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La semana sin lunes

Navegando al margen de la tempestad.—Bailes, juegos y asistencia a la escuela.—Carreras de caballos en el buque. La libertad religiosa de los norteamericanos.—El cura democrático de Minnesota.—El Mesías de Los Ángeles.—Dejamos de vivir un día entero.—Caen en las aguas del Pacífico veinticuatro horas de nuestra existencia.—¿Qué habrá sido de mis amigos del Japón?

Empieza a anochecer cuando salimos de Honolulu. Flotan en todas las barandas del buque manojos de cintas multicolores. Son los restos del tejido de serpentinas que se formó entre el paquebote y el embarcadero durante una larga despedida.

Grita la muchedumbre en los muelles, agitando sombreros y pañuelos. Se oye, cada vez más lejos y por última vez, la romanza El collar de las islas, entonada por la música de la ciudad. Un tropel de nadadores nos sigue hasta fuera del puerto. Pero el Franconia acelera su marcha y los tritones canacos y japoneses acaban por quedarse atrás, esforzándose por sacar medio cuerpo fuera del agua y darnos el último adiós con sus manoteos y sus rugidos metálicos. Pasamos entre dos filas de boyas que empiezan a iluminarse, marcando el canal que deben seguir los buques de calado enorme.

Cuando cierra la noche, Honolulu brilla en el fondo del horizonte como un collar de diamantes desgranado, y esta visión resucita en mi memoria el recuerdo de Valparaíso, el gran puerto de Chile, que vi hace muchos años. Después que mis compañeros de viaje se sacian de contemplar las hileras de luces, cada vez más pequeñas y lejanas, concentran su atención en la vida de a bordo, preparándose para una travesía que será la más larga del viaje.

Durante diez días sólo veremos cielo y agua. Ni una isla, tal vez ni un buque, por ser ésta la parte menos frecuentada del Pacífico. En Honolulu los tripulantes de un gran vapor japonés nos han dado malas noticias. Reina un larguísimo temporal entre Hawai y las costas del Japón. Ellos, como expertos hombres de mar, nos presagian un viaje penoso. Algunos pasajeros que han dado la vuelta al mundo otra vez recuerdan que el mal llamado Pacífico, en esta sección de su inmensidad, se muestra siempre áspero.

Pasamos una mala noche navegando entre nuevas islas del archipiélago de Hawai, pero al día siguiente empieza a mejorarse el tiempo.

El capitán Melson es tenido entre los marinos de Inglaterra por muy hábil para sortear las tormentas, evitando molestias a sus pasajeros. Como el Franconia no tiene las prisas de un paquebote mercante y cuenta con las velocidades máximas de su maquinaria para resarcirse de las pérdidas de tiempo, nos apartamos del rumbo ordinario, que es donde reina ahora la tempestad, y en vez de subir inmediatamente hacia el noroeste en busca del Japón, seguimos por el interior del mar tropical, como si nos dirigiésemos a las Filipinas. De este modo pasamos la mayor parte de la travesía dentro de un mar tranquilo y tibio, vestidos de verano, cual si navegásemos hacia un país del trópico.

Seguimos el empuje favorable de la corriente ecuatorial del Pacífico Norte, prolongación de la que nace en las costas japonesas y da vuelta ante las costas de California, volviendo al mismo sitio de su origen; corriente que recibe el nombre japonés de Kuro Sivo (el Río Negro), a causa del color de sus aguas. Dos días antes de llegar al Japón es cuando el Franconia pondrá proa al noroeste e iremos hacia el puerto de Yokohama, pasando casi instantáneamente del verano al invierno.

Antes de este cambio de rumbo navegamos por unas aguas verdes, luminosas, de fauna abundante, como las que vimos en las costas de la América Central. Únicamente por el norte se muestra el horizonte gris y brumoso. Adivinamos la tempestad que asalta detrás de la niebla lejanísima a los buques de itinerario fijo, y sentimos una satisfacción egoísta al pensar que nosotros, como desocupados que pueden ir a donde quieren, sin prisa alguna, vamos sorteando los rigores atmosféricos.

Transcurren lentos días sin que el mar siempre desierto pueda ofrecernos otros espectáculos que la salida y la puesta del sol. Todas nuestras observaciones y deseos se concentran en la vida interior del buque, y apenas nos fijamos en el océano. El Franconia cobija una actividad intensa que no volverá a repetirse en el resto del viaje. Las diversiones son incesantes; la orquesta trabaja más que nunca; todas las tardes hay conciertos, todas las noches baile.

Los profesores de la American Express dan conferencias con proyecciones cinematográficas sobre el Japón y la Corea, los dos primeros países que vamos a visitar. Muchos de nosotros creemos haber vuelto, en una regresión juvenil, a nuestros tiempos de estudiante. Vamos a clase todas las mañanas. Dos maestros de lenguas orientales dan lecciones de japonés y de chino, y aprendemos unas docenas de palabras en ambos idiomas que nos permitirán pedir modestamente las cosas más elementales para nuestra existencia.

Muchos días hay forum, una especie de mitin presidido por el director del viaje, en el que todos pueden pedir la palabra para exponer sus dudas o solicitar aclaraciones. Una señora pregunta si hay que llevar mucho abrigo en el Japón; otra desea saber los precios corrientes de los objetos artísticos y qué almacenes de Tokio son los que roban menos al viajero; una, más allá, pide consejos higiénicos para precaverse de las enfermedades del país. Y así continúan, con la curiosidad del pueblo americano por saberlo todo, formulando preguntas y preguntas. Unas veces contesta el presidente; otras, los mismos pasajeros que, por sus estudios o por viajes anteriores, pueden ilustrar a sus vecinos.

Todas las mañanas, a primera hora, este pueblo marítimo desfila por un salón en cuyas paredes están fijos los avisos de las fiestas del día y reuniones instructivas, así como noticias importantes de lo ocurrido en la tierra durante las últimas veinticuatro horas, transmitidas por la telegrafía sin hilos.

Las gentes se agrupan con arreglo a sus aficiones deportivas o sus ideas religiosas y filantrópicas. Hay anuncios solicitando una cuarta persona para jugar al bridge. Muchas tardes se celebran torneos de dicho juego, que apasionan extraordinariamente a las señoras.

Otro juego, de moda reciente, rivaliza con el bridge. Es de origen chino; unos le llaman Mah-jong y otros Pung-chow. Las pasajeras van de un lado a otro con la caja de sándalo contenedora de sus piezas de marfil. Estas fichas tienen nombres extraordinariamente poéticos; pero, según parece, el tal jueguecito chino es más temible que la ruleta para devorar el dinero.

Dos veces por semana hay carreras de caballos en la última cubierta, con todas las ceremonias y preliminares de este deporte nacional en los países de lengua inglesa. El establecimiento tipográfico del buque imprime una lista con los nombres y particularidades de los caballos, algunos de los cuales llevan de vez en cuando mis apellidos. En las cubiertas de paseo se venden billetes para los que desean apostar.

Los caballos son juguetes de madera, corceles del tamaño de un conejo de Indias, con sus jockeys de distintos colores. El suelo de la cubierta tiene un séxtuple semicírculo, dividido en casillas numeradas, todo ello hecho con tizas. Los seis jinetes esperan en fila la señal de partir. La campana llama al público indicando que va a empezar la carrera, lo mismo que en los hipódromos. Una señorita, escogida por su belleza o su elegancia, es la encargada de arrojar por el suelo un dado enorme; y con arreglo al número que permanece visible, el caballo agraciado va avanzando tantas casillas como marca la cifra.

Este público sencillo y entusiasta se enardece como si estuviese presenciando una carrera en Londres o en Nueva York. Además, casi todos han apostado dinero, lo mismo hombres que mujeres. Los dólares salen de los bolsillos en forma de pelotas de papel arrugado. Cada uno grita para celebrar los avances de su favorito. Desde las cubiertas inferiores es fácil imaginarse que se vive en tierra, oyendo a lo lejos los rugidos de un hipódromo.

Un grupo de pasajeros francmasones fija un anuncio en el salón llamando a los compañeros de viaje que sean «hermanos», para constituir con ellos una logia en el Franconia mientras dure el viaje. El primer acto de la nueva logia, dos días después, es una suscripción general pidiéndonos dinero a todos para los hombres que trabajan en lo más hondo del buque alimentando las máquinas.

Algunos viajeros son pastores de las diversas confesiones del cristianismo reformado, y al dar la vuelta al mundo, desean visitar las misiones que han establecido sus correligionarios en China y el Japón. Otro, procedente de Minnesota —uno de los Estados más interiores y tranquilos de los Estados Unidos—, es un sacerdote católico muy joven, grande de estatura, fuerte, con serena franqueza en su mirada y sus ademanes. Tiene el aspecto de un boxeador simpático. Su cabellera espesa y dura, cortada a estilo norteamericano, se alza sobre su cráneo como una cresta o una tiara. Nunca ha salido de su país, y desea ver el mundo, como los demás; pero lo que a él le interesa especialmente es conocer Jerusalén y Roma. En vez de buscar dichas ciudades por la parte de oriente, siguiendo el camino más corto, va simplemente a ellas dando vuelta a la tierra entera.

Es un creyente fervoroso y sincero, pero sin intransigencias; un representante del catolicismo a estilo de los Estados Unidos, que es allá la religión más democrática y algunas veces la más demagógica, por figurar en ella muchos emigrantes pobres, a los que amarga su fracaso en un país de ricos.

Como dice la misa todas las mañanas a las siete, en uno de los salones de baile, algunas señoras de gastos aristocráticos que son católicas le piden que la retrase a las ocho o las nueve, pues les resulta penoso levantarse tan pronto. Pero el joven sacerdote, con su aire de boxeador casto, poco sensible a los remilgos femeninos, contesta que él celebra su misa para los irlandeses, camareros y marineros del buque, y éstos sólo pueden oírla a las siete, antes de empezar su servicio.

—Levántense temprano —termina diciendo—. Ustedes nada tienen que hacer, y yo por complacerlas no vaya dejar sin misa a los que trabajan.

Hay en el Franconia otro representante del espíritu religioso más original y extraordinario. Es un joven de veintiocho años, cuya estatura casi alcanza a dos metros. Su cabeza es interesante, con ojos rasgados, algo femeninos, y luengas y rizadas melenas. El cuerpo está deformado por una obesidad impropia de su juventud. Tiene gran vientre y caderas amplísimas; pero a pesar de su desbordamiento adiposo se entrega con frecuencia a deportes violentos que agitan su cabellera rizada y una gran cruz pendiente sobre su pecho.

Este joven es nada menos que el fundador de una religión, y embarcó en San Francisco por tener su sede en Los Ángeles, hermosa ciudad de ricos y desocupados, prontos a aceptar todo lo nuevo que les parezca interesante.

En este buque, poblado de personas que se acostumbraron desde la escuela a respetar todas las creencias, nadie se extraña ni hace objeto de burla al viajar con el fundador de una nueva religión. Raro es el año en que dejan de surgir varias en los Estados Unidos, y aunque las más desaparecen con igual facilidad, algunas sobreviven y adquieren una fuerza considerable. El pueblo norteamericano se preocupa como ningún otro del problema religioso, tal vez a causa de su curiosidad nativa que le hace pensar frecuentemente en el misterio de la muerte y en lo que puede encontrarse después de ella.

Al norteamericano no le extraña ninguna doctrina religiosa, y es incapaz de burlarse de ella por extravagante que parezca a los demás. Lo único que no puede concebir es que se viva sin una religión, sea la que sea; lo que no llegará a imitar nunca es la tolerante y sonriente incredulidad que tanto abunda en Europa.

Cuando yo comento la exagerada juventud de dicho profeta, varias damas me contestan que todos los fundadores de religiones empezaron a propagar sus doctrinas antes de los treinta años.

Este Mesías de Los Ángeles ha sido seminarista católico, pero abandonó su carrera para intentar la estupenda obra de unir todas las religiones en una sola, entresacando lo mejor de cada dogma: algo semejante al «esperanto», en la lingüística. El fondo de su doctrina es el cristianismo, pero añadiendo la reencarnación del alma, proclamada por muchas religiones del Extremo Oriente. Admira a Buda, y hace este viaje para ver de cerca el culto búdico, en el Japón y la China, hablando con sus principales representantes.

Una mañana da una conferencia en el gran salón sobre Buda y su doctrina, y asisten a ella, en lugar preferente, los pastores protestantes y el sacerdote católico. Es un espectáculo característico de la vida norteamericana que los «latinos», violentos e intolerantes, no podemos concebir, y extraña a nuestros ojos cuando lo presenciamos.

A la salida de la conferencia pretendo que el sacerdote católico abandone su cortés tolerancia e inicio para conseguirlo algunas críticas sobre lo que ha dicho el conferencista. Pero no me sigue, y, muy al contrario, contesta con una tranquilidad de hombre respetuoso para las creencias ajenas.

—Si piensa sinceramente lo que dice, allá él, aunque yo le considere en el error. Lo importante es que crea en Dios y en las leyes eternas de la moral.

Los pastores protestantes, aunque no saludan al inventor religioso, le miran sin animosidad cuando pasa ante ellos llevando sobre su pecho la insignia de su alta jerarquía: una cruz de oro con una estrella superpuesta de plata y piedras preciosas, joya ritual de gran valor ideada por él y que deben haberle regalado sus devotas de Los Ángeles.

Un poco antes de la mitad de nuestra navegación, estando entre Hawai y el archipiélago japonés, nos ocurre algo extraordinario que sólo pueden conocer los que hayan dado la vuelta al mundo. Todos los pasajeros y tripulantes del Franconia perdemos un día de nuestra vida; mejor dicho, dejamos de vivir veinticuatro horas de nuestra existencia, que caen al mar sin ser utilizadas.

Esto merece una explicación. El lector tal vez recuerde una novela de Julio Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, que hizo las delicias de nuestra infancia. El protagonista Phileas Fogg, al volver a su casa de Londres, cree perdida su apuesta por haber pasado ochenta y un días en un viaje alrededor del mundo, cuando el plazo convenido era de ochenta. Mas al mirar su almanaque de pared ve que no es jueves, como él creía, sino miércoles.

El héroe de esta novela lleva ganado un día sobre los demás hombres porque ha hecho el viaje de occidente a oriente, al revés que nosotros. Los pasajeros del Franconia vamos de oriente a occidente, o sea siguiendo el aparente curso del sol. Pero como éste viaja más aprisa que nosotros, cada día perdemos una hora.

Ya llevamos perdidas, con arreglo al meridiano inglés de Greenwich, que es el que rige la vida del mar, unas doce horas desde que emprendimos nuestro viaje, y de continuar así, al haber dado la vuelta entera a la tierra, nos ocurriría lo que a Sebastián Elcano y sus compañeros en la primera circunnavegación del planeta. Cuando hambrientos y con la nave destrozada tocaron estos héroes en las islas de Cabo Verde, vieron con asombro que los habitantes del país vivían en un jueves, cuando ellos, según el diario de a bordo, estaban todavía en un miércoles.

En igual confusión nos veríamos nosotros, si las leyes modernas que regulan la vida marítima no hubiesen establecido una costumbre para corregir tal desarreglo. Cuando en las cercanías de Hawai se llega al meridiano 180, antípoda del meridiano de Greenwich, si el buque va hacia Asia los tripulantes suprimen un día, y si viene hacia América, o sea en dirección contraria, viven un mismo día dos veces.

Por eso yo tengo en mi existencia un día que no he vivido, una semana que careció de lunes. El 17 de diciembre de 1923 fue una realidad para todos los habitantes del planeta, menos para los que íbamos en el Franconia. Saltamos del domingo 16 al martes 18, arrancando de una sola vez dos hojas del almanaque.

En verdad pasamos el meridiano 180 el día 16, pero dicha fecha era domingo, y está admitida una pequeña superchería geográfica en los buques, para que no se perjudique la religiosidad dominical. El domingo es el único día de la semana exento de supresión, evitando de tal modo que los navegantes se vean privados de servicio religioso.

Al principio no se pensó en esto, y según cuentan las gentes de mar, tal omisión dio motivo a incidentes graciosos. A veces iba en el buque algún reverendo misionero que preparaba cuidadosamente un sermón para el próximo domingo, con el noble propósito de convertir a muchos pecadores y pecadoras, compañeros suyos de viaje. Y al levantarse en la mañana de dicha fecha, se enteraba con asombro de que no había domingo, por haber saltado todos, tripulantes y pasajeros, de un sábado a un lunes, y tenía que guardarse su sermón.

Según nos aproximamos a las costas japonesas va enfriándose la temperatura y se agranda en mi interior una inquietud que viene acompañándome desde Europa.

Hace cuatro meses, a fines de agosto, estando en mi casa de Mentón, recibí una carta suscrita por dos profesores japoneses que han traducido algunas de mis novelas. Se habían enterado de mi próximo viaje y me anunciaban, con su fina cortesía nipona, un cariñoso recibimiento y varias fiestas en mi honor, cuando llegase a su país.

Seis días después, el 1 de septiembre, circuló por el mundo la noticia del gran temblor de tierra que ha destruido completamente a Yokohama y quebrantado a Tokio y otras ciudades japonesas. Nunca en los siglos conocidos de la historia humana ocurrió una catástrofe tan enorme y que causase tantas víctimas.

Marcho hacia el Japón sin haber recibido noticia alguna de allá, después del cataclismo. Por la noche miro ansiosamente hacia el punto del horizonte donde creo que están ocultas las islas japonesas.

¿Vivirán aún Hirosada Nagata, Shiduo Kasai y otros traductores míos?… ¿Encontraré a mis amigos japoneses en el muelle destruido de Yokohama, o saldrá a recibirme la noticia de su muerte?…