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Los restos del cataclismo

Después de diez días de soledad oceánica.—Aparición matinal del Fuji.—Los marinos de la bahía de Tokio.—Carabelas con motor. —La antinomia japonesa.—Enorme destrucción de Yokohama.—La ciudad como fue y como la vemos.—Llegada de mis amigos. —La koruma y el caballo humano.—El engaño de la noche en Yokohama.—Vamos en busca del verdadero Japón.

Al cerrar la noche, un buque pasa por la línea del horizonte, y esto es para nuestros ojos un suceso extraordinario. Llevamos diez días de navegación, sin que nada altere la monotonía del mar. Este paquebote, de una compañía que hace el servicio entre el Japón y Canadá, representa para nosotros una certidumbre de que la humanidad no ha dejado de existir. Es la vida de nuestra especie, la historia humana, que viene otra vez a tomarnos.

Todos sentimos un deseo vehemente de pisar tierra. Muchos no pueden ocultar su alegría al darse cuenta de que sólo nos separan del Japón unas cuantas horas nocturnas y al amanecer veremos la línea dentellada de sus costas, en vez de la horizontalidad azul del Pacífico. Los más se levantan con las primeras luces del día, y suben a las cubiertas, arrebujados en abrigos de invierno que tuvieron que buscar apresuradamente. El cambio de temperatura ha sido casi instantáneo. El frío parece influir en el aspecto del mar. Se entenebrece el espacio con una bruma que es en realidad polvo acuático arrancado a las olas por el viento. Al salir el sol se forma delante del buque un gran arco iris, que por sus colores recuerda la pintura de los artistas japoneses.

Huyen de tierra las olas para perderse en las soledades del Pacífico. Vienen al encuentro de nuestro buque y se alejan hacia la inmensidad oceánica. Todas ellas, al recibir de frente los rayos casi horizontales de un sol todavía bajo, brillan como si fuesen de oro en su parte cóncava, mientras la convexidad de su lomo es de un verde oscuro y tempestuoso.

Un grito de curiosidad y admiración circula de pronto por las cubiertas, saludando un descubrimiento. Acaban de rasgarse y disolverse los vapores del horizonte, el cielo queda limpio, y a enorme altura vemos una especie de nube sonrosada y triangular que refleja la luz del sol. Todos la reconocemos. Es el célebre Fuji-Yama (monte Fuji), el volcán desmochado y con eterna esclavina de nieve que aparece en tantas estampas y tantos biombos y abanicos japoneses, como resumen de las bellezas de la tierra nipona.

No conozco montaña que dé una sensación de abrumadora enormidad como este volcán, situado en el país de la pequeñez graciosa, de las casitas que parecen juguetes, de los paisajes creados para muñecas. Muchas cimas famosas de los Andes y del Himalaya no despiertan la misma admiración, por estar rodeadas de una escalinata descendente de montañas secundarias que disimulan su altitud. El Fuji no tiene a su alrededor nada que le encubra. Corta el horizonte con los perfiles completos de sus laderas, desde la base hasta el cono truncado de su cumbre, en otro tiempo puntiaguda y ahora horizontal, por haber volado parte de su cráter una remotísima erupción. Las montañas que le rodean y las costas inmediatas nos parecen muy bajas. El gigante vive en un aislamiento orgulloso, acaparando la mayor parte del horizonte, envuelto en su manteleta de nieves, que se acorta o crece según las estaciones del año, prolongándose en onduladas franjas.

Entramos en la dilatada bahía de Tokio donde está Yokohama. Este mar interior tiene en lo más profundo de su curva la capital del Japón; pero como las aguas cerca de Tokio carecen de la profundidad necesaria para los buques modernos, los japoneses establecieron, diez y ocho millas más al oeste, en una pobre aldea de pescadores llamada Yokohama, un puerto que fue poco después uno de los núcleos del comercio del mundo, al abrirse el país a la vida internacional.

Esta bahía tiene a un lado Tokio, en el centro Yokohama, y al oeste, fuera de su boca, la derruida ciudad de Kamakura. Hace siglos figuró como capital del imperio. Ahora, Kamakura sólo interesa por sus viejos templos, perdidos entre la vegetación de bosques y jardines. Éstos cubren a su vez un suelo que fue el de antiguas plazas y avenidas. Detrás de Kamakura se alza la mole del monte Fuji a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, tocado con su caperuza de escamas de nieve, que los poetas del país comparan a los pétalos de la flor del loto.

Vemos unos islotes pequeños, casi a flor de agua, semejantes al caparazón redondo de las tortugas. Todos ellos están fortificados con baterías de cúpula. Nuestro paquebote navega lentamente entre enjambres de barcos menores. Sale a nuestro encuentro, por primera vez, la pintoresca antinomia, la contradicción original y violenta que nos acompañará siempre en este país. Es mezcla del pasado y el presente, de una tradición orgullosa que no quiere morir, considerándose superior a todo lo extranjero, y de un afán habilidoso por apropiarse e imitar lo que ha producido y puede producir en lo futuro ese mismo extranjero tan despreciado.

Las más de las embarcaciones son buques veleros de forma arcaica, con la popa alta y la proa baja, lo mismo que las antiguas carabelas. Algunas hasta conservan el velamen de piezas superpuestas y plegables, como las persianas o los abanicos, igual que se ve en las estampas japonesas. Sus tripulantes van vestidos con un kimono oscuro y llevan el pelo recogido sobre el cogote, a estilo mujeril. Otros usan sombrero en forma de sombrilla, chaqueta corta de mangas perdidas, y llevan las piernas desnudas, con un simple pañizuelo entre ellas que les sirve de calzoncillos. Pero toda esta marina de otros siglos ha colocado en sus barcas de pesca o de cabotaje motores de petróleo, que suplen las ausencias del viento. En algunos vaporcitos blancos, de reciente construcción, el capitán, erguido en el puente y con el kimono batido por el viento, parece escapado de una lámina de las antiguas historias de piratas.

Pasamos junto al arsenal de Yokohama. Eclipsando en parte las techumbres de los astilleros, ocho grandes acorazados lanzan el humo de sus chimeneas, y otra vez sentimos extrañeza al pensar que estas formidables máquinas de guerra, copiadas de los países occidentales y que consiguieron muchas veces la victoria, pertenecen a estos hombres que al verse solos en sus casas o en sus buques se visten como se vestían sus ascendientes hace siglos, imitando todos los gestos de su vida remota.

El cielo es azul y ha quedado limpio de nubes, brilla el sol, pero según nos aproximamos a la costa aumenta la frialdad de un viento que parece su respiración. Estamos a fines de diciembre y nos hemos alejado de nuestro océano tropical. Además, el frío es siempre más intenso en la tierra que en el mar.

Flotan sobre las aguas verdes y amarillentas de la bahía anchas fajas blancas, que parecen espumas de ola cristalizadas y fijas. Son grupos de gaviotas encarnizándose en bancos invisibles de peces. La gran cantidad de barcas pescadoras que pasan junto a nosotros, izando sus velas de persiana o de lienzo blanco a rayas negras, revelan la fauna abundante de este mar interior.

Grupos de vapores anclados forman islas de mástiles y chimeneas. Nos deslizamos por las tortuosas avenidas que deja libres este amontonamiento de buques inmóviles. Entre los barrios flotantes van y vienen otros barcos más pequeños, que se pegan a sus costados para recibir sus cargamentos o suministrarles agua y carbón.

Al dejar atrás esta ciudad flotante que cabecea sobre sus áncoras descubrimos Yokohama de un extremo a otro, sin que nada nos impida apreciar de golpe el aspecto de su desolación inmensa.

Yo he visto Reims después de varios meses de bombardeo; he visitado durante la última guerra poblaciones destruidas sistemáticamente por la invasión alemana; pero el horror de esta ciudad enorme sacudida en sus cimientos por los temblores del suelo y consumida luego por las llamas es mucho más impresionante y doloroso. El hombre, a pesar de sus maldades científicas, no puede realizar en años la labor destructiva que una naturaleza inconsciente obra en el transcurso de unos minutos.

Vemos filas interminables de almacenes y fábricas que sostuvieron hace cuatro meses una techumbre y ahora no son más que tapias de corral derruidas. No hay nada que corte el horizonte verticalmente, ni una torre, ni una casa de dos pisos. Todo está por el suelo. Ninguna obra se atreve a ir más allá de la estatura humana. Algunos muros chamuscados por el incendio, que parecen simples cartas, los van señalando los viajeros que conocieron Yokohama antes del terremoto. Allí estaban los grandes bancos, los almacenes de múltiples pisos a imitación de los de Nueva York, varios hoteles iguales por sus comodidades a los «Palaces» más famosos.

Yokohama tenía su Gran Hotel, construcción altísima que era un motivo de orgullo para la ciudad. Los que presenciaron el cataclismo se valen siempre de la misma imagen para describir su destrucción. Desapareció como los helados en forma de pirámide que se sirven a los postres de una comida y son cortados en rodajas por el cuchillo de los comensales. Al sacudirlo el estremecimiento telúrico, un cuchillo invisible lo fue partiendo en pedazos, y éstos cayeron uno sobre otro, llevando cada cual en las celdillas de su interior una agitación de pobres insectos humanos aullando de miedo o enmudecidos por el espanto.

Los que conocieron el Yokohama de hace cuatro meses recuerdan los esplendores de sus grandes calles, embellecidas por el comercio. Aquí estaban las mejores tiendas del Japón, joyerías, depósitos de perlas, de sedas, de alhajas. Además, por ser puerto terminal de las grandes líneas de navegación, algunos de sus barrios tenían la alegría ruidosa y pintoresca que gozaron siempre los lugares marítimos famosos, desde la más remota antigüedad. Había calles enteras de teatros, de cinematógrafos, de casas de té, abundantes en bailarinas y cantoras, y de otros establecimientos con mujeres pintadas vistiendo kimonos floridos y esperando en la puerta el momento de la servidumbre sexual, con la tranquilidad propia de un país que, hasta hace pocos años, consideró la prostitución industria útil, sin deshonra para las familias de las hembras que la ejerciesen.

Europeos y americanos establecidos en Yokohama habían cubierto sus alrededores de graciosas casitas con jardín. Sobre las colinas había numerosos templos budistas y sintoístas, venerables y tranquilos como los de Kamakura. El pueblo japonés, gustoso de vivir entre flores, improvisaba minúsculos jardines en todos los rincones de tierra encontrados a su alcance, por pequeños que fuesen. Muchachas del país, musmés frágiles como muñecas, con peinado enorme y un lazo en forma de almohadilla a continuación de la espalda, sonreían al transeúnte, cantando con suave voz de gatita a las puertas de sus casas de juguete, mientras tañían una diminuta guitarra de largo mástil. Y todas las prosperidades y riquezas de un comercio enorme, todas las flores, sonrisas y cánticos de una vida dulce, quedaron suprimidos en menos de media hora.

Ardió casi instantáneamente la ciudad por el centro, por todos sus extremos. Un ciclón trasladó las llamas a enormes distancias sobre esta aglomeración de barrios formados con edificios de madera y papel. Las grandes construcciones de cemento y metal, partidas por el temblor, cayeron igualmente en el brasero. Se inflamaron en inmensa llamarada los gigantescos depósitos de gas y de petróleo. Algunos buques brillaron en pleno día como antorchas movibles, huyendo a toda máquina de su contacto mortal los otros que habían conseguido librarse de las llamas. Cegadas por el fuego, ennegrecidas por el humo, se arrojaron a miles las gentes en el mar, pidiendo socorro a las lanchas repletas y hundidas casi hasta sus bordas, que iban de un lado a otro, no pudiendo recoger tantos fugitivos.

Los que vieron Yokohama en otro tiempo y contemplan ahora sus ruinas, desde el buque, dicen todos lo mismo:

—Ha sido más horrible que lo imaginábamos…

El gobierno japonés, procediendo de un modo opuesto a gobiernos occidentales, tuvo empeño en ocultar desde el primer momento la magnitud de la catástrofe. Ha preferido remediar por sí mismo su desgracia, antes que inspirar a los otros pueblos una compasión molesta para su orgullo.

Varias lanchas de vapor se pegan a nuestro buque y un grupo numeroso de japoneses me busca por las diversas cubiertas. Los más de ellos son periodistas, preguntones y ágiles, venidos de Tokio, y que se valen de la máquina fotográfica lo mismo que un reportero norteamericano. Con ellos llegan varios profesores de la Universidad que se dedican a la enseñanza de las lenguas europeas, y entre los cuales figuran mis traductores.

Ninguno de ellos ha muerto. Como la gran catástrofe ocurrió el 1 de septiembre, época en que se ven más frecuentadas las playas de moda y las estaciones balnearias de la montaña, las gentes de cierta posición social libraron sus vidas. El pueblo, retenido en las ciudades de la costa por su trabajo, y los comerciantes modestos, sufrieron la mayor mortandad.

Todos mis amigos son japoneses, pero hablan fácilmente el español. Unos lo han estudiado sin salir del país; otros estuvieron en Filipinas o vivieron largas temporadas en las repúblicas sudamericanas del Pacífico. Llegan con ellos dos europeos: don José Muñoz, profesor de lengua y literatura españolas en la Universidad de Tokio, y un joven portugués muy inteligente, llamado Pinto, que enseña a los estudiantes japoneses la lengua y la literatura de su país.

Es al bajar a tierra cuando me doy cuenta de la inmensidad de la catástrofe. Los antiguos muelles sólo existen a trechos. El temblor los hizo pedazos. Unos fragmentos rodaron al fondo de las aguas; otros han quedado aislados, y hay que ir pasando con lentitud por varios puentes de madera a lo largo de estos islotes informes de mampostería.

Vemos a través del verde cristal oceánico las moles sumergidas del muelle, y entre sus masas hierros retorcidos, ruedas de automóviles, pedazos de camión y de grúa, materias aplastadas y multicolores, de diversas formas, que se van unificando bajo la capa vegetal creada por las aguas. Los japoneses, con sus ojos impasibles, su eterna sonrisa y su voz dulce que parece dar una sencillez infantil a las palabras más graves, me explican la escena horripilante que se desarrolló en este muelle.

Ocurrió el temblor en el momento que iba a partir un gran paquebote para la América del Sur. Eran numerosos los viajeros importantes, y había acudido mucha gente a despedirlos. El muelle estaba cubierto de automóviles. Muchas personas huyeron sin saber lo que hacían; otras se refugiaron en los buques. Los que se quedaron en los muelles, creyendo estar más seguros, perecieron todos.

Mis amigos me señalan en el fondo del agua objetos informes que oprimen con su peso los bloques rotos del muelle, y asoman por sus costados. Allí están centenares y centenares de cadáveres. La tenacidad con que las bandas de peces, grandes y chicos, acuden a estos restos de la catástrofe revela la existencia de un enorme pudridero humano.

Nadie puede pensar por el momento en poner remedio a tal abandono. El cataclismo ha ido más allá de las fuerzas del hombre. En las calles de Yokohama y de Tokio hubo que amontonar los cadáveres a miles y rociarlos con petróleo para que el fuego los consumiese, sin aguardar a identificaciones. Bien se hallan estos otros en su tumba marítima.

—Además, la tierra sigue temblando con alguna frecuencia —me dice uno de los periodistas—, y ¡quién sabe cuándo llegará la verdadera hora de proceder a la reconstitución de lo destruido!…

Estas palabras de mi acompañante las recordé pocas semanas después, estando en China. La tierra volvió a temblar en Yokohama, así como el fondo de su bahía. Yo pude aún pasar sobre los restos del antiguo muelle, partido en islotes que estaban unidos por puentes de tablas. Poco después, un nuevo temblor hizo que el mar se tragase completamente este muelle que pisé al desembarcar.

Corremos las calles de la ciudad montados en koruma. El lector sabe indudablemente lo que es este vehículo, cochecito de un solo asiento, con ruedas muy altas y ligeras, del que tira un hombre uncido a sus varas.

Por primera vez uso este medio de locomoción, venciendo la repugnancia que nos inspira a los occidentales. Pero en todos los países asiáticos es el más usual, y casi siempre sustituye el hombre a los cuadrúpedos en sus sistemas de tracción. Resulta más barato y más abundante que el caballo o el buey. Al principio siento remordimiento viéndome llevado por un semejante mío que trota como una bestia. Poco a poco me acostumbro al nuevo medio de circulación, como les ocurre a todos los occidentales, y al final le encuentro ciertas ventajas. Es agradable ir de un lado a otro con un caballo inteligente al que puedo hablar, y que algunas veces, dejando sobre el borde de la acera las varas ligeras de su vehículo, entra conmigo en templos y almacenes, sirviéndome de guía e intérprete.

En Yokohama hay que valerse de la koruma, por ser más cómoda que el automóvil. Las calles están todavía rajadas por grietas profundas y con montones enormes de escombros. En algunos sitios se ha abierto el suelo en profundos embudos, como si hubiesen estallado sobre él grandes obuses. Las ondulaciones telúricas dejaron hondos rastros de sus inexplicables caprichos. Hay calles en que se abrió la tierra, y después de tragar a la muchedumbre fugitiva volvió a cerrarse como un escotillón de teatro, sin dejar señal alguna de su humano devoramiento Más allá se partió solamente en grietas; pero al cerrarse éstas, sujetaron, como trampas para cazar lobos, las piernas humanas; y las víctimas retenidas por la sorda tenaza vieron llegar hasta ellas el incendio, ardiendo como cirios.

Pero la vida es más fuerte que las cóleras de la Naturaleza. El instinto de conservación la hace renacer, como las vegetaciones que se extienden sobre los escombros de los cataclismos.

Una muchedumbre enorme ha vuelto a instalarse en la ciudad desaparecida, acampando entre las ruinas de sus casas. Si el gobierno diese permiso para reconstruirlas, estarían terminadas hace ya tiempo, pues la casa japonesa, toda de madera y tabiques de papel, es fácil de improvisar. Además, el japonés, hábil de manos y con gran espíritu práctico, no pierde el tiempo en lamentaciones y procura rehacer lo antes posible el curso normal de su existencia. Hay que recordar cómo dos días después de la gran catástrofe los bancos de Tokio volvieron a abrir sus oficinas y el comercio continuó sus negocios. Pero el gobierno está estudiando un nuevo sistema de construcción, con el propósito de impedir que el incendio siga a los temblores; y mientras no autorice la edificación definitiva, las gentes viven en barracas de paja y tiendas de lona.

Como Yokohama conserva su vecindario de antes, aunque considerablemente disminuido por la catástrofe, la mayor parte de los servicios públicos han sido reanudados con una prontitud que tiene algo de cómica, a pesar de la tristeza del ambiente. No hay casas, pero hay personas; y para comodidad de éstas se ha restablecido por completo el alumbrado de las calles y el servicio de tranvías.

Sobre las grietas enormes que parten el suelo pasan rieles sostenidos por caballetes de madera. Entre los montones de escombros que guardan aún restos humanos se yerguen troncos de pino sostenedores de cables eléctricos y de lámparas.

Al volver a la ciudad en plena noche, después de vagar por sus alrededores, se imagina uno que el relato de la catástrofe, repetido por todos, es una mentira colectiva. El cielo está intensamente rojo, pero tal resplandor no es de incendio, sino el simple reflejo de los miles y miles de luces de la gran ciudad, que todas las noches, al quedar bajo las sombras, parece no haber sufrido ninguna destrucción. Desde las alturas inmediatas se la adivina tal como fue por el trazado de las luces, que marcan la amplitud de sus grandes avenidas, así como las fajas más modestas de sus calles laterales. Las filas entrecruzadas de puntos brillantes hacen creer en la existencia de una gran urbe sobre un suelo que en realidad sólo mantiene ruinas.

A la media hora de pasear en koruma por Yokohama me siento tristemente aburrido. Estamos en un cementerio lleno de gentes; pero un cementerio sin panteones y sin vegetación, de paredes chamuscadas, montones de cascote y anchas zanjas con agua putrefacta.

Los hombres que trabajan en las calles, aunque son japoneses, tienen un aspecto casi occidental. Llevan gorras y pantalones azules, iguales a los que usan los jornaleros de Europa; hasta emplean para el manejo de sus herramientas guantes de mosquetero, como los trabajadores de Nueva York. Las familias acampadas van vestidas igualmente con una mezcolanza de prendas del país y europeas. No se ve el Japón por ninguna parte.

Al frente de nuestro grupo va un profesor llamado Kanazawa, que ha sido comisionado por el Ministerio de Negocios Extranjeros para guiarme y acompañarme mientras esté en el Japón. Este señor, que conoce su país como muy pocos, es autor de un diccionario japonés-español, y ha vivido en Chile, Perú y otros países americanos de lengua española. Muestra una inteligencia muy ágil, y su cortesía resulta extraordinaria aun en este país donde los hombres pueden ser considerados como los más corteses de la tierra.

Adivina sin duda en mis ojos la decepción y el tedio al repetir nuestros paseos por esta tierra de ruinas, cuando ya se ha extinguido el interés que inspiran las primeras impresiones de horror. Comprende que ha llegado el momento de hacerme ver el Japón, y después de procurarse un automóvil —lo que no es fácil en una ciudad cubierta de escombros—, da sus órdenes al conductor:

—Vamos a Kamakura.