tejados del hotel y las frondosas copas de los criptomerios que lo rodean.

Lo primero que entra por los vidrios empañados es el canto general del agua. Ha llovido durante la noche. Los techos brillan como si fuesen de laca, las hojas de los árboles sacuden sus últimas gotas.

En los hoteles japoneses, si no se da orden en contrario, las ágiles y sonrientes criaditas se presentan poco después de amanecer para servir una taza de té al viajero todavía en la cama. Veo entrar pasados algunos minutos a un mozo con un cubo de carbón y gruesos guantes de lana blanca, que carga la chimenea y le prende fuego, servicio oportuno, pues las dos vidrieras enormes, al mismo tiempo que me permiten ver el paisaje desde el lecho, dejan penetrar el frío agudo del alba. Ha empezado ya el movimiento en el hotel. Las japonesitas entran y salen para efectuar la limpieza de la habitación, repitiendo cada una al presentarse el mismo saludo sonriente: «¡Ohayo!» (¡Buenos días!).

Ninguna de ellas se asusta de que el huésped baje de la cama ligero de ropas y proceda en su presencia a los actos de la higiene matinal. El pudor de la japonesa no ve en esto nada extraordinario.

Poco tiempo después emprendo mi peregrinación a la Montaña Sagrada.

Un río, el mismo que seguí anoche sin verlo, separa a ésta del pueblo de Nikko. En la penumbra azul de las primeras horas diurnas suenan ahora las voces de sus frías cascadas más alegremente y con menos misterio, elevándose sobre cada una de ellas columnas de vapor blanco.

Dos puentes arqueados se tienden de orilla a orilla. El mayor es de piedra, y fue construido para que las muchedumbres devotas pudiesen llegar a la Santa Montaña en sus peregrinaciones. El otro es el Puente Sagrado; y sólo lo pisa el emperador. Tiene adornos de bronce color de oro y el rojo brillante de su laca parece absorber la luz.

Hace muchos siglos, cuando la Santa Montaña era un lugar abrupto donde vivían dedicados a la meditación numerosos ascetas, llegó a orillas de este río un sacerdote budista de grandes virtudes, ansioso de quedarse para siempre en tal desierto. El río le cortó el paso, y al lamentar a gritos la presencia de este obstáculo que no le permitía recogerse en el santo lugar, surgió de la arboleda inmediata una enorme serpiente roja, y tendiéndose entre las dos orillas se arqueó en la misma forma de los puentes japoneses para que el sagrado personaje pasase sobre su lomo. Al pisar la ribera opuesta volvió el bonzo sus ojos para dar gracias al monstruo benéfico, pero éste acababa de disolverse hecho humo.

En memoria de tal prodigio construyeron los emperadores el Puente Sagrado, cuyo color y arqueamiento recuerdan a la serpiente roja. Por aquí pasaban los antiguos mitrados en sus procesiones a la Montaña Sagrada, precedidos de una escolta de guerreros de dos sables, que hacían volar las cabezas de los imprudentes cuando no se echaban de bruces en el suelo y pretendían ver al nieto de los dioses.

Me entretengo en examinar el puente, laqueado y dorado como un mueble japonés. Dos fuertes estribos de granito surgiendo de las entrañas espumosas del río afirman la estabilidad de este viaducto elegante, tan frágil en apariencia que parece va a mecerlo el viento como una hamaca de curva invertida.

Se acerca a mí un fotógrafo que va con kimono negro y ha abrigado su máquina, de una lluvia finísima, bajo enorme paraguas de papel. Pasa el día junto al puente rojo retratando a los compatriotas que llegan de todo el archipiélago para conocer la Montaña Sagrada. «Quien no ha visto Niko —dice un refrán japonés—, que no use la palabra “maravilla”».

Varios niños con kimono a redondeles y las piernas lívidas de frío pasan hacia una escuela inmediata. Al ver que el fotógrafo se dispone a trabajar, hacen alto, me sonríen con sus caras de luna llena, contraen los ojitos oblicuos, hasta no ser estos más que delgadas rayas, y se van aproximando poco a poco, humildes y suplicantes. Desean retratarse conmigo. Nunca verán la fotografía, pero les parece algo extraordinario, que los coloca por encima de todos sus camaradas, alinearse ante un aparato fotográfico al lado de un occidental.

Mientras los más tímidos miran a distancia, tres de ellos se colocan a mi lado, esperando con una tiesura militar el término de la importante operación.

Más allá del puente de los peregrinos empieza a desarrollarse la incomparable majestad vegetal de la Montaña Sagrada. Los árboles se apoyan unos en otros, como si fuesen arbustos, escalando la atmósfera tumultuosamente para buscar el aire libre y la luz.

No sé cómo será en verano este paisaje santo, cuando llegan las grandes peregrinaciones y se desarrolla una larguísima procesión en honor de los shogunes. Durante los meses del invierno, el sol únicamente consigue tocar el suelo de las avenidas más amplias. En el resto de la Selva Sagrada se pierden sus rayos entre el ramaje eternamente fresco de una arboleda que cuenta varios siglos, mucho más vieja que los criptomerios tricentenarios del camino que conduce a Nikko.

Se avanza por las sendas laterales bajo una luz verdosa igual a la de los fondos submarinos. Las ramas forman cúpula, y solamente en algunos espacios más abiertos se puede ver el cielo como si se contemplase desde el fondo de un pozo.

Los cedros japoneses, altos y rectilíneos, parecen obeliscos. Son iguales a las columnas de las portadas sacras llamadas toris. Al avanzar por las suaves pendientes se van columbrando los esplendores que la religiosidad acumuló en este lugar. Asoma entre el ramaje la punta de una torre formada por varias pequeñas pagodas superpuestas; más allá un grupo de linternas de granito cubiertas de musgo o una imagen solitaria de Buda con una aureola a su espalda en forma de almendra, que parece el respaldo de un sillón.

En esta selva siempre húmeda, las dos notas repetidas incesantemente son el canto del agua y el verde aterciopelamiento del musgo que cubre las piedras, los troncos de los árboles, las bases graníticas de las pagodas, los patios enlosados, los pavimentos de los caminos, los peldaños de las escalinatas. Este paño vegetal, tejido por el tiempo y la humedad, lo invade todo sin obstáculos. Los bonzos guardadores de la Montaña Sagrada lo respetan como si fuese algo litúrgico, y ayudan a su conservación, limpiándolo de insectos, rastrillándolo, como un jardinero inglés puede cuidar el césped de su parque.

Antes de llegar al mausoleo en memoria de Yeyasu, compuesto de diversos templos escalonados en mesetas, hay algunos santuarios que son como avanzadas de las construcciones ocultas más arriba, entre los cedros. Estos primeros templos serían admirables en otro lugar; aquí resultan secundarios y pobres. Oímos los cánticos y los repiques de timbal de los bonzos que oran en su interior; pero, siguiendo los consejos del guía, continuamos adelante.

Al lado del camino hay pinos y cedros enanos, que dan sombra a pequeñas imágenes de Buda o de la diosa de la Misericordia, la Kuanon japonesa, que equivale a la Avaló-Kistesvara de los indostánicos.

Estos pequeños arbustos tienen en sus ramas unos papelitos de arroz, hábilmente plegados, como las papillotas con que en otros tiempos preparaban las mujeres los rizos de su peinado. Todos ellos contienen peticiones a la divinidad. Mis acompañantes afirman que los más son de muchachas que escriben en ellos su nombre y su dirección pidiendo a los dioses un buen marido.

De este modo, los tímidos o los que no tienen padres que les busquen esposa pueden saber quiénes son las musmés que ansían casarse, y el arbusto sagrado sirve de agente matrimonial.