Capítulo 17

Las sirenas aullaban en todos los compartimientos de la Estación de Tránsito Vega al tiempo que se cerraban las gruesas compuertas para aislar la sección cuyo importante escape de aire había provocado la alarma. Unos momentos antes, la estación tembló de un extremo a otro bajo una fuerte sacudida. Y los cohetes que controlaban la rotación se esforzaron por restablecer la fuerza centrífuga constante. Pero tuvo que transcurrir media hora antes de que empezasen a afluir las noticias acerca de lo sucedido. Entretanto, Radcliff permanecía con la mirada fija en las pantallas. Uno de los telesensores, situado en órbita a casi dos kilómetros de Vega, les estaba enviando imágenes de un enorme agujero en el anillo exterior.

Por último una voz dijo por el intercomunicador:

—Los daños están limitados a la sala de control del tráfico con Tierra. Toda esa sección ha sido destruida.

—¿Fue un meteorito? —preguntó el director del Departamento de Seguridad.

—No. La velocidad del objeto era tan lenta, que ha doblado la cubierta protectora exterior en los puntos de entrada y salida.

Radcliff sospechaba que había sido un misil, hasta que otra estación comunicó:

—La navecilla SG142 falta de su punto de atraque. —Para añadir poco después—: ¡El centinela del supresor ha sido muerto!

—Localicen a Gregson —ordenó Radcliff a todas las estaciones—. Cuando lo encuentren, tráiganlo aquí.

Pero las estaciones comunicaron sucesivamente que no conseguían dar con el paradero de Gregson. Karen ya se había presentado para informar que no se encontraba con ella. Y una voz dijo por el intercomunicador:

—Se ha localizado una nave destruida a tres mil kilómetros de aquí, en dirección a Tierra… siguiendo una trayectoria de reentrada. Parece que se trata de SG142.

Radcliff estaba casi seguro de lo que había ocurrido: Gregson se había procurado un traje espacial, había dado muerte a un guardia, se había introducido en la navecilla y se lanzó con ella contra Vega, en un ataque suicida.

Cuando Gregson recuperó el conocimiento, se llevó una mano temblorosa a la cabeza, en la que experimentaba un doloroso latido.

—Realmente, Greg, esto se está volviendo muy aburrido… cada vez hay que atontarte con un rayo de poca intensidad para tener que esperar luego a que recuperes el conocimiento.

Quien pronunció estas palabras fue Wellford, sentado a horcajadas en una silla y apoyándose con ambos brazos en el respaldo.

Gregson, que estaba tendido en el suelo, vio a su alrededor unas paredes de madera por desbastar, entre cuyas tablas mal ajustadas se filtraba la luz.

—Si es que tratas de zylfar… —empezó a decir Wellford.

—Lo sé —rezongó Gregson—. Vosotros ya me habéis zylfado a mí. Pero después, habéis puesto en funcionamiento un supresor de rault.

—Ni más ni menos. Aunque no es exactamente así. Disponemos de supresores individuales para cada uno de nosotros, para cada estructura y cada pieza de nuestro equipo. Tienes el tuyo en el bolsillo de la chaqueta.

Gregson miró por la ventana. Vio un terreno cubierto de árboles, con muy pocos claros. A lo lejos distinguió unos contrafuertes montañosos. Una cabaña de vez en cuando. En los puntos donde el follaje clareaba, se habían tendido redes de camuflaje. Vio tres navecillas de la División Espacial… dos de ellas parecían de plata fundida, mientras la otra era negra como el carbón y se hallaba profusamente equipada de antenas destinadas a desviar los impulsos de radar.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—No creo que me comprometa demasiado respondiendo a esa pregunta. En los Alpes austríacos.

Gregson se levantó con un juramento.

—¡Qué estúpido he sido! En el castillo supuse que estabais condicionados por los valorianos y que…

—Me hago cargo de tus sentimientos. Y lamento enormemente todas esas circunstancias equívocas. Siento haber cometido ese error, por supuesto. Pero zylfé que tú también habías comprendido tus errores.

—El mío nos ha costado a Andelia.

—Sí, ya lo sé. Pero, en cierto sentido, todos hemos sido responsables de su muerte.

Gregson se acercó a la ventana.

—Andelia me dijo que estabais preparando un importante plan de ataque.

—Desde luego que sí. Y al conseguir sacarte de Vega, tú nos has ayudado considerablemente.

—¿Cómo es eso?

—Iban a empezar la maniobra de cambio de órbita esta misma noche. Eso no nos daba el tiempo suficiente para actuar. Pero ahora que no te tienen a ti para dirigir esa maniobra, tendrán que aplazada. Y eso nos dará tiempo para nuestro ataque.

—¿En qué consistirá ese ataque?

—Lo siento, pero no puedo revelártelo. Andelia ya te explicó por qué.

Gregson comprendió por qué no querían comunicarle sus planes estratégicos. Al fin y al cabo, justo era reconocer que él parecía tener la propensión a cambiar de camisa constantemente.

Pero Wellford le puso una mano en el hombro.

—No debes sentirte excluido. Permíteme que te diga esto: ahora que te tenemos con nosotros, esperamos que juegues una parte vital en la ejecución de nuestros planes.

Un valoriano apareció en el umbral y señaló a una cumbre con el índice.

—Remanu acaba de zylfar a esa nave de la División Espacial en una órbita baja.

—Muy bien —repuso el inglés—. Dígale que zylfe lo menos posible. Y asegúrese de que todo está bien oculto.

Cuando el valoriano se hubo ido, Gregson le indicó las tres astronaves a Wellford.

—Probablemente planeáis un ataque a Vega. ¿Pero no creéis que Radcliff estará preparado para repelerlo… después de vuestra incursión de anoche?

—Lo que más me sorprendería es que él supiese que estuvimos allí. Ni siquiera tocamos el supresor: nos limitamos a examinarlo. Y para ocultar las trazas de tu desaparición, nos procuramos un pretexto excelente, apoderándonos de una de sus naves ancladas y lanzándola contra la sala de control de Tierra. —Wellford le explicó cómo se había realizado aquella operación y concluyó con estas palabras—: Así que, por lo que concierne a Radcliff, tú te has convertido en el asesino de dos de sus guardias y en un mártir de nuestra causa.

Gregson no tuvo más remedio que admirar la astucia de su amigo y lo concienzudo de su trabajo.

—¿Conseguiste enviar el mensaje desde el castillo?

—Cuando acabamos de montar el transmisor, vimos como su antena subespacial hallaba la orientación precisa en términos de dirección espacial equinormal. Precisamente entonces cayó sobre nosotros el avión del Departamento. Introdujimos el mensaje grabado en el transmisor y nos fuimos a escape. Pero hubo tiempo de cursar el mensaje antes de que el castillo fuese destruido.

—¿Entonces, eso quiere decir que los Valorianos enviarán fuerzas armadas para ayudarnos?

—No, señor. Ellos no intervendrán para derribar un gobierno establecido… sea cual sea la manera como se haya establecido. Eso es asunto nuestro, aunque ellos no se negarán a darnos sus consejos.

—Entonces, ¿cuál era el propósito de ese mensaje?

—Si nosotros, como simples seres humanos, somos capaces de aniquilar esa conspiración, podemos esperar que nos envíen todo el personal técnico y equipo que sea necesario para establecer clínicas y habituar a los terrestres al rault… de una manera indolora. —Wellford hizo una pausa antes de continuar—. Y ya que hablamos de eso, me parece que tú sigues siendo algo escéptico acerca de la capacidad de los valorianos para eliminar los alaridos de una persona normal en tres semanas.

Gregson movió la cabeza.

—Es que no resulta fácil creerlo… después de lo que pasamos tú y yo durante nuestros dos años de aislamiento. Y además, me dijiste que no sabías de nadie que hubiese sufrido con éxito ese tratamiento.

—Entonces, no. Pero es que llevaba varias semanas sin tener contacto con nuestras restantes bases.

—¿Entonces, hay efectivamente personas que han transpuesto la barrera en tan poco tiempo?

—Muchísimas.

Con el rugido de sus motores amortiguado por el follaje, el avión intercontinental descendió verticalmente por un claro del bosque y se posó a menos de cien metros de la ventana. El piloto y los pasajeros descendieron por la escalerilla. Uno de ellos, rechoncho y anciano, bajaba tanteando con la mano la barandilla y con la otra extendida ante sí, para apoyarla en el hombro de una mujer joven.

Gregson pegó un brinco. ¡Eran Helen y su tío!

Wellford rió entre dientes.

—Como puedes ver, Radcliff nunca los tuvo en su poder. Como sabía que tú ignorabas completamente su paradero, fingió que los tenía prisioneros.

—¿Pero, cómo…?

—Los valorianos también se hallan muy interesados en localizar a personas capaces de adquirir la hiperpercepción por sí mismas y sin pasar por los alaridos. Encontraron a Forsythe y a su sobrina hace menos de un mes.

—¿Y tul por qué no me lo dijiste?

—Es que yo ni siquiera lo sabía cuando abandonamos el castillo. Me enteré después.

Gregson llamó a Helen a voces, agitando los brazos, y luego salió disparado hacia la puerta. Pero Wellford le agarró por los brazos.

—Se me ocurre pensar que tendrías que estar muy contento de que hayamos prohibido terminantemente zylfar.

—¿Qué quieres decir con eso?

Su amigo se encogió de hombros.

—Realmente, tu conducta ha sido muy normal. Yo creo que hubiese reaccionado de la misma manera. Pero a veces las personas de otro sexo no comprenden del todo las acciones del nuestro.

—Sigo sin entenderte…

—Hace dos noches, en Vega, estuviste en brazos de Karen. Me imagino que a Helen no le haría ni pizca de gracia zylfarlo.

—¡Oh! —Gregson se dirigió de nuevo a la puerta, pero con menos entusiasmo que antes. Cuando llegó al umbral se detuvo y se volvió hacia Wellford—. ¿Dices que Helen… puede zylfar?

—Naturalmente, hombre. Es una prueba viviente de que los valorianos pueden administrar el tratamiento en tres semanas. Aún no zylfa a la perfección, pero ni tú ni yo tenemos nada que envidiarle a este respecto.

Unos momentos después, Helen rodeaba con sus brazos el cuello de Gregson, quien al propio tiempo asía con una de sus manos la de Bill.

—¡Qué emoción nos produjo esta mañana saber que estabas aquí! —exclamó ella, escrutando con ansiedad su rostro.

—De modo que te tenían prisionero a bordo de la Estación de Tránsito Vega —observó Forsythe—. Debes de haberlo pasado muy mal.

Mientras Gregson murmuraba una respuesta ininteligible, Wellford dijo con cierta sorna.

—Greg tuvo que soportar… ejem, unas pruebas que estaban mucho más allá de lo que sus deberes le exigían. No digo más para no aumentar su embarazo.

—¡Oh, pobre Greg! —dijo Helen, con simpatía—. ¡Qué malos momentos debes de haber pasado!

—Pero —prosiguió Wellford—, estoy seguro de que todo lo soportó como un valiente, sostenido por el pensamiento de que os tenían como rehenes y de que todas sus… pruebas tenía que soportarlas en vuestro interés.

Siguieron su camino hacia el cobertizo, mientras Helen iba materialmente colgada del brazo de Gregson. La joven llevaba unos pantalones de tejido sintético y sus rubios cabellos parecían aún más claros que el pullover de cachemira que llevaba. Ella también era atractiva, pero su atractivo era distinto, más permanente y sutil que el de Karen. Precisamente entonces un valoriano salió del cobertizo, llevando un pequeño receptor de radio portátil.

—Remanu acaba de zylfar a tres aviones del Departamento de Seguridad a gran altura en la atmósfera. Parecen estar reconociendo los Alpes palmo a palmo.

Después de cenar, Gregson y Helen se sentaron en la escalera del cobertizo, mientras Forsythe permanecía de pie a la puerta, fumando su pipa. Al anochecer reinaba una gran actividad en torno a la pequeña astronave negra como el carbón. Varios hombres se afanaban sobre su casco, empleando centelleantes instrumentos eléctricos para reparar su revestimiento fuliginoso. En las otras dos navecillas también se trabajaba frenéticamente. En diversas cavidades de su casco esbelto y resplandeciente se instalaba armamento láser pesado.

—¿Qué pasa ahí fuera, Greg? —preguntó Forsythe.

Gregson le describió la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Cuando hubo terminado, Helen, risueña, amonestó cariñosamente a su tío:

—Si es que piensas de nuevo en desactivar tu supresor, ahora mismo llamo a Wellford.

—No temas, que no lo voy a hacer —repuso él.

Gregson comprendió entonces lo que significaba zylfar para Forsythe. Verse condenado a la ceguera no era un inconveniente particularmente grave… cuando se disponía de la superluz de la hipersensibilidad. Aquella nueva forma de percepción era como un don de los dioses para él. Pero ¿y para el resto del género humano?

Helen le pasó el brazo por el suyo.

—¿En qué piensas?

—En si necesitamos verdaderamente la hiperpercepción. Hasta ahora nos hemos pasado muy bien sin ella.

—Sí, quizás lo pasamos muy bien sin ella —repuso Forsythe—, pero no olvides que nuestra historia ha sido hasta este momento una serie interminable de guerras y crímenes, odio y opresión. ¿Te parece esto deseable?

—¿Qué quieres decir?

Helen le miró a los ojos.

—¿No comprendes lo que significa verdaderamente la sensibilidad al rault? Nadie volverá a ser una isla. Las mentes de todos estarán abiertas. Nadie podrá tramar malévolas maquinaciones en privado. Se habrán acabado el engaño, la traición, la mentira y los secretos.

Gregson recordó entonces que uno de sus profesores en Versalles hizo un análisis filosófico de «una sociedad en la que todos zylfasen», sacando la conclusión de que nadie podría refugiarse en sus pensamientos íntimos.

—Será un mundo distinto, ¿no crees? —dijo él—. Tendremos que aprender a adaptarnos unos a otros, a ser tolerantes y serviciales.

Wellford se acercó a ellos, viniendo de la navecilla negra, y apoyó un pie en el escalón inferior.

—Hay una cosa que no recuerdo haberte zylfado anoche, Greg… háblame de la sala de comunicaciones con Tierra de la estación. ¿Está aún en condiciones de funcionamiento?

Gregson asintió.

—Yo mismo la comprobé la semana pasada.

—Entonces, es evidente que constituye una parte vital en la estrategia de Radcliff.

—Vitalísima. En primer lugar… fin de los alaridos. Segundo… dominación militar a escala mundial. Tercero… la conspiración sale a la luz, empleando Comunicaciones con Tierra para difundir sus consignas e imponer su autoridad.

De pronto se oyó el sonido distante de un avión intercontinental que rasgaba las capas bajas de la atmósfera.

—¿Será uno de los nuestros? —preguntó Forsythe con ansiedad.

—No —repuso Wellford, prestando oído. El zumbido se alejó en el sobrecogedor silencio del anochecer.

Más tarde, como la noche era tranquila y agradable y el aire no era excesivamente frío, Gregson y Helen, cogidos de la mano, salieron a pasear en dirección a un claro situado al sur de las navecillas.

Al llegar al borde del calvero ella se sentó en un peñasco ancho y bajo, recostándose luego y entrecruzando los brazos bajo su cabeza, con el rostro vuelto hacia arriba.

La luz de las estrellas parecía llenar su cabello de chispitas, que recordaban los cristales de nieve de aquel lejano y frío día de Pensilvania.

Gregson encendió un cigarrillo. Hacia el sudoeste, a medio camino entre el cenit y el horizonte, un pálido puntito luminoso avanzaba pausadamente entre las estrellas… la Estación de Tránsito Vega. Dentro de pocas horas la estación penetraría en el cono de sombra de la Tierra.

Se metió la mano en el bolsillo y sus dedos tropezaron con la superficie metálica de su supresor de rault. Notó el calor de su resplandeciente bombilla roja. Convencido de pronto de que la noche era demasiado tranquila para ocultar cualquier peligro, dio vuelta al botón del aparato, poniéndolo al máximo.

E inmediatamente captó la gran oleada de hiperradiación que bañaba todo cuando les rodeaba. Únicamente Helen le resultaba invisible. Aunque podía verla ópticamente sentada en la roca, le resultaba imposible zylfarla, pues el supresor de la joven dejaba un vacío casi imperceptible en su área de percepción glial.

A su alrededor, aunque subsistía la oscuridad óptica, en el aspecto hipervisual las emanaciones de Chandeen se recibían con toda potencia. Se puso a zylfar los detalles del bosque. Y percibió todos y cada uno de los árboles y todas y cada una de las hojas en todas las ramas, las aves que se arrullaban y los insectos adormecidos, así como los animales mayores que dormían ocultos entre la espesura. Dejó que su percepción se elevase a las alturas celestes y abarcó simultáneamente todas las estrellas de la Galaxia y las grandes nebulosas. Y pudo zylfar entonces el borde de Chandeen… debajo mismo del horizonte visual. Había allí una magnificencia, una abrumadora grandeza, un esplendor, una hiperradiacción que casi no podían captar sus células gliales, en aquella fuente de rault, que le obligaron a apartar de ellas su percepción directa.

—Ya no utilizas el supresor, ¿eh? —le preguntó Helen.

Pero él, subyugado por la belleza y el orden supremos del Cosmos bañado en rault, apenas oyó sus palabras.

Ella se arrimó a él.

—Nunca nos hemos zylfado el uno al otro, ¿verdad?

Y de pronto el estigum que la rodeaba desapareció cuando ella también desconectó su supresor.

Atraída así la atención glial de Gregson a su ambiente inmediato, zylfó a la joven y se dio cuenta en el acto de que ella, a su vez, estaba zylfando sus relaciones con Karen a bordo de Vega. Estaba todo allí, en su mente consciente, porque él quería que ella lo supiese. Pero le era imposible ocultar el embarazo que sentía.

Pero no tenía motivos para inquietarse. No solamente ella se mostró completamente tolerante, sino que también comprendió que nunca se le hubiera presentado la ocasión de escapar de Vega sin ganarse antes la confianza de Karen y de Radcliff.

Él la asió por los hombros y el cabello de Helen le acarició las manos, haciéndole sentir cada una de sus sedosas hebras como… De pronto zylfó hacia arriba. Venía un avión muy bajo por encima de la cresta montañosa del Este. Y comprendió enseguida que el piloto los había zylfado a él y a Helen mucho antes de que ellos se diesen cuenta de su presencia.

Instantáneamente Gregson activó su supresor. Pero ya era demasiado tarde. El secreto de la base había sido descubierto. Cogió a la joven por la mano y ambos corrieron hacia el cobertizo.

Los motores del avión rugían entonces en el cielo, mientras el aparato se lanzaba en derechura hacia el vallecito. Luego la oscuridad del bosque fue rasgada por gruesos rayos láser y Gregson supuso que el avión había iniciado ya su ataque. Pero a los pocos instantes vio que los rayos láser iban de tierra a aire.

El zumbido de los motores empezó a hacerse intermitente y luego cesó, sumiendo nuevamente a la noche en silencio, después se escuchó una tremenda explosión y el bosque quedó bañado en un vacilante resplandor carmesí. Cuando llegaron a la base, docenas de personas corrían en las tinieblas. Pero precisamente entonces se encendieron unos faros, iluminando los cobertizos, aviones y navecillas.

—¡Greg! —gritó Wellford—. ¡Acércate!

El inglés estaba de pie en la escalerilla de la astronave negra indicando por señas a los tripulantes de las otras dos naves que embarcasen.

Helen se quedó rezagada mientras Gregson se dirigía al encuentro de su amigo.

—Me temo que todo haya sido culpa mía —empezó a decir—. Verás es que…

—Ahora eso ya no importa. Quizás haya sido un bien. Esperando más, se hubiese pasado la oportunidad.

Formando bocina con las manos, gritó:

—¡Que todo el mundo se disperse! ¡Puede haber un segundo ataque!

Gregson dio media vuelta para unirse al éxodo. Pero Wellford le llamó:

—¡No, Greg! ¡Tú, aquí conmigo! ¡Te necesitamos para esta misión!