Cuba imaginada por un niño.—Los monstruos guardadores de la puerta del Paraíso.—Habana la Alegre.—Los periódicos y los casinos.—Dinero abundante y pródigamente gastado.—Butacas de teatro a cien pesos por noche.—Los nuevos barrios de La Habana.—Mis habitaciones de huésped de honor.—Si duermo en ellas, pierdo mi viaje alrededor del mundo.—Los bailes de máscaras del «Franconia».—El coronel vendedor de periódicos.—Mi enfermedad.
En mi niñez, cuando la isla de Cuba era aún tierra española, no podía oír hablar de La Habana sin que me agitase un sentimiento contradictorio de admiración y de terror.
Era para mí el país del azúcar una ciudad encantada, como las de los cuentos infantiles, donde las casas debían ser de caramelo y no había más que agacharse para comer tierra cristalina y dulce. Además, todos volvían de allá trayendo onzas de oro y hablaban de negritos como los que había yo visto danzar, desnudos y graciosos, en las funciones de teatro. Pero la entrada de este paraíso era estrechísima y la guardaban terribles monstruos, siendo el más carnicero de todos el llamado vómito negro. Muchas veces escuché la noticia de haber muerto en la isla lejana, hermosa y mortífera, personas a las que conocí fuertes y animosas en el momento de partir.
Ahora hace años que desapareció para siempre lo que me infundía enorme terror al pensar en Cuba. En cambio subsiste, cada vez más amplificada por el progreso, la riqueza de la isla que tanto admiré en mis infantiles fantasías.
Los norteamericanos, al ocuparla por algún tiempo, se dedicaron al exterminio del mosquito propagador de la fiebre mortal y al saneamiento de las tierras encharcadas. Luego, los médicos extranjeros y los del país, igualmente notables, han acabado por suprimir las antiguas enfermedades que tan insegura hacían la vida de los viajeros antes de su aclimatación. Hoy, la más grande de las Antillas es país de salubridad regular y constante, y La Habana una de las ciudades más higiénicas de la tierra.
Su prosperidad económica ha ido desarrollándose en proporciones enormes, como su higiene pública. La producción actual de azúcar y tabaco casi dobla la de pasados tiempos. Su riqueza ha resultado algunas veces excesiva y perniciosa, dando origen a reacciones de pobreza, como en otros países jóvenes, de vertiginoso crecimiento.
Si fuese preciso dar un sobrenombre a la capital de Cuba, como los ostentan pueblos y héroes en los poemas homéricos, se la podría llamar Habana la Alegre. Es una ciudad que sonríe al que llega, sin que pueda decirse con certeza dónde está su sonrisa.
Guarda cierto aspecto andaluz de antigua urbe colonial, construida con arreglo al patrón enviado de Madrid por el Consejo de Indias. La influencia poderosa de la vecina República de los Estados Unidos, las comodidades de su civilización material, no han modificado aún su fisonomía añorada y tranquila de país con tradiciones de raza y un pasado histórico.
Los nuevos monumentos en honor de sus héroes que adornan plazas y paseos resultan desiguales artísticamente: unos son dignos de respeto, otros lamentables, como obras de confitería tierna. Los parques recién trazados y los nuevos barrios del ensanche de la ciudad resultan magníficos, y parecen recordar los sucesivos chaparrones de abrumadora riqueza que han caído sobre este país en los últimos treinta años.
La alegría de La Habana, más que en sus paseos, en sus edificaciones y en el movimiento animado de sus calles, hay que buscarla en el carácter de las gentes; en la franqueza de los cubanos, que algunas veces parece excesiva a los extranjeros; en la belleza de sus mujeres, interesantemente pálidas y con enormes ojos.
He estado dos veces en La Habana por breve tiempo, y en ambas visitas, más que la hermosura de la ciudad atrajeron mi atención dos manifestaciones características de su vida pública que no tienen nada semejante en ningún otro país. Los periódicos de La Habana y los casinos de La Habana son algo excepcional.
Un día entero necesité para ir visitando las redacciones de los diarios más importantes, y no pude verlas todas. Unas ocupan enormes casas coloniales que son casi palacios; otras, edificios propios de reciente construcción. Tienen talleres vastísimos y máquinas de múltiple funcionamiento, como los primeros diarios de Nueva York. No existe una diferencia considerable entre los periódicos más célebres de los Estados Unidos y los de la capital de Cuba. Además se publican numerosos magazines y revistas especiales… Y como la población de la isla no llega a tres millones de seres, se pregunta uno dónde están los lectores necesarios para esta prensa, digna por su número, su calidad y su fuerza, de un país de veinticinco o treinta millones de habitantes.
Las asociaciones de La Habana pueden competir por su lujo con los clubs más célebres de la tierra. El comercio, compuesto casi en su totalidad de españoles, considera obra patriótica la continuación y desenvolvimiento de sus casinos, anteriores a la independencia del país.
Ya están olvidadas las antiguas luchas entre peninsulares y cubanos. Ahora, unos y otros sienten igual interés por la prosperidad de la isla. Además, los hijos de los españoles son cubanos, y dentro de las antiguas sociedades se van confundiendo todos, sin diferencias de origen.
A las organizaciones españolas pertenecen los edificios más grandes y ostentosos de la ciudad. El Círculo de Dependientes de Comercio tiene 40.000 socios, residentes en La Habana. No creo que en Europa ni en los Estados Unidos exista un club tan numeroso.
El Círculo Gallego es un palacio que guarda en su interior uno de los teatros más grandes de la ciudad. El Casino Español, resumen de las aspiraciones de las diversas sociedades hispánicas con título provincial, posee un salón de mármoles diversos traídos de España y de estucos policromos, que parece el salón del trono en un palacio real.
Todas estas sociedades, uniendo lo útil a lo ostentoso, mantienen en los alrededores de La Habana hospitales y sanatorios, instalados con tanta largueza y tales innovaciones, que de muchas partes vienen a estudiarlos como modelos.
Se nota en La Habana, a las pocas horas de vivir en ella, que es ciudad abundante en dinero. Pero otras ciudades revelan igualmente riqueza y no tienen el aspecto atrayente y simpático de ésta. Es que Habana la Alegre además de tener dinero lo gasta con una tranquilidad y un descuido rayanos en el derroche. Sus teatros son numerosos y están siempre llenos. Sus café y sus bailes nunca carecen de público. Aquí fue donde Caruso y otros cantantes, pagados de un modo inverosímil, obtuvieron sus más altas remuneraciones. En la Opera de La Habana ha llegado a costar una butaca cien pesos oro por noche. Tan irritante pareció a algunos este despilfarro, que protestaron de él bárbaramente, arrojando una bomba en plena función.
En los escaparates de sus tiendas se ven las telas más caras y ricas. Las mujeres visten con un lujo en apariencia sencillo, para no salirse de las reglas del buen gusto, pero en realidad costosísimo.
Fuera de La Habana, en los nuevos barrios, son cada vez más numerosos los palacetes particulares. La antigua arquitectura española, con el aditamento de las comodidades de la vida norteamericana, es generalmente la de tales edificios. La jardinería del trópico da una nota de originalidad a estas construcciones, que recuerdan a la vez los patios de Sevilla y los palacios de madera de Long Island.
Para el ciudadano de los Estados Unidos descontento silenciosamente de ciertas leyes de su país, La Habana ofrece un atractivo especial. Es una ciudad a las puertas de su patria, donde no impera el llamado «régimen seco». Le basta tomar un buque en Cayo Hueso, al extremo de la Florida, para vivir horas después en la capital de Cuba, donde hay un bar en cada calle. Aquí no sufre retardos en la satisfacción de sus deseos, ni tiene que absorber bebidas contrahechas ofrecidas en secreto. La embriaguez puede ser franca, libre y continua. Pero como es tierra de dinero abundante, derramado con mano pródiga, los hoteles resultan carísimos, así como los otros gastos de viaje, y sólo los ricos pueden pasar el canal de la Florida para venir a emborracharse bajo la bandera cubana.
Me veo recibido cariñosamente en esta amada ciudad de habla española. El Municipio me ha declarado su huésped, comisionando al escritor Rafael Conte, antiguo amigo mío, para que me dirija y me guarde durante el tiempo que permanezca en La Habana. Simpáticos periodistas de incansable y sonriente preguntar, jóvenes escritores que revelan su talento en las curiosidades literarias y las paradojas de su conversación, me acompañan en mis visitas a las redacciones de los diarios y en los dos banquetes amistosos y sin ceremonia con que soy obsequiado, a mediodía y por la noche.
Presencio la belleza del crepúsculo tropical en una lujosa villa de las afueras, donde vive con su esposa el joven conde del Rivero, hijo del célebre fundador de El Diario de la Marina.
Como el Ayuntamiento ha reservado para mí las mejores habitaciones del Hotel Sevilla —el más caro de la ciudad—, mi amigo Conte se esfuerza por convencerme de que debo quedarme en ellas, volviendo al buque en las primeras horas de la mañana siguiente. Sería mal interpretado que prescindiese yo de usar dichas habitaciones después de haber sido declarado «huésped de honor».
A la una de la madrugada discutimos frente al hotel si debo o no dormir en tierra. Siento un dolor insistente en una pierna, cierta torpeza muscular que hace cada vez más pesados sus movimientos. La necesidad de un pronto descanso me impulsa a admitir las objeciones de mi amigo, pero cuando entro en el hotel para acostarme, tropiezo con un compañero del Franconia.
Es un joven norteamericano, de buenas maneras, un bailarín incansable, que sale del dancing del hotel. En el buque se muestra sobrio; pero aquí, por seguir la rutina de muchos de sus compatriotas y para convencerse de que verdaderamente está en un país libre, se ha embriagado de un modo lastimoso. Me abraza como si viese a un hermano, intenta besarme, enternecido por el encuentro, y me dice que nosotros dos somos los únicos del Franconia que estamos en tierra. Todos los otros se fueron a media noche. El buque zarpará al amanecer, y no a las diez de la mañana como se había anunciado.
Corremos al puerto, solitario y silencioso a esta hora avanzada, y el amigo Conte consigue que una lancha del gobierno nos lleve hasta el Franconia, que tiene apagadas la mayor parte de sus luces y parece dormido… Si ocupo mi cama de honor en el hotel, termina mi viaje alrededor del mundo en la primera escala.
Cuando al día siguiente despierto, en mi camarote, el buque está navegando hace ya varias horas. Las costas de Cuba se han esfumado en el horizonte. Nos rodea el hermoso mar de las Antillas, en el cual logra descender la luz a grandes profundidades, dando una claridad dorada a las aguas azules.
Los viajeros, después de haber pasado un día en tierra, parecen encontrar nuevos atractivos a la vida marítima. En la última cubierta juegan grupos de señoritas vestidas de blanco y raqueta en mano, interrumpiendo con risotadas los incidentes de su deporte. Otras empujan discos de madera con una pala, a través de rectángulos trazados con tiza en el suelo. Más allá arrojan anillas de cuerda para que se introduzcan en un espigón, o pelotas enormes que deben entrar por una manga de red. El suelo se estremece con los galopes de esta juventud de faldas cortas con menudos pliegues, perseguida por otra juventud que usa camisa de cuello abierto y pantalones de franela.
Las señoras hablan del próximo baile de máscaras, el primero de la travesía, que va a ser entre La Habana y Panamá. Cada una guarda el secreto de los disfraces ocultos en sus maletas.
Antes de empezar nuestro viaje, los expertos que lo dirigen, para evitar errores y olvidos, nos han dado una lista de lo que debemos llevar con nosotros, y en ella figuran como artículos indispensables un traje de baño para la gran piscina y varios disfraces para los bailes de máscaras. Esto último es tan importante como dos pares de gafas negras de recambio para los países ardientes que vamos a visitar. Con dos disfraces hay bastante por el momento. Al llegar a los países del Extremo Oriente todos comprarán vestimentas japonesas, chinas e indostánicas, y los últimos bailes van a ser los más ostentosos y originales.
Entre estas gentes simpáticas, de trato llano, propensas a la risa, y que no necesitan para alegrarse de grandes complicaciones, las hay dispuestas a disfrazarse a todas horas para regocijo de sus compañeros. El día antes de la llegada a Cuba ha sido domingo. En las ciudades de los Estados Unidos el domingo es el día en que se venden más periódicos. Los grandes diarios publican ediciones extraordinarias, de ochenta o cien páginas, con novelas completas y resúmenes de todas las materias que pueden interesar a cada lector. Desde el amanecer, los vendedores vocean en las calles la enorme edición dominical.
También en el primer domingo, a bordo del Franconia, una voz ronca empieza a gritar por los corredores los títulos de varias publicaciones célebres de Nueva York, como si estuviésemos aún en la metrópoli americana. Las gentes se asoman en traje de dormir a las puertas de sus camarotes. El vendedor callejero es un gentleman casi de dos metros de estatura, un millonario procedente de los Estados del Sur, al que llaman todos «coronel» por tener este grado en la milicia cívica de su ciudad.
Se ha disfrazado de pilluelo y ofrece gravemente periódicos viejos a todos los que se asoman a las puertas. Los más celebran con una risa, que puede llamarse americana por lo espontánea y pronta, esta excentricidad del personaje. Uno de sus compatriotas permanece serio, y le mira con extrañeza, no pudiendo comprender tal conducta.
—Si no se ríe usted un poco, voy a llorar de pena —dice el falso vendedor de periódicos.
Y tan cómico resulta el gesto con que el hombretón inicia su llanto infantil, que el otro se ve obligado a reír como los demás.
Yo no podré presenciar el primer baile de máscaras del Franconia. En varios días no veré otra cosa que las paredes de mi camarote.
A las pocas horas de alejarnos de La Habana he quedado clavado en mi lecho por una parálisis de la pierna izquierda. El médico de a bordo declara que es una ciática, tal vez a consecuencia de la atmósfera húmeda del mar. Luego pensamos los dos que bien puede ser por una imprudencia en el aireamiento de mi habitación.
El Franconia no tiene ventiladores a uso antiguo, con hélices de molesto y tenaz abejorreo. Cada camarote posee dos pequeñas esferas de bronce, metidas en alveolos del mismo metal. Estos ojos dorados, cuando tienen el agujero de su negra pupila hacia adentro e invisible, permanecen inactivos. Pero basta volverlos, para que de ambos orificios surja una manga silenciosa y fría que cambia el ambiente del camarote con sus pequeños huracanes. Durante el anclaje en los puertos, los mosquitos de agua muerta que se introducen por los ventanos se ven obligados a retroceder, volviéndose con rabiosos zumbidos por donde vinieron. Los dos chorros mudos los voltean con su ímpetu, lo mismo que un aeroplano pillado por una tormenta, y les hacen huir finalmente al otro lado de la pared del buque.
He pasado una noche entera con ambos ventiladores enfilados hacia mi cama. La proximidad del calor de Cuba me hizo emplear este refrescamiento imprudente. Mientras dormía, las dos mangas de helado viento, que hacen funciones de mosquitero, cayeron horas y horas sobre el lugar de mi cuerpo donde ahora siento el llamado nudo ciático.
—Tiene usted para algunos días —dice el médico inglés, moviendo la cabeza— o Habrá que emplear los rayos violeta… No intente moverse.
¡Bien empieza el viaje alrededor del mundo!