Capítulo 14

El castillo seguía rodeado por el campo de estigum artificial cuando Gregson y Wellford desayunaron juntos a la mañana siguiente. El inglés parecía ser el mismo que siempre había conocido, y bajo los tranquilizadores rayos del Sol, a Gregson le resultaba difícil creer que su amigo no fuese un agente completamente libre.

—Estamos haciendo grandes progresos con el transmisor —dijo Wellford, terminándose el café—. De no haber sido por la interrupción de anoche, ya lo hubiéramos terminado.

—¿Te refieres al intruso alemán?

Gregson había supuesto que tratarían de echar tierra sobre el incidente.

Wellford asintió.

—Andelia nos dijo que tú lo habías presenciado. Pobre diablo. Supongo que debe de resultar algo tremendo… eso de tener que cambiar todas las ideas preconcebidas que se tienen sobre los valorianos.

—¿Y cómo está?

—Sigue con ganas de pelea. Pero Andelia se ha encargado de él. Creemos que no tardaremos en convencerlo.

Gregson le preguntó, midiendo sus palabras:

—¿Y vais a enseñarle a zylfar?

—Sí, pero más adelante. Cuando se presente la ocasión de hacerlo. En este momento estamos demasiado ocupados.

—Andelia me dijo que los Valorianos pueden dominar los alaridos y alcanzar la hiperpercepción en unas semanas.

—En tres, según tengo entendido.

—¿Has visto a alguien que haya pasado por este curso acelerado de tres semanas?

—No, la verdad. Pero tienen clínicas que funcionan en dos de sus bases.

Cuidado, no sigamos por ahí, se dijo Gregson… no vaya a despertar las sospechas de Wellford.

—¿Desde cuánto tiempo el Departamento de Seguridad conoce la existencia de los valorianos?

—Desde que ellos enviaron aquí su primera expedición en cápsulas… eso fue en el 96, un año después de que partió la Nina.

—¿Y cómo descubrió el Departamento su existencia?

Wellford encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento, lanzando una espesa humareda hacia el rayo de sol que incidía en la mesa.

—El primer objetivo de los valorianos consistía en establecer contacto con personas situadas en altos puestos, jefes de estado a ser posible —explicó—. Pero resultó que casi todos los altos funcionarios con quienes establecieron contacto eran exaulladores hiperperceptivos que formaban parte de la conspiración. Uno de los primeros que abordaron fue el primer ministro de la Gran Bretaña. Fue entonces cuando el Departamento supo que su sueño de dominio mundial absoluto, que estaba ya en vías de materialización, se veía complicado por la llegada de unos extraterrestres cuyo objetivo era precisamente evitar dicha conspiración.

—¿Y el primer valoriano que vimos… el cadáver de Roma…?

—Fue uno de los últimos que trató de llegar hasta la autoridad establecida. Pero el Presidente de Italia era también un exaullador que mantenía su cargo sólo porque estaba a las órdenes del Departamento.

Gregson se esforzaba por no mostrarse demasiado escéptico.

—Pero supongo que había otros medios de comunicar su mensaje.

—No lo creas. Ya desde unos años antes, el Departamento y sus lacayos habían empezado a hacerse con el control de todos los medios de comunicación, como un primer paso para establecer su dominio absoluto sobre la Tierra. —El inglés se levantó de pronto—. A mí me espera el presidio, si no logramos montar pronto ese transmisor. Cuando tengas ganas de echarnos una mano, dímelo. Te encontraremos un trabajo u otro.

Gregson dio la callada por respuesta. Era evidente que ellos esperaban ganarse su confianza únicamente a base de argumentos persuasivos… hasta que se les presentase la ocasión de someterlo a un tratamiento más intensivo.

Antes de bajar por la escalera, Wellford se volvió para decirle:

—A propósito, Greg, procura no alejarte. Sentiríamos mucho que volvieses al Departamento. Eres un engranaje muy importante.

—¿Ah, sí?

—No te hagas el modesto. Sabes perfectamente que eres la única persona, en opinión del Departamento, capaz de hacer funcionar la Estación de Tránsito Vega. Y tu desaparición debe de haberlos puesto frenéticos.

—Espero que ya se las arreglarán sin mí.

—Tarde o temprano, sí. Pero es que ahora el tiempo les apremia.

—¿Les apremia? ¿Por qué?

—Porque la Tierra está saliendo con rapidez de la Estigumbra. Millares de personas contraen los alaridos todos los días y en todo el mundo. Los nuevos aulladores escapan ya al control de los institutos de aislamiento del Departamento. A menos que Vega no pueda lanzar rápidamente su capa de estigum artificial sobre la Tierra, la situación se le escapará pronto de las manos al Departamento.

Midiendo con sus pasos el piso de piedra, Gregson esperó media hora después de la partida de Wellford. Entonces su desaliento se convirtió en determinación y se dirigió cautelosamente al patio de armas. Tenía que saber si todo era como Wellford le había explicado con palabras tan convincentes… o bien si todo era un engaño, en el que su amigo inglés hacía únicamente las veces de instrumento sin voluntad propia de las intrigas valerianas.

Se detuvo para mirar a la capilla, donde estaban trabajando en el transmisor raultrónico. Todo cuanto constituía el castillo, excepto en la inmediata vecindad del transmisor, se hallaba sumido en estigum artificial, generado por el supresor de rault del avión. Pero el improvisado taller de la capilla estaba hiperiluminado por difusores de rault.

Quizá si se acercara al borde de aquel campo aislado, podría zylfar a los valorianos en un momento en que éstos se hallarían tan absortos en su tarea, que no se darían cuenta de su interés por ellos, en cuyo caso él podría saber si su propósito era benévolo, o si competían con el Departamento de Seguridad para convertirse en déspotas de la población terrestre.

Pero cuando avanzó hacia la capilla, de pronto le cerró el paso un extraterrestre, que le dijo con voz firme:

—No puede usted entrar.

Era evidente, pues, que existían limitaciones a su libertad, cortapisas a su aceptación, que no parecía ser por consiguiente tan de brazos abiertos. Pero cuando después se puso a pasear con indecisión por el recinto del castillo, nadie puso trabas a sus movimientos. Se metió por un túnel que atravesaba el baluarte interior y se encontró aún más perplejo al encontrarse entre los dos aviones de gran radio de acción, sin que nadie le detuviese.

A pesar de que sospechaba una trampa, entró en el aparato cuyo supresor ocultaba el castillo. Y un momento después se elevó con el avión entre el follaje, virando bruscamente hacia el Oeste mientras ascendía a altitudes transoceánicas. Si aquello era una trampa, había escapado llevándose el cebo.

Al cabo de tres horas escasas cruzó el litoral de los Estados Unidos y siguió volando hacia la luz mortecina de la aurora. Mientras pilotaba el avión reflexionaba acerca de todo cuanto había visto recientemente y reconoció su incapacidad de poner orden en aquel caos. Pese a que seguía desconfiando profundamente de los valorianos, éstos seguían constituyendo para él una irritante incógnita. Era posible, desde luego, que hubiesen venido en una misión de auxilio. Más, por otra parte podían tender a los hombres una malévola trampa, que les conduciría a una opresión aún más terrible que la que les esperaba en manos del Departamento. Pero si aquellas sospechas eran válidas, el precio de su confirmación sería una esclavitud inmediata, y la renuncia a su libre albedrío para servir a los extraterrestres.

Cruzó la frontera de Nueva Jersey con Pensilvania y descendió en ángulo agudo, reduciendo la velocidad del avión a medida que éste penetraba a capas más densas de la atmósfera. Acercándose a baja altura por encima de la cresta montañosa que se alzaba al Este de la granja de Forsythe, descendió verticalmente sobre la diana de aterrizaje, paró los motores y saltó al exterior, gritando:

—¡Bill! ¡Helen!

Pero la casa de Forsythe estaba oscura y silenciosa, con sus ventanas semejantes a negros ojos bajo la temprana luz de la mañana. Inquieto por aquella desolada quietud, miró indeciso hacia el avión. Pensó entonces que si apagaba el supresor de rault que el aparato transportaba, podría zylfar el misterio que parecía envolverlo todo.

Una voz ronca rasgó el silencio:

—¡Quieto! ¡No se mueva!

—¿Es usted Gregson? —le preguntó uno de ellos.

—Claro que es él —le contestó el otro—. ¿Quién si no se posaría aquí con un supresor de rault funcionando?

El primero de ellos se acercó y le ordenó:

—Vuélvase.

Cuando él obedeció, una aguja hipodérmica se hundió en su cuello.

Recuperó el conocimiento bajo el resplandor de luces fluorescentes suspendidas de un techo de baldosas acústicas. Tapándose los ojos con la mano, se sentó en la cama de plástico, aún algo aturdido bajo los efectos de la inyección.

Cuando finalmente consiguió enfocar su visión, se quedó mirando por una ventana a un enorme campo de cemento sobre el que se alineaban docenas de navecillas-lanzadera, cuyas esbeltas y relucientes puntas se alzaban hacia el espacio. En los hangares, y en torno a los edificios que bordeaban el campo, vio gran cantidad de personal que vestía los uniformes de la Guardia Internacional, la División Espacial y el Ejército de los Estados Unidos. A lo lejos, unos quebrados y desnudos riscos daban una nota de austeridad a toda la escena.

Oyó ruido de papeles, y, volviéndose, vio a Weldon Radcliff sentado ante una mesa de superficie bruñida y ojeando el contenido de una carpeta. Una mullida alfombra se extendía de una pared de paneles de caoba a la otra. Junto a la puerta estaba un guardia de expresión alerta, empuñando un rifle láser. A la cabecera de la cama-diván donde estaba tendido montaba guardia otro. Entre las cosas que vio encima de la mesa estaba un supresor de rault, con la bombilla roja encendida. Pero Gregson sospechó que el instrumento acababa de ser puesto en funcionamiento hacía poco, pues antes el director del Departamento de Seguridad se dedicó sin duda a zylfar sus pensamientos inconscientes. Radcliff levantó la mirada y dijo:

—Estaré con usted dentro de un momento. Se encuentra en el Mando Central de la División Espacial. —Al cabo de un momento guardó la carpeta y el supresor en un cajón y ordenó al guardia más próximo—: Tráigalo aquí.

Gregson fue conducido a la silla que le indicó Radcliff.

—Espero que no considerará usted que lo hemos tratado demasiado mal —le dijo el director—. Pero si cometió la tontería de regresar a la granja de Forsythe, no puede dar la culpa de lo sucedido a nadie más que a usted mismo.

—¿Qué desean de mí?

—Esta noche partimos hacia la Estación de Tránsito Vega. Transfiero a ella a todas las más altas jerarquías del Departamento. Usted estará al frente de las secciones de Mantenimiento y Propulsión de la Estación. —Cruzó las manos sobre la mesa—. Estoy en deuda con usted por la gran cantidad de información que nos ha proporcionado. Hemos tratado de localizar a ese transmisor. Pero ahora es un asunto que ya ha dejado de preocuparnos.

—¿Lo han destruido?

—Hace horas.

—¿Y qué fue de los que estaban allí?

—¿Wellford y los valorianos? Por desgracia consiguieron huir. Es decir, todos excepto uno. Conseguimos aprehender a la mujer valoriana. Es una lástima que usted no hubiese averiguado dónde tenían sus restantes bases.

Gregson no pudo evitar sentir profundamente la captura de Andelia. Le había parecido tan sincera, tan desvalida… Se levantó de la silla y se inclinó sobre la mesa del director:

—¿Están los valorianos aquí para aprovecharse de nosotros?

Radcliff hizo un gesto de impaciencia.

—¡Vamos, por Dios, hombre! ¡Utilice su cabeza para pensar! ¿Por qué, si no, cree que han venido?

—Ellos dicen que quieren ayudarnos a ser hipersensibles.

—Cualquiera diría que ya han hecho de usted uno de sus robots.

—¿Pero de veras pueden hacer de un hombre un robot?

—Mire, yo… —Radcliff se interrumpió, dirigiéndole una mirada de exasperación—. Ya ha visto lo que son capaces de hacer. Ha podido ver con sus propios ojos como Wellford actúa como si fuese su chico para los recados.

Gregson se desplomó en la silla, pues comprendió entonces lo completamente que el director había zylfado sus pensamientos inconscientes.

Radcliff se levantó, rodeó la mesa y le puso la mano en el hombro.

—Usted ha convivido un tiempo con los valorianos y ahora podrá darse cuenta de que no es cosa fácil atravesar la barrera de los alaridos. Así es que miremos las cosas desde un punto de vista práctico.

Gregson levantó la mirada hacia él.

—El mundo espera al primero que llegue y se apodere de él —prosiguió Radcliff—. Es así de sencillo. Si no lo hace el Departamento, lo harán los valorianos. Yo prefiero, naturalmente, que seamos nosotros. Al fin y al cabo, somos seres humanos y ellos no. Y ofrecemos poner fin a los alaridos.

—¿Funcionará el supresor de Vega? ¿Pueden ustedes terminar con los alaridos?

—Ya hemos anulado todo el rault dentro de un radio de dieciséis mil kilómetros de la estación. Así que ampliemos el campo a veinte mil kilómetros, pondremos fin a toda la hipersensibilidad… si usted nos ayuda a colocar a Vega en una órbita más baja.

—Y entonces la jerarquía del Departamento continuaría empleando difusores de rault personales, para tener así la ventaja de zylfar siempre que les conviniese. Así es como ustedes pretenden arrogarse el poder a perpetuidad.

Radcliff pareció meditar un momento.

—Me temo que así sea, en efecto. Pero usted sólo toma en consideración cuestiones secundarias. No obstante, se ha dado cuenta ya de lo que está en juego: a menos que un grupo, el que sea, se haga con el poder mundial y lo mantenga como baluarte contra la hiperradiación y los valorianos, miles de millones de personas morirán entre atroces alaridos.

—Los valorianos afirman que podemos llegar a ser completamente sensibles al rault y sin sufrir daño alguno… en unas cuantas semanas.

—¿Y usted se cree ese cuento?

—Al parecer, Forsythe está aprendiendo a soportar la hipersensibilidad sin lanzar alaridos. Ha sufrido docenas de ataques.

—¡Por Dios, hombre, no puede usted generalizar a partir del caso de Forsythe! Ese hombre está ciego. Y, según yo zylfé de su inconsciente, había manifestado con frecuencia su deseo de «ver esas condenadas luces».

En algún lugar de la base alguien sufrió un ataque de alaridos, pero el consabido aullido de la sirena puso un fin inmediato a sus agudos gritos.

—Pero además, y por encima de lo que acabo de decirle —prosiguió el director, sin hacer caso de la interrupción—, subsiste el hecho de que la humanidad no está preparada para el sexto sentido. —Se permitió la primera sonrisa—. Esto lo demuestran tanto nuestro cataclismo económico como la relativa facilidad con que los primeros exaulladores pudieron hacerse con las riendas del poder en todo el mundo. Pero la lucha por el poder acabó con la llegada del Departamento. Sin él, la humanidad se hundiría en el caos, a medida que fuesen surgiendo hipersensitivos con ansias de poder.

Gregson guardó silencio largo rato.

—¿Y suponiendo que me negara a cooperar con ustedes?

—No lo hará —le aseguró Radcliff—. Tenemos un triunfo considerable: Forsythe y su sobrina. Y sabemos cuánto le preocupa a usted la suerte que puedan correr.

Gregson se abalanzó sobre el director. Pero uno de los guardias bajó su rifle. Radcliff siguió sentado imperturbable, mirándose las manos cruzadas.

El visor de la mesa lanzó un zumbido y Radcliff energizó la pantalla.

—El coronel Reynolds desea verle, señor —dijo una voz femenina.

—Hágale pasar.

Reynolds, que era un hombre bajo y tirando a delgado, vestía un uniforme del Ejército de los Estados Unidos. Se detuvo ante la mesa, secándose la frente con un pañuelo acolchado, pese a que no hacía calor en el edificio.

—Tenemos a otro ciudadano a la puerta de la base diciéndonos que los alaridos son en realidad una nueva manera de… ver las cosas —dijo.

Radcliff apuntó con el índice al oficial:

—Por si ha olvidado el procedimiento de rutina, le recordaré que tiene que entregarlo inmediatamente al destacamento de la Guardia Internacional.

—Pero…

—Coronel Reynolds, ya hemos hablado de esto varias veces. Su Gobierno acata la autoridad del Departamento de Seguridad en estas cuestiones. Por lo tanto, no sólo cumplirá mis órdenes, sino que ejecutará al pie de la letra las que les dé el comandante de la División Espacial que se halla al mando de esta base.

Reynolds parecía frustrado y decidido a un tiempo:

—Me gustaría interrogar personalmente al paisano que tenemos detenido a la puerta.

—Según el acuerdo existente con su Gobierno, esto cae dentro de la jurisdicción del Departamento de Seguridad.

Reynolds abombó el pecho y miró fijamente a Radcliff.

—Para su conocimiento, le diré que ya he hablado con él. Mencionó todo cuanto yo llevo en los bolsillos, e incluso me habló del clavo metálico que tengo en el fémur.

Reinó un gran silencio en la habitación.

Sin ser anunciado, otro militar hizo su aparición. Era un hombre de edad, alto y erguido, con una estrella de plata en cada charretera. Su porte era el que correspondía al de un militar de carrera. La única nota discordante era el pequeño botiquín que llevaba a un costado de su guerrera.

—¿Puede saberse qué pasa, coronel Reynolds? —preguntó.

Pero fue Radcliff quien contestó:

—Reynolds ha detenido a otro civil y quiere interrogarlo personalmente.

—¿Es cierto eso, coronel?

—Sí, general Munston.

—Pero debe comprender usted que eso sería usurpar una función que corresponde al Departamento de Seguridad.

—¡Ésa no es la única función que me gustaría usurpar! —estalló Reynolds—. ¡Estoy cansado de que tengamos que estarnos sentados mano sobre mano, limpiando nuestro armamento y esperando que el Departamento y la División Espacial nos digan lo que tenemos que hacer!

—De acuerdo con el pacto suscrito por nuestro Gobierno —le recordó el general—, ciertas cuestiones se hallan legalmente en manos de esas organizaciones internacionales. No obstante —dijo, mostrándose algo más conciliador—, ¿por qué cree usted que debemos interrogar a ese sujeto?

—¡Porque creo que lo que dice es verdad!

El general Munston se enderezó.

—Muy bien, coronel. Respaldo su posición y que el pacto se vaya al diablo. Vámonos. Le interrogaremos juntos.

Pero momentos después de que ambos militares hubieron salido, una sirena hipodérmica empezó a ulular en el pasillo. Poco después regresó el general Munston, con el botiquín que llevaba a la cintura abierto.

—¡Qué desgracia, señores! —dijo sin demasiada convicción—. El coronel Reynolds acaba de sufrir un ataque de alaridos, y ha habido que enviarlo a un instituto de aislamiento.

Radcliff movió la cabeza.

—Qué pena…

—Yo diría qué valiente —le corrigió el general—. Ni siquiera lanzó un alarido.

Aquella tarde, cuando dejaron a Gregson encerrado en el pabellón de los guardias, se puso a esperar el momento en que pudiera hallarse fuera del alcance de un supresor de rault. Entonces podría zylfar todo el Mando Central de la División Espacial y quizá descubriría dónde se encontraban Helen y Bill, en el supuesto de que ambos estuviesen en la base. Pero el estigum era impenetrable.

Mientras medía la celda con sus pasos, se sentía aún más contrariado al pensar que una vez a bordo de la Estación de Tránsito Vega no podría obtener ninguna información de Radcliff o los demás. En el centro de un campo de estigum de treinta y dos mil kilómetros de diámetro no podría zylfar.

Se dejó caer sentado al borde del catre, donde se quedó retorciéndose las manos y preguntándose si sería capaz de cooperar con los conspiradores. Era el complot más despiadado y poderoso que el mundo había conocido. Recordó el brutal asesinato de Londres, el cadáver de Simmons flotando en el estanque de Versalles, la mujer que fue defenestrada en el Instituto de Aislamiento de Roma. Y más recientemente, el envío del coronel Reynolds a otro centro de aislamiento, hecho con la indiferencia más canallesca. ¿Podría doblegarse hasta prestar sus servicios a la oligarquía de jerifaltes?

Entonces pensó que Helen y Bill eran rehenes en poder del Departamento y en los millones y millones de personas que pronto morirían entre espantosos alaridos, si el supresor de rault instalado a bordo del satélite no cumplía la misión para la que había sido creado. No tenía otra elección posible… ni siquiera en el caso de que los valorianos se hallasen animados verdaderamente de intenciones altruistas. Lo cierto era que se hallaban impotentes ante el poder del Departamento. Que aunque se hubiesen propuesto pedir ayuda para los millones que contraerían la enfermedad en la Tierra, ahora ya no podrían hacerlo, con su transmisor destruido.

Gregson comprendió entonces que lo más urgente era crear un campo de estigum que abarcase a todo la Tierra, para terminar con la epidemia de alaridos.