Un vapor sin polvo de carbón.—Desde la quilla a la última cubierta.—La piscina del «Franconia».—Las mujeres de la tripulación.—Mi celda blanca.—Preparándome, como un actor, a cambiar de traje.—Lo que comieron Magallanes y sus compañeros, y lo que comemos nosotros.
Dedico mis primeros días de navegación a conocer, hasta en sus últimos recovecos, la casa errante que debo habitar durante algunos meses.
La mueven dos turbinas que dan noventa revoluciones por minuto. Su marcha es cuando menos de 18 millas. Su casco, que representa 20.000 toneladas de desplazamiento, se hunde en el mar nueve metros y se eleva sobre la superficie acuática trece: la altura de una casa de varios pisos.
A pesar de su importancia náutica y de su gran velocidad, sólo tiene una chimenea, y ésta permanece con la enorme boca limpia de vapores la mayor parte de la jornada. Las máquinas del Franconia no conocen el carbón. El combustible de este buque nuevo es el petróleo bruto, llamado mazout. Su marcha sólo va seguida excepcionalmente por un denso penacho de humo. Durante horas y horas avanza por el espacio eternamente virginal de los océanos, sin ensuciar el azul cristalino del cielo y el azul compacto de las aguas. Un leve tul rojizo se escapa ligeramente por un borde de su chimenea, una voluta de humo químico, transparente como una blonda, que se disuelve en el espacio a los pocos metros.
Tiene la marcha regular y continua de los organismos alimentados mecánicamente. No hay altibajos ni vacilaciones en su avance; no depende de fogoneros que, encorvados ante sus rojas entrañas, aflojen el paleo alimentador durante las tempestades o los grandes calores. Las calderas se nutren por espita y no por brazo; el chorro líquido las mantiene, no el golpe de pala. Y este gran progreso de la mecánica naval ha tardado mucho en ser admitido, como todos los adelantos, y aún encuentra resistencias tradicionales. Ha sido preciso que lo adoptase la marina militar, por exigencias de la última guerra, para que los dueños de las flotas de comercio reconociesen las ventajas del petróleo como alimento de la máquina naval.
Este buque hace acopio de combustible con una simple manga, igual a las de riego, en el transcurso de pocas horas, en medio de un silencio absoluto, sin necesitar los rosarios de esclavos de los puertos, tiznados y gritones, que juran al ir y venir entre la ribera y el vapor con la espuerta de carbón al hombro, ensucian el buque, obligan en los países cálidos a tener cerrados los ventanos para que no entre el polvo de la hulla, y turban el sueño o la tranquilidad de los pasajeros.
Seis veces vamos a llenar los depósitos de petróleo durante nuestra vuelta a la tierra: en San Francisco, Honolulú, Hong-Kong, Colombo, Bombay y Gibraltar. Estos depósitos contienen 3.000 toneladas de petróleo. ¡Qué hoguera inmensa en la soledad oceánica! ¡Qué llamarada de volcán, si llegara a inflamarse el lago diabólico, negro y dormido, que llevamos debajo de nuestros pies!…
Gracias a este combustible, las máquinas se mantienen en una limpieza escrupulosa, igual a la de los salones del buque. El metal brilla en ellas con la blanca transparencia de la plata, sin el menor rastro de hollín. Durante el viaje desciendo varias veces a lo más hondo de la maquinaria, desde la cubierta superior a la quilla, unos veintidós metros, por escaleras de acero. Voy vestido de blanco, con el ligero traje que imponen las altas temperaturas del Trópico, y salgo sin una mancha de estas cavernas de la mecánica, que en otros buques chorrean grasa y por más que se extreme en ellas la limpieza tienen siempre un pegajoso empañamiento de polvo de carbón.
Aquí basta un muchacho con un alambre rematado por una estopa ardiente, para poner en actividad calderas enormes. Introduce por un agujero este aparato rudimentario, igual al que se emplea para encender los faroles de gas, da vuelta a una espita, e inmediatamente arde el chorro petrolífero, provocando con rapidez la presión tubular.
La velocidad regulada, continua, siempre igual, motiva grandes equivocaciones en el curso del viaje. Pero tales errores resultan agradables, pues son por exceso, no por defecto. Siempre llegamos a los puertos varias horas antes de la hora anunciada. En las travesías largas ganamos un día y hasta dos sobre la fecha fijada de antemano.
Como el Franconia no fue construido con una finalidad comercial y sus ingenieros sólo tuvieron que preocuparse de las comodidades necesarias en un viaje alrededor del mundo, carece de las enormes y oscuras bodegas que absorben la mayor parte de los cascos flotantes. Hay salones, dormitorios y numerosas dependencias para el bienestar general más abajo de la línea de flotación, en los mismos lugares que permanecen abarrotados por las cosas y son inaccesibles a las personas en otros buques. Por esto el Franconia, con sus 20.000 toneladas, parece más grande que muchos vapores de superior desplazamiento.
Yo he llegado pocos días antes a Nueva York en el Mauritania, uno de los tranvías gigantescos del mar que trasladan a las gentes continuamente de una acera a otra, en la gran calle del Atlántico. Su tonelaje casi es doble que el del Franconia y el número de sus pasajeros enormemente superior. Y sin embargo, las gentes se encontraban en él con más facilidad. En este buque que va a dar la vuelta al mundo, los trescientos excursionistas nos buscamos a veces horas enteras sin tropezarnos.
Desde la quilla a la última cubierta todo ha sido aprovechado para el viajero. Exceptuando el espacio que ocupan las máquinas y los almacenes de víveres, el resto del vaso flotante es para las personas.
En lo más profundo de la nave, e iluminados noche y día por lámparas encerradas en tazones de alabastro, están el gimnasio, con sus aparatos complicados y sus corceles y camellos de madera que trotan al impulso de fuerzas eléctricas; los salones de paredes blancas, que parecen de porcelana, donde señoritas y caballeros juegan a la pelota o se entregan a otros deportes modernos, y la famosa piscina, una piscina pompeyana de varios metros de profundidad, en la que pueden bracear los nadadores como en un lago.
Sus orillas son de mármol; robustas y acanaladas columnas, rojas y blancas, de estilo greco-romano, sostienen su techumbre; los esbeltos lampadarios de metal y alabastro recuerdan las «villas» de los patricios de Roma; grandes relieves de bronce verdoso incrustados en las paredes representan atletas y amazonas ejecutando las suertes de los Juegos Olímpicos.
En días de tranquila navegación hay que hacer un esfuerzo mental para convencerse de que esta piscina tiene debajo de su concavidad los abismos del océano. Solamente cuando su agua se desplaza de un lado a otro con tumultuoso oleaje, salpicando a los que están en sus marmóreas riberas, es cuando recordamos, no obstante su aspecto inconmovible y sus duras materias de apariencia terrestre, que va montada en algo frágil, a merced del empellón gigantesco de elementos inquietos e invisibles.
Varios ascensores ponen en comunicación esta profundidad, siempre iluminada por una luz de veladuras lácteas, con los pisos superiores en pleno aire, donde están los salones de conversación, de danza, de escritura y lectura, de conferencias y de proyecciones cinematográficas, así como los dedicados al juego y al consumo de bebidas.
Dos comedores iguales a los de un hotel tienen en su centro una cúpula, que triplica la capacidad del ambiente respirable, y en esta cúpula hay balconajes donde se instala la orquesta, dividida en dos secciones, a las horas de la nutrición.
Cerca de quinientos hombres tripulan el buque, la mayor parte de ellos domésticos, destinados a servir nuestras mesas y asear nuestros dormitorios. Como dentro de él la mecánica sustituye al brazo en todo lo posible, no necesita de muchos marineros ni maquinistas. Cincuenta y tres hombres bastan para el funcionamiento y limpieza de sus potentes mecanismos. La tropa de fogoneros, que es siempre la más numerosa en los vapores, está sustituida aquí por unos cuantos muchachos que abren o cierran las espitas del petróleo.
Treinta y seis mujeres con gorrito y delantal blancos —inglesas románticas muchas de ellas, que se engancharon porque sentían deseos de dar la vuelta al mundo— acuden a la llamada del timbre con un aire de actrices disfrazadas de domésticas, porque así lo exige su papel; y las horas libres de trabajo las dedican a una lectura incesante de novelas. Algunas de estas misses, cuando hay fiesta a bordo bajan durante el banquete al balcón de la música en ambos comedores, y acompañadas por la orquesta cantan antiguas canciones inglesas o americanas, si es noche de conmemoración patriótica, y otras veces romanzas sentimentales.
Hay otras mujeres a bordo, obreras despeinadas y sin uniforme, que trabajan en el lavado y planchado, y únicamente pueden ser vistas cuando el pasajero curioso se aventura en la parte del buque ocupada por las cocinas, los talleres y los camarotes del personal.
En los grandes trasatlánticos que van de Europa a América sólo se atiende a la manutención y al sueño del pasajero. La travesía dura menos de una semana. La ropa sucia se guarda para las lavanderas terrestres. Son ómnibus marítimos organizados para acarrear la mayor cantidad de gente en el menos tiempo posible. Se encuentra en ellos un asiento en una mesa, una cama, y nada más. A la semana siguiente, otro viajero ocupará el mismo sitio.
Aquí la travesía durará varios meses. La vida de tierra, con sus exigencias higiénicas, va a prolongarse sobre los desiertos azules del océano, y un taller enorme de lavado y planchado que funciona en la popa del buque completa nuestra limpieza corporal, entretenida todas las mañanas por cincuenta cuartos de baño.
La ropa sucia pasa a través de un sinnúmero de máquinas, tan ingeniosas como terribles. Sale de ellas blanca, deslumbrante, pero adornada muchas veces por una sucesión de rasgaduras simétricas, que tienen la regularidad de los desperfectos causados mecánicamente, y además con los botones hechos añicos. Pero vamos a pasar dos veces en nuestro viaje la línea ecuatorial, vamos a vivir semanas y semanas en mares y tierras del Trópico, donde hay que usar trajes tan sutiles que parecen fabricados con telarañas blancas, y el sudor obliga a cambiar esta ropa dos o tres veces al día. Por eso debemos aceptar con agradecimiento el auxilio de unos aparatos que trabajan con más velocidad que el brazo humano, y sufrir pacientemente sus «ropicidios».
Vivo en un camarote amplio, situado en el centro del Franconia. Los hay a docenas más lujosos que el mío en este paquebote donde van tantas gentes ricas. Muchos ostentan sus paredes tapizadas de seda y muebles excesivamente mullidos: una decoración dulzona y tierna de bombonera. Los tabiques de mi celda son simplemente barnizados de blanco, pero tiene unas dimensiones superiores a las normales en las viviendas marítimas, y puedo pasearme por ella en momentos de meditación.
Además, en esta parte del buque gozo de un silencio y una paz conventuales. Dos ventanos redondos y de extraordinaria abertura dan entrada a un doble chorro de luz azul y rojiza, que en alta mar irisa la blancura del camarote, como si fuese el interior de una concha perla. Cuando el buque queda inmóvil en los puertos, los dos ventanos proyectan en el techo un par de redondeles temblorosos que reflejan el palpitar de las aguas invisibles. A ciertas horas, lo mismo que si fuesen sombras chinescas, atraviesan estos círculos de linterna mágica barquitas negras movidas por remeros liliputienses, reducción óptica de los indígenas que mueven abajo sus lanchas, junto al muro férreo de la nave, y cuyo vocerío de tumulto llega hasta mí.
Entre las dos aberturas tengo una mesa que resulta enorme para un buque, y procede de una oficina de la última cubierta. Una butaca lujosa, arrebatada de un salón, me sirve de asiento de trabajo. En la pared de acero hay una cavidad rectangular que, gracias a unas tablas, se ha convertido en biblioteca.
Me ocupo en instalarme durante los primeros días con la minuciosidad del que ha cambiado de domicilio y no piensa repetir en mucho tiempo tan molesta operación. La celda grande y blanca va a ser mi casa por algunos meses, los más preciosos de mi vida, los más rellenos de acontecimientos, sorpresas e interesantes episodios. Estas paredes tal vez presencien el nacimiento y la formación de un nuevo hombre que reemplazará al que acaba de instalarse entre ellas.
En el curso del viaje abandonaré varias veces el buque, en el Japón, en la China, en las islas oceánicas, en la India, en Egipto, y adivino que al regresar a este camarote sentiré la alegría del que retorna a su verdadera casa después de una vida errante de aventuras y riesgos. Volveré a encontrar en él mis libros, mis papeles, todo lo que traigo conmigo de Europa y me recuerda mi existencia anterior. También saldrán a mi encuentro los ensueños, las quimeras con que habré ido poblando, en los largos y monótonos días de navegación, los rincones de estas cuatro paredes blancas.
Procuro arreglar mi ropa metódicamente, lo que no es empresa fácil. Vamos a ir rebotando de un clima a otro; saltaremos bruscamente de los fríos del norte al calor de las zonas tropicales, volviendo días después a países de llanuras nevadas. Necesito tener a mano vestidos de todas las estaciones, colocados en buen orden, como los trajes de un actor que ha de cambiar de vestimenta en cada entreacto. Y cuelgo por series, para ser usados dentro del mismo mes, trajes de invierno, de primavera y de verano. Dos gabanes de pieles quedan vecinos a media docena de trajecitos blancos, de tejido tan sutil, que no son más que un convencionalismo indumentario para no ir con las carnes al aire, como un salvaje.
Un oficial administrativo del buque, Mr. Green, inglés sonriente, grueso de cuerpo, amable de maneras y de carácter regocijado, me enseña un documento interesante. Es el jefe inmediato de los maître d’hotel que dirigen los dos comedores, de todos los criados que sirven las mesas y cuidan los camarotes, del ejército de cocineros y marmitones que preparan la extraordinaria y múltiple nutrición de este pueblo flotante, y además guarda y administra los depósitos de víveres.
En el Franconia comemos seis veces al día. Tres comidas fuertes: el breakfast, desayuno con varios platos, de las ocho a las diez de la mañana; el lunch, almuerzo, a la una de la tarde, y el dinner, la comida solemne, a las siete, en traje de etiqueta. Además tres refrigerios, compuestos de diversas especies comestibles y líquidas: el caldo de las diez de la mañana, con su escolta de cosas sólidas; el té de las cinco de la tarde, con variadas tentaciones de pastelería y confitería, y la cena fiambre de las once de la noche, para los que se quedan a bailar en los salones de la última cubierta.
La invención y perfeccionamiento de la cámara frigorífica han revolucionado la vida del mar. Hoy, los emigrantes amontonados en la proa de un buque gozan de comodidades que no conocieron, hace unas docenas de años, los monarcas más poderosos de la tierra, cuando viajaban en sus yates o en los acorazados de sus flotas. La conservación de alimentos animales y vegetales, así como la de plantas y flores, es casi perfecta, merced a las diversas y apropiadas gradaciones de temperatura en los depósitos frigoríficos.
Leo la lista que me enseña Mr. Green. Es un resumen de las cantidades de víveres que hemos embarcado en Nueva York.
No puedo examinarla toda, pues resulta interminable; pero me fijo en algunas de dichas cantidades, y creo estar leyendo una página de la famosa novela de Rabelais, una descripción de las gigantescas hazañas gastronómicas de Gargantúa o Pantagruel.
Llevamos a bordo 50 toneladas de carne de buey, 20 toneladas de cordero y otras tantas de cerdo, 1000 jamones, 3000 pollos, 195.000 huevos, 10 toneladas de mantequilla, 100 toneladas de patatas, 90.000 manzanas, 65.000 naranjas, 22.000 grapefruits, especie de toronja dulce-amarga, sin la cual el norteamericano no comprende el placer del desayuno, 54 toneladas de azúcar, 7 toneladas de café, 4 toneladas de té, 6 toneladas de helados americanos de las mejores fábricas de los Estados Unidos, duros y consistentes como el mármol, saturados de perfumes de frutas y flores, iguales a los que compra el público, envueltos en un papel, en los teatros de Nueva York. Además, una máquina especial fabrica para nosotros diariamente una tonelada de hielo, con agua previamente esterilizada.
Me es imposible seguir leyendo. Adivino las magnificencias de las cantidades restantes. En esta casa movible que vagabundea por las soledades marítimas del planeta vivimos y comemos como en los grandes hoteles de Londres y Nueva York. La única diferencia es que aquí comemos más y la mesa ofrece mayor abundancia que en los «Palaces» terrestres.
La primera noche que me pongo el esmoquin —uniforme indispensable en las comidas— y me siento a una mesa para tres personas (las tres únicas que son de lengua española en todo el pasaje del Franconia), sufro una sorpresa, que en el primer momento casi me parece ofensiva.
Uno de los numerosos platos marcados en la minuta es pollo guisado a no sé qué estilo. Los camareros cumplen su servicio con una rapidez ceremoniosa, y cuando llega el momento de servir el plato indicado se presenta uno de ellos con una gran cazuela de plata, hace una reverencia y levanta la tapadera. Para tres personas… ¡tres pollos enteros! Yo protesto con cierta indignación. ¡Por quién nos han tomado!… Bueno es que sirvan con largueza, pero tanta generosidad casi resulta insultante.
La enorme lista de víveres que me muestra el steward en jefe no es definitiva: sólo representa el mantenimiento de una parte del viaje. En todos los grandes puertos será renovada con especialidades alimenticias del país y víveres iguales, pero frescos.
Recuerdo a Magallanes y sus compañeros en el primer viaje alrededor del mundo.
Explorando las costas de América del Sur sufrieron grandes tormentas, pero les fue posible renovar sus provisiones comprando a las tribus ribereñas del Brasil pan de cazabe, cerdos pecarís, gallinetas americanas, batatas y plátanos. Pero luego de haber descubierto el famoso estrecho, al desembocar en el Mar Grande que llamaron Pacífico, empezó para ellos la parte más difícil de su viaje. Tres meses y veinte días navegaron por el inmenso océano sin ver tierra ni probar ningún alimento fresco.
El italiano Pigafetta, cronista de esta expedición, rematada gloriosamente por el vasco Elcano, dice así:
La galleta que comíamos no era ya pan, sino un polvo mezclado con gusanos, que habían devorado toda la sustancia, y que tenía un hedor insoportable por estar empapada en orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber era igualmente pútrida y hedionda.
Para no morir de hambre llegamos al terrible trance de comer pedazos del cuero con que se había recubierto el palo mayor para impedir que la madera rozase las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que había que remojarlo en el mar durante cuatro a cinco días para ablandarlo un poco, y en seguida lo cocíamos y lo comíamos.
Frecuentemente quedó reducida nuestra alimentación a aserrín de madera como única comida, pues hasta las ratas llegaron a ser un manjar tan caro que se pagaba cada una a medio ducado…
Siento necesidad de volver a leer la lista del encargado de los víveres en el Franconia.