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La ciudad florida

Los nadadores de Honolulu.—Las casas jardineadas de los empleados.—El mundo fantástico del Acuario.—Los peces-hombres.—La playa elegante de Waikiki.—Nataciones en diciembre.—Los saltadores de olas.—El gigantesco árbol del Moana Hotel.—El niño del sombrero.—Almuerzo en la Asociación de la Prensa, con más mujeres que hombres.—El palacio de Lilinu-Kalami.—Los dos jardineros.—El collar de la reina.—La señorita que por primera vez en su vida habla con un español.

Un largo estremecimiento musical corre sobre el lomo turquesa del mar. Ante nuestros ojos se extiende la isla de Oahu, que unos llaman la isla Encantada y otros la isla Florida.

Van surgiendo en el horizonte los altos edificios blancos de la moderna Honolulu; luego numerosos barracones de muelles y embarcaderos, sobre cuyos tejados asoman sus mástiles y chimeneas los enormes paquebotes, cruceros mercantes del Pacífico. Más allá de la ciudad comercial se extienden los barrios de la ciudad-jardín, con su vegetación más abundante en flores que hojas.

Los campos cultivados en líneas rectas, semejantes a las del viñedo, producen la piña dulce, llamada ananás. La mayor parte de esta piña que se consume en el mundo procede de Honolulu. Hay aquí fábricas importantes que la cortan en rodajas y la encierran en botes con su meloso líquido, exportándola a los más lejanos extremos de la tierra.

Detrás de las huertas en suave declive se eleva rápidamente la montaña volcánica, vestida por la arboleda tropical. En las cumbres de roca pelada, que son cráteres apagados, se enredan las nubes, deteniendo su carrera atmosférica. La isla está iluminada en su parte baja por el dorado sol de la tarde, y al mismo tiempo, arriba, un grupo de nubes plomizas ensombrece las montañas. Por encima del toldo de vapores que derrama su lluvia sobre las cumbres, traza la luz solar un extenso arco iris, y éste va de un extremo a otro de la isla, como una campana de cristal multicolor guardadora de un objeto delicado y precioso.

Se aproxima el estremecimiento musical, que parece rizar el dorso de las aguas. Dos remolcadores hacen evoluciones ante la proa del Franconia. Uno de ellos va repleto de músicos con uniforme militar. Es la Banda Municipal de Honolulu que sale a nuestro encuentro para darnos la bienvenida, entonando como es de ritual el Aloha y El collar de las islas. Pero esta vez son instrumentos metálicos los que interpretan la música del país, suavizados por la sordina que impone la inmensidad del mar.

En el otro vaporcito hay varios grupos de jóvenes vestidas con alegres colores y que agitan sus brazos cargados de collares. Son señoritas de Honolulu, casi todas de raza blanca, hijas de europeos y norteamericanos establecidos en el país. Llevan sombrero y van vestidas a la última moda. No tienen el aire tradicional ni los rostros medio canacos de las muchachas de Hilo, que gustan de ir con la cabeza destocada. Además, los collares de Honolulu son de flores naturales, por abundar más la jardinería en esta isla que en la de Hawai.

Dos aviones militares de la defensa del archipiélago revolotean sobre nuestro buque con la estridencia característica de los potentes motores norteamericanos.

Cuando nos aproximamos al puerto, una nueva representación de Honolulu viene a unirse a las que nos han dado la bienvenida navegando en el mar o en la atmósfera. Varios enjambres de nadadores se zambullen y vuelven a emerger ante la proa de nuestra nave, angustiándonos con el temor de ver partido a uno de ellos bajo el tremendo espolonazo. Otros nadan en fila junto a los flancos del buque, gritando al mismo tiempo a los viajeros asomados en las bordas. El Franconia marcha despacio buscando la entrada del puerto; pero sabida es la desarmonía de proporciones entre las limitadas energías del hombre y la fuerza gigantesca que mueve a estos palacios de acero. La lentitud de un paquebote representa una velocidad enorme para el brazo humano, y sin embargo ninguno de estos tritones se queda atrás; todos se mantienen junto al buque, cortando el agua como delfines.

Es frecuente ver en los puertos enjambres de nadadores que piden a gritos les echen unas monedas para perseguirlas en la profundidad acuática; pero son siempre chicuelos, más ágiles que veloces en su natación. Los de Honolulu son todos hombres, canacos en su mayor parte, y algunos japoneses; atletas de cara fea y cuerpos admirables, en los que se armoniza la exuberancia de los músculos con la corrección de las líneas. Como de sol a sol entran en el puerto de Honolulu numerosos buques para descansar unas horas nada más y volver a partir, estos nadadores pasan el día entero en el agua, acompañando a los que se van y saludando a los que llegan, en espera de unas monedas solicitadas a gritos.

En ninguna parte he oído voces como las de estos bárbaros nadadores. Al escucharlas por primera vez no podíamos explicarnos la procedencia de tales gritos. Parece imposible que sus rugidos de vibración metálica puedan salir de la estrecha caja de un pecho humano. Para describirlos, exactamente habría que decir que todos ellos rugen como una campana enorme que en vez de repiques y volteos pudiese lanzar rugidos.

Somos esperados en el muelle con coronas de flores y nuevas músicas. La Asociación de la Prensa de Honolulu, que organizó hace pocos años en Hawai un Congreso universal de periodistas, viene a saludarme, y sus representantes, siguiendo los usos del país, me colocan un gran collar de rosas sobre los hombros. Luego me enseñan la ciudad.

Su parte céntrica es obra de la iniciativa norteamericana y sólo data de unos veinte años aproximadamente. Tiene una Casa de Correos enorme, que recibe y cambia la correspondencia de tres continentes, América, Asia y Australia, pasando los sacos de cestas de unos buques a otros; tiene edificios de muchos pisos, calles rectas y cuidadosamente asfaltadas, aceras amplias, grandes tiendas, y su aspecto general es el de una ciudad del interior de los Estados Unidos.

Pero la influencia norteamericana se limita a la construcción, recobrando la capital polinésica el aspecto característico en todo lo referente a la vida. En los almacenes grandes o modestos, los dependientes y muchas veces los amos son japoneses, chinos, malayos o indostánicos. Los rótulos de las tiendas, junto a las palabras en inglés ostentan otras en idiomas incomprensibles y alfabetos exóticos, de formas pintorescas. El movimiento en las calles está regulado escrupulosamente por la policía, pues abundan con exceso los automóviles; pero estos agentes, que ocupan una especie de púlpito sombreado por enorme quitasol y agitan sus brazos como directores de orquesta para que avancen o retrocedan los vehículos, son todos ellos canacos, de cara de ídolo y una obesidad que parece va a hacer saltar con su desbordamiento grasoso los botones del uniforme.

Después de las avenidas de altos edificios empiezan a desarrollarse las calles-paseos en una extensión de muchos kilómetros. Cada vivienda se halla enclavada en el centro de un jardín. Una faja de vegetación separa las casas de la calle. Muchas de ellas, por ser de ricos, abundan en columnas y estatuas, reproduciendo los estilos de Europa. Otras de elegancia graciosa son de madera: los llamados bungalows.

Se adivina que en este país el jardín representa más que la casa, pues la dulzura de un clima siempre clemente permite la vida al aire libre. Las ventanas son enormes. Los salones y comedores sólo tienen pared en el fondo, y las tres caras restantes, que dan al jardín, están abiertas, con simples columnas que sostienen el techo. Las plantas se expanden sin límites en esta tierra fecunda en flores. Hasta los árboles de las avenidas parecen gigantescos ramilletes.

Muchas de estas casas floridas excitan mi admiración. Deben vivir en ellas poetas, delicados artistas, solitarios de silenciosas meditaciones. En Europa, uno de estos edificios pequeños, con las paredes tapizadas de rosas y estrellas purpúreas, que hasta tienen en las cornisas vasos colgantes con chorros de flores, representaría un paraíso para el intelectual que lograse poseerlo. Mis acompañantes me explican que la mayor parte de estas casas están ocupadas por empleados de banco, contramaestres de fábricas u obreros especialistas, que en su país tendrían que habitar un compartimiento de los horribles edificios destinados a las gentes de sueldo modesto.

Indudablemente deben sentirse felices en su jardín, eternamente esplendoroso, pero me abstengo de preguntarlo. ¡Quién sabe! El hombre ambiciona siempre lo que no tiene y sólo ve la felicidad allí donde él no se encuentra.

Ansío visitar el jardín submarino de Honolulu luego de haber admirado las esplendideces vegetales de su suelo. El acuario de la ciudad es célebre en el mundo por las especies del Pacífico que guarda y no pueden encontrarse en ningún otro mar.

Paso más de una hora contemplando con asombro las variedades animales de una vida profunda y misteriosa que tiene por escenario los abismos mayores de nuestro planeta y nunca ha sido vista de cerca por el hombre. No hay colores sobre la tierra que puedan ser comparados con los que ostentan los habitantes de las simas abisales. En las profundidades del océano el color es tierno, eternamente jugoso, con una luz interior, como las pinceladas recientes que aún no han sido secadas y ensombrecidas por la influencia atmosférica.

Veo peces rayados como la cebra, manchados como el tigre, melenudos como el león. Unos flotan lo mismo que plumas verdes o doradas; otros imitan las rugosidades y la inmovilidad de la piedra; más allá mueven sus múltiples faldellines de gasa, como bailarinas del profundo escenario oceánico, al que nunca llega el sol, y donde monstruos de luminosos tentáculos sirven de lámparas, emitiendo una claridad fosfórica. Los hay que tienen la cabeza relinchante de un caballo y hacen corvetas en el agua, como los corceles del paganismo marítimo montados por las Nereidas.

Otros animales que son la especialidad del Pacífico despiertan en mí un sentimiento de miedo y al mismo tiempo de humildad. Tienen cara de hombre, pero de un parecido exacto, sin que sea necesario valerse de la fantasía para extremar tal semejanza. Su nariz se despega del rostro, lo mismo que la nuestra; su boca es humana, pero con el mentón entrante de los degenerados. Sus ojos, al aproximarse al cristal, nos miran con una expresión que parece reflejar los sentimientos brutales de un alma rudimentaria. Son como futuros hombres que se hubiesen inmovilizado en forma de peces, sin poder continuar su evolución; hombres de rostro feroz, de mirada dura, de instintos egoístas y crueles, que únicamente viven para perseguir, matar, comer y reproducirse. Nos recuerdan a nuestros remotísimos abuelos que atravesaron los incalculables siglos de la prehistoria repartiendo peñascazos y golpes de tronco para inaugurar la supremacía de la especie humana sobre el resto de la creación.

En este acuario, viendo cómo evolucionan en sus cajas de cristal los seres multicolores arrancados a las profundidades oceánicas, se duda un poco de nuestra superioridad y nuestro orgullo.

Cada uno de nosotros cree instintivamente que es el centro del universo, y todo cuanto existe en torno de él, animales, plantas y minerales, fue creado para el placer de sus sentidos o la satisfacción de sus deseos. Y estos habitantes del Pacífico, infinitamente más numerosos que nosotros, nos ignoran como nosotros los ignoramos. Cazan, guerrean, hacen el amor, se suceden en el disfrute de la inmensidad oceánica, luciendo sus maravillosos colores y sus formas bizarras para ellos mismos. No saben que existe el hombre, con todas sus vanidades, con su historia orgullosa, que tiene por reducido escenario unos cuantos bullones de costra sólida emergidos de la inmensidad del mar.

Cerca del acuario está Waikiki, la playa elegante de Honolulu, y en ella el Moana Hotel, famoso en los Estados Unidos. Todo extranjero que llega a la isla necesita bañarse en esta playa, pues al volver a su país, los conocedores del archipiélago le preguntarán si ha nadado en Waikiki. Éste es un mar tropical, mas no por esto deja de resultar molesto lanzarse a él en pleno mes de diciembre. Pero mis compañeros de viaje, entre dos olas, hacen elogios de la tibieza del mar, aunque algunos de ellos castañetean los dientes. Las damas, con ligerísimos trajes de baño, se lanzan igualmente al agua, interesadas por los ejercicios náuticos de los canacos.

El mayor atractivo de esta playa es el que ofrecen los juegos de los saltadores de olas. Los antiguos hawaianos aprendían desde su niñez a sostenerse de pie sobre una tabla elíptica de dos metros, especie de patín acuático, que podían llevar a cuestas, como un escudo de madera, utilizándolo para el paso de ríos y estrechos marítimos. Puestos de bruces sobre esta tabla, mueven pies y manos con un ritmo de tortuga, avanzando rápidamente sobre las aguas tranquilas. Si hay olas, se ponen derechos sobre el escudo, con admirable equilibrio, como si sus pies estuviesen soldados a la madera, y se dejan llevar por la fuerza de los rompientes.

Desde la playa vemos filas de hombres erguidos sobre el agua, que vienen hacia nosotros con la rapidez de la ola. Como la tabla no se ve, parece que marchan lo mismo que Jesús en el lago de Tiberíades. Son estatuas de carne sobre un pedestal de espuma. Corren sin mover los pies; cortan el aire por el impulso de la rompiente, hasta que ésta se extingue, y el nadador, falto de empuje, cae por inercia fuera de su tabla.

Algunas damas norteamericanas reman en estrechísimas piraguas que se sostienen gracias a otra más pequeña, en forma de balancín, unida por dos medios arcos de bambú. Su remo es la pagaya, pala corta movida con las dos manos. Juegan a pasar sobre las rompientes en esta embarcación frágil, quedando durante algunos segundos bajo la espuma de las olas. En las mismas piraguas van canacos casi desnudos, como en los tiempos de Kamehamea, contrastando la oscuridad de sus carnes con la blancura de piernas y brazos de las remadoras, no más vestidas que sus compañeros de pagaya.

Al sentarme en el jardín del Moana Hotel para contemplar estos juegos náuticos, empiezo a sentir en mi olfato cierta embriaguez, como si estuviese en la tienda de un gran perfumista. Miro los árboles y los arbustos cargados de flores, pero me doy cuenta de que su aromática respiración es algo más sutil y discreto que la esencia vigorosa esparcida por todo el hotel. Uno de mis compañeros me explica el misterio de este perfume que se ha enseñoreado del edificio. Algunas maderas del Moana son de puro sándalo, cortadas en bosques de la isla que Kamehamea no llegó a explotar, y su perfume algo más sincero y auténtico que el sándalo preparado por el arte de los perfumistas.

El jardín es un rectángulo comprendido entre el cuerpo principal del edificio, sus dos alas y el mar. En los lados hay filas de plantas con flores, pero todo el resto del jardín lo ocupa un solo árbol, un koa, que cubre con su cúpula muchas docenas de mesas.

Nunca he visto en un lugar frecuentado y «civilizado» un árbol tan enorme. Su tronco es en realidad una agrupación de troncos, como los haces de columnas apretadas que forman las pilastras de las catedrales góticas; su ramaje toca las ventanas del hotel, que están muy lejos, y se esparce hasta la orilla del mar.

Cierra la noche, y el árbol extraordinario adquiere por industria humana un aspecto irreal. Hay ocultas en su complicada frondosidad centenares de lamparillas eléctricas de diversos colores, y todo él brilla como si colgasen de sus ramas frutos quiméricos de un jardín de ensueño.

En el interior del hotel suenan orquestas y cantos. Ha empezado el gran banquete que la ciudad de Honolulu da a los viajeros del Franconia y tendrá por final un baile de gala. Llegan militares y funcionarios vistiendo uniformes de ceremonia. Las damas del país se presentan descotadas y con pañolones de Manila para abrigarse al bajar al jardín.

Permanezco bajo el koa, prefiriendo estar solo. Contemplo el mar con sus olas fosforescentes que surgen del negro horizonte, se agrandan al avanzar y vienen a deshacerse en la arena húmeda de la playa, sobre el reflejo cabrilleante de las ventanas del hotel y las bombillas eléctricas del ramaje. Me gusta ser el único que disfruta la frescura luminosa de este coloso vegetal, viendo en torno de mí tantas mesas y sillas vacías.

De pronto se sienta a mis pies un niño casi desnudo, cuyos miembros, algo flacos, tienen un color rojizo de canela. Me saluda con una sonrisa que hace brillar los diamantes negros de sus pupilas y todo el marfil de sus dientes. Luego señala un sombrero, el cual contrasta, por su amplitud y adornos, con la mediocridad de su vestidura, un simple harapo que le sirve de taparrabos. Adivino su proposición formulada en hawaiano. Por medio dólar me fabricará inmediatamente un sombrero igual al suyo.

Este sombrero es una obra de arte digna de respeto, hecho con palma verde, formando sus mallas una sucesión de conchas desde el vértice al borde de las alas, y llevando en el lugar de la cinta una corona de puntas cimbreantes. Acepto la proposición, y el canaquito vuelve a sentarse a mis pies con una rama verde de palmera que empieza a manipular, cantando entre dientes una especie de romanza. No intercala nada en su obra. La misma palma con sus retorcimientos sirve para todo. Ella da la copa del sombrero, las alas, y sus puntiagudos remates acaban por formar la corona de penachos que lo circunda.

Sigo maravillado el trabajo de estas manos infantiles y hábiles. Bajo un árbol cargado de luz eléctrica y ante unas ventanas que dejan escapar rumores de banquete y música de baile, renuevan el arte adquirido en medio de las selvas, durante siglos y siglos, por los remotos y salvajes abuelos. A los diez minutos el pequeño artista me ofrece sonriendo su obra con una mano y extiende la otra para tomar el medio dólar.

El sombrero del Moana me ha seguido en toda mi vuelta al mundo, y me recordará siempre la noche pasada en uno de los hoteles más famosos de la tierra, bajo un árbol grande como un palacio, frente a un mar de olas brillantes cual si fuesen de fósforo, y aspirando el perfume de ensueño que exhalaba dicho edificio por los poros de sus maderas.

Al día siguiente asisto al almuerzo con que me obsequia la Asociación de la Prensa. Aunque estoy acostumbrado a la preponderancia femenina en los Estados Unidos y todos los países influenciados por su liberal educación, me asombra ver cómo en torno a las diversas mesas son mucho más numerosas las mujeres que los hombres.

En las islas de Hawai la aristocracia es actualmente universitaria. Quiero decir con esto que la verdadera distinción para la mujer consiste en el estudio de una carrera, y más aún en el ejercicio de la enseñanza. La Universidad de Honolulu tiene tantas estudiantas como estudiantes, y los mejores edificios de la ciudad, rodeados de jardines, son las escuelas públicas. Los diarios del país cuentan los triunfos universitarios de las mujeres o la tenacidad con que ejercitan el profesorado en la misma sección que los diarios de otros países dedican a descripciones de trajes y relatos de fiestas mundanas.

Todas estas señoritas de Honolulu, lo mismo las hijas de blancos que las mestizas de canacos, procuran mantener las tradicionales costumbres del país en lo que tienen de artísticas o pintorescas. Un cantante de pura raza hawaiana, admirado como el mejor tenor de las islas, se levanta repetidas veces en el curso del banquete para entonar junto al piano las romanzas más populares con una expresión apasionada que hace comprender el sentido de los versos polinésicos. Un mallorquín, antiguo bajo del Teatro Real de Madrid, don Joaquín Vanrell, que dirige una escuela de música en Honolulu y es el único español residente en la ciudad, canta con una maestría de viejo artista algunas arias españolas de los tiempos del romanticismo.

Al sentarnos a la mesa, todos hemos encontrado sobre la servilleta un collar de flores. Hay que seguir los ritos del paganismo hawaiano, el cual sólo comprendía los placeres de la mesa, del canto y del amor con acompañamiento de flores.

Mi collar, presente de la Asociación de la Prensa, es enorme. Casi llega a mis rodillas, y está formado con pétalos blancos de una especie de clavel de las islas, cuyo perfume resulta aún más intenso y embriagador que el sándalo. Esta flor, cuyo nombre no recuerdo, abunda poco, lo que la hace muy buscada y carísima. Al salir a la calle, después del banquete, conservando mi collar, lo mismo que todos los invitados, algunas mujeres vuelven sus cabezas sonriendo y admiran la boa florida que llevo sobre el pecho, como algo extraordinario que sólo pueden ver de tarde en tarde. Unas canacas jóvenes, de gracioso atrevimiento, ponen su rostro sobre mi pecho, aspiran el perfume y me dicen sonriendo palabras incomprensibles que deben ser agradables.

Durante el banquete está sentada a mi derecha la esposa del gobernador del archipiélago de Hawai, una dama norteamericana de gran cultura literaria. Su hija y varias amigas de ella permanecen entre las numerosas jóvenes que ocupan por completo varias mesas.

Una escritora de Australia asiste al banquete. El Pacífico, a pesar de su inmensidad, proporciona con frecuencia estos encuentros. Los de Australia o los de Hawai, si desean hacer un viaje para distraerse, se van a la acera de enfrente, a la tierra más inmediata, cinco mil millas de distancia, varias semanas de navegación, atravesando una mitad del hemisferio en que viven.

Cuando llega la hora de los brindis, con un vaso de agua, pues esta tierra es de los Estados Unidos e impera en ella el «régimen seco», muchos de los asistentes pronuncian discursos o breves salutaciones. Las jóvenes son las que hablan más, obligadas por las peticiones del público, y yo pronuncio finalmente una arenga en español, que sólo entienden el profesor de literatura de la Universidad y algunas señoritas que pasaron por su aula. Pero el antiguo bajo del Teatro Real llora escuchándome. Se creía perdido como Robinsón en este archipiélago, donde lleva muchos años sin hablar más que inglés, e inesperadamente se ve asistiendo a una fiesta en honor de un español y escuchando un discurso en la lengua de su patria.

A la salida, la esposa del gobernador me invita a tomar el té, horas después, en su casa. Ésta resulta interesante por haber sido el palacio en que vivió destronada la reina Lilinu-Kalami.

El día anterior he visto la estatua de bronce, verdoso y dorado, representando a Kamehamea I, frente al antiguo palacio de los emperadores de Hawai. Me enseñan a un viejo canaco, de cara rugosa y barbillas blancas, que monta la guardia voluntariamente hace más de veinte años ante la estatua de Kamehamea. Llega al romper el día y se sienta frente al monumento de su emperador. A las horas de comer desaparece, y vuelve a ocupar el sitio poco después, no abandonando su silenciosa contemplación hasta que cierra la noche. Los norteamericanos, que aman las actitudes originales, consideran con simpatía a este canaco leal. Los del país, modificados por la vida moderna, le miran con cierto enojo, considerando ridícula para su raza esta fidelidad perruna. El viejo no conoce ciertamente la verdadera historia de Kamehamea; sólo sabe que fue grande y victorioso, que en su tiempo los extranjeros no mandaban en Hawai, y ello basta para que adore todos los días al emperador dorado y verde, esperando que alguna vez se transformará en carne, volviendo al archipiélago como un Mesías.

Yo he visto en realidad el manto y el gorro que lleva Kamehamea en su monumento. Están en el Museo Bishop, el mismo que guarda el vaciado en yeso del busto del capitán español. Los mantos de los emperadores de Hawai son la gran curiosidad artística de la isla y se habla de ellos en todo buque cuando Honolulu empieza a asomar su blancura sobre el océano. Estos mantos —lo mismo que la tiara imperial en forma de gorro frigio— están fabricados con plumitas de unos pájaros diminutos. Como estos pájaros eran únicamente de dos colores, rojo y amarillo, la vestidura imperial parece hecha de pedazos de bandera española. Examinados los mantos de cerca, maravilla el cálculo de los millones de pájaros que fue preciso matar para la fabricación de estas vestiduras reales.

El gobernador de Hawai, nombrado por los Estados Unidos, no habita el palacio de los emperadores. Éste lo ocupan solamente las oficinas públicas. El gobernador reside en la llamada Casa de Washington, o sea el palacio donde murió Lilinu-Kalami. Esta mansión, ostentosa para la época en que fue construida —el primer tercio del siglo XIX—, la hizo un norteamericano enriquecido en el país. Cuando la hubo terminado, dándole el nombre de Casa de Washington, se preocupó de su amueblamiento y creyó oportuno ir en persona a adquirirlo en el Japón y la China. Como en aquellos tiempos no había buques de vapor ni líneas de navegación, fletó una fragata para hacer el viaje a Asia, y nadie supo más de él ni de sus marineros. Mucho después, Lilinu-Kalami, que aún no era reina, adquirió este palacio para habitarlo.

Admiro los salones por su aireamiento y su amplitud. Algunos de ellos están completamente abiertos por dos de sus lados y en vez de paredes tienen columnas y también gradas que les ponen en perpetua comunicación con el jardín. Sus muebles chinos y japoneses empiezan a adquirir cierto aspecto respetable de antigüedad, que los coloca aparte de los objetos de pacotilla producidos por el Extremo Oriente en nuestros tiempos. Muchos de estos muebles fueron regalos que el Japón y la China enviaron a la reina de Hawai. Todo lo de esta casa, en las habitaciones de recepción y en el comedor, precede a Lilinu-Kalami. Los gobernadores lo han respetado, dejándolo como en el tiempo de la reina.

La esposa del gobernador quiere mostrarme los últimos supervivientes de aquella época. Son los jardineros de Lilinu-Kalami, un matrimonio de viejecitos que siguen en el palacio tranquilos los dos y bien cuidados, cual si formasen parte de su mobiliario. Entran en el gran salón, conmovidos y llorosos, como siempre que vuelven a esta parte del edificio, creyendo que van a ver de pronto a su antigua señora.

La vieja va vestida de blanco con gran pulcritud; escotada, los brazos desnudos, la falda muy amplia, siguiendo tal vez las modas juveniles de su reina. El viejo es un caballero canaco con esmoquin blanco y corbata negra. A pesar de sus años conserva un gran dominio sobre sus emociones, y únicamente brilla en sus ojos una acuosidad contenida. Su mujer, más vehemente, llora, al mismo tiempo que le tiemblan las manos.

Hace la gobernadora mi presentación.

—Este señor ama mucho a vuestra reina y va a escribir sobre ella.

—¡Oh, la reina!— gimotea la vieja.

Me besa una mano y mira después con ojos devotos un gran retrato al óleo de Lilinu-Kalami que está en el fondo del salón y la representa en sus buenos tiempos de reina viuda, cuando las hulas bailaban en el inmediato jardín y ella pedía consejo a sus favoritos.

Es una dama de frescas redondeces y sonrisa bonachona, vestida con un traje elegante de recepción. Tiene el escote abultado y partido por el arranque de dos hemisferios firmes; los brazos redondos, y una doble raya horizontal en el carnoso cuello: la majestad regia de hace tres cuartos de siglo representada por Victoria de Inglaterra, Isabel II de España y otras soberanas de aquella época.

Se conmueve la viejecita de tal modo viendo a su antigua señora, que el marido tiene que abrazarla protectoramente y se la lleva hacia el jardín. Media hora después vuelven los dos ancianos con un regalo para mí: un collar que acaban de hacerme con la flor amada por Lilinu-Kalami. Esta flor, puramente hawaiana, es una violeta de pétalos recogidos, dura como un fruto.

El collar embriagador de claveles que llevo sobre el pecho morirá, pero éste de Lilinu-Kalami es eterno. Sus flores al secarse se endurecen, y podré guardarlo siempre como un rosario oloroso.

Con el pecho adornado por la doble sarta de flores continúo mi visita a la esposa del que es actualmente soberano del archipiélago por soberanía delegada.

La hija del gobernador y una amiga suya se interesan mucho por el pasado de esta tierra en que nacieron. Ambas proceden de norteamericanos; la hija del gobernador es morena y esbelta como una californiana; su amiga, una nieta de Mr. Hyde Rice, notable escritor que ha recogido todas las tradiciones del país y vive siempre en la isla de Hawai, es rubia y con ojos azules. Pero las dos nacieron en el archipiélago y tienen en su belleza blanca algo de exótico que las hace más interesantes.

Al despedirme, la joven que ha venido de Hawai a pasar unos días con su amiga y conoce a fondo la historia del país, por sus lecturas y por las lecciones de su abuelo, me dice a guisa de adiós:

—Celebro haber hablado, por primera vez en mi vida, con un español. Siempre me interesó España, tan lejos de nosotros y tan unida a nuestros orígenes. Hawai es más antigua en la historia de lo que suponen muchos. Tiene dos siglos más de existencia, porque todos sabemos aquí que los navegantes españoles fueron los primeros blancos que pisaron sus costas, los primeros enviados de la civilización europea.