El novelesco Balboa.—Su descubrimiento del Mar del Sur.—El primer europeo que se embarcó en el Pacífico.—Mortandad de colonizadores al pasar el istmo de Panamá.—El primitivo proyecto del canal ideado por los españoles.—El saqueo de Panamá la Vieja por los piratas.—Me bajan en andas para visitar la ciudad.—El presidente Porras y la juventud intelectual. —Las escuelas de Panamá.—Versos en la noche.—De una acera a otra.
El primer descubridor de las costas atlánticas de Panamá fue Rodrigo de Bastidas, un escribano de Sevilla, que abandonando sus legajos se dedicó a navegante. Fue tal el entusiasmo aventurero en España después del primer viaje de Colón y los Pinzones, que, según dijo un escritor de aquella época, «hasta los sastres quisieron meterse a descubridores».
Colón navegó después frente a las mismas costas. Empezaba a dudar que las tierras encontradas por él fuesen las de Cipango y Catay (el Japón y la China), y buscaba un estrecho, un callejón marítimo que le permitiese pasar al otro lado, donde presentía un nuevo mar y el Asia tan buscada. Con este objeto tanteó la costa, esperando dar con un canal que sólo debía existir cuatro siglos después, y hecho por industria humana.
Sucesivas expediciones de españoles se establecieron en esta tierra, fundando Santa María la Antigua de Darién, Nombre de Dios, Portobelo y otras poblaciones famosas en la historia de la colonización. Uno de los héroes más extraordinarios de tal epopeya geográfica surge en Panamá, Vasco Núñez de Balboa, personaje de novelesca vida, superior a Cortés y a Pizarro, pero que tuvo la desgracia de morir joven, sin encontrar las riquezas que éstos en sus descubrimientos. Mas a pesar de su corta existencia, sirvió al progreso humano mejor que los conquistadores de México y del Perú, encontrando el llamado Mar del Sur, que años después bautizó Magallanes con el impropio nombre de Pacífico.
Las altas y fragosas montañas del istmo me hacen recordar los episodios del descubrimiento de Balboa. Con ciento noventa españoles y algunos indios, salió en septiembre de 1513 de la ciudad de Darién para convencerse de si era cierta la existencia de un mar en la otra vertiente de la cordillera. Tan difícil era la marcha a través de ríos y bosques, que para hacer diez leguas necesitaba cuatro días. Tuvieron que reñir, además, con las tribus belicosas del istmo, que usaban «flechas de hierba», o sea envenenadas.
Un cacique amigo afirmó a Balboa la existencia del misterioso mar, señalándole una montaña lejana desde cuya cumbre podría verlo. Otros indios le dieron prendas de oro, muy bien trabajadas, traídas de los países del gran mar que iba buscando, y añadieron que en este mar había grandes barcos con velas, parecidos a los de los españoles. Se referían indudablemente al Perú, y es posible que de no ser decapitado, años después, Balboa, por su rival el gobernador Pedrarias, habría continuado sus exploraciones por el Pacífico, descubriendo el imperio de los incas, en vez de Pizarro, que vivía a sus órdenes como oscuro lugarteniente.
Cuando la partida de españoles, batallando con los indígenas, llegó a la cumbre de la citada montaña, veintiséis días después de haber salido de Darién, todos pudieron ver la inmensidad del mar deseado. El sacerdote, Andrés Varas, capellán de la expedición, entonó un Te Deum, que sus compañeros oyeron de rodillas. Después colocaron en aquel paraje una cruz, hecha con dos troncos de árbol, sobre un montón de piedras.
Para bajar hasta las playas del nuevo océano tuvieron que reñir nuevos combates con las tribus de esta vertiente. Un destacamento enviado por Balboa a explorar el país llegó antes que él a la costa, y su jefe, llamado Alonso Martín, se apresuró a embarcarse en una canoa de indios, haciéndose dar por sus hombres un testimonio de que era el primer europeo que navegaba en estas aguas, llamadas por unos Mar del Sur y por otros Mar Grande. Luego envió aviso a Balboa para que siguiese el mismo camino hasta la costa.
Los hombres de la expedición, entusiasmados por el descubrimiento de este océano misterioso, bebieron en sus manos el agua cargada de sal. Balboa, cubierto con su armadura, la espada en una mano y en la otra un estandarte que tenía pintada la imagen de la Virgen, entró en él hasta las rodillas y tomó posesión de su inmensidad en nombre de los soberanos de Castilla.
Fue durante muchos años la travesía del istmo un trayecto en extremo penoso que debían arrostrar inevitablemente los que iban de España a las Indias del Pacífico. La fama de las grandes riquezas del Perú hizo pasar por Panamá la corriente humana más numerosa de la conquista, y tales eran las dificultades del camino, que en menos de medio siglo sucumbieron 40.000 españoles, sin que tan gran mortandad desalentase a los aventureros. Al desembarcar en la costa atlántica remontaban sobre lentas barcazas el río Chagres hasta Cruces, y luego seguían un penoso camino por las montañas para llegar a la ciudad de Panamá. Otros marchaban por la vía de Portobelo, que era no menos peligrosa.
Tan enormes penalidades en el cruzamiento del istmo atrajeron la atención de inteligentes españoles de aquella época, haciéndoles trazar proyectos para un nuevo paso interoceánico, que fueron presentados a la corte de España. En estos proyectos, la apertura del istmo de Panamá era casi igual a la forma que tiene actualmente. Aprovechaban el curso del río Chagres, cortando luego la cordillera en los mismos sitios escogidos por los ingenieros modernos. Los estudios de los españoles a principios del siglo XVI han servido indudablemente de base a los que acometieron la obra a fines del siglo XIX.
La España de aquella época, abrumada por una grandeza fatal, teniendo que atender al gobierno de medio mundo, no podía acometer una obra tan gigantesca, solamente posible con el auxilio de los progresos industriales de nuestro tiempo. Pero escritores de entonces, como Gomara y otros tratadistas de América, la creyeron factible, afirmando jactanciosamente que un rey de España tenía riquezas y poder de sobra para atreverse a empresas todavía más difíciles. En aquellos años de continuos descubrimientos y maravillosas conquistas, que vieron a muchos soldados oscuros apoderarse de reinos enormes, todo parecía hacedero.
Durante tres siglos de dominación española, la rica ciudad de Panamá fue el centro distribuidor de lo que hoy se llama América del Sur. Las flotas de España desembarcaban sus cargamentos en Portobelo, y a través del istmo pasaban éstos a Panamá, residencia de los altos empleados de la Hacienda española. De Panamá salían expediciones para el Perú, alto y bajo; para Chile; para Tucumán, y Córdoba, en lo que es hoy República Argentina, y las expediciones de vuelta desde los citados países a la metrópoli seguían el mismo camino.
Tanta era la importancia de la ciudad de Panamá, que los piratas ingleses y franceses, guarecidos en el mar de las Antillas para robar las posesiones españolas, hicieron una expedición contra ella, capitaneados por Morgan, famoso bandido del mar, al que ennobleció luego Inglaterra. En aquellos siglos la política inglesa no fue un modelo de lealtad. Los reyes de Londres ajustaron repetidas veces tratados de paz con los reyes de Madrid, y al mismo tiempo dejaban que muchos aventureros de su país se dedicasen a la profesión de piratas, saqueando las ciudades españolas de América, indefensas o descuidadas. Y si no caían prisioneros y eran ahorcados, les daba títulos nobiliarios y puestos públicos al volver a Inglaterra cargados de riquezas.
A cierta distancia de la ciudad de Panamá existen las ruinas de la vieja Panamá, robada e incendiada por los filibusteros que pasaron el istmo, dirigidos por Morgan. Estas ruinas ofrecen hoy un aspecto interesante, pues las ha embellecido la extraordinaria vegetación del trópico, cubriéndolas en parte con su follaje. Las más de las casas del antiguo Panamá eran de madera, y desaparecieron completamente; pero la catedral y los edificios del gobierno, por ser de mampostería, sobrevivieron al incendio. Entre las murallas todavía en pie de los caserones que en otros siglos guardaron las remesas de oro del Perú y de Chile, en espera de la flota real, han crecido ramajes gigantescos, como sólo pueden verse en estas tierras. La torre de la catedral, tapizada de plantas trepadoras, recuerda las eternas ruinas que sirvieron de escenario a tantos episodios de la literatura romántica.
He visto los restos de Panamá la Vieja a la hora más favorable para estas visitas. Acababa de cerrar la noche. Árboles enormes extendían sus masas, como borrones de tinta, sobre la lámina celeste acribillada de puntos de luz. Los faros de nuestro automóvil subieron y bajaron, abarcando en sus mangas luminosas los restos de la antigua ciudad española. Así vimos surgir del misterio de la noche, con un resplandor purpúreo de incendio, el campanario de la derruida catedral y las murallas todavía en pie de las casas del gobierno. Antes había visto a la luz del sol la actual ciudad de Panamá, la que fundaron los españoles en sitio más favorable para la defensa, después del saqueo de los piratas, y que es hoy capital de la joven República que lleva su nombre.
En las primeras horas de la tarde se detiene el Franconia en las esclusas de Pedro Miguel. Los pasajeros van a descender aquí para visitar la ciudad y las poblaciones recientemente creadas en la zona interoceánica.
Horas antes ha subido al buque un joven colombiano que es intérprete español de las oficinas del canal. Las autoridades norteamericanas tienen expertos en todos los idiomas del mundo civilizado, y los envían a los buques que pasan, para comodidad de capitanes y pasajeros. Este intérprete viene a saludarme en nombre del gobernador americano del canal, y con él llegan otros empleados nacidos en los Estados Unidos, pero aficionados a la lectura de libros en español, que desean conocerme personalmente. Me dicen que en las esclusas van a recibirme una comisión enviada por el gobierno de Panamá y un grupo numeroso de españoles. Además, el presidente de la República me espera en su palacio a la hora del té.
Escucho estas noticias medio tendido en un sillón de cubierta. ¡Cómo moverme, con una pierna que no obedece a mi voluntad!… Pero en Pedro Miguel, donde empiezan a descender los pasajeros del Franconia, veo muchos señores que me aguardan y también a lo lejos, en la tierra firme, varios automóviles adornados con banderas de España y de Panamá. Pienso que tal vez no podré volver nunca a esta tierra, tan hermosa por su vegetación, tan interesante por sus recuerdos históricos, y sentiré remordimiento de no haberla visitado a causa de una enfermedad olvidada ya entonces.
Miro mi pierna como a un enemigo que necesito vencer. Debo bajar a tierra, como los otros pasajeros, que no pueden sentir por Panamá el mismo interés que yo. Desciendo del buque en andas, lo mismo que una imagen de procesión, sentado en una silla de junco sostenida por dos gruesos bambúes. Estos bambúes los apoyan en sus hombros cuatro camareros ingleses. Así me llevan por las pasarelas de las esclusas hasta los automóviles embanderados.
Emprendemos la marcha, formando una larga comitiva de vehículos, y la novedad y variedad de las impresiones que voy recibiendo me hacen olvidar mis torturas físicas. Los caminos de Panamá se hallan tan bien cuidados, que puede correrse por ellos como en una avenida asfaltada. Pasamos por barrios que habitan los negros empleados en el canal. Sus casas son a modo de grandes jaulas. Tienen enormes aberturas para su refrescamiento por medio del aire, con cierres de tela metálica que las defienden de los insectos.
Dentro de la capital llama inmediatamente mi atención la limpieza y regularidad de su pavimento. Es de ladrillos rojos puestos de canto, duros como la piedra, cristalizados, sin que un tránsito continuo cause en ellos desgastes visibles.
Panamá guarda un aspecto de antigua colonia española, pero elegante, aristocrático. Fue una ciudad de ricos comerciantes, con sucursales en Lima y otros mercados de la América del Sur; de oidores y altos empleados de la Península. Los edificios algo antiguos tienen balcones de madera de gran vuelo, que son a modo de salones adosados a las casas, pues en ellos pasaban las señoras la mayor parte del día y recibían sus visitas. La catedral hace recordar los templos andaluces. La antigua muralla, empleada como paseo en su parte alta, atestigua que Panamá tiene varios siglos y una historia propia.
El palacio del presidente de la República es pequeño, pero está situado frente a uno de los puntos de vista más hermosos que puede ofrecer el Pacífico. Su construcción ofrece una mezcla interesante. Tiene algo de árabe, como recuerdo de la madre España, y mucho de un estilo que pudiera llamarse panameño. El patio central del edificio brilla con suave resplandor, semejante a la luz nacarada de los bajos fondos del océano en las horas meridianas, cuando la luz solar desciende verticalmente. Columnas, arcos y muros están hechos de pequeños fragmentos de concha-perla. No hay que olvidar que el famoso Archipiélago de las Perlas, tan mencionado en la historia de América, está a pocos kilómetros de aquí, en el golfo que tiende su curva ante el palacio, y cuyas aguas azules cortan el arco de su puerta.
En el centro del patio hay una fuente también de nácar, y en ella varias muestras de la fauna nacional. Sumidas en el agua veo algunas tortugas, de las que dan la fina concha llamada carey. Dos garzas domesticadas permanecen inmóviles y pensativas en el borde del tazón, como dos ibis empequeñecidos.
Me recibe el Presidente con una cortesía familiar y aseñorada al mismo tiempo. Es el doctor Belisario Porras, hombre de gran experiencia política, que ha escrito además con galanura estudios interesantes sobre la historia moderna de su país. Me anima cariñosamente a subir al último piso, desde cuya terraza se goza una vista muy interesante de la ciudad y el golfo. En los frescos salones inmediatos a dicha terraza es donde se reúnen las señoras a la hora del té, en esta tierra tropical. Me ofrece su brazo y poco a poco voy realizando la penosa ascensión.
Encuentro arriba elegantes damas norteamericanas, esposas o hijas de los altos empleados del canal y de los jefes y oficiales de su guarnición. Mezcladas con ellas hay numerosas señoras de Panamá, que guardan en su hermosura y en la gracia de palabras y ademanes mucho del origen español de sus abuelas.
Desde esta altura me va explicando y señalando el Presidente todo lo notable que lleva hecho la joven República de Panamá, absteniéndose de recordar que es él quien ha tomado las más de tales iniciativas. Veo de lejos y a vista de pájaro lo que luego voy a contemplar de cerca, en un rápido viaje por los alrededores: el gran hospital, único en el mundo, destinado al estudio de las enfermedades tropicales; los diversos edificios dedicados a la enseñanza; el monumento a la gloria de Vasco Núñez de Balboa, que dentro de pocos meses va a ser inaugurado.
Se nota en Panamá un espíritu de imparcialidad histórica, de gratitud al pasado, que extiende su influencia hasta los extranjeros. El gobierno del país elevó espontáneamente este monumento al descubridor del Pacífico. Los norteamericanos, al crear en su zona una ciudad paralela a la de Panamá, la han dado el nombre de Balboa. Una de las plazas más hermosas de la capital se llama de España, y se alza en el centro de ella la estatua de Cervantes.
El presidente Porras, tal vez por ser escritor, tiene en torno de él, como colaboradores políticos, a muchos jóvenes dedicados a las letras. Bajo su gobierno la instrucción pública se ha ido desarrollando con una rapidez y una amplitud como sólo pueden verse en los Estados Unidos.
Un catedrático, joven y de gran talento, Octavio Méndez Pereira, es el director de Instrucción pública, que secunda y ejecuta los planes educativos del Presidente. Voy conociendo a varios poetas jóvenes, de un sentimentalismo sincero y con una visión intelectual siempre clara y precisa, que desempeñan igualmente altos cargos públicos.
Apoyado en un bastón y arrastrando la pierna, me despido de la distinguida esposa del Presidente y las damas norteamericanas y panameñas que han venido para conocer al autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y sólo han visto a una especie de inválido que no puede dar un paso sin pedir apoyo y hacer gestos de dolor.
Sentado otra vez en el automóvil, vuelvo a contemplar las cosas con el optimismo del que descansa unos momentos luego de haber sufrido enervantes dolores.
Fuera de la ciudad me interesa otra vez la flor enorme y roja, abierta como una estrella de fuego, que se destaca sobre el verde infinito de la vegetación. Pregunto cómo se llama a Méndez Pereira, y éste sonríe.
—No sé su nombre científico —dice vacilando—; pero aquí la gente del país la llama… «papo de la reina».
¡Yo que esperaba un nombre dulce y poético!… Luego pienso que el vulgo ha asociado siempre la idea de grandeza con la de majestad real, y por eso, al querer dar nombre a esta flor sanguínea y desmesuradamente abierta, sólo pudo pensar en… la flor de una reina.
Entrada ya la noche, mis compañeros de letras, que son directores generales, subsecretarios de ministerio o desempeñan otros altos empleos en esta pequeña y tranquila República, presidida por un escritor, me llevan a comer al club principal de la ciudad.
Este hermoso edificio tiene por un lado las antiguas murallas españolas y en su fachada opuesta los balconajes dan sobre el maravilloso espectáculo del golfo. La comida es suntuosa. La gente rica de Panamá sabe vivir bien por tradición, adoptando además los usos elegantes de los viajeros de todos los países que pasan por su canal.
A los postres, mis nuevos amigos me recitan sus versos, y lo que tal vez resultaría inoportuno y penoso en otros lugares, proporciona aquí un verdadero placer. Al otro lado de la floreada mesa y la baranda de la galería, extiende el Pacífico su oscura y murmurante superficie, poblada de luces de buques y de reflejos serpenteantes de astros. Y en esta penumbra, agitada por el aliento oceánico, que parece traernos la respiración de mundos que viven al otro lado de la tierra, suenan las voces de los poetas expresando sus melancolías amorosas o su lealtad patriótica; el amor a la mujer pálida, de grandes ojos, aterciopelada y olorosa como la noche del trópico; la fidelidad a la tierra natal, que cuanto más pequeña es, con más entusiasmo la defendemos.
Cerca de media noche vamos en busca del Franconia, que flota ya en las aguas del Pacífico, a la salida del canal. Corre el automóvil a través de parques públicos, exuberantes como selvas; atravesamos poblaciones limpias, ordenadas, de monótona regularidad, todas ellas con casitas entre jardines, iguales a las que existen en la Florida o en California. Son los barrios de la ciudad de Balboa. En lo alto de una colina se destaca sobre el firmamento, ocultando con su masa oscura numerosas constelaciones, un edificio que parece interminable, el de las oficinas del gobierno del canal.
La ciudad de Panamá queda topográficamente dentro de las diez millas que se concedieron a los norteamericanos para la defensa de sus obras, pero, como era lógico, ha conservado una absoluta independencia. Penetra sin embargo hondamente en dicha zona, y a causa de ello, en una sección de sus afueras, basta caminar unos cuantos metros para haber saltado de la República de Panamá con sus leyes de nación libre y soberana a la República de los Estados Unidos con su legislación federal, discutida y votada en el Capitolio de Washington.
En una esquina es delito beber líquidos alcohólicos, y se castiga con severas penas llevar una botella de vino, como si fuese un arma prohibida. En la esquina de enfrente, el comerciante español, chino o griego, tiene abierta su tienda de bebidas o su café.
El trabajador norteamericano, el soldado, el marinero, y quién sabe si algunas veces el policía encargado de la observancia de las leyes, no tienen más que dar unos cuantos pasos fuera de la acera, y al llegar a la acera de enfrente, les es lícito emborracharse hasta caer al suelo, revolcándose en él cuanto quieran con absoluta libertad.