Las mujeres de Hawai, superiores a los hombres.—El cinematógrafo en el archipiélago.—El baile de las hulas y los actuales tapujos impuestos por la autoridad.—El paganismo de la reina Lilinu-Kalami. —Las selvas de helechos.—El cráter-lago del Kilanea.—El guarda del volcán.—Nocturno rojo.—Una calefacción nunca vista.
Como llegamos en la tarde de un domingo, todo el vecindario de Hilo está en los muelles. Además, la presencia de un buque del tonelaje del Franconia representa un suceso para la isla de Hawai. Los grandes paquebotes del Pacífico pasan de largo y no se detienen hasta Honolulu, que está a doce horas para ellos, pero a dos o tres días de distancia para los habitantes de la antigua Hawai, obligados a valerse de pequeños vapores que hacen escala en varias islas del archipiélago antes de llegar a su capital.
En el puerto de Hilo sólo vemos anclados algunos veleros de gran cabida y cinco o seis palos, como únicamente pueden encontrarse en los desiertos del Atlántico y el Pacífico o en sus bahías insulares. Vienen a cargar maderas olorosas. El sándalo ya no es abundante, pero en tiempos de Kamehamea I y sus inmediatos sucesores fue la principal riqueza del país y su único artículo de exportación. Cada vez que el belicoso emperador necesitaba dinero para sus guerras hacía una corta de sándalo, y acudían inmediatamente flotillas de juncos chinos, de arquitectura y velamen medieval, para llevarse la preciosa madera.
Los muelles y los terrenos inmediatos al puerto están ennegrecidos por el rebullir de la muchedumbre que espera y por numerosos automóviles. En muchas tierras oceánicas fue extraordinaria la facilidad con que el indígena adoptó las comodidades más elementales del progreso. Los antiguos habitantes de Hawai, aunque celebraban sacrificios humanos, nunca fueron antropófagos; pero en otras islas puede decirse que los naturales han saltado de la pierna de misionero asada al manejo del Ford y la pluma estilográfica. En Hilo, todo comerciante, empleado o modesto tendero tiene su automóvil. Además, son numerosos los chóferes con vehículo propio que se dedican al servicio público.
Al llegar a esta primera escala después de América, nos salen al encuentro la Oceanía con sus razas de origen malayo y el Asia con toda la variedad de sus pueblos emigrantes. La vestimenta es uniforme; todos van a la moda norteamericana, con telas ligeras y colores claros, pero los rostros ofrecen una enorme variedad, a causa de los diversos orígenes de los habitantes, canacos, chinos, japoneses, americanos y de varias procedencias europeas.
La policía empuja al gentío para que deje un espacio libre ante el Franconia, y éste se adosa poco a poco al más extenso de los muelles, cubriéndolo todo con su alto muro de acero perforado de ventanos.
Hay un grupo de muchachas, en mitad de este vacío, vestidas de blanco, de rosa, de azul, que llevan en sus brazos cientos de collares, encarnados y amarillos. Son hawaianas que guardan las costumbres del país y vienen a dar la bienvenida a los viajeros, colocándole a cada uno su correspondiente collar, con arreglo a la tradición. Todas ellas saben los bailes de las antiguas hulas, y han organizado para esta noche un festival hawaiano, que nos hará conocer los cantos y las danzas de los tiempos idílicos, anteriores a la austera viuda de Kamehamea.
Son jóvenes esbeltas, ligeras, de sueltos y graciosos movimientos. Se adivina en su paso y en las posiciones que toman al quedar inmóviles la agilidad saludable de sus cuerpos. Unas son bronceadas, como las antiguas canacas; otras, pálidas y casi rubias por el cruzamiento de los blancos con sus madres y abuelas.
Cuando digo bronceadas hablando de las hawaianas —como más adelante, al describir las mujeres de Java—, entiéndase que aludo al bronce dorado y luminoso, al bronce claro y limpio que tiene casi la misma tonalidad del oro; no al bronce sucio, oscuro y de tonos verdosos. La tez de algunas de estas jóvenes parece brillar como los objetos metálicos recién pulidos por una violenta frotación. Sus cuerpos de gallardía gimnástica se revelan a través de sus ligeras vestimentas, como los de las griegas que tomaban parte en los Juegos Olímpicos.
Todas ellas circulan por el muelle coqueteando con los hombres, y son las primeras que entran en el buque, mirándolo todo con graciosa audacia. Luego empiezan a meter sus collares por las cabezas de los viajeros, tratando a señoras y señores como si fuesen amigos, conocidos por ellas toda su vida.
En Hawai la mujer se ha considerado siempre superior al hombre, tal vez porque, en los pasados tiempos de comunismo amoroso y voluptuosidad libre, se vio muy solicitada y pudo escoger y mandar. Ya hemos dicho cómo el heroico Kamehamea pasó su vida engañado y dominado por su esposa. Todos los súbditos debieron vivir en igual dependencia que su emperador.
Hoy las mujeres de Hawai son de costumbres regulares y virtuosas, ni más ni menos que en los otros países, pero conservan por tradición cierta superioridad directiva sobre el hombre. Además, esa educación fomentadora de la energía, que adquiere el sexo femenino en todo país donde implantan los Estados Unidos sus escuelas, contribuye a aumentar dicha independencia.
Tres de las jóvenes, siguiendo las indicaciones de los periodistas que salieron al encuentro del buque, vienen a mí para colocarme tres collares sobre los hombros, saludando en inglés con palabras de exagerado elogio al autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Otras de sus compañeras no osan acercarse y me sonríen desde lejos.
—¿Pero es que todas estas señoritas —pregunto a uno de los periodistas— han leído mi novela?…
Sonríe el interpelado con incredulidad. Tal vez unas cuantas de ellas conocen mi libro, que está en todas las bibliotecas públicas de la isla. Abundan en Hawai las librerías populares. Las dos preocupaciones del norteamericano son la higiene y la educación, y, cuando se posesiona de un país, lo primero que hace es combatir las enfermedades contagiosas y abrir escuelas y bibliotecas.
—Lo que puedo afirmar —continúa el periodista— es que todas las muchachas de la isla han admirado el film sacado de su novela.
El cinematógrafo es en Hawai una diversión permanente. Sólo de tarde en tarde llega alguna compañía dramática de los Estados Unidos o de actores del Japón, para los numerosos compatriotas suyos que existen en el archipiélago. El llamado «teatro mudo» funciona todas las noches, repitiendo sobre unas tierras perdidas en la inmensidad del Pacífico lo mismo que ocurre en muchas ciudades provinciales de los continentes europeo y americano. Las muchachas copian gestos y trajes de las heroínas cinematográficas, y los jóvenes hacen idénticas imitaciones. Al llegar yo al archipiélago comentaban los periódicos burlonamente la afición creciente de la juventud hawaiana a usar sombreros a la española y patillas cortas, como Rodolfo Valentino, el famoso protagonista del film Sangre y arena, hecho en los Estados Unidos.
Cuando cierra la noche vamos a la ciudad de Hilo, que está algo distante del puerto, para asistir al festival hawaiano. Éste se celebra en un teatro japonés, casi igual a los demás teatros, con la única particularidad de tener más de ancho que de profundo. Las filas de asientos son poco numerosas y en cambio larguísimas; el escenario tiene una gran latitud y poco fondo.
Empieza a caer una lluvia fina y tibia, el refrescamiento diario de los países tropicales, que gozan de una vegetación exuberante. Los caminos de asfalto brillan como espejos negros, reproduciendo invertidas en su fondo las columnas del alumbrado público con sus globos de luz láctea y los cocoteros en apretada alineación a ambos lados de la ruta. La tierra exhala el olor punzante y fecundo del guano. Es el rudo perfume de un suelo de rápida putrefacción vegetal, en el que se mezclan y descomponen incesantemente el humus, la lluvia, el sol y la lava desmenuzada, para engendrar sin descanso nuevas vidas y nuevas muertes.
La representación dura tres horas. Todos hemos llegado dispuestos a aguantar cortésmente un espectáculo monótono, y salimos de ella interesados y complacidos.
Ya no pueden presentarse en público las actuales bailarinas hawaianas como las hulas de otros tiempos. Éstas llevaban por todo traje un faldellín de fibras que se esparcía y volaba en torno a sus piernas y su vientre, un collar de flores sobre el desnudo pecho, una corona en la cabeza y nada más. Las autoridades del país, en nombre de la moral cristiana, han exigido ahora que debajo del traje de hula usado por las bailarinas modernas se pongan éstas una camisa de seda, que las tapa del cuello a las rodillas. Aun con tal aditamento pudoroso y antiestético, la danza resulta interesante.
La hawaiana agita sus caderas y todo el resto de su cuerpo con una voluptuosidad que pudiéramos llamar distinguida y natural. No es la contorsión de la falsa odalisca, la llamada «danza del vientre», movimiento lascivo de las carnes propio de un lugar cerrado, de un ambiente de alcoba. La hula contonea sus caderas como agitan sus colas las aves del trópico al pasar de rama en rama; su faldellín de fibras se extiende con la rotación de un abanico de plumas, y cuando salta, trenzando sus menudos pasos, recuerda los movimientos de un pavito real. Hay incitación voluptuosa en la gracia con que se balancea sobre la punta de sus pies, en la pasión con que mueve la parte media de su cuerpo; pero es una voluptuosidad de aire libre que hace pensar en los profundos misterios de las selvas, en la animación rumorosa de toda una naturaleza, personas, animales y plantas, entregándose a la santa obra de la fecundidad.
Desfilan por el escenario varias orquestas de músicos expertos, pero se ve que todos ellos han viajado por muchos países, amenizando las noches de dancings y restoranes de lujo. Creyendo agradarnos más, intercalan entre las danzas hawaianas fox-trots y otros bailes de moda. Son músicos gordos, lustrosos, bien trajeados, que han bebido indudablemente mucho champaña en sus correrías por el mundo.
Yo prefiero la orquesta que vino al encuentro de nuestro buque y no ha subido al escenario, permaneciendo abajo, en el lugar que ocupan habitualmente los músicos en los teatros. Se compone de jóvenes melancólicos, enfermizos y modestos, que parecen cumplir su función sin salir de un ensueño. Cuando no hay nadie en la escena tocan y tocan, volviendo finalmente a su romanza favorita El collar de las islas. El público aplaude, y ellos permanecen inmóviles, como si fuesen sordos; no vuelven siquiera la cabeza para dar gracias.
Cuando cesan de tocar ponen un codo en una rodilla, apoyan la cara en una mano y quedan meditabundos e indiferentes a lo que les rodea. Parecen la representación del antiguo Hawai, que insiste en adormecerse con su música melancólica. Protestan con su silencio de los extranjeros que modificaron la vida del país, quitándole su independencia. Como la mayor parte de sus decadentes compatriotas, estos jóvenes esbeltos y finos parecen amenazados por la tisis.
Los artistas hawaianos han compuesto dos pequeñas óperas, valiéndose de antiguas canciones. En una de ellas, Kamehamea joven, representado por un tenor de voz dulcísima, ve pasar las nueve islas del archipiélago: nueve bailarinas que ejecutan las diversas danzas canacas y le cubren de flores. El emperador, lanza en mano, va vestido como en su estatua de Honolulu, con una especie de gorro frigio o casco griego, hecho de pequeñas plumas rojas y amarillas, y un amplio manto del mismo género e idénticos colores.
La segunda ópera se titula Una tarde en el jardín de la reina Lilinu-Kalami. Esta reina fue la última de Hawai, y vivió destronada muchos años, casi hasta nuestra época. ¡Pobre Lilinu-Kalami!…
Al morir sin herederos, en 1874, el último descendiente de Kamehamea, las islas de Hawai eligieron rey a David Kalakaua, uno de los personajes más nobles del archipiélago. El nuevo rey hizo un viaje a los Estados Unidos para estrechar las relaciones con esta República. Luego pasó a Europa con el propósito de estudiar sus adelantos y trasladarlos a su tierra. Pero murió al poco tiempo, y su hermana Lilinu-Kalami fue elegida reina.
Con la intrepidez de las mujeres hawaianas, se rebeló al verse en el trono contra la influencia dominadora de las gentes extranjeras avecindadas en las islas. Los misioneros evangélicos eran los que dirigían verdaderamente al país, y ella, por seguir sus propios gustos y por fortalecer el espíritu nacional, fomentó la resurrección de las tradiciones y fiestas del antiguo archipiélago gobernado por Kamehamea.
Lilinu-Kalami escribía versos y componía romanzas. Su corte la formaban mujeres aficionadas a la poesía y al baile. Una tropa de hulas hermosísimas iba con ella a todas partes. Sus tardes en el jardín de Honolulu eran de continuas danzas, que servían de pretexto al mismo tiempo para intrigas amorosas.
Los misioneros gritaron contra esta resurrección del paganismo hawaiano, y como eran los verdaderos dueños del país, destronaron fácilmente a la dulce Lilinu-Kalami, que no quiso intentar ninguna resistencia. Aún vivió largos años en un palacio de Honolulu, propiedad suya, que hoy ocupa el gobernador, nombrado por el presidente de los Estados Unidos. Los viajeros de alguna importancia, al pasar por Honolulu, visitaban a la ex reina, viéndola rodeada por una corte fiel de bailarinas y músicos poetas, que la acompañaron en su desgracia hasta el último momento.
Como Hilo es la ciudad del archipiélago que mantiene más tenazmente la memoria de la antigua independencia, dedica una especie de culto a la última soberana del país. Todos cantan una romanza melancólica que compuso Lilinu-Kalami después de su destronamiento. Los músicos jóvenes y tristes la tocan repetidas veces durante la representación. Cuando ésta termina, se ponen de pie todos a la vez y rompen a tocar con sus instrumentos el antiguo himno de Hawai. El público, compuesto de norteamericanos, se levanta espontáneamente para escuchar con respeto este himno de una nación que ya no existe y cuyo territorio han ocupado ellos para siempre.
Los músicos, mientras tocan, volviendo sus espaldas a los espectadores, parecen decir:
—Somos débiles y cada vez seremos menos. Nuestra raza está condenada a desaparecer; pero mientras exista, queremos que no se olvide lo que fuimos.
Y los norteamericanos los miran con simpatía e interés. Algunos más conocedores de la historia del país, luego de escuchar el himno, justifican la ocupación de las islas de Hawai.
Después del destronamiento de Lilinu-Kalami, el archipiélago se constituyó en República; pero como los nuevos gobernantes eran todos norteamericanos por origen o por educación, acabaron pidiendo en 1898 el ser anexionados a los Estados Unidos. La independencia del país no podía mantenerse más tiempo. De no ocupar los norteamericanos las islas de Hawai, se hubiese apoderado de ellas el Japón. Cada año aumentaba de un modo alarmante la cantidad de japoneses residentes en el país. Aun hoy, después de haberse cortado en parte esta corriente emigratoria, resulta considerable la población japonesa.
Al día siguiente vamos a visitar, en el interior de la isla, la más interesante de sus curiosidades: el volcán de Kilauea, que es en realidad un lago de fuego, distinto a todos los cráteres conocidos. Como ocurre en muchas islas de enorme altura, se salta aquí, en el transcurso de unas horas, del calor al frío, de la vegetación tropical a la de la zona templada o de los países nevados.
Dejamos atrás las plantaciones de caña de azúcar a orillas del mar, los bosques de cocoteros y lianas floridas, las aldeas de japoneses vestidos a lo norteamericano. El automóvil rueda varias horas por caminos excelentes pero de violentos zigzags que escalan las alturas. Cambia la vegetación según va cambiando la atmósfera. Al aire pesado y densamente oloroso de las plantaciones próximas al océano sucede un vientecillo sutil y fresco que parece agrandar la cabida de los pulmones.
Entramos en la región templada y fría, que el gobierno ha convertido en Parque Nacional. La vegetación se compone especialmente de helechos, pero enormes, de proporciones monstruosas, con una exuberancia propia del trópico, pero de un trópico alto, ventoso y en constante humedad. La luz del sol se hace verde al filtrarse por la interminable bóveda que forman las hojas tiernas de estos helechos fuera de las proporciones ordinarias. Al avanzar por los senderos, vemos que el suelo de lava pulverizada es puro barro, a causa de la humedad de invernáculo que destilan continuamente las plantas.
Los guardianes del parque, jinetes elegantemente uniformados, que llevan sombrero de cowboy puntiagudo, con cuatro abolladuras, nos van mostrando los cráteres muertos. Estos embudos de rocas basálticas quemadas fueron negros, pero un clima fecundo los ha cubierto de vegetación.
Subimos otra vez al automóvil, y saliendo de los túneles verdes, empezamos a atravesar una meseta árida y desierta, de muchos kilómetros de extensión. Son campos de lava formados por los derrames del volcán; un oleaje petrificado, negro, de brillo metálico. A trechos, varios cartelitos impresos marcan la fecha de cada erupción. Algunas capas, iguales en apariencia a las otras, datan solamente de hace seis años.
Vemos lava por todas partes, y sin embargo, nuestros ojos no encuentran el volcán. Como estamos acostumbrados a los cráteres en cono, a montañas que vomitan fuego, no podemos adivinar dónde está la boca volcánica en esta llanura situada a enorme altitud, pero que visualmente tiene la horizontalidad de una playa. Han abierto a pico un camino en las capas eruptivas, y los automóviles se balancean rudamente por la inconsistencia del suelo. A veces se rompe la costra negra y la rueda cae en una oquedad que guarda el color herrumbroso y rojizo de la lava, aislada durante su enfriamiento del contacto atmosférico.
Se llega en automóvil hasta el mismo cráter del Kilauea. Sólo resulta visible cuando se está a pocos pasos de su boca, enorme rasgadura de un kilómetro.
Es un lago hundido en la peña, una depresión de paredes verticales. Ni humo ni olor. A seis metros de profundidad, se mueve un barro negro con incesante oleaje. Este color negro es falso y únicamente existe a las horas de sol vertical. En realidad, ni aun en tales momentos es permanente su negrura. Se abren en la inquieta superficie grandes agujeros rojos que se hinchan después en forma de burbujas y arrojan surtidores de fuego. Éstos suben como el chorro de una fuente o se abren en forma de ramillete. El barro ígneo se parte en otros lugares, formando grietas que serpentean como anguilas purpúreas. A ratos se levanta en tumefacciones enormes que acaban por reventar, expeliendo su piel negra formada de escorias y dejando al descubierto el acceso rojo, que se eleva unos instantes y vuelve a caer.
En ciertos momentos parece que un monstruo, sumido en el fuego como si fuese su elemento natural, patalea para salir del lago, levantando la trompa, las patas o la grupa poderosa y ardiente.
No hay más que ligeras humaredas sobre esta cuba enorme; pero tales vapores, como ya dije, abundan en toda la isla. El suelo de las orillas quema un poco y no se pueden descansar mucho tiempo los pies en el mismo lugar. Al sentarse en una roca, cerca de los bordes, se percibe un temblor profundo, sordo, disimulado, que se transmite a la parte del cuerpo apoyada en la piedra…
Pero todo permanece tranquilo en torno nuestro, como si estuviéramos junto a un lago, en un ameno jardín. Sólo el calor que sale de la enorme cavidad nos hace recordar que lo que se mueve abajo es fuego y no agua. Parece inverosímil que este lago sea un cráter que eleva con frecuencia el nivel de su líquido ígneo, lanzando rectamente, a través del espacio, una columna de trescientos metros de vapores y materias inflamadas. Al mismo tiempo, una cascada de fuego salta fuera de sus bordes, extendiendo nuevas capas de lava sobre una extensión hasta de cuarenta kilómetros.
Con el aire satisfecho del propietario que muestra su jardín, se pasea en torno al volcán un hombre de pequeña estatura. Su rostro está tan desfigurado por el calor, que en realidad no se sabe a qué raza pertenece. Lo mismo puede ser canaco que un blanco transformado por el ambiente. Lleva cuarenta y dos años de guardar el Kilauea, y conoce el curso de sus cóleras ruidosas, la variedad de sus caprichos, la mansedumbre hipócrita de sus largos reposos. Este nibelungo del volcán tiene las barbillas canas, los ojos inflamados, y el rostro tan curtido y con profundas arrugas que parece rajado a cuchilladas.
Nos dice dónde hay que colocarse para estar en seguridad. Las orillas del cráter se desfiguran con frecuentes desprendimientos. En algunos sitios el muro del lago se mantiene vertical; en otros está en declive, a causa de recientes derrumbes; más allá avanza en equilibrio inestable, roído inferiormente por la ola de fuego, que va abriendo un socavón. Puede derrumbarse de un momento a otro, arrastrando a los imprudentes que se asoman, sin saber lo que tienen debajo de sus pies.
Habla el guarda con cariño de las bellezas de su volcán, único en toda la tierra que se deja contemplar de cerca, sin expeler vapores azufrados que hacen llorar, sin nubes de humo asfixiantes que obligan a retroceder.
—De día —añade— es menos interesante. El sol impide ver el fuego. ¡Si ustedes volviesen en plena noche!…
Volveremos para ver al Kilauea en todo su esplendor. A seis kilómetros de su cráter, más allá de la zona que invaden las lavas, está el Volcano House, hotel elegante, servido por japoneses y con lujosos bazares; una residencia de verano para los plantadores de caña y los funcionarios norteamericanos que necesitan huir del calor excesivo y la atmósfera abrumadora de la costa. Tomamos el té de media tarde y comemos a las siete en este hotel, escuchando otra vez las romanzas hawaianas de la misma orquesta de jóvenes melancólicos, que parecen seguirnos a todas partes.
El Volcano House está rodeado de jardines frondosos que expelen humo por grietas invisibles, como todos los bellos paisajes de Hawai. El fuego planetario avisa su presencia a través del suelo de esta isla que goza una primavera de doce meses, no ve nunca sus árboles desnudos y sustenta las hermosuras naturales más dulces y tranquilas de la tierra… ¡Y pensar que este paraíso puede desaparecer en unos cuantos minutos de cólera subterránea, borrándose sobre la superficie del océano, como algo soñado que no existió nunca!…
En plena noche volvemos a través de los campos de lava. Brillan como pajuelas de plata las aristas de las olas negras y petrificadas reflejando los faros de los automóviles. Una especie de aurora boreal enrojece el fondo del horizonte y nos sirve de guía.
Es una claridad roja, semejante a la de un incendio; pero un incendio inmenso, sólo comparable al de una ciudad que ardiese entera. Cuando nos aproximamos al lago de fuego las luces de los automóviles palidecen, hasta parecer unos redondeles opacos pintados de amarillo. En cambio, personas y cosas quedan envueltas en un esplendor purpúreo que nos permite vernos igual que en pleno día.
El Kilauea tal vez está lo mismo que en la primera visita, pero de noche se impone a nosotros con una emoción más honda, nos parece más inquietante, como si estuviera preparando un estallido y fuese a saltar en oleadas de fuego más allá de los bordes de su cráter.
Todo el fondo de barro ígneo se muestra agitado por la ebullición. La costra ligeramente negra transparenta el fuego lo mismo que un tul. Luego se rasga dando paso a fuentes y cúpulas mayores y más luminosas que las del día. Las anguilas ardientes son ahora monstruosas boas y levantan enjambres de chispas al ondular sus anillos.
Un calor infernal sale del lago. Las paredes de roca, al reflejar esta superficie ígnea, parecen arder interiormente. Un grupo de nubes blancas se ha inmovilizado sobre el cráter, enrojeciéndose como vedijas de algodón empapadas en sangre. Más allá de este reflejo celeste, que es rojo en su parte céntrica y rosado en sus bordes, la noche tropical extiende su azul profundo perforado por la punción luminosa de los astros. Un cuarto de luna, llevando a remolque un diamante estelar, eleva poco a poco su mansa navegación por el océano astronómico.
Guiado por un isleño de origen portugués que maneja nuestro automóvil, voy en busca del peñasco que me sirvió de asiento al principio de la tarde. El gnomo guardador del volcán nos sale al paso para que sigamos una dirección opuesta. Ya no existe el asiento, ni la orilla en que pusimos nuestros pies. Según dice el guardián, cayeron al fondo del cráter a las pocas horas, mientras tomábamos el té escuchando a los músicos en el Volcano House.
Ocupamos otro lugar, después que el hombrecillo requemado nos jura por su experiencia que estaremos en él con toda seguridad. Transcurre para nosotros más de una hora con la rapidez de contados minutos. Bien conocida es la atracción del fuego, la somnolencia meditativa que se apodera de nosotros cuando tomamos asiento junto a un hogar y seguimos con los ojos las caprichosas evoluciones de las llamas. Es necesario un esfuerzo enorme para salir de esta absorbente contemplación.
En los bordes del Kilauea se siente la misma somnolencia contemplativa, pero con el agrandamiento propio de la diversidad de proporciones. Es necesario que los guías nos recuerden que estamos en un sitio desierto, en plena noche, y a cuatro horas de automóvil de la ciudad de Hilo, para que nos decidamos a renunciar a este espectáculo, único en el mundo, que tal vez no volveremos a ver nunca.
Al pasar por última vez ante el Volcano House, digo adiós al director del Parque Nacional.
Es un mocetón norteamericano, grande, fuerte, de amable sonrisa, que recorre a caballo incesantemente los bosques de koas (árboles gigantescos del país), las selvas húmedas, los cráteres secos, los volcanes que echan humo y el lago de fuego líquido, contenidos en sus dominios. Lleva un elegante uniforme de mosquetero, como los guardianes que están bajo su mando, y cuando desmonta del caballo, con una ligereza de jinete de cinematógrafo, es para entrar en su oficina, situada frente al hotel.
Creo que tampoco volveré a ver un edificio tan original e interesante. No es más que una graciosa casa de madera, como muchas habitaciones campestres de los Estados Unidos, elevada un par de metros sobre el suelo y con una galería cubierta que se extiende por sus cuatro fachadas.
El director del Parque, entre mis dos visitas al volcán, me ha hecho entrar en esta oficina, igual a todas las de los Estados Unidos. La bandera de las rayas y las estrellas ondea sobre el frontón triangular de la casa. Dentro veo los retratos de Washington y de Lincoln, grandes tableros de dibujo, mapas del Parque fijos en las paredes, diseños de los cráteres, estadísticas de sus erupciones, muestras de vegetales y minerales.
Después que el simpático jinete de botas amarillas y resonantes espuelas me muestra todo esto, añade con simplicidad:
—Lo que tal vez le interesará un poco es la calefacción de mi vivienda. Aunque usted ha viajado mucho, bien puede ser que no conozca nada semejante.
Salimos del edificio. Cerca de la pequeña escalinata de su puerta, hay una grieta profunda entre dos peñascos: una especie de chimenea natural que desciende recta en el suelo.
—La he sondeado más de cien pies —sigue diciendo—, sin encontrar el fondo. Es un respiradero del volcán que derramaba antes su calor sin provecho para nadie. Va usted a ver.
Y veo que mueve una palanca de madera tallada groseramente, para levantar una pequeña compuerta, también de madera, que obstruye la grieta.
Volvemos al interior de la oficina, y su temperatura empieza a elevarse por momentos. Al poco rato la atmósfera es para hacernos sudar. El calor de la grieta subterránea, siguiendo un conducto de albañilería, pasa por debajo de toda la casa y se pierde finalmente, saliendo por la techumbre a través de una chimenea de ladrillos.
—Esto lo he inventado yo —añade con orgullo—. Ahora no es agradable, pero en invierno, cuando cae nieve y sopla el huracán de las alturas, da gusto estar aquí.
Miro con asombro a este hombre que somete los volcanes al servicio de la oficina, y duerme tranquilo todas las noches sobre el gigantesco hornillo generador de una calefacción inapagable y gratuita.