Muchos templos y poca religiosidad.—La cortesía con todos los dioses.—Única religión verdadera del japonés.—Los muertos mandan.—Todos los japoneses acaban siendo dioses.—El sintoísmo.—Las tumbas de los dos shogunes. El Pericles japonés.—Sus máximas morales.—San Francisco Javier.—El consejo que le dan los japoneses.—Fácil difusión del cristianismo.—Inquietud de los shogunes.—Miedo al Papa y al rey de España. —Se cierra el Japón por 250 años.—Persecuciones y martirios de los misioneros.—Camino de Nikko.—La buena educación de una caja de comida.—Un regalo de cuarenta kilómetros de árboles gigantescos.
Abandono por unas semanas mi camarote del Franconia.
Voy a correr la parte más interesante del interior del Japón. Luego un buque del país me llevará a Pusán, puerto de Corea, atravesaré este ex reino que los japoneses se han apropiado, seguiré a través de la Manchuria, que ocupan igualmente con un carácter temporal, entraré en China, viviré en Pekín, y cruzando gran parte del Imperio Celeste, convertido hoy en República, llegaré a Shanghai, donde me esperará el paquebote con mi dormitorio flotante lleno de libros y recuerdos.
Primeramente voy hacia el norte en mi viaje por el Japón, alejándome de la ruta que debo seguir después. No quiero irme de este país sin conocer Nikko, la Sagrada Montaña de Nikko, el monumento fúnebre más suntuoso y artístico que posee el Japón.
En la tierra nipona abundan templos y santuarios. Contemplando el paisaje desde las ventanillas del tren, cada vez que veo un grupo de árboles sé que a continuación asomarán entre el follaje los tejados de un templo budista o sintoísta. Todos ofrecen un exterior interesante, más por la vegetación que los rodea que por su arquitectura. Si arrasasen los grupos de árboles y de arbustos floridos, parecerían muchos de ellos miserables barracas.
Tal abundancia de templos no supone que el pueblo japonés sea extremadamente religioso. Por una contradicción de su carácter complejo, los japoneses son el pueblo de la tierra que posee más templos y al mismo tiempo el de menos religiosidad. Tal vez provenga esto de su cortesía extremada, que les aconseja asociarse a toda manifestación pública en honor de un gran personaje, sea hombre o sea dios.
Los japoneses de clase superior, los letrados, fueron siempre discípulos de Confucio —como sus maestros los intelectuales chinos—, o sea, racionalistas propensos a la incredulidad, no profesando ninguna de las religiones positivas. El pueblo, en cambio, las venera todas sin establecer entre ellas ninguna diferencia.
La verdadera religión original del país fue el culto de los kamis, de los antepasados, que ha servido de base al moderno sintoísmo.
Durante muchos siglos esta religión veneró con sencillez los dioses de la mitología japonesa, de que ya hablamos, únicamente por ser padres del Japón; mas al despojarse el Mikado de su poder político para cederlo a los shogunes, fue extremando su autoridad religiosa en su retiro de Kioto convirtiéndose finalmente en una especie de pontífice, que confirió la dignidad de altos sacerdotes a sus cortesanos.
En los tiempos modernos el culto de los kamis ha ido tomando un carácter más concreto, hasta ser la religión patriótica del sintoísmo, única que respetan verdaderamente los japoneses. Yo he visto reír a familias enteras, regocijadas por los enormes Budas de majestuosa fealdad que existen en los templos de algunas ciudades. Igualmente ríen de muchas creencias antiguas, pero ninguno se permitirá la más ligera broma sobre el altar de los antepasados que cada cual tiene en su casa, ni sobre el sintoísmo, culto de la patria japonesa.
El budismo, que penetró en el país a mediados del siglo VI, siguiendo la influencia de la civilización china, se ha corrompido mucho por la avaricia y el lujo de sus sacerdotes, dividiéndose hasta contar treinta y cinco sectas diferentes. Las boncerías o conventos budistas se convirtieron en lugares de prostitución. Muchos de sus templos estaban rodeados hasta hace poco de las llamadas casas de té. Una peregrinación budista era una especie de carnaval, abundante en desenfrenos carnales. Los shogunes tuvieron que reprimir muchas veces los escándalos de los bonzos y los desórdenes provocados por ellos.
Al adoptar el Japón en nuestra época los progresos y usos de Occidente, necesitó como medida defensiva resucitar su antigua religión nacional, algo olvidada, y el culto de los kamis tomó el nombre de sintoísmo. Este culto es algo superior que se sobrepone a las otras creencias y resulta compatible con todas ellas.
Un nipón puede ser budista, cristiano y hasta ateo, ejerciendo al mismo tiempo el culto sintoísta. En japonés, shinto significa «camino de los dioses», y el nombre resulta apropiado, pues todos al morir en el Japón emprenden el camino para convertirse en dios.
El sintoísmo es la religión de los muertos; pero los muertos japoneses no apartan sus espíritus de la tierra. En las demás religiones, cristianismo, mahometismo, etcétera, que proclaman la inmortalidad del alma, ésta, al separarse del cuerpo, va a habitar determinadas regiones, de felicidad o de expiación, celestiales o infernales, lejos de nuestro mundo. Para los japoneses, las almas de los muertos no se alejan de nuestro planeta. Siguen en él, con una existencia invisible para nuestros ojos, pero material, como el aire o como el fuego. Viven alrededor de sus descendientes, les acompañan dentro de sus casas, residen en el altarcito de los antepasados, y el japonés les ofrece arroz y saké, los saluda todas las mañanas y los consulta en momentos graves de su existencia. Cree firmemente que «los muertos mandan» porque son más numerosos que los vivos, y aglomerando sus experiencias saben más que éstos.
Los que aún están dentro de la vida se engañan cuando creen que sus actos son producto espontáneo de su voluntad. Los muertos les empujan sin que ellos lo sepan y les sugieren sus acciones. La devoción a la memoria de los antepasados es, según los moralistas japoneses, «resorte de todas las virtudes».
Cuando el almirante Togo destruyó la flota rusa, asegurando con ello el triunfo definitivo de su país, el viejo emperador envió la siguiente alocución a las tripulaciones: «Gracias a vuestra lealtad y vuestra bravura he podido contestar dignamente a las preguntas que me dirigían los espíritus de mis antepasados». Y al oír tales palabras, los marinos japoneses lloraron de emoción.
Este sintoísmo que acabo de describir en una forma sumaria, prescindiendo de las complicaciones y sutilezas niponas, es más grosero y material en el bajo pueblo, predispuesto siempre a las supersticiones. Los templos sintoístas, al tener sacerdocio y culto oficiales, adoptaron poco a poco muchas ceremonias de los bonzos. Los japoneses, al entrar en un templo sintoísta, dan dos palmadas para que acudan los dioses a escucharles, si acaso están distraídos o ausentes. Otras veces tiran de una cuerda al extremo de una campana, para atraer de igual modo la atención divina. Pero lo mismo el campesino y el marinero predispuestos a las ofrendas y los llamamientos para ablandar a los espíritus, que los letrados de incredulidad confuciana, todos, al ser sintoístas, adoran a su patria, único país de la tierra de origen divino, cuyos soberanos son nietos de los dioses, y con ello se adoran a sí mismos.
No hay japonés que no se considere en el camino que conduce a la divinidad, seguro de que cuando muera sus herederos le rendirán culto en el altar de familia. El agente de policía que reglamenta la circulación de los vehículos en la calle, el vendedor de frutas o el campesino que pasan con un largo bambú sobre un hombro del que penden dos banastas, el viejo que tira de lakoruma, el militar que va a caballo, el marinero que pesca en el mar Interior tripulando un barco de forma arcaica, todos serán dioses con el curso del tiempo, y después de su muerte vivirán en la atmósfera, cerca de sus familias, influyendo en las acciones futuras de éstas, como los antepasados dictan en la actualidad sus propias acciones. Los remotos descendientes se prosternarán ante su imagen invisible antes de emprender un viaje, implorando su protección, y al volver harán lo mismo para darle gracias. Quemarán varillas de incienso ante su altar, como él las quema ahora en honor de remotísimos abuelos, cuyos nombres desconoce, pero de cuya existencia divina no duda un momento.
La Sagrada Montaña de Nikko adonde yo voy está cubierta de templos de distintos ritos, y sin embargo las muchedumbres de peregrinos que la frecuentan todos los años sienten fundidas sus almas por una absoluta unidad religiosa y acuden a ella para venerar el espíritu de dos grandes muertos, dos shogunes de la dinastía Tukagawa, llamados Yeyasu y Yemitsu, que hicieron la grandeza del Japón.
Yeyasu, el más célebre, sujetó para siempre a los señores feudales, abriendo una era de paz y progreso que duró 250 años. Muchos historiadores le llaman «el Pericles japonés».
Bajo su gobierno, en el siglo XVI, florecieron los poetas y pintores más notables del país. Estableció relaciones comerciales con los otros pueblos de Asia y las repúblicas mercantiles de Europa. Siguió atentamente lo que ocurría en América, viendo extenderse la conquista y la colonización españolas desde más arriba del golfo de México al cabo de Hornos.
Este hombre de guerra, que venció en los combates a la revoltosa aristocracia de los daimios, fue al mismo tiempo un filósofo y ha dejado sabias máximas que repiten todavía las familias.
«La perseverancia es la base de la eterna felicidad.»
«El hombre que sólo ha visto la cumbre y no conoce las amarguras del valle no puede llamarse hombre.»
«La vida es un fardo muy pesado, pero no debes lamentarte de que te desuelle la espalda.»
«Necio es el que se deja marear por las vanidades humanas.»
«La culpa de nuestros males debemos atribuirla a nosotros mismos.»
«Todo en exceso causa pena, y es preferible que falte a que sobre.»
Cuenta Lafcadio Hearn que cuando Yeyasu, después de sus victorias, era dueño absoluto del Imperio, lo sorprendió una mañana uno de sus servidores sacudiendo un viejo kimono de seda para conservarlo.
—No creas —dijo— que hago esto por el valor de la prenda, sino por respeto al trabajo de la pobre mujer que la fabricó con largos esfuerzos. Si al usar las cosas no recordamos el tiempo y las penas que ha costado su producción, esta falta de respeto nos coloca al nivel de las bestias.
Otra vez se negó a admitir unos vestidos nuevos que le ofrecía su mujer, añadiendo así:
—Cuando pienso en las multitudes que me rodean y en las generaciones que vendrán después, creo mi deber vivir económicamente, pues si despilfarro le quito a alguien la parte que le corresponde.
Al morir Yeyasu y ser enterrado en la Sagrada Montaña de Nikko, la gratitud nacional transformó aquélla en monumento patriótico. Los templos se han amontonado en sus laderas, formando una escolta eterna a la tumba del célebre Shogun y a la de Yemitsu, su digno sucesor. Todos los años, en primavera, acuden miles de peregrinos desde las provincias más lejanas del Imperio para celebrar la memoria de estos gobernantes.
Guarda de ellos el pueblo un recuerdo casi legendario, haciendo de su época el período de mayor felicidad nacional. Y sin embargo, bajo su gobierno se cerró el Japón a los europeos, quedando aislado dos siglos y medio del resto del mundo. También en el período del segundo de los dos Tukagawa se inició la cruel persecución contra el cristianismo, ordenándose horribles suplicios, en los que perecieron tantos misioneros mártires de su fe.
El primer propagandista del cristianismo que penetró en el Japón fue un español, San Francisco Javier. Al conocer por el marino portugués Mendes Pinto la existencia de este Imperio idólatra y misterioso que acababa de descubrir, el misionero navarro se creyó escogido por Dios para evangelizar dicha tierra.
Nadie le opuso obstáculos en sus correrías por el archipiélago. La primera descripción de Kioto la hizo él durante su permanencia en esta capital teocrática. El shogun que gobernaba entonces el Imperio acogió con escéptica bondad la llegada del propagandista de una nueva religión.
—Será una secta más —dijo— que tendremos en el país.
La gente instruida escuchó atentamente, con su cortesía tradicional, las predicaciones del futuro santo. Luego algunos letrados le dieron la siguiente respuesta, digna de su tolerancia confucista:
—Nuestros maestros son los chinos. De su país nos han llegado las artes, la literatura, la filosofía, el budismo. No pierda el tiempo predicándonos a nosotros… Vaya a la China, y si convence a las gentes de allá, seguiremos el mismo camino sin necesidad de misioneros.
Este consejo hizo honda impresión en San Francisco Javier, y desde entonces sólo pensó en la conquista espiritual de la China. Abandonó el Japón, volviendo a las misiones portuguesas de la India, y allí se dedicó al estudio del idioma chino y a reunir amistades para entrar libremente en el vasto Imperio. Pero cuando al fin pudo emprender el viaje a Cantón, tuvieron que desembarcarlo en una de las numerosas islas de la bahía de Hong-Kong, donde murió.
Detrás de él empezaron a llegar al Japón otros misioneros, que obtuvieron rápidos éxitos con sus predicaciones. El pueblo japonés había admitido la doctrina budista y no necesitaba hacer un esfuerzo enorme para aceptar el cristianismo. En pocos años la nueva religión llegó a contar 200.000 adeptos. Uno de los misioneros españoles consiguió que el príncipe de Sendai, feudatario del Mikado, enviase una embajada al Papa. Ésta fue recibida en Roma y en la corte de Madrid con ostentosas ceremonias, creyendo todos, por la confusión geográfica de aquellos tiempos, que venía en nombre del emperador del Japón.
Fue además aquel período el de mayores guerras entre los daimios ingobernables y el Shogunato, empeñado en establecer el orden y la unidad nacional.
El avisado Yeyasu, vencedor definitivo del feudalismo, vio un peligro político en la nueva religión.
Pretendían emplearla los daimios más rebeldes como un medio para resucitar la guerra. La vanidad patriótica y el excesivo celo religioso de algunos misioneros, que no se recataban en mostrar públicamente su amistad con los rebeldes, aumentaron los recelos del Shogun. Éste seguía con inquietud el engrandecimiento de los reyes de España, dueños de la mayor parte de América y poseedores de las Filipinas, casi a las puertas del Japón. Varias veces llegaron hasta sus oídos palabras arrogantes proferidas por españoles religiosos u hombres de mar. No consideraban empresa imposible que algún día el rey de las Españas enviase una flota a estas islas, como las había enviado a tantos países remotos.
Además, el shogunato, al adquirir informes de la vida de Europa, consideró con cierto miedo al Papa. La suspicacia japonesa sintiose inquieta al saber que el jefe de la nueva religión, establecido en Roma, llevaba tres coronas en su tiara y tenía potestad divina para quitar los reinos a unos monarcas, dándoselos a otros para que sostuviesen la fe.
Los misioneros cristianos, en su mayor parte españoles, parecían a los shogunes más peligrosos por su energía y su afán de sacrificio que los corrompidos bonzos, domeñados por ellos para siempre. Eran unos conquistadores tan audaces y duros como sus compatriotas que se habían adueñado de América. Se valían de la palabra y del sacrificio pasivo, como los otros de la espada.
En tiempos de Yemitsu, el segundo Takagawa enterrado en Nikko, se ordenó la expulsión de todos los misioneros, la supresión del culto cristiano, y quedaron cerrados los puertos a todo buque que no fuese japonés, aislándose el Imperio del resto de la tierra. Ningún natural del país pudo salir de él y se prohibió bajo penas severas el aprender las lenguas occidentales.
Volvieron los misioneros ocultamente, arrostrando los tremendos castigos con que les amenazaban, y empezó el largo martirologio japonés de jesuitas, franciscanos y otras órdenes religiosas.
Los holandeses fueron los únicos blancos que obtuvieron permiso para hacer un pequeño comercio con el Japón, pero a costa de enormes humillaciones. Vivían acorralados en el exiguo islote de Dejima, cerca de Nagasaki, y sólo podían traficar después de haber demostrado que no eran cristianos, para lo cual los sometían a varios actos blasfematorios y a otras ceremonias en las que infamaban los más altos símbolos del cristianismo. Muchos de estos mercaderes podían hacerlo sin remordimiento, pues en realidad eran judíos de origen español o portugués nacionalizados en Holanda.
Llevo varias horas de viaje en el tren. Llegaremos a Nikko muy entrada la noche, y creo oportuno comprar un bento para comer en el vagón.
El bento es una caja de madera blanca llena de comestibles, que venden en todas las estaciones. El arroz hervido está en una cajita de cartón con los correspondientes palillos para comerlo. Los otros manjares van envueltos en papeles de seda, con la prolijidad y limpieza de un pueblo de grandes embaladores. Además, me entregan una tetera de barro rojo con su tacita, para que remoje mi banquete a la japonesa con la bebida nacional.
Se muestra la exquisita cortesía nipona hasta en la preparación de esta cena comprada. El papel de seda que envuelve la caja lleva el siguiente saludo, que me traduce un amigo: «Sabemos que el presente bento es indigno de usted, pero sírvase aceptarlo por bondad».
Este arte del embalaje, que igualmente poseen los chinos, se muestra en todos los bultos que llevan mis compañeros de vagón. El japonés no necesita comprar maletas. Cuando las usa, son de ligerísimo tejido de paja. Por regla general, se fabrica él mismo su equipaje con hojas de papel o hilos, siendo asombrosas la solidez y la gracia que sabe dar a sus envoltorios.
Ha cerrado la noche, borrándose los paisajes en los cristales de las ventanillas. Ahora son opacos y reflejan las luces interiores, así como nuestros rostros, algo caricaturescos por el incesante movimiento. Un amigo japonés, para distraerme, me va relatando las cinco grandes fiestas anuales del Japón, llamadas gosekis.
La primera es la del principio de año. Antes correspondía a nuestro primero de febrero, pero el penúltimo emperador, deseoso de unificar la vida de su país con la del Occidente, decretó en 1873 que el año del Japón debía empezar con el nuestro.
Ahora solemnizan los japoneses el primero de enero con visitas de felicitación y aguinaldos, que consisten especialmente en abanicos. Algunos tradicionalistas regalan, a estilo antiguo, un cucurucho de papel que contiene un pedazo de pescado seco. La segunda fiesta es la de las Muñecas, dedicada a las musmés. La tercera la de las Banderas, y es la fiesta de los muchachos. La cuarta se llama de las Linternas y Lámparas, y tiene por escenario las hermosas noches del verano. La quinta es la de los Crisantemos, y en este día las familias deshojan dichas flores sobre las tazas de té o las copas de saké.
Luego volvemos a hablar de los dos gloriosos shogunes, y de cómo, después de muertos, el pueblo en masa contribuyó al embellecimiento de la Sagrada Montaña que guarda sus tumbas.
Un noble de aquella época tuvo una iniciativa, digna de este país que tanto ama los árboles y las flores. Dejó que los demás elevasen templos o bordeasen las avenidas de la montaña con largas filas de linternas de piedra sobre pedestales, llamadas toros.
Otros admiradores de los dos shogunes levantaron a la entrada de los caminos esas portadas japonesas, compuestas de dos enormes troncos cilíndricos que se remontan en suave disminución y sostienen un dintel de gruesos maderos, rematado horizontalmente por dos puntas ligeramente encorvadas como cuernos (tales arcos reciben el nombre de toris).
El original donador, que era un daimio arruinado, ofreció plantar de criptomerios diez leguas del camino que conduce a Nikko, y para que no le acusasen de tacaño, los plantó a corta distancia unos de otros. El criptomerio llega a adquirir gigantescas proporciones: es el cedro del Japón.
Los de Nikko llevan ya trescientos años de crecimiento. Sus troncos se tocan, y este camino de 40.000 kilómetros entre dos vallas de árboles apretados resulta una de las maravillas más interesantes de la tierra.