San Francisco y sus bellezas.—El Barrio Chino.—Sus antiguos laberintos subterráneos.—Su aspecto actual.—Influencia de este barrio en la proclamación de la República china.—La propaganda en las calles.—Las farmacias chinas y sus estrafalarios remedios.—El Franconia adquiere nueva vida.—Los duendes de mi camarote.—La ola que no va a ninguna parte.—Una isla roja que sólo se deja ver unos minutos.—La esfinge azul y el secreto de sus estremecimientos.—La Atlántida del Pacífico.
Yo he contado en una de mis novelas, La reina Calafia, cómo la gran bahía de San Francisco, después de mantenerse oculta dos siglos para los marinos, se presentó inesperadamente ante los ojos de don Gaspar de Portolá, coronel español de caballería, que la descubrió por la parte de tierra.
La ciudad de San Francisco, nacida en las orillas de esta bahía, que es un pequeño mar interior con varias islas, puede llamarse la capital americana del Pacífico. El canal de Panamá le ha causado algún daño; pero todavía, para los puertos de Asia, es San Francisco el mayor centro de navegación en la orilla de enfrente.
Los que desembarcan en sus muelles sin conocer las audacias de la construcción norteamericana admiran su esplendor. Los que llegan por el este, habiendo visitado antes otras ciudades de los Estados Unidos, ven en San Francisco una imitación de Nueva York. Pero a pesar de la uniformidad de todas las urbes de la gran República, ésta conserva una fisonomía especial que revela sus orígenes de antigua tierra española y de país de oro al que acudieron hace medio siglo todos los aventureros del mundo.
Sus alrededores ofrecen parques y paseos de una vegetación esplendorosa que parece montada sobre el límite divisorio de la zona tropical y la fría, participando de ambas floras. El llamado «Presidio», que guarda aún su nombre castellano por ser el lugar donde estaba el antiguo fuerte, presidido por soldados españoles, es un parque frondoso, con árboles casi seculares. Desde sus praderas puede verse en días serenos, a través de las columnatas de troncos, el admirable panorama de la bahía, bordeada de ciudades nuevas, y la Puerta de Oro (Golden Gate), desfiladero marítimo que le sirve de entrada.
Se prolongan los paseos por la costa, frente al mar libre. Sobre los escollos se ven enormes orugas rojizas que son en realidad lobos marinos, viejos, monstruosos, de pesada obesidad. Hasta aquí llegan estos habitantes de los mares fríos en sus excursiones hacia las aguas del sur.
Como una cuña verde metida entre el océano y la gran ciudad, se extiende el parque de Golden Gate, uno de los paseos más admirables de América. Numerosos monumentos pueblan con su mundo de figuras metálicas o marmóreas sus avenidas de verde eterno.
En su parte más céntrica, un fraile de bronce se alza sobre un pedestal con una cruz en la mano. Es el religioso mallorquín Junípero Serra, primer colonizador de la Alta California, que dio a la ciudad el nombre de San Francisco, patrón de su orden.
Frente a él, dos hombres, espada en mano, se arrodillan ante un busto gigantesco que lleva gorguera rizada y barba puntiaguda. Son Don Quijote y Sancho haciendo acatamiento al novelista que los creó. Dos vecinos de San Francisco de origen español, antiguos oficiales de ingenieros que emigraron a California en 1870, don Juan Cebrián y don Eusebio Molera, iniciaron la erección de dicho monumento a la gloria de Cervantes y del primer idioma europeo que se habló en esta tierra, y los californianos que no quieren olvidar el origen de su patria les secundaron en tal empresa.
Lo más original en San Francisco para el viajero que no conoce Asia es visitar su famoso Barrio Chino. Antes del terremoto de 1906, que lo arruinó completamente, el Chinatown de San Francisco era un lugar misterioso sobre el que se fantaseaba mucho, haciéndolo escenario de dramas y novelas terroríficas. El terremoto dejó descubierto un segundo barrio subterráneo, de habitaciones superpuestas y corredores intrincados: un hormiguero para desorientar al policía más astuto. En realidad, el profundo laberinto servía para ocultar fumaderos de opio y casas de juego, las dos pasiones de los chinos a la antigua.
Hoy, dicho barrio ha sido reconstruido sin dejar en él nada misterioso. Guarda de su origen la arquitectura graciosa de sus fachadas y la riqueza asiática de sus tiendas. Algunos de sus bazares son tan abundantes y ricos como los de Pekín.
El chino de San Francisco va vestido lo mismo que un norteamericano. La nueva República china, al permitir que sus ciudadanos puedan desprenderse del adorno tradicional de la trenza, facilitó dicha transformación. Las mujeres del Chinatown aún guardan el antiguo traje con pantalones, porque facilita sin duda sus trabajos domésticos, pero sólo las más ancianas conservan los pies desfigurados y diminutos que he visto luego en el ex Imperio Celeste. En días de fiesta, cuando salen a paseo con su gentleman amarillo y de ojos oblicuos, todas llevan sombrero y abrigo de pieles, y hasta usan grandes anteojos con montura de concha, sin duda porque esto les da cierta semejanza con las profesoras norteamericanas, mandarinas de las letras.
De este barrio salieron muchos jóvenes que hoy son generales y personajes políticos en la República china. Aquí se familiarizaron con las instituciones democráticas de los Estados Unidos, atravesando luego el Pacífico para implantarlas en su país. Sin el Chinatown de San Francisco no hubiera sido posible que el Imperio más tradicionalista y absoluto de la tierra pasase de un salto a ser República.
Una juventud de chinos inquietos, vestidos a la moda americana, con un estilógrafo en el bolsillo superior de la chaqueta, una insignia en la solapa y el pelo largo y charolado, al estilo de bailarín de dancing, se dedica por la noche, después de las horas de trabajo, a instruir al populacho amarillo.
En mi primera visita a San Francisco vi uno de estos mítines de propaganda china en medio de la calle. Tres chinitos barrigudos y graciosos, con ese encanto de los amarillos y los negros cuando están aún en la infancia, sostenían tres banderas: la de los Estados Unidos, la del Estado de California y la de la República china. Un gentleman bien trajeado y de ojos oblicuos, subido en una tribuna portátil, hablaba a un centenar de compatriotas, obreros del puerto y de las fábricas, sucios de carbón, vestidos como los mecánicos, pero que indudablemente se habían cortado la trenza poco tiempo antes.
Cuando me cansé de la gesticulación ardorosa y las palabras ininteligibles del orador, hice preguntar a uno de los oyentes cuál era el objeto del discurso.
—Habla —me contestó— para demostrar que los chinos somos superiores a los japoneses. El Japón es un Imperio donde el hombre no es libre, y en China tenemos ahora la República.
A pesar de las tendencias modernas y revolucionarias del Chinatown, las tiendas que venden a sus habitantes los artículos de primera necesidad guardan un aspecto raro y repulsivo para los blancos, que nos hace recordar muchas originalidades de este pueblo leídas en los libros. En los despachos de comestibles hay aves secas y ahumadas como el jamón, y otros alimentos acartonados cubiertos de polvo y de moscas. Los olores y el aspecto de las cosas revelan una manera completamente distinta de apreciar la alimentación y un olfato lamentablemente invertido con relación al nuestro.
Las farmacias abundan mucho en el barrio. Son el lugar de reunión de los vecinos. Todas ellas ofrecen asiento a los tertulianos, que charlan y fuman mientras el boticario, con unas antiparras enormes ante los ojitos oblicuos, lee o medita, como un alquimista antiguo en su laboratorio. Estas farmacias se dan a conocer por unas celosías de madera tallada y dorada que adornan en forma de arco el fondo de la tienda, muestras perfectas del arte chino, en cuyos ramajes se enroscan dragones quiméricos y crecen flores misteriosas. En sus escaparates hay culebras secas. Según parece, este reptil, rallado y pulverizado, entra en muchas de las combinaciones de la farmacopea china.
Mientras conversan los tertulianos, fumando sus pipas largas y de pequeñísimo hogar, los mancebos de la botica abren y cierran varias cuchillas fijas en caballetes de madera, cortando incesantemente una especie de achicorias verdes y blancas. Deben ser de gran consumo, pues en todas las farmacias al llegar la noche los dependientes se entregan a dicho trabajo, para tener pronto el remedio al día siguiente. Estos vegetales cuestan caros, por ser traídos de la misma China. Únicamente allá pueden encontrarse sobre los montículos de tierra de las tumbas, y como crecen junto a los féretros, con el zumo de los antepasados, poseen un poder milagroso para curar la tisis.
Me limito a enterarme de estas curiosidades farmacéuticas, pero no oso reírme de ellas. Sé que hace tres siglos nada más era admitido en Europa que un ratón asado puesto sobre las heridas de arcabuz y de cañón las curaba inmediatamente, y cierta piedra extraída de la cabeza de las grandes serpientes, llamada «piedra bezoar», tenía un poder tan milagroso contra toda clase de enfermedades y venenos, que el emperador Carlos V se hizo traer una de América.
Todavía en las naciones europeas existen hoy brujas y curanderos que emplean clandestinamente una farmacopea más repugnante. Dejemos en paz a los boticarios chinos. Sus recetas estrafalarias sólo significan que su ciencia se detuvo en el mismo lugar donde estábamos nosotros hace unos pocos cientos de años.
Llegan al Franconia los últimos pasajeros para el viaje alrededor del mundo. Unos son de San Francisco o de Los Ángeles. Otros, necesitando quince días más para sus negocios, renunciaron a visitar Cuba y Panamá y llegan directamente de Nueva York, atravesando en ferrocarril toda la anchura de los Estados Unidos.
Terminan los banquetes y recepciones con que los propagandistas de la metrópoli californiana han querido obsequiar a los viajeros del Franconia, y otra vez vuelve a partir éste las aguas del Pacífico.
Ahora ya no seguimos una costa; vamos a cruzar el más grande de los océanos, de una ribera a otra, navegando por su desierto azul durante medio mes, sin otra escala que el archipiélago solitario de Hawai.
En la primera noche de esta navegación el buque empieza a moverse con una inquietud que no había mostrado hasta ahora. Ha adquirido una vida nueva y ruidosa. Se retuerce como un animal bajo el empellón continuo del oleaje; suspira, lanza quejidos, silba. El viento muge entre cordajes y mástiles; luego brama, con ecos metálicos en los embudos de los ventiladores y el abismo de la chimenea. Las cosas inanimadas parecen haber poblado su interior con espíritus inquietos. Mi camarote, mudo hasta ahora, cobija en cada rincón blanco un duende que se divierte haciendo chacolotear maderas y hierros, con una estridencia que me enerva y corta mi sueño.
Al día siguiente, este buque que nos parecía grandioso, sólido y estable como una catedral, sigue balanceándose, aporreado por el mar, con una fuerza sorda, disimulada, sin aparato terrorífico. La ola larga hasta perderse de vista y con suaves pendientes pilla al barco por un costado, lo asalta durante su marcha, lo levanta, pasa por debajo de él abriendo un abismo azul que deja descubierta la curva de su vientre, y se escapa por el lado opuesto.
Es la ola del Pacífico, moviéndose en la inmensidad sin un fin apreciable; la ola que no va a ninguna parte y corre todo el planeta, de un polo a otro, sin levantar espuma, sin hacer ruido, sin chocar con obstáculos, pues las islas oceánicas, olvidadas en sus soledades, son como granos de polvo caídos en un torbellino, como estrellas diseminadas en el firmamento.
Estas olas tienen la energía ciega, el silencio feroz, la inconsciencia sorda de las fuerzas naturales. Pasan junto a nosotros ignorándonos. No conocen al hombre. Son diferentes a la ondulación intensamente salada del Mediterráneo o a las corrientes acuáticas del Nilo y el Ganges, que arrullaron la cuna de las primeras civilizaciones y las dieron a beber con sus pechos maternales. Es la ola de los primeros tiempos del planeta, cuando aún no había nacido el hombre. Y ahora, en los tiempos modernos, sólo ha visto pequeños grupos humanos, pueblos rudimentarios, acampados en islas que son picachos de volcanes y que aún se hallan en los primeros crecimientos de la infancia.
En días sucesivos, el mar, que es de un gris azulado y metálico, se va iluminando hasta adquirir la claridad esmeraldina de los mares tropicales. El movimiento de las olas disminuye. Hay horas en que el Pacífico parece una llanura, sin otra ondulación que las leves arrugas inevitables en toda inmensidad. Y sin embargo, el buque sigue moviéndose extraordinariamente, sacudido por fuerzas ocultas.
El océano, en estos días monótonos de navegación, sólo puede ofrecer dos espectáculos: la salida del sol y su ocaso. Un atardecer corremos todos a la proa para contemplar una tierra inesperada. Sabemos que esto no es posible, pues aún estamos lejos de Hawai, pero nuestros ojos parecen repeler la verdad. El ocaso nos perturba y nos engaña con una de sus fantasmagorías prodigiosas.
Frente a la proa, en el fondo del horizonte, se alza una isla de brillante rojo, cual si transparentase un fuego interior. Vemos en ella una ciudad gigantesca, una especie de Nueva York, con altos edificios grises ribeteados de oro vivo. Tendida en lo alto, como si la cobijase, hay una nube larga que te inflama con el mismo resplandor de la ciudad y semeja un dragón de fuego. Con la rapidez casi instantánea de los crepúsculos tropicales, se apaga de pronto la isla y su urbe fantástica, partiéndose en vedijas de vapor que traga el horizonte. El océano, antes de entregarse a la noche, toma un color de rosa oscuro, un rosa de sangre seca, que parece reflejar vastos bancos de coral ocultos en sus profundidades. Y en esta inmensa llanura purpúrea que se va oscureciendo, las hélices dejan un camino blanco y verde, un surco de esmeralda líquida y de espuma.
Transcurren los días sin que veamos un buque ni una tierra. Creemos vagar sin rumbo por el desierto marino, como si la vida humana hubiese terminado en todo el globo y fuésemos nosotros los únicos supervivientes de la universal catástrofe.
Contemplamos en el mapa la enormidad del Pacífico, que ocupa toda una cara de nuestro planeta. En torno a la inmensa cazuela oceánica existe una cadena circular de volcanes. Por todas partes chimeneas del hervor central: en las costas de las dos Américas, desde la Tierra del Fuego a Alaska; en el archipiélago japonés; en las riberas de la China y las islas oceánicas.
La tierra tiembla frecuentemente en las orillas del Pacífico. Otros temblores, tal vez más grandes, pasan inadvertidos al agitar su lecho submarino, a miles de metros de profundidad. Las islas que emergen de sus llanuras solitarias son conos de fuego en incesante derrame, o cráteres adormecidos desde los tiempos de su descubrimiento por el hombre, pero que pueden volver a sus vómitos ígneos, pues los siglos valen menos que segundos en la vida telúrica de nuestro planeta.
Este océano está formado indudablemente por una depresión de la corteza terrestre, que no es uniforme y sólida, sino fragmentada y flotante, como un mosaico de escorias frías sobre el denso globo de materias ardientes, núcleo de nuestro planeta. Tal vez el encogimiento y la caída de tal costra, hasta formar el fondo actual del Pacífico, dejaron mal soldados sus bordes con los bordes de las costas limítrofes, y las masas de agua que se filtran por tales grietas, deslizándose hasta la gran masa del fugo central, crean gigantescas evaporaciones, cuya explosión origina los frecuentes temblores de sus orillas. ¿Quién pudiera conocer el misterio de este mar, esfinge de cara azul que extiende sus garras de uno a otro polo?… ¿Llegará a adivinarse un día la historia de los pueblos que existieron donde hoy ruedan sus olas; de las montañas que se plegaron en sentido inverso, convirtiéndose al desplomarse en embudos y simas de la profundidad oceánica?…
Porque es indudable que en este océano, donde ahora se navega semanas y semanas sin ver otra cosa que agua, y las tierras esporádicas son picas de volcanes que ascienden rectamente muchos miles de metros desde el fondo, existieron en otra época masas continentales o largas cadenas de islas que sirvieron de puentes a los pueblos emigradores de Asia.
La desaparición de una Atlántida es más segura en el Pacífico que en el Atlántico. Los pueblos de Europa no ofrecen ninguna semejanza étnica con los de América. Jamás vinieron tribus del llamado Nuevo Mundo a juntarse con las nuestras en los tiempos prehistóricos. En cambio, resulta asombroso el parecido de muchos indígenas americanos con ciertos pueblos asiáticos.
Después de viajar por Asia, yo que he vivido en diferentes naciones de América no puedo comprender cómo se ha dudado y discutido tantos años sobre el origen remoto de las razas americanas. La pura observación del viajero basta para adquirir el convencimiento de que la mayor parte de los pueblos indígenas de América proceden de Asia.
En el Japón, en la China, en los archipiélagos poblados por la raza malaya, he encontrado la misma sonrisa, los mismos gestos instintivos y no estudiados, iguales miradas, reflejo misterioso del alma, que vi en los campos de la Argentina todavía no invadidos por la emigración blanca, en las muchedumbres mestizas de Chile, y más aún en el numeroso populacho de México.
Hay un tipo de indio americano —especialmente en la América del Norte—, de nariz exageradamente aguileña y cara huesuda y larga de caballo, que no he visto en otra parte y tal vez pueda ser autóctono. Pero los demás indígenas americanos, de color cobrizo, ojos oblicuos y sonrisa que puede llamarse «incomprensible», son remotos descendientes de las emigraciones llegadas de Asia, no sabemos de qué modo, pero indudablemente a través del Pacífico.
Por algo los primeros conquistadores españoles, con ese instinto certero de la ignorancia, que adivina muchas veces por inducción, mejor que el paciente estudio, al explorar ciertas regiones de América apodaron a los indígenas, según su sexo, «el chino» o «la china».
Y estos nombres aún se usan corrientemente en la actualidad.