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Las costas del Pacífico

Los tres colores del trópico.—Envidiando a Robinsón.—La madrastra Naturaleza.—Desfile de tortugas.—Las malas costumbres de la guerra.—La Nao de Acapulco.—Cómo los galeones del virreinato de México atravesaban el Pacífico.—50.000 pares de medias de seda en cada viaje.—El centinela que se durmió en la muralla de Manila y despertó en la plaza Mayor de México.—El protestantismo y el canto.—Temporal frente a Los Ángeles.

Después de Panamá empiezan las navegaciones más extensas del viaje alrededor del mundo.

Cuando lleguemos a Asia, las escalas serán cortas; bastará un par de días para que el buque haga la travesía entre dos puertos célebres. El más viejo de los continentes tiene encima de su costra los grupos más densos de humanidad; pueblos que bullen como colmenas, mares interiores, golfos, estrechos e islas, en cuyas orillas son incontables las ciudades. Aquí estamos en la inmensa soledad del Pacífico, donde las olas deben rodar sobre la superficie de medio planeta para ir de una ribera a otra.

Necesitamos tres navegaciones algo largas, comparadas con las del resto del viaje, para salvar el más extenso de los océanos; de Panamá a San Francisco, ocho días siguiendo las costas de América Central, México y California; de San Francisco a las islas de Hawai, archipiélago solitario en mitad del Pacífico, seis días; y desde ellas al Japón, diez.

Al salir de Panamá, la serena y luminosa esplendidez del Pacífico tropical nos envuelve durante una semana. El mundo parece tricromo, como si no existiesen en él otros colores que el azul, el verde y el blanco. El cielo es eternamente azul; las aguas de un verde dorado y clarísimo, que mantiene su transparencia a enormes profundidades; las crestas de las olas, al levantarse como cascadas invertidas en los arrecifes de las islas, tienen, lo mismo que las nubes, una blancura inmaculada, que parece de los primeros días del planeta, cuando la vida animal aún no había contaminado la pureza de los primitivos ensayos de la creación. Las costas de la tierra firme y las islas de graciosos nombres españoles, inventados por los navegantes del descubrimiento, no añaden ningún color nuevo. Todas son verdes como el mar, pero de un verde más oscuro, semejante al de los óxidos metálicos.

El suelo desaparece bajo la arrolladora vegetación. Lianas y matorrales luchan trabando sus brazos retorcidos, y por encima de esta selva en muda batalla, cortan el aire graciosos y aéreos ramilletes de palmeras y cocoteros. En la orilla, cabos e islotes están festoneados con una doble fila de plátanos.

Muchos, al contemplar acodados en la cubierta esta Naturaleza libre, en la que solamente muy de tarde en tarde alcanzamos a ver con los anteojos marítimos alguna hormiga de paso vertical, que es un hombre, sienten deseos envidiosos de repetir la aventura de Robinsón. ¡Qué felicidad vivir en una de estas islas que ignoran el invierno, donde los árboles dan espontáneamente sus frutos alimenticios de azucarada pulpa, y el agua cristalina se pierde cayendo por el acantilado en hilos de plata!… Ricas damas acostumbradas a todos los refinamientos de la civilización se sienten de pronto con un alma primitiva, y fantasean sobre la poética existencia que puede llevarse en estos lugares esplendorosos, saboreando las ventajas de un salvajismo dulce.

Yo que he vivido en terrenos desiertos de América, sufriendo las penalidades del colonizador, quiebro con mi pesimismo tales ilusiones. Sé por experiencia que la Naturaleza sólo es madre cuando el hombre la ha vencido y esclavizado, haciéndola saber que existe. Donde los humanos no la pisotearon en masa durante siglos y no la golpean y desgarran todos los años con millares de brazos y de máquinas, es una madrastra que nos ignora y nos abruma bajo sus exuberancias crueles, más aún que a los seres inferiores, mejor preparados para amoldarse a sus asperezas.

Dejo de contemplar las islas de lujuriante vegetación. Prefiero el espectáculo del mar con la fauna innúmera que hierve en sus entrañas. En el Pacífico puede uno persuadirse, por observación directa, de que la vida marítima es infinitamente superior en intensidad a la terrestre. Como toda vida empezó a formarse en el mar y procede de él, es en los océanos donde queda más numerosa y latente. Los que, acostumbrándonos al mar fluido de la atmósfera trepamos por las sinuosidades de la corteza terrestre recién enfriada, fuimos menos numerosos que los que permanecieron para siempre a nuestras espaldas, no queriendo abandonar el elemento originario.

En los mares de Europa, devastados por una pesca excesiva, y empobrecidos por la aridez creciente de sus fondos, resulta difícil convencerse de la posibilidad de esta hipótesis científica. En el Pacífico tropical, frente a las costas de América del Centro, el agua parece herir con el chisporroteo de las bandas de peces que huyen ante la proa del buque. Algunos, al saltar fuera del agua, dan varias vueltas en el aire, muestran su panza blanca, y se dejan caer cómicamente de costado, con una gracia de payaso torpe.

Durante las horas meridianas, van desfilando sobre la llanura verde y dorada, con la tranquilidad que proporciona la ignorancia del peligro, largas hileras de tortugas. Son enormes y llevan a flor de agua su duro escudo de carey, isla flotante en la que vienen a descansar las aves marinas vagabundas, mientras por abajo mueven sus patas rugosas de lagarto y su cabeza de serpiente tonta.

Atraídos por la novedad de estos blancos, el comandante y los oficiales que están en el puente empiezan a tirar sobre ellas con pistolas y carabinas. Muchas damas americanas pertenecientes a sociedades protectoras de animales protestan con indignación, y al poco rato cesa el tiroteo.

Esta carnicería inútil es una consecuencia de la guerra reciente. En el Franconia, desde el primer jefe al último camarero, todos llevan en el pecho condecoraciones militares. Se han batido sobre el mar en navíos de combate, o han arrostrado en buques mercantes el torpedazo mortal durante cinco años. El criado que me sirve a la mesa naufragó dos veces por haber echado a pique los submarinos alemanes los barcos en que iba. Los más de sus camaradas pueden contar aventuras semejantes. Acaban de atravesar un período de la historia humana en que el hombre daba caza al hombre, lo mismo que en los tiempos prehistóricos, y matar era función diaria y natural. Y en este océano tranquilo, luminoso, dulce, al ver junto a los costados del buque el confiado desfile de unos animales enormes y pacíficos, lo primero que se les ocurre es echar mano a sus armas de fuego, por la satisfacción vanidosa de comprobar y lucir sus habilidades de tirador.

Cuando cesan los disparos, vuelven las tortugas a continuar su viaje por las dos bandas del buque, con la tenacidad de las hormigas que reanudan su procesión después de la pisada catastrófica del viandante. El océano refleja el cielo como un espejo de suave color de turquesa, y repite en su fondo las nubes del horizonte cual si fuesen leves empañamientos de su cristal.

Para acortar la navegación nos separamos de tierra, y durante unos días sólo vemos mar y cielo en torno del buque; pero sabemos que vamos navegando ante Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala, a más de cien millas de su litoral.

He cesado de sufrir la cosquilla ardiente de los rayos violeta, que parecen freír la carne. Ya puedo marchar por todo el buque apoyado en un bastón. El nudo ciático se ha deshecho y la pierna recobra poco a poco su funcionamiento normal. La vida vuelve a parecerme interesante.

Una mañana surgen montañas ante la proa. Son las costas de México. La tierra sale a nuestro encuentro, y vamos a seguirla, con ligeros eclipses, hasta California. Va pasando por el costado de estribor una sierra altísima, que aún parece más enorme al descender directamente al mar sin que nada la encubra. En su ribera se alzan sobre las aguas dos montañitas redondas y graciosas, como dos pechos femeninos. Deben ser de gran altura, y sin embargo parecen algo pueril y frágil, dos juguetes, en comparación con la cordillera que se yergue detrás cubriendo gran parte del cielo.

En una de estas montañitas hay un mástil de telegrafía inalámbrica. En la cumbre de la otra, un viejo castillo. Es Acapulco.

Este nombre sólo significará para muchos lectores el de un modesto puerto mexicano, si es que lo han oído alguna vez. Tal ignorancia nada tiene de extraordinaria, pues la gran mayoría de los españoles cultos también se hallan en el mismo caso. Y sin embargo, durante tres siglos Acapulco fue uno de los puertos más importantes de la colonización española, y la llamada Nao de Acapulco el servicio marítimo más regular, más extenso y audaz que existía en el mundo.

Sabido es que Magallanes, después de encontrar el paso que lleva su nombre, buscó al lanzarse en el Pacífico el famoso archipiélago titulado de la Especiería, a causa de sus abundantes especias: el llamado «Maluco» por los geógrafos de entonces, o sea las actuales Molucas, propiedad de los holandeses. En aquellos tiempos eran los portugueses los que explotaban dichas islas, pero Carlos V envió la expedición de Magallanes porque éste y su camarada el cosmógrafo Rui Falero le hicieron ver que el Maluco correspondía a sus dominios, a causa de haberse trasladado, de acuerdo con Portugal, trescientas leguas hacia occidente la antigua línea de demarcación trazada por el Papa de arriba abajo del planeta, dividiendo los nuevos descubrimientos entre portugueses a oriente y españoles a occidente.

Pero Magallanes murió combatiendo a un reyezuelo de una de las islas que después fueron llamadas Filipinas, sus principales capitanes perecieron asesinados a traición en un banquete de otro reyezuelo, y el último buque de la flota, bajo el mando de Sebastián Elcano, tuvo que volverse a España, dando vuelta a toda la redondez del planeta por primera vez en la historia humana, pero sin haber tomado posesión del Maluco.

Años después, Legazpi cimentó y organizó la conquista de Filipinas, y aunque España no fue dueña nunca de las islas de las Especias, pudo establecer cerca de ellas un mercado para su adquisición, que fue Manila. Entonces empezó la importancia interoceánica del puerto de Acapulco. Las naves españolas no podían hacer un tráfico regular con Filipinas siguiendo todo el contorno de África y de Asia. Tampoco resultaba comercial repetir la hazaña de Magallanes pasando por el estrecho que lleva su nombre. Esta navegación, que exigía años, sólo podía realizarla entonces un descubridor o un pirata. Era preciso acortar el camino con la colonia oceánica, y el gobierno de Madrid se aprovechó de la comunicación que tenía establecida con México, prolongándola a través del Pacífico.

Los primeros galeones para Manila salieron del Perú porque los vientos normales favorecían la navegación desde El Callao; pero en cambio, el viaje de vuelta resultaba difícil por ser los vientos contrarios. La ruta fue modificada, y estos galeones se trasladaron al virreinato de México, saliendo del puerto de Acapulco por resultar más favorables las corrientes atmosféricas del hemisferio Norte, a la ida y a la vuelta.

El gobierno y los comerciantes de la metrópoli enviaban sus pliegos oficiales y sus órdenes de compra a México, y el correo, atravesando el país de este a oeste —lo que no era siempre fácil, pues abundaban los bandoleros y las partidas de indios bravos—, lo llevaba todo al puerto de Acapulco, en el Pacífico. Allí encontraba a la famosa Nao, que solía ser un buque de los más grandes de su época: un galeón de 1500 toneladas, algo extraordinario, como un dreadnaught o un trasatlántico gigantesco de nuestra época.

El virrey de México tenía a sus órdenes dos o tres naves de esta especie. Salía un galeón por año para las Filipinas y a veces dos, según las necesidades del comercio.

Poco a poco dejaron de traer especias de la colonia oceánica, pues los portugueses y holandeses se las procuraban a Europa por la ruta de Oriente. Era la China la que abastecía con sus riquezas el mercado de Manila. Más de 20.000 chinos vivían en dicha ciudad como mercaderes, orfebres y tejedores de seda. La famosa Nao, al llegar procedente de Acapulco, se abarrotaba de telas de la India, muselinas pintadas, mantones bordados, obras de plata, y especialmente de medias de seda. En cada viaje llevaba cuando menos 50.000 pares. La media de seda era en las ricas ciudades de la América española el mayor de los lujos. Las damas de México y de Lima, que se tapaban la cara con la mantilla para aumentar el misterio de sus ojos, llevando al mismo tiempo su hueca falda tan corta coma la de una bailadora, solían cambiar de medias tres veces al día.

Al navegar de Manila a Acapulco, resultaba tan enorme el cargamento de la Nao, que gran parte de sus cañones quedaban desmontados y guardados en la bodega para dejar más amplio espacio en los entrepuentes. Su tripulación de soldados y artilleros era menos numerosa en esta travesía. Además, los piratas no podían sentirse tentados por el abordaje de un navío que sólo llevaba riquezas comerciales, fáciles de robar en cualquier puerto asiático, y muy voluminosas.

El famoso galeón excitaba la codicia de los ladrones del mar en su viaje de vuelta, de Acapulco a Manila. En esta travesía apenas llevaba cargamento; pero todos los cañones iban montados, la tripulación estaba completa, y además el gobierno aprovechaba el viaje para enviar soldados a la guarnición de Manila. La Nao de Acapulco llevaba entonces 600 combatientes y a veces más. Sus pasajeros eran contados mercaderes en relación con los comerciantes de Manila, que emprendían tan enorme viaje para hacer nuevos tratos con ellos.

La vida a bordo del galeón era la de un buque de guerra. Al llegar a los archipiélagos oceánicos había vigías en las islas de Guam y de Batán, que le avisaban por medio de llamaradas si el mar estaba libre o si algún pirata inglés navegaba desde meses antes por estos pasos, en espera de la famosa Nao. En tal caso, el capitán, que tenía título de general, anclaba en cualquier bahía segura del archipiélago filipino, echaba su cargamento a tierra, así como una parte de sus cañones y soldados, y en esta posición terrestre y defensiva aguardaba la noticia de que el camino estaba libre.

El cargamento de regreso, que apenas ocupaba una parte de la cala, era el más necesitado de defensa. Consistía en dos o tres millones de duros que enviaban los comerciantes de América a los de Filipinas como precio de sus artículos: cajones llenos de piezas de plata, brillantes y recién acuñadas en las Casas de Moneda de México. Hubo piratas que pasaron dos años vagando en el Pacífico con la esperanza de sorprender a la Nao de Acapulco y alguno de ellos lo consiguió, enriqueciéndose en pocas horas.

Hasta el siglo XVIII se mantuvo esta navegación. La Nao salía de Manila en el mes de julio y llegaba a Acapulco en diciembre o enero. Ésta era la travesía más larga. Luego, en marzo, emprendía la vuelta a Manila, llegando a mediados de junio. Un año aproximadamente invertía en su viaje redondo de ida y vuelta.

Este comercio con Filipinas, a través de las posesiones españolas de América, enriqueció durante tres siglos los palacios de México y Lima, dejando en ellos gran cantidad de sederías, obras de orfebrería y porcelanas.

Muchos capitanes españoles al regresar de Filipinas se quedaron en México y el Perú, o sea en mitad de su camino, como si les faltase fuerzas para abandonar del todo un mundo nuevo, volviendo a la sociedad reglamentada, ceremoniosa y rutinaria de la península natal. En la ciudad de Puebla (México) vive la religiosa memoria de la llamada «China Poblana», una princesita china que vino de Manila en la Nao de Acapulco, y convertida al catolicismo acabó por morir en olor de santidad.

Con la afición característica de los mestizos a creer en brujerías, milagros y relatos mágicos, el populacho mexicano siempre que inventaba algo inverosímil escogía como lugar de acción la remota ciudad de Manila, de donde aportaban los galeones de Acapulco tantas cosas maravillosas, tejidas y labradas.

Allá por los últimos años del siglo XVII, los vecinos de la ciudad de México, al ir a la catedral para oír misa en las primeras horas de la mañana, vieron a un soldado que se paseaba con el fusil al hombro por la plaza Mayor, como si estuviese de centinela. Por ser esto una novedad inexplicable, las autoridades hicieron llamar al soldado, y éste miró con asombro en torno de él, cual si despertase, no conociendo lo que le rodeaba. Luego dijo tranquilamente que era de la guarnición de Manila, y la noche anterior lo había colocado su sargento de centinela en la muralla de dicha ciudad, siéndole imposible comprender cómo se veía horas después en México. La mitad de una noche había bastado a brujas y demonios para llevarle en volandas de un lado a otro del Pacífico, sobre la curva de una mitad de la tierra.

El populacho que deseaba ver al centinela de Manila, creyendo a ojos cerrados en tal viaje, no consiguió su objeto. La Inquisición se había incautado del impostor, y tal vez lo embarcó de veras a Filipinas en el primer envío de soldados, para que hiciese centinela otra vez en los muros de Manila y repitiese su asombroso vuelo.

Perdemos de vista las montañas de Acapulco, y al día siguiente, frente al puerto de Manzanillo, la tierra se aleja de nosotros y queda abierta la boca del profundo golfo de California, que en los primeros años de su descubrimiento por los pilotos al servicio de Hernán Cortés, fue llamado unas veces mar Bermejo y otras mar de Cortés. Es tan enorme la boca del golfo, que tardaremos cerca de un día en pasarla, llegando al otro extremo, o sea al vértice de la península llamada Baja California.

Navegamos sin vestigio alguno de tierra, como si estuviésemos en alta mar, y durante las primeras horas de la noche se anima el Franconia con las luces extraordinarias, la música, el vocerío y los trajes multicolores de un baile de máscaras, precedido de un desfile por las diversas cubiertas. Es la víspera de una de las fiestas más tradicionales del pueblo norteamericano, el famoso Thanksgiving Day (el Día del Agradecimiento).

En la mañana siguiente vemos el litoral de la Baja California, pero navegamos lejos de él por ser costa sucia, como dicen los marinos, a causa de sus bajos y arrecifes. Bahías, cabos e islotes conservan aún los nombres que les fue dando el piloto Sebastián Vizcaíno, gran explorador de la costa de California y fundador de Monterrey, cerca de San Francisco. Los más son nombres de santos. Eran entonces tan frecuentes los descubrimientos, que los navegantes españoles necesitaban valerse del calendario para rotular las nuevas tierras, escogiendo el nombre del santo del día. Otras veces inventaban el título con arreglo a los adornos naturales del país, a su fauna o al propio estado de su ánimo. En el fondo del horizonte veo esfumados por la distancia dos grupos de montañas, a las que dio Vizcaíno los títulos que aún conservan: isla de Cedros e isla Bonita.

Por la noche es la verdadera fiesta del Thanksgiving Day, la comida de gala, con gran profusión de banderas, luces y cánticos patrióticos. Luego, en los salones de arriba, estos norteamericanos entusiastas creen que es su deber seguir cantando a coro, y resucitan canciones antiguas ligadas a los episodios de su historia, desde Washington a Lincoln.

Todos cantan bien, y cada uno toma, instintivamente, el tono que mejor corresponde a su voz en este conjunto coral. Se nota que han pasado por las escuelas de su país, donde se canta mucho. Los más pertenecen a la religión protestante, que exige el cántico a todos sus fieles. Por algo Lutero fue hábil flautista y muchos apóstoles de la reforma religiosa expertos músicos. También por la misma causa los himnos nacionales de todos los países protestantes tienen la lentitud majestuosa de los salmos.

Hemos salido ya de la zona tropical. Volvemos a buscar los trajes de invierno que llevábamos en Nueva York y empezamos a repeler en Cuba, olvidándolos completamente al llegar a Panamá, como algo quimérico que jamás volveríamos a usar.

El océano toma un color azul plomizo; el horizonte es denso y gris. En mitad del día consigue el sol perforar las nubes y corta la atmósfera brumosa con un largo triángulo de luz que parece artificial. Las olas rompen contra las murallas del buque, levantando nubes de polvo líquido que durante las breves apariciones solares reflejan en sus facetas las tintas del arco iris.

A pesar de su majestuosa estabilidad, el Franconia danza como un tapón de corcho sobre las aguas lívidas. Vemos lejos a otros buques, que se ocultan de pronto cual si los hubiesen tragado las olas, y vuelven a reaparecer más allá, con saltos de animal asustado, que sacan del mar toda su proa o muestran el color rojizo de su vientre.

Afrontamos un temporal, poco temible a bordo de un buque como el Franconia, pero molesto para las funciones normales de la vida. Este oleaje tempestuoso es ante un golfo en cuyo remate está la famosa ciudad de Los Ángeles, punto de reunión durante el invierno de las gentes ricas y desocupadas de los Estados Unidos.

Yo que conozco Los Ángeles contemplo el horizonte gris, como si pudiese ver a través de sus brumas la costa californiana, con sus huertos de naranjos y sus enormes hoteles; la isla de Santa Catalina, de inagotable pesca, cuyas barcas tienen un fondo de cristal para sorprender los misterios de los bosques submarinos; las avenidas de la ciudad, compuestas de palacios modernos; los túneles de porcelana brillante que prolongan estas calles a través de las colinas.

Hoy es el primer día de diciembre. Los Ángeles debe tener ya toda su animación invernal, y nosotros estamos frente a ella —a 100 millas de distancia mar adentro—, reflejando con nuestras vacilaciones de muñeco desarticulado los rudos vaivenes que la tormenta hace sufrir al buque. Es como si atravesásemos una tempestad mediterránea a la altura del Casino de Montecarlo o del Paseo de los Ingleses de Niza.

Al salir del golfo de Los Ángeles se va serenando el mar. Un cabo surge en el horizonte llevando sobre su lomo un pequeño pueblo. Es Punta Argüello, primer pedazo de los Estados Unidos que vemos en el Pacífico, y que ostenta un nombre español.

Una antena enorme de telegrafía sin hilos, un andamiaje piramidal a estilo de la Torre Eiffel, se alza sobre el dorso del cabo, y en torno de ella se agrupan varios edificios. Éstos son distintos a los que pudimos ver de tarde en tarde, en ocho días de navegación, frente a las costas centroamericanas y mexicanas: casas de un solo piso, largas y bajas, horizontales, como si se hubiesen tendido en el suelo.

Aquí los edificios son de una verticalidad audaz; todos de varios pisos, con el tejado rojo que parece flamear, y las paredes blancas; el atrevimiento norteamericano unido a la gracia fresca y juvenil de la California.

Empezamos a costear otra civilización, otra manera de apreciar la vida.