Capítulo 18

A mitad de camino de su cita espacial con la Estación de Tránsito Vega, Wellford hizo una última corrección de trayectoria y comprobó si el supresor de rault de la navecilla daba su máximo rendimiento. En el asiento contiguo al suyo, Gregson dijo:

—Ahora eso ya no nos hace falta. Estamos dentro del campo de estigum de la estación.

—Pero si ellos decidiesen desconectar su supresor, podemos estar seguros de que sólo zylfarían nuestras otras dos navecillas.

—¿Las empleas para desviar la atención de Vega?

—Exactamente. Así nosotros podremos dedicarnos a cosas más importantes. Ocúpate un momento de mantener el rumbo, por favor. Tengo que ir a ver algo a proa.

Wellford se desabrochó el arnés del asiento y se propulsó hacia el compartimiento de carga.

Energizando la telepantalla, Gregson dirigió los sensores de la misma hacia atrás. Pero no consiguió descubrir a ninguna nave del Departamento de Seguridad. Finalmente comprendió por qué: con el Control de Tráfico con Tierra averiado, todas las operaciones de atraque tendrían que hacerse manualmente, suspendidas mientras Vega se encontrase dentro de la sombra de la Tierra. ¿Formaba esto parte de los planes del inglés? ¿Habría destruido deliberadamente el Control de Tráfico para hallarse en aquel momento libre de naves en las cercanías?

Wellford regresó y vio la pantalla energizada.

—No creo que encuentres nada aquí detrás, por ahora. Hemos procurado que el Departamento esté ocupado en la Tierra en estos momentos.

—¿Haciendo qué?

Wellford consultó su reloj.

—Hace exactamente quince minutos, nuestras fuerzas de tierra han lanzado un asalto total contra el Mando Central de la División Espacial. Su objetivo, por supuesto, consiste en apoderarse de la base para que luego nosotros podamos utilizarla. Pero aunque nuestro ataque sólo sirva para sembrar la confusión y evitar que despeguen navecillas de enlace durante varias horas, nos sentiremos más que satisfechos.

Por la portilla de proa, Vega se veía todavía como un mero punto luminoso. Flotando en el cielo estrellado pasaba casi desapercibida. Aún no había entrado en la sombra de la Tierra.

Wellford volvió a instalarse en su asiento e hizo girar la telepantalla sobre su eje, para que ambos pudieran mirarla. Luego la hizo girar de nuevo hasta que finalmente las otras dos navecillas, semejantes a agujas plateadas, aparecieron en ella. La luz solar hacía relucir sus cascos, mientras con arrogancia salían de la sombra terrestre para lanzarse en, lo que parecía, un ataque de fanáticos contra la estación.

—¿No te parece —preguntó el inglés—, que el radar y los telesensores del satélite ya deben de haber señalado la presencia de nuestra fuerza diversiva?

—No hay razón alguna para que no lo hayan hecho.

Wellford apartó la telepantalla a un lado.

—Ahora es cuando las cosas empiezan a ponerse delicadas. El éxito de nuestra misión depende enteramente de esas dos navecillas. Deben atraer una atención total y crear suficiente conmoción para que todos los ojos y todos los sensores que hay a bordo de la estación se fijen en ellas y no en nosotros.

—A mí me parece que tienes a esta nave más que suficientemente protegida contra cualquier detección visual o por radar.

—Sólo durante la caída libre. Cuando deceleremos, lanzaremos unos hermosos fuegos artificiales con nuestras toberas de proa.

Gregson no había pensado en eso. Pero recordó a su compañero:

—Sin embargo, cuando anoche entraste en la estación para estudiar el supresor, conseguiste llegar a ella indemne.

—En efecto. Y sin emplear tácticas divertidas. Pero no podemos esperar tener siempre tanta suerte. Por eso hemos organizado un ataque frontal, que coincida con esta misión.

Cuando estaban a diez minutos de Vega, Wellford accionó el servomecanismo, que hizo dar a sus asientos un giro de ciento ochenta grados. Luego encendió los retrocohetes de proa y la tremenda fuerza de la deceleración a muchas G corrió un velo sobre sus sentidos. Unos circuitos automáticos pararon los cohetes tras un intervalo determinado. Gregson fue el primero en recuperar el conocimiento. Hizo girar de nuevo los asientos hacia adelante y la Estación de Tránsito Vega, ya eclipsada por la Tierra, apareció en la portilla… era un enorme y oscuro anillo brevemente iluminado por los rayos láser que rasgaban las tinieblas, partiendo de sus baterías periféricas.

Wellford volvió en sí y murmuró:

—Vaya ratito, ¿eh?

Pero era evidente que se refería al minuto entero en que funcionaron los retrocohetes y no a la prueba física a que los sometió aquella brutal deceleración. Se inclinó hacia adelante para mirar al satélite.

—No veo rayos láser que vengan en esta dirección, lo cual me hace suponer que hasta ahora hemos conseguido pasar desapercibidos.

Gregson vio entonces la fuerza diversiva… una nave a cada lado de la gigantesca rueda y a nivel con su plano de rotación. Los tubos de proa y de popa de ambas navecillas disparaban frenéticamente, mientras las dos maniobraban para esquivar la artillería láser pesada. Pero a Gregson le pareció muy significativo que los disparos de ambas naves nunca diesen en el blanco: sin duda no querían que el satélite recibiese mayores daños.

Vega iba aumentando perceptiblemente de tamaño mientras Wellford dejaba que su nave, que seguía avanzando por inercia después de la deceleración, se acercase lentamente al colosal satélite. Hizo delicadamente una corrección de rumbo y después otra. Las toberas de proa funcionaron por un breve instante y Gregson notó que el arnés tiraba de él. Por último avanzaron en derechura hacia la compuerta diafragmática situada en el centro axial de la estación.

Wellford sonrió.

—Ahora empieza lo interesante. Después de que te encontramos en París, yo zylfé tu interesante experiencia con Madame Carnot. ¿Te acuerdas?

Gregson movió negativamente la cabeza.

—Te jugó una treta despreciable. Cuando tú menos lo esperabas puso al máximo su difusor de rault. ¿Recuerdas el efecto que esto te produjo?

—Sí… como si de pronto se encendiesen miles de bombillas de alto voltaje en mi cerebro.

En el mismo extremo de su campo visual, Gregson vio como una de las naves atacantes era partida en dos por un finísimo rayo láser. En cuanto a la otra, vio que empezaba a alejarse, sin dejar de disparar furiosamente.

—Eso mismo, —dijo Wellford, asintiendo ante el símil que había hecho su amigo—. Después supimos, gracias a los valorianos, que una intensa concentración de rault puede ser tan dañina para las células gliales como la luz de un arco voltaico para la retina… en realidad, muchísimo más.

Ante el silencio de Gregson, el inglés continuó:

—Semejante exposición puede destruir de manera completa y permanente la receptividad glial, para empezar. Pero no debemos olvidar que la estructura glial se encuentra en todos los lugares del cerebro, envolviendo cada neurona. Así, el daño no se limita únicamente a los receptores de rault. Las lesiones son mucho más graves, afectando a todas las funciones orgánicas.

Gregson intentó sacar una consecuencia de aquello, sin conseguirlo.

—¿Bien, y qué?

—¿Así, qué supones tú que me ocurriría si un supresor de rault, tan potente que genera una esfera de estigum de miles de kilómetros de diámetro, empezara a emitir de pronto una cantidad equivalente de hiper radiación?

Gregson instantáneamente comprendió lo que aquello significaría.

—¡Y con todos los gerifaltes de la conspiración a menos de un kilómetro de su centro!

—Ahí lo tienes. La maniobra consiste en llegar hasta su supresor para instalar en él un circuito paralelo que lo transforme en un difusor de rault. En realidad, lo único que tendremos que hacer será conectarle los cristales moduladores.

—¿Y vamos a introducir esas modificaciones ahora mismo?

Wellford asintió.

—El circuito paralelo será activado por un mecanismo de relojería. Dispondremos de cuarenta y cinco minutos para alejarnos, antes de que el generador pase de una función a otra. Será una emisión de rault brevísima… no durará más de treinta segundos. Luego, el supresor volverá a funcionar. Después será muy interesante ver cómo han quedado las cosas a bordo de la Estación de Tránsito Vega.

El inglés le tendió un diagrama.

—Esto es lo que tenemos que hacer.

Otro breve chorro de propulsión los colocó exactamente en posición de ataque. La proa de la nave accionó un mecanismo de apertura. El diafragma se abrió en torno a la sección delantera del casco, a medida que la nave penetraba centímetro a centímetro en la compuerta neumática del eje. Unos sujetadores magnéticos entraron en acción y la nave se estremeció ligeramente al detenerse. Gregson y Wellford se impulsaron al exterior a través de un compartimiento de carga y luego pasaron al interior del eje de la estación, entre la maraña de tirantes que brillaban a la pálida luz de los tubos del supersupresor.

—Toma —dijo Wellford, tendiéndole una pistola láser—. Dispara a matar contra todo cuanto se mueva… antes de que tenga ocasión de dar la alarma.

Gregson se ancló en una pieza estructural y su mirada alerta pasó de una entrada a otra del corredor periférico, vigilando atentamente cada uno de los ocho accesos a la sala circular.

Entretanto, Wellford volvió a entrar en la navecilla. A los pocos momentos salió de nuevo, llevando bajo el brazo el primero de los compactos componentes que constituían el modulador cristalino. Halándose por un cable, se dirigió hacia el enorme supresor. Mientras se alejaba de la compuerta, unos hilos aislados gemelos, que conectaban el primer componente al segundo, se pusieron en tensión y sacaron a éste de la bodega de la nave. A los pocos instantes Wellford remolcaba un rosario, al parecer interminable, de cajitas metálicas, provistas cada una de ellas de una ventosa, hacia el centro del compartimiento.

Cuando llegó frente al supresor de rault, buscó la vigueta en I radial más próxima y metió el primero de los componentes cristalinos en la concavidad de la vigueta, adhiriéndolo a ella mediante la ventosa. Entonces se puso a tirar rápidamente del hilo, metiendo a cada caja en su lugar a lo largo de la vigueta, a medida que avanzaba hacia afuera. Cuando la última caja del rosario estuvo colocada, regresó a la nave y repitió la operación con una segunda y luego con una tercera serie de componentes. Efectuó un viaje final a la nave para volver de ella con una cartera de electricista llena de herramientas, una pequeña caja de interruptores provista de seis alambres de contacto, y el diagrama del supresor. Mientras se dirigía hacia el macizo, llamó a Gregson por señas.

—Si tú sostienes los interruptores —le dijo—, yo empezaré a hacer conexiones.

Gregson se sujetó a un cable con el brazo, a fin de sostener al mismo tiempo la caja de interruptores y su pistola láser. Su mirada iba alternativamente de Wellford a las ocho puertas.

—¡Ya está! —exclamó el inglés, con alivio—. Hemos localizado los dos alambres de contacto que hay que derivar.

Los señaló entre un par de cajas de gran tamaño, tapadas por una rejilla, que se encontraban en el supresor. Acto seguido raspó el aislamiento en dos sitios de cada cable.

—Efectuando primero las conexiones —explicó a Gregson—, la corriente del supresor continuará pasando a través de nuestro mecanismo de relojería cuando interrumpamos el circuito.

Conectó cuatro de los alambres de contacto de la caja de interruptores a los cables expuestos. Luego empezó a sujetar las cadenas de cristales moduladores a los dos restantes alambres sueltos del mecanismo de relojería.

Cuando hubo terminado, sacó unas tijeras de la cartera.

—Ahora sólo nos resta cortar los cables y poner en hora el mecanismo.

Pero en aquel preciso instante Gregson fue cegado por un rayo láser carmesí que atravesó el compartimiento. Se agachó instintivamente y dio la vuelta, disparando al mismo tiempo. Un guardia internacional se recortaba en el umbral de la puerta más próxima, sujetándose a un mamparo. Gregson consiguió abatirlo mortalmente antes de que tuviera tiempo de disparar por segunda vez. Luego se impulsó hacia el corredor periférico, apartando a un lado el cadáver del guardia.

Efectuó un rápido recorrido por el pasadizo, mirando todos los indicadores de los ascensores. Ninguno de ellos se hallaba en funcionamiento.

Pero cuando regresó al compartimiento central, encontró a Wellford flotando por el espacio en estado semiinconsciente. El rayo láser le había arrancado parte del cuero cabelludo. Gregson arrancó varias tiras a su camisa, con las que improvisó un vendaje para contener la hemorragia.

—El interruptor… ya está conectado —murmuró el inglés—. Corta los cables y larguémonos.

Gregson le dejó flotando y regresó junto al supresor. Pero las tijeras habían desaparecido.

Reajustó su pistola láser y cortó los hilos gemelos con un rayo finísimo. Luego regresó a la nave, llevando a rastras el cuerpo de Wellford.

Después de un chorro inicial de retropropulsión, dejó que la nave derivase un centenar de metros, antes de dar una segunda inyección de combustible a las toberas de proa.

—Basta —le dijo Wellford, con sus facciones contraídas de dolor—. Si nos descubren, subirán a inspeccionar el compartimiento central.

Con una lentitud desesperante se fueron alejando por inercia de la Estación de Tránsito Vega. Las baterías láser de la gigantesca rueda habían dejado de disparar y la segunda navecilla diversiva no se veía por parte alguna.

Veinte minutos después, Wellford dijo:

—Muy bien, vamos a virar de bordo. A la máxima aceleración, estaremos a unos cuantos miles de kilómetros de distancia antes de que se produzca la explosión de rault.

Mientras Gregson hacía dar un giro de ciento ochenta grados a la nave, su compañero agregó:

—Cerciorémonos de que nuestros supresores de rault funcionan al máximo. Siempre servirán para atenuar algo el metabrillo de ese destello.

No habían transcurrido ni quince minutos, cuando Gregson se sacudió en el asiento, cuando sus receptores gliales fueron asaltados por la más intensa oleada de hiperradiación que jamás había zylfado. La misma espantosa sensación de los ataques de alaridos que había sufrido durante su aislamiento. Se esforzó desesperadamente por resistir aquel estallido de rault, tratando de permanecer insensible al mismo. Pero era tan abrumadora y abrasadora aquella sensación, que sus defensas endocrinas fueron hechas trizas en un instante. Y cuando la llameante tortura finalmente terminó, se encontraba agotado y exánime en su arnés. Con el rabillo del ojo vio que Wellford recuperaba el conocimiento.

Al cabo de un momento el inglés musitó:

—Peor que los fuegos del infierno, ¿eh? Deceleremos y regresemos a la estación Vega.

Tras una pausa, agregó:

—A propósito, te diré que estábamos relativamente cerca a ese estallido de rault, ¿sabes? Eso quiere decir que nuestros receptores gliales también han recibido un buen vapuleo. No me extrañaría que no pudiésemos zylfar nada durante un año o dos, por lo menos.

Cuando se hallaron de regreso en la estación, encontraron al director de la División Espacial en la sala del Mando Central. El general Forrester se arrastraba babeando por el piso de acero. Pero ese espectáculo era algo normal a bordo de Vega. Parte del personal que lo tripulaba estaba tendido de espalda, pataleando y murmurando frases incoherentes. Otros dormían acurrucados en posición fetal.

Wellford se dirigió hacia la sala de Comunicaciones con Tierra.

—Si nuestro ataque en el planeta ha tenido un éxito total también, nuestras naves no tardarán en enviarnos ayuda, para que podamos empezar a limpiar este lugar.

En el corredor periférico de la rueda encontraron un par de vehículos eléctricos y prosiguieron su camino montados en ellos.

—Nuestro primer objetivo, por supuesto —siguió diciendo el inglés—, será hacer bajar la estación hasta su órbita de tres mil kilómetros, para acabar con los alaridos. Entonces iniciaremos una campaña de información televisada. A continuación, la construcción inmediata de un transmisor raultrónico de haz coherente, para poder establecer contacto con los valorianos. Esto tendrá que tener prioridad absoluta. Y después…

Pero Gregson no le escuchaba. Su atención había sido atraída por un punto del ancho corredor en el que se encontraba una figura solitaria tendida junto al mamparo, asomando a medias de un vehículo eléctrico destruido.

Era Weldon Radcliff. La cabeza del director estaba torcida en un ángulo imposible sobre sus hombros y sus ojos muertos y vidriosos miraban al infinito.

FIN