Gregson rodó sobre una tensa lona e hizo una mueca a causa de un fuerte dolor que sentía en el pecho. Recordó entonces a Madame Carnot y la lucha con rayos láser y se incorporó moviendo la cabeza.
Se encontraba rodeado por paredes de mampostería, húmedas de vejez y cubiertas de moho. La habitación era inmensa. Una escalera tallada en bloques de piedra penetraba en la habitación siguiendo una de las paredes, invertía su dirección y seguía ascendiendo.
Apretando el pecho con las manos, se acercó con paso vacilante a una ventana. Más abajo se extendía una panorama de baluartes y contrafuertes escalonados y en estado ruinoso, rodeados por un foso exterior. Vio algunas edificaciones más pequeñas, torreones, terraplenes de poca altura, bastiones que se proyectaban al interior de un patio de armas. Todo parecía cubierto de hiedra, infestado de hierbajos y en un lamentable estado de abandono.
Más allá del foso periférico una boscosa colina trepaba hacia el cielo azul. En la dirección opuesta la misma colina, recubierta de viñedos raquíticos y descuidados, continuaba hasta las orillas de un anchuroso río de rápidas aguas.
Aquello no podía ser más que el valle del Rin. Y él se encontraba en una sala situada a media altura de la torre del homenaje de un castillo medieval.
Un movimiento en el patio de armas atrajo su atención y se puso a atisbar entre los arbolillos que crecían en los baluartes y que ocultaban casi por completo a dos aviones de gran radio de acción. Se acordó entonces de sus células gliales y las sensibilizó. Pero no pudo zylfar nada en aquellas tinieblas, estigúmbricas.
Pero pocos segundos después, una poderosa oleada de hiperradiación le asaltó. No era de producción sintética, porque pudo zylfar que emanaba de Chandeen. Alguien había desconectado el supresor que, hasta entonces, había estado anulando todo el rault y envolviendo al castillo en un campo de estigum artificial.
Dirigió visualmente su atención a los dos hombres que pudo distinguir a través de la puerta abierta del avión más próximo. Pero no pudo zylfarlos, porque el aparato estaba oculto dentro de una esfera de metaoscuridad que se extendía y se encogía en su hiperpercepción. Sin duda era el mismo campo fluctuante que poco antes lo había envuelto.
Gregson dirigió su atención ultrasensorial al castillo. Éste se hallaba totalmente abandonado salvo en dos lugares. En una decrépita capilla del patio, varios hombres estaban montando piezas para formar un aparato macizo y complejo que, a la primera zylfada, le pareció que estaba destinado para comunicaciones hiper electromagnéticas a larga distancia… un transmisor cósmico cuyo funcionamiento se basaba en un haz coherente de rault, que transportaría la señal.
Dos de los hombres eran valorianos. Incluso desde aquella distancia no era difícil zylfar su corazón doble. Esparcidos por la capilla y produciendo aún hipe radiación, pese a que el campo artificial de estigum acababa de desaparecer, estaban diversos difusores. Podrían compararse a linternas colgadas en la pared de la cueva, pensó Gregson, para disipar las terribles y amenazadoras tinieblas.
Entonces captó movimiento en la estructura central del castillo, dos pisos más abajo, y zylfó a Wellford y a dos Valorianos. Uno de ellos era la mujer que había encontrado en el campo de las afueras de París y que entonces estaba sentada en un camastro, con la cabeza vendada.
De pronto zylfó que Wellford se había dado cuenta de su presencia y estaba zylfando en su dirección. Pero precisamente entonces la esfera de estigum del avión aumentó su radio y Gregson se quedó a oscuras.
Con todo, unos momentos después unas pisadas ansiosas resonaron en la escalera y Wellford, con la sonrisa en el rostro, apareció ante su vista, como surgido del suelo.
—Bienvenido a las filas de los zylfantes. No tenía la menor idea de que tú también pertenecías al club.
Su amigo apenas había cambiado. La raya que partía su carillo estaba algo torcida y su expresión, aunque superficialmente risueña, no lograba ocultar una preocupación persistente a flor de piel. A pesar de ello, sin embargo, parecía seguir siendo el inglés campechano y vivaracho de dos años atrás.
Se acercó a Gregson y le estrechó la mano.
—Siento mucho el laserazo que te atizaron anoche. Traté de desviarlo, pero llegué tarde. Afortunadamente, era muy ancho.
Viendo que Gregson le contemplaba indeciso, agregó, con tono rotundo y ligeramente melodramático:
—¡Oh, vamos, Greg! Te han informado mal. Yo no he caído bajo la influencia perversa de los malvados valorianos. No soy un simple autómata que ellos mueven a su antojo.
—¿Cómo sabes que me habían dicho eso?
—Tuve ocasión de darte un buen zylfado anoche, después de que te llevamos con nosotros.
Tomó asiento en el camastro y sacó cigarrillos.
Gregson se sintió algo más aliviado… pero no mucho.
—¿Qué os traéis entre manos tú y los valorianos… una contraconspiración?
—Más o menos. Pero anoche nos apuntamos un buen tanto, ¿no crees?, con nuestra incursión en el Control Central de París.
—Desde luego, la operación fue un éxito.
—Total y absoluto. Incluso conseguimos sacar alguna de esas avispas de su avispero para un zylfado exhaustivo, además de liquidar a la Carnot. Y me parece que cundirá el desconcierto cuando sepan que se ha cortado la cúspide de la pirámide.
—¿Así, esa mujer era la cúspide?
—Una de las primeras sensitivas al rault. De una habilidad increíble para zylfar.
—¿Era tan buena como los valorianos?
—Hombre, tanto como eso, no. Ten en cuenta que nosotros sólo estamos empezando a zylfar… incluso el propio Radcliff. Los valorianos no han hecho otra cosa durante toda su vida. Y aquí estamos zylfando en un estigum casi total, comparado con el espacio tan rico en rault que rodea a Valoría.
Gregson levantó la mirada de su pitillo.
—¿Y eso dónde está?
—Más cerca del centro de la Galaxia. Surgió de la Estigumbra hace unos cuantos miles de años. A propósito, gracias por recoger a Andelia. La zylfamos en tu coche poco antes de reagruparnos. Y te diré además que… ella no es una hipnotizadora. Los valorianos no hipnotizan a nadie.
Gregson, sin embargo, no se hallaba muy dispuesto a dejarse convencer de que los extraterrestres representaban la otra cara de la moneda. Podía resultar muy bien que la elección entre los valorianos y el Departamento, bien analizada, no fuese más que la elección entre un mal mayor y un mal menor. Y la evidencia menos convincente de todas podía ser tal vez la que ofrecían los propios extraterrestres a los seres humanos que colaboraban con ellos. ¿Y si, efectivamente, los valorianos fuesen unos maestros en el arte de hipnotizar a sus partidarios?
—El Departamento se esforzó mucho por demostrarnos que los valorianos dominaban las técnicas de la sugestión, ¿no recuerdas? —aventuró, esperando a ver cuál sería la reacción del inglés.
—¡En efecto! Como tú sabes, incluso hicieron pasar a uno de sus lacayos por un extraterrestre drogado, para exhibirlo en un escenario de Londres y obligarle a «admitir» que poseía la facultad de la sugestión hipnótica. El pobre imbécil no sabía que inmediatamente después de su «convincente» demostración, lo asesinarían para que no pudiese hablar.
¿Fue verdaderamente eso lo que sucedió?, se preguntó Gregson. ¿O bien los valorianos habían persuadido a Wellford para que creyese aquella versión?
El inglés se encogió de hombros.
—Desde luego, el intento dio el resultado deseado. Todo el mundo quedó absolutamente condicionado para matar a un valoriano sólo con verlo, sin darle ocasión de hablar.
¿Y si incluso entonces Wellford estuviese fingiendo, dominado por los extraterrestres… y viese las cosas de una manera tan deformada que sólo pudiese defender la causa de éstos? De momento, resolvió Gregson, trataría de mostrarse convencido de todo cuanto le contasen. Y las reservas que abrigaba no serían descubiertas mientras mantuviesen el castillo rodeado por su campo de estigum, que no permitía zylfar.
De pronto recordó las impresiones que había recibido poco antes de caer bajo los efectos del rayo láser en la habitación de Madame Carnot.
—¡Hay una guerra nuclear!
Wellford movió negativamente la cabeza.
—No, una guerra, no. Solamente un ataque. O, mejor dicho, el comienzo de un ataque… contra nuestras bases valerianas. Éste fue el principal objetivo de nuestra incursión… cortar de raíz su ofensiva. Y casi lo conseguimos. Sólo lograron disparar cuatro misiles. Dos de ellos alcanzaron sus objetivos, pero uno de ellos ya había sido evacuado. No obstante, la incursión nos permitió una prórroga, que nos dio tiempo para evacuar todas las restantes bases.
—Por un momento me pareció que no estábamos en el 99, sino en el 95.
—¡Oh, no! Ese holocausto no puede producirse de nuevo. Solamente queda armamento nuclear ligero. Y todos los arsenales pertenecen al Departamento. Y como todos los países pertenecen asimismo al Departamento, no desearán causar daños a sus propiedades… como hicieron en el 95.
—¿Te refieres al Departamento…?
—¡Naturalmente, zoquete! —le dijo Wellford, apartando de su frente un mechón de rubios cabellos—. Ese fue un golpe maestro de su estrategia. Fue el dedo del Departamento el que oprimió el botón nuclear cuatro años atrás. Y por una razón eminentemente práctica. La guerra no sólo redujo la autoridad nacional a la impotencia, por si aún no fuese bastante con la epidemia de alaridos, sino que creó también un vacío de temor e incapacidad militar. Al ocupar ese vacío, el Departamento pudo asumir —con benevolencia, por supuesto— unos poderes casi ilimitados.
Wellford pisó la colilla de su pitillo y se levantó, mirando por la ventana al Sol, ya muy bajo sobre las colinas.
—Debes de estar hambriento. Abajo te tengo algo preparado. —Mientras ambos descendían por la escalera, agregó—: A propósito, tengo unas noticias que te encantarán. Pero hay alguien mejor que yo para comunicártelas.
—¡Helen y Bill! —apuntó Gregson.
—No, no son tus amigos. Ni tampoco podemos hacer nada por ellos por el momento.
—Me gustaría intentar de nuevo llamar a la granja.
Su amigo movió negativamente la cabeza.
—Actuamos bajo una rigurosísima censura de las comunicaciones. La operación que estamos ultimando aquí es de importancia vital. No podemos ponerla en peligro arriesgándonos a que el Departamento conozca nuestro paradero.
—¿En qué consiste esa operación?
—Una petición de ayuda a los valorianos. Dentro de un par de días a lo sumo les habremos enviado nuestro mensaje, o así lo esperamos. Entonces ya podrás ocuparte de Forsythe y su sobrina.
En una sala idéntica del piso inferior, Gregson fue dejado a solas ante una comida de preparados sintéticos, mientras Wellford salía para ayudar a montar el transmisor. Cuando hubo terminado de comer, Gregson rebuscó en sus bolsillos, tratando de hallar el supresor de rault que se había llevado de Versalles. Había desaparecido.
Después de fumar un pitillo, salió al balcón y se asomó a la balaustrada de piedra, para contemplar una ladera bañada entonces por la luz de la luna. Deprimido por las dudas que le embargaban, se preguntó si no sería mejor escapar antes de que fuese demasiado tarde… es decir, antes de que lo sometiesen a una sugestión que haría de él un esclavo.
Se puso a examinar los baluartes interiores y exteriores que rodeaban el castillo, hasta localizar uno de los túneles que los atravesaban y salían al monte. No parecía haber ninguna clase de guardias en el lugar. De pronto su mirada fue atraída por un movimiento que percibió a la boca del túnel. De ella salía un hombre que penetraba en el patio de armas… Caminaba cautelosamente, medio agachado. Así salió a un lugar abierto y la luz de la luna hizo brillar el cañón de una pistola láser.
Otro movimiento, aún más furtivo, atrajo entonces la atención de Gregson hacia una figura agazapada en el baluarte, sobre la boca del túnel. Al instante siguiente, aquella figura se lanzó al espacio y cayó sobre el intruso armado. Debatiéndose ambos en el suelo, se golpeaban salvajemente y la pistola se disparó, lanzando un rayo que cortó la cúspide de una de las torrecillas de la capilla. Acto seguido la pistola le fue arrebatada al intruso, quien empezó a lanzar juramentos en un alemán gutural.
Súbitamente toda la escena quedó bañada en la intensa luz de varios reflectores y de la capilla salió corriendo un grupo de valorianos y humanos. Gregson buscó la protección de las sombras de la pared, para que no se supiese que había sido testigo de lo ocurrido.
El intruso se debatía, sujeto por varios valorianos. Era un hombre fornido, de media edad, que cubría de denuestos a sus captores. Wellford se acercó a él, pero tuvo que gritar enérgicamente varias veces antes de que el irascible sujeto se calmase. Cuando lo consiguió, ambos se pusieron a hablar en alemán.
—Es el patrón de un remolcador que vive en las cercanías. Nuestras luces le llamaron la atención, y vino a investigar.
—¿No pertenece al Departamento?
—Estoy casi seguro de que no. Pero más adelante podremos saberlo con certeza.
El valoriano que había desarmado al alemán recogió la pistola láser y se sacudió el polvo del traje.
—Me gusta el coraje de este hombre. Creo que podríamos utilizarlo.
—Lo que es evidente es que no podemos soltarlo, ahora —comentó Wellford.
—Entonces, lo tendremos bajo guardia hasta que consigamos persuadirlo.
Metieron al alemán en la capilla y los reflectores se apagaron, mientras Gregson pensaba que, contrariamente a lo que supuso, el castillo estaba muy bien guardado.
—Estará bien… así que lo sepa todo —dijo una vocecita a su espalda.
Gregson se volvió y se encontró frente a una valeriana de pie en el umbral del balcón. La escasa luz que había en la sala hacía que se recortase contra ella su esbelta silueta.
—Siento haberle asustado —se disculpó ella—. Soy Andelia.
Con cierta prevención, la siguió al interior de la estancia.
—¿Y qué es eso que sabrá ese hombre, Andelia?
—Casi todo cuanto usted ya sabe… y mucho más que usted todavía ignora.
Aquella mujer resultaba incluso atractiva para los cánones de belleza terrestres. El vendaje de su cabeza, colocado como una especie de turbante sobre su cara fina y de tez aceitunada, daba cierto aspecto oriental a su figura.
—Y cuando le enseñemos a zylfar —prosiguió, sentándose a la mesa—, dará crédito a todo y ya no dudará de nosotros.
—¿Ustedes pueden enseñarle a zylfar?
—Muy fácilmente. Y en poco tiempo…
—¿Y pueden enseñar a cualquiera? ¿A todo el mundo?
—Naturalmente. Esto era lo que nos proponíamos hacer cuando enviamos aquí nuestra primera expedición.
Esta vez la mentira era demasiado gorda. Nadie podía aprender a tolerar los alaridos y a convertirse en un hipersensitivo en pocas semanas. Él era buena prueba de ello.
—Usted me salvó la vida —prosiguió Andelia, pensativa—, y su amigo Wellford me ha dicho que la mejor manera de expresarle mi gratitud es hablándole de… Manuel.
Gregson se quedó de una pieza.
—¿Es que sabe algo de mi hermano?
—Que está vivo y está bien. No tardará mucho en poder zylfarlo personalmente.
—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Qué sucedió?
—Nuestra nave detectó su expedición cuando salía de la Estigumbra. Durante varios días, la tripulación de su nave estuvo expuesta de lleno al rault. Muchos murieron. Otros enloquecieren. Nosotros conseguimos salvar a unos pocos.
Gregson miró con escepticismo a la valeriana de palabra suave.
—Si Manuel hubiese sobrevivido, hubiera insistido en volver, aquí.
—No puede regresar. No podrá hacerlo hasta que este mundo se halle totalmente fuera de la Estigumbra.
—¿Y por qué no?
Andelia se levantó y rodeó la mesa, con pasos lentos y cuidadosos… como si anduviera en la cuerda floja. De momento Gregson se extrañó, hasta que comprendió que una persona acostumbrada a zylfar debía de encontrarse casi a ciegas en la ausencia de rault. No sabía bien dónde iba a poner el pie.
La joven se acercó a la ventana y se puso a mirar la ladera de la colina.
—Quizás una analogía le ayudará a comprender la situación de Manuel. Suponga que un hombre de su especie hubiese pasado toda su existencia en una cueva. Suponga también que lo saca de ella y le ayuda a acostumbrarse a la luz. Cuando aprendiese a utilizar sus ojos, olvidaría confiar en sus demás sentidos. Si entonces le obligara a volver a la cueva, sentiría mucho miedo. Y su temor a la oscuridad estaría justificado, porque correría el riesgo de caerse en una sima y matarse.
La parábola no impresionó en absoluto a Gregson. No le parecía razonable que por el hecho de haber estado zylfando unos cuantos años, Manuel tuviese miedo del estigum, en el que había pasado toda su vida.
—¿Y qué hacía la nave de ustedes en la Estigumbra? —preguntó entonces.
—Conocíamos la existencia de su mundo desde hacía algún tiempo. Pero no podíamos penetrar en el cono de estigum porque nuestros instrumentos de navegación utilizan el rault. Para nosotros, meter una de nuestras naves en la metaoscuridad sería como pedir a ustedes que hicieran volar un avión dentro de una caverna sin luces ni radar.
—¿Y a pesar de todo esto —la interrumpió Gregson con tono dubitativo—, estaban ustedes dispuestos a ayudarnos?
—Sí. No queríamos que sufriesen ustedes la misma suerte que nosotros, cuando Valoria salió de la Estigumbra. Se produjo un verdadero cataclismo político. Fuimos esclavos durante varias generaciones… bajo el yugo de tiranos valorianos.
Aún con mayor escepticismo, Gregson dijo:
—Pero cuando finalmente se decidieron a enviar una expedición de ayuda, resulta que ésta nada pudo hacer.
Andelia bajó los ojos.
—Nada, en efecto. La expedición tenía por fin examinar la situación, establecer contacto con sus autoridades y acordar con ellas el establecimiento de clínicas de adaptación a la hipersensibilidad. Pero nuestro transmisor resultó destruido al estrellarse la cápsula que lo transportaba. Eso nos impidió comunicar que diversos grupos de neozylfantes en este astro frío se habían hecho ya con el poder. Y cada vez que intentábamos comunicar a nuestro pueblo lo que estaba sucediendo, el Departamento de Seguridad nos cerraba el paso.
Gregson guardó silencio un momento.
—Cuando terminen de montar el transmisor, ¿qué mensaje enviarán?
—Que si tenemos que vencer al Departamento y evitar que millones de personas caigan en la esclavitud o mueran al hacerse sensibles al rault, tenemos que actuar con la máxima urgencia. Solicitaremos el equipo que hace falta para montar nuestras clínicas… y confiar que cuando llegue, ya no exista oposición que pudiera destruirlo.
—¿Y cómo intentan eliminar esa oposición?
Andelia se irguió y de pronto pareció muy preocupada.
—Pregunta más de lo que sé. No me han comunicado cuáles son todos sus planes.
O tal vez ella había decidido contarle sencillamente lo necesario para ganarse su confianza, sin revelarle nada importante.
—¿Por qué no hay aquí difusores de rault? ¿Para que yo no pueda zylfar esos planes?
—Todos los difusores se necesitan ahora para la construcción del transmisor… para que podamos saber si lo montamos correctamente.
—Comprendo.
Gregson trató de mostrarse convencido, pensando que había cometido un error al manifestar tan claramente sus sospechas.
Ella se dirigió hacia la escalera, pero se detuvo antes de iniciar el descenso.
—¡Ah! Me encargaron que le dijera que le han asignado la habitación inmediatamente superior a ésta, para que pase en ella la noche. Wellford le aconseja que trate de descansar.
Pero durante la mayor parte de la noche, Gregson permaneció despierto en su camastro, contemplando con rostro ceñudo cómo la Luna se ponía detrás de las brumosas colinas de la orilla occidental del Rin.
Le producía frustración y satisfacción a un tiempo el hecho de que el potente supresor de rault instalado a bordo del avión continuase emitiendo su campo de intenso estigum. En aquel bloqueo total de la irradiación de Chandeen, él era incapaz de zylfar nada. Y, al no poder zylfar, tampoco podía distinguir entre la verdad y la mentira, ni determinar si Kenneth Wellford era un agente libre, o actuaba como una marioneta de los valorianos. Ni tampoco podía saber cuánto tiempo le quedaba antes de que él también se convirtiese en otro desvalido títere.
Pero, en cambio, aquella misma metaoscuridad ocultaba sus propios pensamientos y sospechas a los valorianos. Y mientras el supresor de rault permaneciese en funcionamiento, él estaba bastante seguro… o así lo esperaba. Sin embargo, no veía que la permanencia en el castillo le reportase ninguna ventaja, en especial teniendo en cuenta que consideraba urgente regresar a Pensilvania, para ver de hallar algún rastro de Helen y su tío.
Así, protegido por aquel escudo de estigum que impedía zylfar, permaneció tendido barajando una serie de planes de huida… hasta que finalmente se quedó dormido.