La estación de tránsito Vega era una gigantesca rueda que giraba majestuosamente en torno a su pie modular en el silencio del espacio. Aumentaban aún más su parecido con una rueda los ocho radios que unían su centro con el anillo exterior. Estrechándose hacia el centro, estos elementos radiales albergaban los alojamientos, los talleres y las oficinas. Pero donde convergían en la estructura total, desprovista de gravedad, eran tan angostos que únicamente podían pasar por ellos los ascensores que recorrían cada uno de los radios, de casi medio kilómetro de longitud.
La rueda propiamente dicha tenía ciento ochenta metros de sección transversal. Quien siguiese su corredor periférico en un vehículo eléctrico, tendría que recorrer más de casi dos kilómetros y medio para regresar al punto de partida. A lo largo de la circunferencia exterior de la rueda se hallaban, puestas alternativamente, compuertas neumáticas que funcionaban como el diafragma de una cámara fotográfica, para recibir la punta de las navecillas-lanzadera que atracaban a la estación y pares de cohetes destinados a estabilizar la rotación de la titánica construcción espacial.
El anillo exterior era una verdadera ciudad en la que se encontraban los alojamientos más cómodos, el Mando Central, los controles para la purificación del ambiente y la gravedad, la sala de comunicaciones con la Tierra, los lugares de esparcimiento, salas de reuniones, comedores e incluso un parque en miniatura con piscina y un sol artificial.
A lo largo del anillo podían seguirse dos direcciones curvilíneas: «en el sentido de la rotación» y «contra la rotación». La palabra «arriba» significaba hacia el eje de la rueda. Y los techos de todas las cámaras, salones e instalaciones públicas tenían esta misma orientación.
Gregson se hallaba en aquel momento en el Control de Gravedad, ante un tablero de instrumentos de seis metros de largo. Obedeciendo sus órdenes, dos técnicos efectuaban varios ajustes desde una balaustrada colocada detrás del gigantesco panel.
—Otra vuelta a la derecha, y ya estará —les dijo. Un indicador se movió y todos notaron un ligero aumento de peso cuando los cohetes que aumentan la velocidad de rotación de la rueda entraron en acción y Vega giró ligeramente más aprisa en torno a su eje.
Los dos hombres salieron de detrás del tablero y se reunieron con Gregson, cuando éste se apartó un poco para abarcar de una ojeada las docenas de esferas indicadoras. Algunas agujas se movieron y unas luces centellearon, indicando que el encendido de los cohetes estabilizadores se había realizado correctamente.
—Eso es —dijo él—. Ahora estamos completamente en automático.
—No sabe usted lo mal que lo pasamos hace unos días… antes de que usted subiese a echarnos una mano —comentó uno de los técnicos—. Por lo menos hemos ganado un cuarto de gravedad.
—Eso ocurrió —terció el otro técnico—, porque se dedicaron a trasladar todo ese equipo pesado contra el sentido de la rotación.
Gregson fingía estar atento a los temblores apenas perceptibles que indicaban el encendido y el apagado de los cohetes periféricos más próximos. Pero bajo su atención superficial se esforzaba por captar cualquier indicio de rault, por tenue que fuese. Aquel intenso estigum era opresivo, sofocante. Y se preguntó por enésima vez dónde debía de estar oculto el supersupresor.
Si pudiese llegar hasta él y descubrir el medio de desconectarlo —aunque sólo fuese por un momento—, entonces podría zylfar si Helen y su tío se hallaban prisioneros en algún lugar de la estación.
Un guardia internacional entró en la sala de Control de Gravedad y se acercó directamente a Gregson.
—¿Ha terminado usted ya?
Como antes, el hombre iba armado con un rifle láser, con su selector puesto de manera que el rayo sería de baja intensidad, más propio para aturdir que para matar.
Gregson inclinó afirmativamente la cabeza.
—Entonces, haga usted el favor de seguirme al Mando Central.
Gregson condujo lentamente su vehículo eléctrico por el corredor periférico, mirando hacia los corredores transversales, las puertas cerradas o las paredes de cristal que separaban las salas de recreo de los corredores. En algún punto de la Estación de Tránsito Vega habían instalado un potente supresor de rault. No tenía idea de cuáles debían ser sus dimensiones. Pero era indudable que su presencia no podía pasar desapercibida, por la actividad que debía rodearlo, ya que era necesario añadir nuevas series de generadores para incrementar su rendimiento.
Pero, mirando de reojo al guardia que no le perdía de vista, tuvo que reconocer que no le sería fácil encontrar una oportunidad de buscarlo. Llevaba ya más de una semana a bordo de la estación y durante todo este tiempo se había hallado constantemente sometido a una estrecha vigilancia. Frente a ellos, un grupo mixto de civiles y militares de uniforme salía de una sala de conferencias. A su cabeza se encontraba un caballero alto y distinguido, de porte erguido y ceremonioso.
Sin quitarle la vista de encima, Gregson detuvo su vehículo para dejar pasar al grupo.
El guardia se acercó a él.
—¿Le gusta a usted dárselas de amigo de la gente importante, Gregson?
—No. ¿Por qué?
—Porque en caso contrario, podría usted decir que se ha rozado con una serie de personajes importantes.
Y el guardia indicó al grupo con un ademán de cabeza.
—¿Es que ni siquiera le impresiona ver al propio Presidente de su país?
El grupo ya había pasado y Gregson se volvió para mirar a un hombre fornido de paso incierto, que se acercaba al oído una trompetilla traslingual, para entender lo que le decían dos señores que le acompañaban.
—¿Sabe usted quién es ése? —le preguntó el guardia.
Gregson vio llegar al individuo en cuestión a bordo de Vega, precisamente la víspera. Radcliff se puso muy nervioso por ese motivo.
—Pues es Sergilov Baranovsky —repuso el guardia con voz campanuda—. El primer ministro de la Unión Soviética.
En el Mando Central, Gregson encontró a Radcliff de pie frente a una serie de pantallas televisoras, observando a diversas navecillas que se acercaban a Vega para introducir su proa en los diafragmas de atraque. El director del Departamento de Seguridad se encontraba acompañado por un individuo alto de facciones toscas y enérgicas, que vestía el uniforme de la División Espacial, con cinco estrellas en sus charreteras.
Radcliff llamó a Gregson, diciéndole que se acercara, y le dijo:
—Le presento al general Forrester, jefe de la División Espacial. Trabajará con usted cuando bajemos a Vega hasta su nueva órbita de tres mil kilómetros.
Ninguno de los dos pronunció una palabra de saludo.
—Veo que ha conseguido estabilizar el giro de la estación —fue el único comentario de Forrester.
—También ha hecho maravillas en la sección de acondicionamiento y purificación de aire —dijo Radcliff—. Aún queda mucho por hacer, por supuesto, pero las otras cosas pueden esperar a que estemos estabilizados en la nueva órbita.
—¿Presentará muchas dificultades el cambio orbital? —preguntó Forrester.
—No muchas —respondió Gregson, tomando asiento en una butaca de observación—. Todo consiste en encender adecuadamente varios pares opuestos de cohetes estabilizadores, cuando ocupen una posición determinada, después de pasar por el paralelo de la órbita.
—Parece algo complicado —comentó Radcliff—. ¿Se hace automáticamente?
Gregson asintió.
—Pero toda la operación tiene que ser supervisada manualmente, sin emplear el sistema de autocontrol.
—¿Y usted se ve capaz de hacerlo? —preguntó Forrester, con semblante preocupado.
—Mi especialidad son los controles de propulsión, precisamente.
—¿Y el sistema automático? ¿Se encuentra en adecuadas condiciones de funcionamiento?
—Prácticamente, sí, como resultado de los ajustes que acabamos de efectuar en la sala de Control de Gravedad. Sin embargo, hay que hacer más comprobaciones en los circuitos.
Forrester frunció el ceño y, al darse cuenta de su evidente confusión, Gregson coligió que le habían asignado aquel puesto más por su hipersensibilidad que por sus conocimientos técnicos.
—¿Y qué tiene que ver con eso el control de gravedad? —quiso saber el general.
Pacientemente, Gregson le explicó:
—El control de la gravedad y el control de la rotación son prácticamente la misma cosa. Los cohetes que regulan la rotación pueden utilizarse en caso necesario como unidades a propulsión, ¿entiende usted?
—¡Oh!
Era evidente que Forrester anhelaba disponer de un poco de rault para zylfar y comprenderlo plenamente todo, sin tener que ponerse en evidencia preguntando detalles tan elementales.
Éste era el Nuevo Orden que le esperaba a la Tierra, pensó Gregson. La Oligarquía. La Cúspide de la Pirámide. Los señores de un implacable sistema feudal que no gobernarían sobre sus vasallos por la autoridad que les confiriese un título hereditario, sino por virtud de su completo control sobre todos los medios de producción, las instituciones políticas y las organizaciones militares del planeta. El general se volvió hacia Radcliff para decirle:
—Creo que has encontrado al hombre adecuado para esta tarea, Weldon.
—De eso estoy seguro. Y pone la mayor voluntad en su trabajo.
—¿Cuál es su potencial de zylf?
—Muy bajo. Pero ten en cuenta que no es más que un principiante. Con el tiempo, zylfará tan bien como todos nosotros.
Radcliff se volvió entonces hacia Gregson.
—Nos tiene usted entre la espada y la pared, Gregson. A decir verdad, le necesitamos. Y nos gustaría que colaborase con nosotros… voluntariamente.
—Cuente usted con mi cooperación —dijo Gregson—, y no tanto porque retenga a un par de rehenes sino…
—Si no es por los rehenes, Mr. Gregson —le interrumpió Forrester—, ¿se puede saber por qué nos ayuda?
Fue Radcliff quien contestó… con una sonrisita irónica:
—Porque está de acuerdo en que ha llegado ya el momento de poner a la Tierra al alcance del supresor de rault de Vega y acabar con los alaridos. Me supongo que colaborará con nosotros hasta que dicho objetivo se alcance. Después, ¿vamos a decirlo de una manera melodramática?, hará todo cuanto esté en su poder para luchar contra el Departamento. ¿No es eso, Greg?
Gregson no contestó.
—En cuyo caso —prosiguió Radcliff con tono burlón—, supongo que tendremos que hacer algo para ablandar a Mr. Gregson, a fin de que sus represalias no sean demasiado severas. Y este ablandamiento ya está preparado. Ella te espera junto a la piscina, Greg.
Gregson partió a toda velocidad en el vehículo eléctrico en dirección al parque, esforzándose por apartar de su mente la idea de que Radcliff era tan magnánimo, que habría puesto en libertad a Helen. Con todo, aquello era posible, porque por más que ella corriera por la estación, no perdería ni un ápice de su valor como rehén.
Penetró en el parque y dejó el vehículo junto a un árbol artificial recién regado y que relucía con miles de gotitas. Sorteando los parterres con flores, se detuvo en una terraza embaldosada al borde de la piscina. Había allí unas treinta personas nadando, bronceándose o dormitando en sillas playeras. Más de la mitad de ellas eran mujeres. Su mirada anhelante pasó de una a otra. Por último la vio… estaba tendida de bruces, llevando únicamente un breve bañador de dos piezas y con una toalla cubriéndole la cabeza. ¡Era ella!
Corrió en su dirección y cayó de rodillas a su lado.
—¡Helen!
Ella, que sin duda ya le esperaba, contestó:
—¡Hola, Greg!
¡Pero el tono de su voz era más bajo para corresponder al de él!
Karen Rakaar se incorporó risueña. Poniéndole una mano en la muñeca, le dijo:
—¿Otro de los antiguos alumnos de Versalles que está de vacaciones?
Gregson no pudo ocultar su decepción al sentarse a su lado, borrando, muy a pesar suyo, la imagen del reluciente cabello rubio de Helen centelleando al sol y la nieve, mientras él la tenía sujeta al suelo.
—Me encantó saber que no dejaste Versalles de la misma manera que lo hizo el pobre Simmons —dijo Karen alegremente.
—No estoy aquí por mi voluntad.
—Entiendo. Pero podrías cambiar de opinión, ¿no?
Ella cambió de postura y dobló sus bien torneadas piernas. Aquel movimiento, ligeramente sensual, era deliberadamente provocativo, lo mismo que su reducidísimo atavío color carne.
—Vamos, Greg —le dijo ella, moviendo la cabeza—. Sé práctico, hombre.
—¿Y se supone acaso que tú tienes que ayudarme a ser práctico?
—Para serte franca, sí. —Le cogió el brazo y lo apretó fuertemente contra su cuerpo—. Sería una buena idea que fueses práctico. Debes saber que tú tienes mucho valor para el Departamento. Podrías poner el precio que quisieras a tus servicios, hechos voluntariamente.
Se acercó aún más a él.
—Para nosotros, Greg, esto sería una utopía hecha realidad. Ten en cuenta que yo no estoy separada de ti por la barrera de la hipersensibilidad. Ambos somos superiores. Ambos somos zylfantes.
Era evidente que ella se había aprendido minuciosamente la lección, si es que ya en Versalles no había zylfado todos los detalles. Él la contempló y no tuvo más remedio que reconocer que era muy atractiva. Sus ojos eran azules como el agua de la piscina y había una ternura en sus labios que no sólo denotaba un espíritu alegre, sino su capacidad para una sensualidad abrasadora. Cuando se levantó para vestirse se irguió con el aplomo y la euritmia de una estatua griega esculpida en el más bello mármol de Carrara.
Evidentemente animada por su mirada de admiración, ella consultó su relojito.
—¡Vaya, si ya es la hora de cenar! Sólo tardaré un momento en vestirme. Radcliff me ha dicho que esta noche tú no tienes nada que hacer. ¿Qué te parecería si tomásemos juntos el aperitivo, luego nos fuésemos a cenar, y, después…?, bien, lo que tú digas.
Él no contestó. Considerando su silencio como un tácito asentimiento a sus palabras, ella le tomó un momento la mano y le dijo:
—Vuelvo enseguida.
Mientras seguía con la mirada el armónico movimiento de sus largas piernas, al irse alejando, él se puso a meditar con disgusto en las pocas probabilidades que tenía de éxito. Nada podía hacer para ayudarse a sí mismo, o a Helen y a su tío, mientras lo mantuviesen bajo tan estrecha vigilancia. ¿Pero qué ocurriría, si él fingía tragarse el tentador cebo que le ofrecían?
Sintiéndose a la vez decidido y afligido, esperó a que regresara Karen. Y cuando ambos se fueron juntos, advirtió que no se hallaba bajo vigilancia por primera vez desde que se encontraba a bordo de la Estación de Tránsito Vega.
Karen se había equivocado, sin embargo, cuando dijo que el director del Departamento de Seguridad no asignaría a Gregson ninguna otra misión para el resto de la noche. Precisamente ocurrió todo lo contrario. Cuando, después de cenar, regresaron a la suite de Karen y ella puso una suave música de fondo, llamaron con los nudillos a la puerta mientras ella preparaba unas, bebidas. Gregson pensó que debían de tener una absoluta seguridad en su táctica cuando el guardia que había llamado le dijo:
—Sabía que le encontraría aquí. Tiene usted que presentarse en el Auditorio Periférico B.
Karen le pellizcó la mejilla.
—Mientras tanto, pondré las bebidas a refrescar.
El Auditorio B, cuyo piso se curvaba suavemente en dos direcciones, gozaba de una tenue iluminación, porque servía también de observatorio. A través de su pared transparente se veía media Tierra con su hemisferio oscurecido bañado por la claridad lunar. Parecía un enorme ópalo engarzado en una montura de brillantes.
Gregson esperó en el fondo de la sala. En ella se encontraban reunidas medio centenar de personas, principalmente del sexo masculino. En el estrado se erguía Radcliff, flanqueado por un par de guardias armados, y con las manos puestas negligentemente sobre el pupitre.
—… y así que los Institutos de Aislamiento hayan sido cerrados —estaba diciendo—, la Guardia Internacional será reforzada por un reclutamiento militar general en todas las zonas compactas.
—¿Cuánto tardaremos en estar en disposición de iniciar la ofensiva contra las potencias orientales? —preguntó Baranovsky, el primer ministro soviético, mediante su trompetilla traslingual.
—Dentro de pocas semanas esto será posible. Ahora aún no podemos asegurar la oposición que encontraremos. Pero estaremos bien preparados.
—¿Y los zylfantes de Pekín? —preguntó una voz cultivada con acento de Oxford—. ¿Serán asimilados por nuestra organización?
—Posiblemente, señor Primer Ministro. No están tan bien organizados como nosotros, por supuesto. Pero hay que reconocer que controlan su zona. En consecuencia, resultará más conveniente imponerles nuestra autoridad, en vez de aniquilarlos para empezar otra vez desde cero.
Viendo que no había más preguntas, Radcliff agregó:
—Esto es todo, pues. Hasta nuestra primera sesión sobre estrategia, que se celebrará mañana.
Cuando los reunidos desfilaron, llamó a Gregson con una seña, haciéndole subir al estrado junto a él.
—Como usted puede ver —le dijo Radcliff cuando estuvieron solos—, finalmente estamos empezando a organizar las cosas. Espero que no le haya decepcionado la sorpresita que le tenía preparada.
—¿Es para que los trabajadores a sus órdenes estén contentos?
—Dígalo así, si quiere. Pero no hace falta que trate de presentarse como un mercenario, y menos ella. A lo que parece, Karen se halla prendada de usted.
—¿Qué sacará ella de esto?
—Los Países Bajos. Pero puede haber más… para usted y para ella.
Fingiendo que reflexionaba profundamente, Gregson musitó:
—Desde luego, Karen es una chica guapísima.
Radcliff sonrió.
—Me gusta oírle decir eso. Bien, pasado mañana soltaremos amarras y nos desplazaremos hacia nuestra órbita de tres mil kilómetros. ¿Podrá tener el sistema de propulsión dispuesto para entonces?
—Sin la menor dificultad. Sólo necesito un par de horas para comprobarlo todo.
—Estupendo.
—¿Ya da suficiente estigum su supresor?
—En estos momentos estamos generando una esfera libre de rault de un radio de más de veinte mil kilómetros de radio. Usted cumpla su misión y dentro de pocos días los aulladores dejarán de aullar… para siempre.
Eran quizá las tres de la madrugada —cuando Vega pasaba a través del cono de sombra de la Tierra— cuando Gregson apartó finalmente la cabeza de Karen de su hombro, ahuecó la almohada y se dispuso a dormir.
Pero su modorra no estuvo libre de sueños. Inmediatamente le pareció que, con una omnisciencia propia de un dios, vagaba lánguidamente por el inmenso espacio galáctico, con todo el esplendor de la Vía Láctea dispuesto a su alrededor como una tiara centelleante. Brazos en espiral compuestos por miríadas de estrellas, bañados por el resplandor de nebulosas radiantes, envolvieron a Gregson, transfigurándolo e infundiéndole una embriagadora sensación de unidad con toda la creación cósmica. Durante aquel instante de exaltada percepción, le pareció compartir los misterios del universo. Se dio cuenta de todas y cada una de las estrellas, de sus tamaños y distancias, de su ordenación en complejos y sistemas y cúmulos, sus magnitudes absolutas, frecuencias y el ritmo de su radiación.
Era su primer sueño hiperperceptivo.
Y durante el mismo, como si pudiera cambiar su perspectiva a voluntad, pudo zylfar la resplandeciente fuente de hiperradiación cuya belleza hacía palidecer la de las más brillantes estrellas, bañadas por el rault que todo lo penetraba. Chandeen le pareció una joya entre joyas, que prestaba significado a la Galaxia cuyos destinos regía.
La armonía que derramaba sobre todos los átomos que la formaban sólo se veía turbada por la malévola presencia de la Estigumbra de hiperoscuridad, que asfixiaba a incontables millones de estrellas. Al mismísimo borde de aquella sombra, Gregson reconoció al Sol y a su familia de planetas, que se disponían a recibir su pleno bautismo de rault, después de milenios de oscuridad estigúmbrica.
Nuevamente su perspectiva cambió, pasando de lo cósmico a lo humano. Y percibió hasta el detalle más ínfimo a la joven holandesa desnuda que dormía apaciblemente a su lado, arrullada por sus sueños claramente zylfables de una Utopía en la que ella se veía como una reina. Gregson movió la cabeza en la almohada y de pronto se dio cuenta de que aquello no era un sueño… que efectivamente había efectuado una incursión en el reino de la hipersensibilidad, mientras Chandeen lo bañaba todo con su maravillosa radiación.
¡Estaba despierto… ni por un sólo momento se había dormido!
Aquello sólo quería decir una cosa: que el potente supresor instalado en Vega había cesado de funcionar, dejando de emitir su esfera de estigum.