16
La nochebuena en el Japón

Los japoneses disfrazados de europeos. —Bozales higiénicos. —La gorra del estudiante. —Las calles de Tokio. —Los tres colores del Japón. —Las interminables cortesías. Los cinco peinados de la japonesa. —Almuerzo en el restarán Koyokan. —La ceremonia de la hospitalidad. —El baile de las geishas. —Mi conferencia en el salón de fiestas del Hochi. —Concierto orquestal. —La cena de Nochebuena ante un jardín liliputiense. —Salto asombroso de la música japonesa.

Un tren especial debe llevarnos a Tokio, pero no es empresa fácil encontrarlo en la gran estación de Yokohama.

El terremoto ha quebrantado sus muelles y abierto profundas zanjas en las vías, reparándose provisionalmente todo esto con puentes de madera que dificultan la circulación. Además, en las primeras horas de la mañana afluye de todas partes una verdadera muchedumbre para trasladarse a la capital. Muchos empleados y negociantes viven en Yokohama y hacen diariamente este viaje de treinta minutos para ir a su trabajo, volviendo al cerrar la noche a su casita junto al mar.

Siguiendo las indicaciones erróneas de un hombre con gorra galoneada, nos metemos en un vagón de primera clase, y poco después se llena éste de japoneses que van a Tokio. Estamos en un tren ómnibus de los que parten cada quince minutos. Cuando pretendemos salir nos es imposible conseguirlo. Una masa compacta de hombres agarrados a las anillas blancas del techo o apoyados en las espaldas de los vecinos obstruye las dos puertas.

Resulta admirable la agilidad del japonés. Siempre encuentra el medio de deslizarse entre los obstáculos, instalándose finalmente donde parecía imposible que pudiese caber uno más. Parte el tren, y lo mismo los que ocupan las banquetas que los que se sostienen de pie, reflejando en su balanceo los vaivenes del vagón, sacan de su bolsillo un periódico y empiezan a leer.

Me fijo en el aspecto de estos nipones modernizados que viven una existencia occidental. Son todos ellos simpáticos, pero considero imposible encontrar una burguesía más fea de rostro y que vaya más grotescamente vestida.

Al adoptar el traje del blanco se han olvidado de aprender la armonía del indumento, los matices del color y de la línea. Se colocan sobre el cuerpo lo que en su opinión puede dar mayor señorío a la persona, no temiendo al resultado de tales mezcolanzas. Los más usan nuestro sombrero flexible, pero metido hasta las orejas y sin ningún abollamiento gracioso. Otros prefieren el hongo de copa dura y redonda, pero a continuación de este tocado europeo llevan el kimono nacional y encima de él un macferlán de corte inglés o un gabán con trabilla, hechura norteamericana. Algunos después de esta mezcla vuelven a ser occidentales en sus extremidades, usando gruesos borceguíes. Los más llevan el pie desnudo o metido en un calcetín japonés con dedos, lo mismo que un guante, y su calzado consiste en dos tablitas horizontales sostenidas cada una de ellas por otras dos tablitas verticales, dos pequeños bancos sujetos por una correa entre el dedo gordo y el siguiente, que dejan el talón completamente suelto, lo que hace que cada paso vaya acompañado en los terrenos duros de un ruidoso chap-chap.

Hasta los que visten completamente a lo occidental tienen en sus ademanes algo de torpe y cohibido, como si fuesen disfrazados. Se adivina que todos ellos, al volver de noche a sus casas, se quedan en kimono, sentándose en el suelo para cenar, lo mismo que sus antepasados, y con este aspecto resultarán tal vez más gallardos e interesantes.

La mayoría de los japoneses son de estatura mediocre, pero al mismo tiempo de complexión vigorosa, lo que les hace parecer algo rechonchos, con los miembros cortos y fuertes. Dos defectos físicos y sus remedios inventados por el hombre blanco, los ha aceptado el japonés de la clase media como adornos personales: la miopía y la caries dental. Los más llevan gafas de concha, redondas y de grueso armazón, que se sostienen dificultosamente sobre una aplastada nariz, y al sonreír muestran una dentadura con numerosos refuerzos de oro. Hay en esto cierta satisfacción infantil, que hace dudar si todos, absolutamente todos, tenían una necesidad ineludible de acudir en busca del óptico o del dentista.

En los últimos años otra moda higiénica ha venido a aumentar la fealdad del japonés moderno. Desde que pisé esta tierra llamó mi atención la gran cantidad de hombres con un emplasto negro o blanco sobre la nariz sostenido por dos elásticos sujetos a las orejas. Me inquietó ver tanto canceroso con la nariz roída y afortunadamente oculta. Luego, al encontrar muchedumbres enteras con la horrible cataplasma en mitad del rostro, no pude concebir que toda una nación estuviese atacada del cáncer. Pregunté, y supe que, para evitar la gripe, el japonés se coloca en invierno uno de estos bozales con gotas antisépticas, y así va tranquilamente todo el día haciendo sus visitas o realizando sus negocios. Es imposible llevar más lejos la despreocupación de la estética personal y el deseo inconsciente de afearse.

Sin embargo, estos varones de traje disparatado y contrastes grotescos son de una cortesía exquisita en sus saludos, de una amabilidad en su sonrisa, que conquistan desde el primer momento al extranjero. El japonés, cuando quiere expresar su afecto o su admiración, no conoce el miedo al ridículo, que tanto cohíbe y enfría la exterioridad de nuestros sentimientos.

Uno de los que leen de pie me mira de pronto con interés y vuelve a fijarse en su periódico, como si estableciese una comparación. Yo he visto desde mucho antes que en todos los diarios que leen los viajeros figuran varios retratos míos. Sonríe mi compañero de viaje con una satisfacción pueril al convencerse de que, efectivamente, soy yo el que aparece en su periódico, y soltando la anilla que le sirve de sostén lleva ambas manos a sus rodillas y se inclina todo lo que puede, saludándome. Los otros, sin que circule palabra alguna, por una especie de aviso telepático, van fijándose igualmente en mí para compararme con la imagen de sus papeles, y repiten el saludo o idénticas sonrisas, teniendo yo que contestar con los mismos ademanes a tales extremos de la cortesía Japonesa.

Así llegamos a la estación de Tokio, o mejor dicho, a una de sus varias estaciones, pues esta ciudad de dos millones de habitantes se halla muy esparcida, ocupando un perímetro tan grande como el de Londres.

Los estudiantes de la Escuela de Lenguas me esperan en un muelle distante, que era el destinado para la llegada del tren especial, y al enterarse de que estoy en el lado opuesto de la estación, acuden corriendo.

Todos llevan la gorra de colegial, que acompaña al japonés desde la escuela de primeras letras hasta las más altas clases universitarias. Un signo dorado en el frente de la gorra indica el estudio especial y la categoría de cada alumno. Hasta en los caminos más apartados del Japón he encontrado pequeños muskos con un kimono azul a redondeles blancos por toda vestimenta, descalzos, el pelo cortado en franja, lo mismo que los chicuelos que figuran en los abanicos, pero llevando con orgullo en su cabeza la gorra de colegial a estilo de Occidente.

Los estudiantes de la Universidad de Tokio que vienen a recibirme tienen un aspecto indumentario menos incoherente que el de los burgueses que ocupaban el vagón. Sólo alguno que otro lleva kimono bajo su gabán azul y calza zuecos. Casi todos van vestidos como un estudiante europeo, guardando bajo el brazo un paquete de libros.

Han venido a recibirme, e inmediatamente volverán a sus clases. Se adivina en todos ellos una voluntad laboriosa y tenaz, un deseo de conseguir lo que se han propuesto, terminando cuanto antes su carrera. Me entregan un gran ramo de flores y un álbum ilustrado por artistas célebres que contiene las firmas de todos ellos. Después de este recibimiento visito con unos cuantos amigos las principales avenidas y paseos de Tokio.

Mi primera impresión de la capital japonesa se afirma y se agranda en los días sucesivos. El terremoto causó aquí tantas víctimas como en Yokohama, pero los edificios sufrieron menos. Hay barrios enteros, los más ricos, en los que apenas se nota la reciente catástrofe. Edificios altísimos construidos a estilo de los Estados Unidos se mantienen sin ningún desperfecto visible. Otros siguen de pie, con hondas grietas en sus fachadas, cubiertas de andamios recientemente para su reparación.

Fue en los barrios apartados, compuestos de casitas de madera, donde el incendio produjo mayores daños. Además, ocurrió la gran catástrofe de la explanada de Hifukusho, en la que perecieron 40.000 personas, y de la que hablaré más adelante. Muchos centros oficiales están cerrados por tener que hacerse en ellos grandes reparaciones. La Universidad de Tokio y sus escuelas anexas están instaladas ahora en barracones, a causa de que todos sus cuerpos de edificios fueron consumidos por el incendio. Los museos aún no han sido abiertos… Pero la actividad japonesa sigue animando las calles de Tokio, como si todos hubiesen olvidado ya el recuerdo de la catástrofe.

Muchas de ellas ofrecen un aspecto de fiesta. Como se aproxima el primer día del año, los vecinos las han adornado con arcos de verdura, gran profusión de banderas y guirnaldas de faroles de papel. Las muestras extraordinarias con que se cubren las tiendas al llegar esta época de compras y regalos contribuyen al general hermoseamiento. El misterioso alfabeto japonés extiende sus letras en los anuncios, como si fuesen jeroglíficos artísticos trazados cínicamente para placer de nuestros ojos en rótulos y banderas.

La muchedumbre es pintoresca, aunque no tan multicolor como nos la imaginamos en Occidente antes de conocer el Japón. Los kimonos floreados y de brillantes tintas sólo se ven en las representaciones de teatro o en las casas de mujeres públicas del barrio llamado Yosiwara. El Japón, en su vida histórica, sólo ha tenido tres colores: el negro, usado en las ceremonias palatinas por el emperador y sus cortesanos y que las clases elevadas guardan aún; el rojo, que fue el de la nobleza media, y el azul, usado por la burguesía y el pueblo.

Hoy el azul continúa siendo el color de la muchedumbre. Los carreteros, los portafardos, los que recomponen las calles o tiran de los vehículos como bestias uncidas, todos llevan chaqueta azul de amplias mangas, con la espalda escrita de blanco. No hay hombre del pueblo que no lleve en el dorso un jeroglífico, semejante al blasón que ostentaban en igual lugar de su cuerpo las gentes de la Edad Media occidental. Pero estos jeroglíficos que nos parecen obras de arte son simplemente rótulos que indican las más de las veces para qué compañía trabaja el obrero o en qué barrio reside. La policía procura mantener el uso de esta vestimenta de los antiguos tiempos. Gracias a ella, si alguien comete una acción delictuosa es fácil reconocerlo, pues al huir muestra el nombre blanco sobre su espalda azul.

Se nota la escasez de animales de tiro. No se ven otros caballos que los del ejército. El automóvil ha sido una solución para las industrias necesitadas de arrastre. El buey japonés, pequeñito, gracioso y de aspecto algo frágil, no abunda en las calles de Tokio. Tira en yunta, de reducidas carretas, sin que el boyero le obligue a grandes esfuerzos, y está tan bien cuidado que hasta lleva unas bonitas sandalias de esparto sostenidas por una correa en mitad de la pezuña, a semejanza de las que usan las personas.

Son los hombres de espalda blasonada los que hacen todos los trabajos que en otros países están reservados a las bestias. Tiran en filas de grandes carros o se unen a sus varas. Juntas con ellos se ven mujeres sucias, sudorosas, deformadas por el esfuerzo, que parecen tan hombres como los otros. Deslizándose entre los automóviles, tranvías, ómnibus y grandes vehículos cargados de fardos, pasean veloces los kurumayas tirando de su ligero carruajito de un solo asiento, montado sobre ruedas de goma ligeras y altísimas, que le dan el aspecto de una araña de sutiles patas. Los caballos humanos de la koruma gritan incesantemente para avisar su paso, y muchas veces enganchan con una rueda al ciclista que viene en dirección opuesta. Nada de malas palabras ni de peleas. El que ha rodado por el suelo se levanta, apresurándose a saludar y dar excusas al otro, que hace lo mismo desde mucho antes.

Las calles de Tokio, exceptuando las avenidas principales, tienen un suelo desigual. Me dicen que esto es consecuencia del temblor, que rompió el asfalto; pero veo muchas de ellas, lejos del centro, en las que no ha existido jamás pavimentación de ninguna clase. Esto no impide que sobre el barro, partido en profundos relejes y peligrosos badenes, circule incesantemente el movimiento vital de la enorme Tokio.

El Japón, que en realidad no es rico, sostiene un ejército y una flota enormes, necesitando invertir en el mantenimiento de tales fuerzas tres cuartas partes de sus ingresos. Le preocupan más sus medios ofensivos y defensivos que el ornato y la higiene de sus ciudades. Además, los japoneses no temen el barro, como los europeos. Llevan los pies montados en pequeños bancos, lo que les permite pasar sobre charcos y lodazales sin que sus plantas se humedezcan.

En las aceras de asfalto el paso de los transeúntes sostiene un continuo chacoloteo. Por encima del estrépito de los vehículos y los gritos de la muchedumbre resuena como un acompañamiento incesante, sirviendo de fondo a los demás ruidos, el chap-chap de miles y miles de pies, que al moverse levantan con los dedos su calzado de madera y vuelven a dejarlo caer. Los recién llegados al país necesitan acostumbrarse a este traqueteo que puede llamarse nacional. A las tres de la mañana empieza a sonar en las aceras de Tokio y no termina hasta horas avanzadas de la noche. Únicamente en las calles no pavimentadas y en las casitas de las afueras puede vivirse libre de este calzado ruidoso, incompatible con las vías modernas, chapadas de piedra o de asfalto.

Las mujeres y las niñas circulan por los barrios populares llevando al hijo o al hermanito acostado en su espalda. En algunos terrenos baldíos, las japonesas, siempre con la cabeza del pequeñuelo pegada a su cogote, juegan a la pelota o al volante. Los muskos vuelan cometas que son flores caprichosas o espantables dragones de papel.

Al encontrarse en una acera dos damas de la clase media se desarrolla en todo su esplendor la tradicional cortesía japonesa. Con los brazos cruzados sobre el pecho empiezan las dos a hacerse reverencias, doblando el cuerpo exageradamente. Procuran inclinarse a un lado para que sus cabezas no choquen, y así continúan los extremados arqueamientos de sus saludos, diez veces, quince, y más. Cuando se deciden a poner término a tales amabilidades se alejan en distintas direcciones; pero de pronto una de ellas vuelve los ojos, la otra hace lo mismo, y girando ambas sobre sus talones quedan otra vez frente a frente, repitiendo a mayor distancia sus doblegamientos de espinazo, mientras los transeúntes siguen adelante sin fijarse en esta cortesía interminable, que es para ellos algo ordinario.

La situación social de cada mujer se conoce por su peinado: La etiqueta japonesa creó cinco maneras de peinarse, para que los hombres no sufran equivocaciones al sentir interés por alguna de ellas. Hay el peinado de las niñas de cinco a siete años; el llamado momoware, que es para las muchachas de diez a quince; el sokuhatsu, que puede llamarse de las intelectuales, pues sólo lo usan las estudiantes y las artistas; el shimada, que es el de las solteras después de los dieciséis años, y el maruwage, de las casadas, que resulta el más abundante en las calles.

Un peinado japonés es algo complicado, dificultoso, monumental. El edificio de negros cabellos queda tan compacto y brillante, que parece de laca. Las mujeres generalmente sólo rehacen este peinado por entero una vez a la semana. Los otros días atienden a su alisamiento y brillo, dándole un baño de aceite de camelia. Yo he visto a las japonesas en los trenes durmiendo boca abajo, con la frente sobre los brazos cruzados, para mantener intacto su peinado. En sus casas se tienden de espaldas sobre la esterilla que les sirve de cama, y su cabecera es un banquito con un semicírculo, en el que descansan el cuello. Gracias a esta almohada de madera, el monumento capilar queda en alto, sin ningún contacto que lo deforme.

El primer día que paso en Tokio es el de Nochebuena en los países cristianos, pero aquí no tiene otro valor que ser uno de los anteriores a la fiesta de primero de año. Recordaré siempre este día por las numerosas ocupaciones y honoríficos agasajos que tuvo para mí. A las doce me obsequiaron con un almuerzo puramente japonés en el restarán Koyokan, establecimiento famoso en Tokio por sus fiestas, al que asisten los antiguos daimios y los personajes políticos mantenedores de las costumbres antiguas.

Es una agrupación de casas de madera, con techos ligeros y tabiques de papel; en el centro de un hermoso jardín. Los japoneses llenan de piedras sus jardines y construyen sus edificios de madera y de papel. En los almacenes de flores venden piedras especiales, muy caras, para el adorno de los jardines, que son buscadísimas por los conocedores. Hasta las linternas que dan luz por la noche a los viejos paseos y a las avenidas de los santuarios son de piedra: unas capillitas de granito sobre pedestales en forma de torreón, que reciben el nombre de toro, y en cuyo interior, con puntiagudo remate de pagoda, se coloca una pequeña lámpara. En cambio, los edificios se componen simplemente de una plataforma de madera a medio metro del suelo, varios postes para sostener la techumbre de tablazón, y numerosos biombos, de lienzo o de papel, como paredes.

La madera nunca la pintan los japoneses. El lujo es conservarla como si acabase de salir del almacén del carpintero. Esto, unido a la monotonía de los tabiques blancos y al color amarillo de la esterilla que cubre el suelo, da un aspecto de pobreza a toda casa tradicional. Un biombo pintado alegra a veces con sus colores esta uniformidad amarilla y blanca. Los salones no tienen otros muebles que una mesita del tamaño de uno de nuestros taburetes, con alguna flor, y el pequeño altar de los Antepasados. En el suelo hay unos cojines oscuros para sentarse, y nada más.

Entro en los salones del elegante Koyokan luego de haberme quitado los zapatos en las gradas que dan acceso al edificio. Me acompaña un español muy conocido en el Japón, el coronel Herrera, agregado militar de la Legación de España, que ha pasado gran parte de su vida en este país y asistió a la guerra con Rusia, así como a otras operaciones del ejército japonés. Los militares del Japón lo consideran como un compañero de armas.

En el comedor de gala encuentro numerosos personajes que han querido organizar este almuerzo para que conozca yo la cocina tradicional y las danzas y ceremonias del país. Algunos de ellos han estado en España y en casi todas las repúblicas americanas de origen español, hablando correctamente nuestra lengua.

El organizador de la fiesta, mi amigo Utiyama, es uno de los hombres más inteligentes y cosmopolitas del Japón moderno. Ha viajado mucho como diplomático, y es ahora secretario del ministro de Relaciones Exteriores. Me va presentando a los demás invitados, altos funcionarios de dicho Ministerio, profesores de Universidad, diplomáticos, periodistas célebres. El señor Arajiro Miura, antiguo secretario de la Legación del Japón en Madrid, habla el español de tal modo, que al pronunciar un discurso al final del almuerzo, todos los de lengua española le miramos asombrados por la facilidad y la corrección de sus palabras.

Aprecio la diferencia de aspectos entre los japoneses de clase superior que han viajado, poniéndose en contacto con los occidentales, y los que nunca salieron del país. Todos estos gentlemen amarillos llevan su ropa con una distinción europea y son menos feos que los otros. Algunos parecen sudamericanos de origen mestizo, y apenas si un ligero fruncimiento de sus párpados y la tirantez de su cutis revelan el origen asiático.

Por amor a lo pintoresco y lo exótico, no diré la mentira enorme de que me parece agradable la cocina japonesa. Además, a los pocos segundos de estar sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, empiezo sentir los dolores de un lento y creciente suplicio. Colocan delante de cada uno de nosotros una mesita que es en realidad un pequeño banco y apenas si levanta dos palmos del suelo. Sobre este taburete de laca, las pequeñas criadas, sonrientes y graciosas como gatitas, van depositando platos no más grandes que tazas y con los manjares en tan exigua cantidad, que nuestro banquete parece una comida de muñecas.

Para mí basta con lo que me dan, y pasaría seguramente un mal rato si me obligasen a comerlo por entero después de probarlo. Voy conociendo el sabor del pescado enteramente crudo, tal como lo sacan de las profundidades oceánicas, de la médula de bambú aderezada con vinagre, y otros platos cuya composición me abstengo de preguntar. Mi única defensa nutritiva es un tazón lleno de arroz hervido, que hace las veces de pan.

Frente a cada uno de nosotros hay una musmé sentada en el suelo, que nos mira sonriendo mientras comemos. Mete sus zarpitas en la mesilla para que todo se mantenga en un orden perfecto o pide con dulces maullidos a sus compañeras que traigan lo que falta. Se cuida además de escanciar el saké, aguardiente hecho de arroz, que es el vino de los japoneses.

Mientras mis compañeros de estera, sentados como los antiguos sastres, almuerzan tranquilamente; manejando los dos palillos que les sirven de tenedor, yo me limito a comer arroz sólido y beber arroz fermentado, cambiando a cada momento de postura para que las piernas entumecidas recobren un poco la vida de la circulación. En este momento envidio a los que respiran, jadeantes y sofocados, después de una carrera violenta. ¡Quién pudiera levantarse y echar a correr!…

A los postres se desarrolla una ceremonia tradicional. Utiyama, como organizador del almuerzo, viene a sentarse frente a mi mesita, en el mismo lugar que ocupaba la musmé poco antes. En todo banquete japonés el anfitrión hace esto, como un acto de estima y respeto para su invitado principal.

—¿Me concederá usted —dice— el alto honor de permitirme que beba en su copa?

Conozco el ritual de esta ceremonia. La copa es simplemente una jicarita de porcelana, que se sostiene al beber con la palma de la mano. La sumerjo en un tazón de agua que tenemos todos en la mesilla para nuestra propia limpieza, y luego de haberla secado con una servilleta de papel se la ofrezco a mi anfitrión llena de saké. Éste la bebe con grandes extremos de agradecimiento por el honor que le dispensa su primer invitado.

Debo advertir que Utiyama muestra una gravedad sincera. Ya no es el ingenioso y sonriente conversador que recuerda sus viajes por Europa y América, su vida en Madrid, sus impresiones en las corridas de toros. Tiene una seriedad de sacerdote oficiante al cumplir este rito de la hospitalidad antigua. Le veo sentado en el suelo, con elegante chaqué gris, chaleco de viso blanco y una corbata que adorna una gruesa perla, pero al mismo tiempo vive en mi imaginación cubierto con un kimono negro, el pelo recogido sobre el cogote, y dos sables cruzados en la cintura, igual que iban vestidos sus ascendientes.

Después, otros comensales notables vienen a sentarse en el mismo sitio, y yo les sirvo la copa llena de saké, repitiendo la ceremonia tradicional.

Por primera vez, luego de la catástrofe, se permite una comida con músicas y danzas. Como sólo puedo permanecer aquí unos días y desean que conozca los antiguos bailes, los organizadores del banquete han obtenido un permiso para alterar el duelo público.

Ya he dicho que los edificios japoneses se componen de una sucesión de tabiques movibles, bastidores ligeros de madera y papel. Con facilidad se le pueden quitar a una casa todos sus muros laterales, dejándola convertida en simple sombraje. En su interior ocurre lo mismo. Añadiendo mamparas se crean nuevas habitaciones. Descorriéndolas se agrandan las piezas hasta formar un salón que se extiende de un lado a otro del edificio.

Vemos cómo se pliega el tabique del fondo de nuestro comedor y aparece otro salón sobre cuya tarima están sentadas en hilera varias mujeres con kimonos floreados y multicolores. Son la orquesta que acompañará las danzas.

Estas jóvenes van pintadas de blanco, pero un blanco lácteo y espeso, máscara que las uniforma, haciéndolas a todas semejantes. Los ojitos largos, oblicuos y casi cerrados, trazan dos líneas de carbón en dicha blancura. Un redondelito rojo y sangriento, igual a una cereza, indica el lugar de la boca. Y sobre este rostro de muñeca se eleva el peinado enorme, monumental, brillante, como un casco de laca negra.

Sus instrumentos son guitarras de mango larguísimo con tres cuerdas y una caja no más grande que un tazón, o tamboriles puestos en el suelo, que repiquetean con dos palillos ágiles. Esta música causa extrañeza, así como los cánticos estridentes que se elevan sobre tal acompañamiento; pero minutos después empiezo a salir de mi desorientación auricular y voy adivinando las exóticas melodías, como el que pasa de la luz a las tinieblas y acostumbrándose a ellas acaba por vislumbrar poco a poco lo que le rodea.

Por una puerta lateral empiezan a salir de costado seis danzarinas, con pasos lentos y menudos, moviendo al mismo tiempo sus abanicos. Llevan kimonos azules y plateados de gran suntuosidad. Sus caras sonrientes e inmóviles son violentamente blancas, con dos toques negros y uno rojo. Van pintadas con más exageración aún que las músicas. Se mueven lentamente hacia la derecha, luego hacia la izquierda, con una gracia tímida o infantil, pero se adivina al mismo tiempo en ellas algo de refinado que hace sospechar exóticas perversiones. Son las geishas célebres sobre las cuales tanto se ha escrito y tanto se ha exagerado. Lo que más admiro en las seis bailarinas azules y plateadas es su estatura. Me he acostumbrado ya a la pequeñez de la mujer japonesa. En las calles todas parecen, por su talla mediocre y su flacura extremada, niñas a las que faltan varios años de crecimiento.

Las danzarinas famosas del Koyokan me recuerdan por su cuerpo aventajado a las mujeres de Europa, y esto las hace más interesantes a mis ojos. Pero me doy cuenta de pronto que estoy sentado en el suelo y las veo de abajo arriba, como se ve a las actrices en los teatros, posición favorable que aumenta su estatura y la majestad de su porte. Tal vez una de las causas del poderío que ejerce la geisha sobre el hombre del país consiste en que éste la contempla sentado y teniendo que levantar ·los ojos. Cuando termina el baile y consigo al fin ponerme de pie, veo que todas estas beldades, escandalosamente pintadas, con runruneos y gracias felinas de muñequita frágil, no me llegan al hombro.

El resto del día está lleno de ocupaciones para mí. A las dos de la tarde se ha reunido un público de estudiantes, de escritores y aficionados a la literatura, en el gran salón de fiestas del diario Hochi, uno de los más importantes de Tokio. Este diario ocupa un rascacielos como los de Nueva York, en el que no ha causado el terremoto ningún desperfecto. La sala de fiestas está en el último piso, desde el cual se goza una vista a vuelo de pájaro sobre gran parte de la inmensa Tokio. Como los locales universitarios fueron destrozados por el cataclismo, es aquí donde una tarde entera se va a hablar de España, de su literatura y de mi persona, ante una concurrencia toda de japoneses. Para ellos es tan nueva y tan rara la materia, como lo sería para un público occidental un discurso sobre literatura japonesa. Y sin embargo, el salón, vasto como un teatro, ve ocupados todos sus asientos y mucho gentío de pie.

El profesor Nagata tuvo que abandonar nuestro almuerzo a las dos para irse al salón del Hochi que ya está repleto de público. Durante un par de horas habla de la novela española, de mi vida particular y literaria, de mis obras, algunas de las cuales han sido traducidas por él. Pero esto nada tiene de raro, pues su discurso lo pronuncia en japonés y todos pueden entenderle.

A las cuatro llego yo para dar una conferencia sobre «el arte de hacer novelas», y esto ya es más extraordinario, pues hablo en español. Una parte del público, compuesta de estudiantes y de japoneses que viajaron por la América del Sur, me entiende y aplaude al final de todos los párrafos. El resto muestra una atención reflexiva, pretendiendo comprender mis palabras, reteniéndolas en su memoria para convencerse luego de si las ha adivinado o no. Cuando termino, el profesor Shizuo Kasai, otro traductor de mis libros, empieza la tarea de repetir en japonés a este público atento y estudioso todo lo que yo he dicho, frase por frase.

Como esto va a durar otras dos horas, me escapo con el coronel Herrera y varios amigos, para visitar la elegante casita que tiene este compatriota en las cercanías del templo de Meiji-Jinju, levantado en memoria del penúltimo emperador. A las seis volvemos al salón del Hochi, donde aún va a celebrarse otro acto para mí. Es un concierto dado por la mejor orquesta de la capital y en cuyo programa figuran, a la vez, obras de Wagner, de Debussy, y dos sinfonías de Yamata, el primer músico moderno del Japón.

Encuentro en dicho concierto el mismo público que ha escuchado las conferencias de la tarde. Estos hombres y mujeres, siempre atentos, con expresión meditativa, ocupan su sitio desde las dos de la tarde… y son las ocho de la noche.

Termina la jornada con un banquete a la europea en el Hotel Imperial, obsequio de los propietarios y principales redactores del Hochi. El presidente y el vicepresidente de este diario, los señores Machida y Ohta, me presentan a los comensales, entre los que figura Syusei Tokuda, el gran novelista del Japón. Los más van vestidos de frac, pero algunos profesores se presentan con el kimono negro de seda, que es el traje de ceremonia de los japoneses distinguidos.

La mesa, elegantemente servida, ocupa un comedor aparte en este hotel enorme, de construcción bizarra o incoherente, obra del «modernismo» alemán. El centro de esta mesa, por la que pasan los mejores platos europeos, es un pequeño jardín japonés de un metro de longitud, con árboles pigmeos que tienen tal vez más años de existencia que nosotros, rumorosas cascadas, praderas de musgo natural, y peces vivos del tamaño de alfileres diminutos, nadando en lagos no más grandes que la palma de la mano.

Hablamos del Japón y de Europa con todo el reposo y los miramientos propios de una conversación entre nipones, cuya cortesía es algo refinado que va más allá de la nuestra y nos obliga a medir las palabras y a reflexionar mucho antes de emitir un pensamiento. Mientras tanto, suenan fuera del comedor martillazos, gritos báquicos y risotadas, varios europeos residentes en Tokio están armando el árbol de Navidad y se preparan para la cena clásica tomando numerosos aperitivos.

Tengo a mi lado al maestro Yamada. Horas antes he visto dirigir a este compositor, todavía joven, una orquesta de más de ochenta profesores, todos ellos excelentes y obedeciendo a la batuta, con una precisión que recuerda la de las orquestas alemanas.

¡Y pensar que este pueblo hace cincuenta años no sabía lo que era un violín, ni conocía otra música que la de las geishas que he escuchado a la hora del almuerzo!…