Gregson condujo cautelosamente el automóvil hacia la salida del palacio. En el asiento, a su lado, el brillo cereza de la bombilla de su supresor de rault le daba la seguridad de que su llegada no sería detectada hipervisualmente. Y en cuanto a la posibilidad de que lo descubriesen ópticamente… por la ventana de la conserjería vio que los guardias estaban descansando tranquilamente.
Avanzó despacio hasta llegar al portal. Entonces pisó a fondo el acelerador y el poderoso vehículo salió disparado. A los pocos minutos, con todo el cuerpo en tensión, recorría vertiginosamente las curvas de la nueva autopista que rodeaba Mont-Balarien. Frente a él, el claro de luna bañaba las suaves laderas, iluminando el antiguo Cementerio Americano próximo a Suresnes que, envuelto en la niebla, parecía poseer una vida fantasmal.
Pronto empezó a molestarle la presencia del supresor de rault que le impedía zylfar hacia atrás, en dirección a Versalles, para saber si el cuerpo de Lanier había sido descubierto.
Aflojando un poco la tensión de sus dedos en el volante, pasó revista a la abrumadora evidencia que había reunido sobre la conspiración del Departamento de Seguridad. En primer lugar, estaba el afán de poder que empapaba a casi todos cuantos asistían a la Academia de Versalles… tan claramente demostrado por la osada afirmación de Sharon al decir que habría «un grupo dirigente escogido» sostenido por un «sistema feudal moderno». Y Karen le había confirmado también el ansia de poder del Departamento, pese a disfrazársela (¿solamente en su beneficio?) con eufemismos para presentársela como un benévolo aunque autoritario control sobre toda la Tierra. En cuanto a Simmons, fue asesinado porque sus ideas estaban en oposición con las del Departamento… sencillamente, porque el buen hombre no tenía «ansias de poder». Y, finalmente, Lanier soñaba con un imperio cuya oligarquía dominante ya estaba repartiendo satrapías y designando «autoridades supremas». ¿Eran éstas pruebas suficientes para demostrar que el Departamento de Seguridad estaba tramando un complot para hacerse con el dominio completo y permanente de la Tierra? Tal vez sí… tal vez no. Pero en el caso de existir semejante conspiración a escala mundial, Madame Carnot tendría todos los detalles de la misma.
Apartando de sí cualquier preocupación por el momento, Gregson agradeció la ocasión que se le presentaba de abrir sus receptores gliales a Chandeen, que entonces pudo zylfar casi junto al borde mismo de la Estigumbra. La brillante hiperradiación le infundió una sensación de confianza y…
De pronto dio un salto en el asiento. ¿Cómo era posible que percibiese a Chandeen? ¿No se hallaba cubierto de sus radiaciones por el supresor de rault? Consternado, dirigió una mirada de soslayo al asiento contiguo. ¡El brillo de la bombilla indicadora era muy mortecino! ¡El aparato se estaba descargando y el campo de estigum artificial que proyectaba iba en camino de extinguirse!
Entonces trató de captar impresiones hipersensitivas e inmediatamente localizó al automóvil del Departamento de Seguridad que había salido en su persecución. Dio gas a fondo y el potente coche saltó materialmente hacia adelante con tremenda aceleración. ¡No había duda alguna de que lo habían zylfado! Con su supresor emitiendo apenas suficiente estigum para ocultarle a él personalmente, ¿cómo era posible que ellos no hubiesen captado la anomalía hipervisual que representaba parte de un automóvil huyendo por la autopista a gran velocidad?
Entonces comprendió lo que ocurría. Con el movimiento del vehículo, el botón de mando del instrumento rozaba con el asiento y había girado gradualmente hacia la posición cero. Tendió la mano hacia el supresor pero se quedó con ella en el aire al recibir nuevas e incomprensibles impresiones, que cautivaron su atención.
Tardó un momento en comprender que lo que zylfaba era una frenética actividad que se desarrollaba en lo alto, en el límite mismo de la atmósfera terrestre. Y tardó también un momento antes de reconocer, con todo detalle hipersensorial, la pequeña astronave de comunicaciones de la División Espacial del Departamento de Seguridad, que descendía en caída libre, lanzando furiosos disparos con su cañón láser de grueso calibre. El blanco de sus ataques era… algo que no pudo identificar, algo que le era completamente desconocido porque nunca había zylfado ni visto anteriormente nada como aquello. El objeto, que estaba ya en la atmósfera y que finalmente consiguió escapar al radio de acción de la astronave, estaba desacelerando, pues había entrado a una velocidad de varios mach, mientras su superficie exterior se iba desprendiendo molécula a molécula. La extraña nave había sido alcanzada por varios rayos. En su interior, varias partes estructurales se estaban desintegrando (pero él sintió que esto ya estaba previsto) con tal rapidez, que la cápsula entera se evaporaría poco después de aterrizar suavemente. Y en el lugar de la caída, supo que sería depositado… un valoriano. Incluso desde aquella distancia podía distinguir el corazón doble, que a la sazón latía a un ritmo más lento, como resultado de una herida en la cabeza recibida durante el ataque. Y zylfó también que el extraterrestre se hallaba inconsciente.
El automóvil de Gregson salió de una curva cerrada y él tuvo que hacer girar violentamente el volante para no salir por la tangente. Acto seguido activó el supresor. La lamparilla piloto brilló y ya no pudo zylfar nada.
Dirigiendo una rápida mirada hacia atrás, vio que sus perseguidores habían ganado mucho terreno y habían establecido ya contacto visual con él. Y precisamente en aquel mismo momento un intenso rayo láser rasgó la oscuridad, cortando limpiamente un árbol a su izquierda.
La cinta de asfalto empezó a describir entonces una serie de curvas descendentes, flanqueadas por bosquecillos. Después de una de las curvas apareció ante él un camino lateral, bajo la luz de sus faros, y él pisó el pedal del freno. Haciendo chirriar los neumáticos, salió de la carretera y se ocultó detrás de una pequeña arboleda, apagando a continuación los faros.
Pocos segundos después, el coche del Departamento de Seguridad pasó como una exhalación ante él.
Guiándose únicamente con la luz de la luna, siguió adelante, confiando en que aquella carretera secundaria enlazase con otra de las autopistas que convergían en París. De pronto vio brillar algo cerca del suelo a su izquierda, y se acordó de la cápsula cuyo descenso habría zylfado. Aunque sin duda los guardias también la habían zylfado y tarde o temprano la localizarían, detuvo el coche sin vacilar y avanzó a pie por el campo. Tiempo atrás su mayor deseo había sido interrogar a un valoriano. Pero había el peligro de que los agentes especiales pagasen su curiosidad terminando como títeres hipnotizados en el seno de una célula clandestina. O así se lo habían dicho en el Departamento.
Mientras proseguía hacia el lugar donde había caído la cápsula, evocó su encuentro con el extraterrestre en Manhattan. A la sazón había estado seguro de que el malhadado gesto que le llevó a inyectarse a sí mismo fue el resultado de un descuido suyo y de la superior agilidad de su adversario. Pero Radcliff afirmó que lo hizo sugestionado por su contrincante. Ahora ya no estaba tan seguro de esta explicación. Y se proponía averiguar la verdad por sí mismo.
Cuando llegó al sitio donde se había posado la cápsula, únicamente encontró allí al extraterrestre desvanecido. Se lo echó al hombro y lo llevó al coche, decepcionado al pensar que tendría que esperar una ocasión menos arriesgada para sondear los pensamientos inconscientes del hombre.
¿Del hombre?, se preguntó de pronto, mientras colocaba al valoriano en el asiento trasero. Encendió por un momento la luz interior y comprobó lo cierto de sus sospechas. Para acentuar aún más las formas femeninas de su prisionero, éste vestía una coquetona blusa de estilo parisiense y pantalones. Sus negrísimos y sedosos cabellos disimulaban su tez excesivamente olivácea.
Preocupado por la posible gravedad de sus lesiones y sin saber en realidad qué hacer con ella, volvió a pisar el acelerador del coche en busca de otro camino más seguro que le llevase a París.
Eran casi las dos cuando finalmente consiguió sortear el laberinto de carreteras secundarias que se extendían al oeste de la ciudad, hasta seguir por la carretera de Madrid y atravesar luego el más familiar Bois de Boulogne. Pero lo que él recordaba como un parque encantador se hallaba ocupado a la sazón por un enorme Instituto de Aislamiento que levantaba sus torres en el cielo nocturno, rutilante con el resplandor antiséptico de su propia iluminación. Por todos sus accesos entraban ambulancias y todo daba a entender que un gran número de personas había contraído los alaridos.
Al dejar el Bois de Boulogne por la salida de Maillot, dirigió una última mirada a la imponente estructura. Y recordó, pero ahora con alarma, que todos los institutos de aislamiento dependían directamente del Departamento de Seguridad. Éste, en efecto, mantenía un riguroso control sobre todos cuantos contraían la epidemia. ¿Y si los institutos fuesen en realidad algo así como banderines de enganche… destinados a seleccionar los pocos que sobrevivían a la epidemia para asignarles determinadas misiones en la conspiración y para condicionar a otros a fin de que mantuviesen sus células gliales cerradas a perpetuidad?
Asqueado, se imaginó una conspiración cuya fuerza crecía por momentos, avanzando implacablemente, sin encontrar oposición alguna, sacando fuerzas de sus propios objetivos insidiosos, valiéndose de las ventajas que confería la hiperpercepción para situar a sus miembros en las más altas jerarquías del gobierno y las finanzas de todo el mundo, y asesinando a quien pudiera delatar sus turbios planes. Como habían asesinado a Simmons en Versalles. ¿Y qué pasó con la pobre mujer del Instituto Central de Aislamiento de Roma?
Entonces, presa de súbita consternación, recordó que Forsythe se hallaba resuelto a dominar el sexto sentido. ¡Y se hallaba fuera de la conspiración! Por si fuese poco, el Departamento lo sabía todo sobre él porque ese conocimiento estaba grabado en las células de memoria de Gregson, que estuvieron expuestas a todos los zylfantes que el Departamento de Seguridad tenía en Versalles. En consecuencia, los conspiradores no tolerarían que Forsythe siguiese existiendo. ¿Sería ésta la razón de que la granja hubiese sido súbitamente abandonada y de que Helen y Bill se hubiesen esfumado sin dejar traza?
Más decidido que nunca a entrevistarse con Madame Carnot, Gregson embocó la Avenue Foch, pero allí se vio obligado a reducir la velocidad. Tanto las aceras como la calzada estaban abarrotadas de parisienses de rostro demudado. Los brillantes faros que utilizaban vapor de xenón iluminaban el crispado terror de sus rostros. Como si todos temiesen lo peor, aquellas pobres gentes empuñaban con nerviosismo jeringuillas hipodérmicas a punto de ser empleadas.
Gregson encontró increíble que tantas personas contrajesen la epidemia. Entonces se dijo que la irrupción de rault que empezó la víspera, a través de un desgarrón de la Estigumbra, sin duda fue la más potente de las hasta entonces recibida por la Tierra.
Después de haber tenido que detenerse un par de veces para dejar paso a las ambulancias, consiguió llegar finalmente a la rue de la Sérénité. Como haciendo honor al nombre de la calle, allí encontró un mundo distinto… todo él paz y silencio. Al detenerse frente a la historiada verja, comprendió la razón de este vivido contraste. Todas las edificaciones que rodeaban al número 17 debían de formar parte de la Central de Control. Y, por consiguiente, debían de encontrarse dentro del campo de un gran supresor de rault. Trató de comprobar su hipótesis desconectando su propio supresor. Efectivamente, había acertado, porque no pudo zylfar nada.
Antes de salir del automóvil, dirigió una mirada indecisa a la valeriana, que seguía inconsciente en el asiento trasero. Aunque lo hubiera deseado, nada podía hacer por ella de momento.
Una vez en la acera, volvió a detenerse, para contemplar la ininterrumpida riada de personal que afluía hacia la entrada principal. El edificio se hallaba rodeado por una atmósfera de inminentes acontecimientos y él se preguntó si esto tendría algo que ver con la súbita irrupción de rault procedente de Chandeen.
Se unió a un grupo que cruzaba el patio con ansiosas zancadas. Después de pasar frente a un guardia apostado a la puerta, se dirigió sin que nadie le pusiera el menor reparo hacia la escalera helicoidal, contento de que la confusión general, fuese cual fuese su causa, le hubiese permitido pasar desapercibido.
En compañía de otras personas ascendió por la escalera. Casi todos cuantos llegaban se dirigían a la sala de asambleas de la segunda planta, donde se estaba congregando público frente a un estrado aún vacío. En los cubículos encristalados de la tercera y cuarta plantas advirtió que las paredes estaban iluminadas con proyecciones que reproducían mapas de diversas regiones del globo. Predominaban entre ellos los que representaban secciones de los Estados Unidos y Europa.
En la séptima planta, el enorme globo terráqueo que tenía que servir como punto focal de las operaciones del Centro de Control de la Estación de Tránsito Vega estaba oscurecido, lo mismo que la propia sala, con sus equipos electrónicos y pantallas cinescópicas.
Teniendo en cuenta la intensa actividad que reinaba en casi todo el edificio, no le sorprendió encontrar a Madame Carnot despierta, en su saloncito con paneles de raso. Unas cortinas corridas sobre las puerta-ventanas tapaban la vista del jardín colgante. Vestida con un pijama de seda y sobre éste una bata, la decrépita señora estaba sentada en su silla de ruedas ante una pantalla portátil de video y un reducido tablero de mandos. Cada vez que sus arrugados dedos tocaban un botón, la escena de la pantalla cambiaba, pasando de un centro de actividad del edificio a otro. En la mesita, a su lado, tenía un difusor de rault, cuya luz piloto verde estaba entonces apagada. El hecho de que no hubiese zylfado su presencia en el vestíbulo era una prueba más de que el difusor no se hallaba en funcionamiento.
Pero cuando él entró en la habitación, ella empezó a volverse. Gregson dio un salto hacia adelante, apoderándose de la silla de ruedas y apartándola del tablero de mandos. El miedo brotó entre las arrugas de su rostro e intentó levantarse. Pero volvió a caer en su asiento, donde permaneció jadeando pesadamente. Luego se envolvió más estrechamente en su bata y su calor pareció comunicarle cierto aplomo.
—Llega usted tarde, monsieur. Esperaba que viniese mucho antes.
—¿Sabía usted que me fui de Versalles?
—Sabía que se iría. Lo zylfé cuando usted estuvo aquí, hace quince días. Pero no me asusta, monsieur. Tiene usted que saber que su muerte está próxima.
Sus ojos claros, medio ocultos bajo sus finas cejas grises, brillaron con expresión irónica al darse cuenta de su expresión confundida.
—Sí, monsieur… la muerte anda muy cerca. Durante todo el día he zylfado su proximidad… en esta misma habitación. Todas las fuerzas, todas las estructuras de la materia y el tiempo hablan de ella, hasta el punto de que llegué a temer que lo que intuía era mi propio fin.
Su sonrisa, aunque débil, era burlona.
—Pero finalmente conseguí zylfar que sería una muerte violenta y feroz, y supe que yo estaba segura porque aquí nada violento puede ocurrirme. Luego, cuando llegó usted, comprendí el porqué de este presagio.
Él trató de no hacer caso a su evidente y superficial intento por asustarlo.
—El objetivo del Departamento de Seguridad es la dominación mundial, total y permanente, ¿no es cierto? —le espetó.
Ella movió negativamente la cabeza.
—No, no es eso lo que queremos, porque eso ya lo tenemos actualmente. Apenas existe un solo gobierno nacional que no se pliegue a las exigencias del Departamento. Porque hemos tenido la paciencia de ir colocando a nuestros hombres, a nuestros mejores zylfadores, al frente de esos gobiernos, del mismo modo en que hace ya mucho tiempo empezamos a situar a los nuestros en todas las posiciones elevadas del mundo de las finanzas.
Gregson se enderezó pensativo, recordando que, efectivamente, una de las maneras como pareció corresponder prácticamente la sociedad a la amenaza de la epidemia fue situando en los puestos de mayor responsabilidad, tanto oficiales como económicos, a una serie de exaulladores. Esto se hizo obedeciendo la idea general de que aquéllos que habían sobrevivido a la epidemia se hallaban mejor calificados para actuar como custodios de la cosa pública y de los recursos mundiales.
—¿Y las riquezas del mundo? —prosiguió Madame Carnot con tono jactancioso—. Tenemos todas cuantas podamos desear. Y el resto está asegurado. Mediante el impuesto nacional, ingresamos ya más de la mitad de todas las rentas nacionales. Por supuesto, esto apenas es nada comparado con las ingentes sumas que vamos a ingresar cuando hayamos suprimido los alaridos y el mundo recobre su capacidad productora.
Gregson acercó su cara a la de la mujer.
—Esto no será así —le predijo muy serio—. Cuando el supresor de Vega entre en funcionamiento, los pueblos del mundo se levantarán para librarse del yugo.
Ella se encogió de hombros.
—Que lo intenten. Fracasarán. Nuestra Guardia Internacional estará en todas partes. Y si nuestra autoridad llegase a estar en peligro, nos bastaría con apagar el supresor y dar a esa gentuza otra ración de alaridos.
Dictadura a escala astronómica. Y Gregson comprendió que iba a triunfar… y que, en realidad, poca cosa se podía hacer. O bien la Tierra estaba condenada a quedar casi despoblada totalmente por las fatales consecuencias de la hipersensibilidad, o bien tendría que aceptar que se pusiese fin a la epidemia —la supresión mundial del rault— de acuerdo con las condiciones impuestas por el Departamento.
Entonces la agarró por la muñeca para preguntarle:
—Hábleme de los valorianos. ¿Cuál es la verdadera razón de su presencia aquí?
Pero ella se desasió de su apretón.
—Uno que apenas sabe zylfar —protestó, quejándose como una niña—, no puede exigir respuestas a Madame Carnot.
Y permaneció sentada con los labios muy apretados y una expresión terca en el rostro.
Él se apoderó del difusor de rault que estaba en la mesa e hizo girar el botón hasta que sus receptores gliales empezaron a responder a las oleadas de hiperradiación artificial. Al principio únicamente zylfó las complejidades fisiológicas de su propio cuerpo, el torrente sanguíneo que llegaba hasta los más minúsculos capilares, el lento desgaste catabólico de las células moribundas y su sustitución anabólica.
Hizo girar un poco más el botón, hasta sentir la presencia de Madame Carnot dentro del mismo campo. Apartó de sí los impulsos que transportaban impresiones importantes indeseables… del mismo modo en que una persona que observara la totalidad de un intrincado mosaico haría caso omiso del conjunto, para estudiar el detalle de una pequeña zona. Así, dirigió su atención hacia la compleja estructura mental, tratando desesperadamente de descubrir el secreto de sus actitudes sensoriales y pensamientos.
De una manera vaga, percibió el mal, la malignidad total, el ansia de poder que la senilidad no conseguía embotar. Pero había algo más en su mente… una ávida anticipación que cruzaba como una cuerda vibrante todo el espectro de su pensamiento inconsciente. Algo que parecía palpitar con la avidez de su malévola expectación.
Al instante siguiente, alguien le arrebató el difusor de rault; una mano que penetró como un rayo en el compacto campo de hiperradiación, sin darle apenas ocasión de zylfarla. El instrumento se hizo añicos contra el suelo y dos guardias lo sujetaron fuertemente por los brazos. Un tercero se inclinó solícito sobre Madame Carnot.
—¡Tuez-le! ¡Tuez-le! —gritó ella con voz histérica—. ¡Tuez-le… tout de suite!
En respuesta a su frenética orden, uno de los guardias encañonó con su rifle láser a Gregson. Pero en aquel preciso instante toda la habitación pareció incendiarse con una tremenda oleada de rault y de pronto Gregson se encontró zylfando todo el edificio… con todos sus ocupantes, toda la actividad electrónica de cada uno de los circuitos de cada computadora, tablero de instrumentos y proyector automático. Madame Carnot lanzó un chillido de terror, con los ojos vueltos hacia arriba, como si mirase a través del techo. Entonces Gregson captó la fuente de la espantosa hiperradiación. Era un poderoso difusor de rault instalado a bordo de un avión transoceánico, que en aquellos momentos se estaba posando sobre el piso embaldosado de la terraza. Cuando aterrizó, aplastando las plantas tropicales y esparciendo aquí y allá los muebles del jardín, los guardias abrieron fuego.
Del avión empezaron a saltar valorianos mezclados con seres humanos. Las puerta-ventanas se abrieron de par en par y varios rayos láser penetraron en la habitación. Alcanzado por el fuego cruzado, Gregson cayó al suelo, junto con dos de los guardias. Madame Carnot, herida por varios rayos, se desplomó en su sillón. Su breve alarido de agonía chirrió como tiza sobre una pizarra.
Incluso en la confusión del momento, Gregson pudo zylfar varias cosas espantosas que cruzaban a gran velocidad el cielo nocturno, a cientos o tal vez a miles de kilómetros de distancia. Su atención fue atraída por su enormidad, su carácter mortífero, su brutal propósito. E intuyó el carácter nuclear de cada una de sus cabezas.
¡Gregson! ¡Gregson!
Fue visualmente como reconoció a Kenneth Wellford, su amigo inglés que había contraído los alaridos en Londres.
Gregson intentó levantarse. Y Wellford no consiguió apartar el rifle que empuñaba el valoriano que tenía al lado. Su amplificador lineal escupió un rayo que alcanzó a Gregson de pleno en el pecho.
* * *
Suspendida sobre el Océano Atlántico, a más de treinta y cinco mil kilómetros en el espacio, la inmensa rueda que era la Estación de Tránsito Vega recorría girando su órbita.
Funcionando a un rendimiento solamente fraccional, sus sistemas para el mantenimiento de la vida representaban un considerable inconveniente. Tan pronto como la División Espacial del Departamento de Seguridad obtuviese personal calificado, todas las deficiencias serían eliminadas. Sería entonces de esperar que el aire saliese más puro de sus circuitos cerrados, el giro sobre su eje de la Estación quedara estabilizado en un factor G constante, y las pantallas contra la radiación puestas en su mínima eficacia tolerable.
Había una extraordinaria falta de técnicos que supiesen hacer funcionar los sistemas sin tener que confiar en el rault para zylfar su diseño y finalidad. Porque Vega ya empezaba a generar el campo embrionario de estigum que se ampliaría hasta abarcar toda la Tierra. Y tan fuerte era ya el campo, que los difusores no podían producir ninguna hiperradiación zylfable en un radio de cientos de kilómetros a partir de su centro.
En la sala de mandos central, August Pritchard subdirector espacial del Departamento de Seguridad, contemplaba las docenas de pantallas de televisión, fascinado por las escenas de la superficie que reproducían. Pero hizo una pausa lo bastante larga para preguntar por el intercomunicador:
—¿Cuál cree usted que es ahora el radio de nuestro campo, Swanson?
—Alrededor de unos ocho mil kilómetros —replicó prontamente el interpelado—. Tendremos que enviar más generadores allá arriba y conectarlos al circuito del supresor antes de que podamos ampliarlos.
Pritchard se desabrochó el botón superior de su guerrera y la fláccida carne de su papada, que hasta entonces desbordaba por encima del cuello del uniforme, se expansionó cómodamente.
—¿Cuánto tardaremos en hacer otra prueba de rendimiento? —preguntó Swanson.
—Hay una navecilla-lanzadera camino de la estación. Nos servirá de punto de referencia, tan pronto como penetre en el campo de estigum.
Pritchard se pasó con impaciencia una mano por su calva cabeza. Las aletas de su nariz temblaron al olfatear un aire que no parecía salir suficientemente purificado del circuito. Y al dirigirse a las pantallas de televisión, notó que sus pasos eran mucho más pesados, lo cual le produjo cierta alarma. La rotación de Vega, que aún no estaba bajo el debido control, parecía haberse acelerado un tanto. ¡Maldición! ¿Cuándo enviarían a alguien que pudiera arreglar aquella apurada situación? Le habían mencionado el nombre de un tal Gregson, que fue ingeniero proyectista encargado de los sistemas a bordo de la Estación de Tránsito. ¡Desde luego, su presencia allí estaba haciendo mucha falta!
La escotilla se abrió para dar paso a un hombre larguirucho que parecía aún más alto por su uniforme de largo cuello, adornado con las insignias de la División Espacial. Las cinco estrellas que lucía en el cuello de su guerrera lo identificaban como director de aquella división.
—La nave de prueba se está aproximando —anunció el general Forrester—. Podemos observarla en la pantalla número 13.
Pritchard activó la pantalla indicada y en ella apareció la navecilla, sobre el pastel verdeazulado de la Tierra.
—Todavía no se ha restablecido el contacto con el Centro de Control de París —manifestó Forrester—. No comprendo qué sucede.
—No será nada importante, supongo. Probablemente están muy ocupados desarticulando esas bases de operaciones valerianas.
—Eso debe de ser. Pero lo que más me confunde es el hecho de que sólo hayamos lanzado cuatro de nuestros misiles nucleares. Yo creía que teníamos que aniquilar veintidós células valerianas.
—Una operación así requiere tiempo, supongo. Las restantes recibirán lo suyo antes de que termine la noche.
—Pero esto es precisamente lo que no entiendo. El plan consistía en atacarlas a todas al mismo tiempo… para que nadie pudiese escapar.
Pritchard volvió su atención a la hilera de pantallas. A la derecha, donde se hallaba el hemisferio iluminado por el Sol, vio alzarse una seta atómica en un punto del sur de Ucrania, y otra en Egipto, al Este de El Cairo. A la izquierda, dentro del cono de sombra de la Tierra, en dos puntos se alzaban llamaradas nucleares, sobre el aterciopelado fondo nocturno… una en Quebec y la otra al noroeste del golfo de México.
—Ya ha empezado la función —observó Pritchard.
—Me gustaría más si viésemos estallar otras de esas tracas —dijo Forrester con desazón.
Del intercomunicador surgió una voz:
—Nave-lanzadera aproximándose a campo de estigum.
Pritchard dirigió una ojeada a la nave de prueba, que ahora se veía mayor sobre una Tierra más pequeña.
Poco después recibieron la señal de la nave, cuando ésta penetró en el inmenso campo de estigum generado por la Estación de Tránsito Vega.
—¿Distancia? —preguntó Pritchard por el micrófono. Al cabo de un momento le llegó la respuesta:
—¡Doce mil kilómetros!
Forrester lanzó un silbido.
—¡Muchísimo mejor de lo que esperábamos!
Pritchard sonrió e hizo un gesto afirmativo.
—Lo único que tenemos que hacer es extender su radio hasta algo más de veinte mil kilómetros.
—Entonces podremos poner a Vega en una órbita más baja, manteniendo así a la Tierra dentro de su campo… escudándola de toda la hiperradiación.
—Sólo hay un pequeño inconveniente —observó Pritchard—. Necesitamos a Gregson para colocar esta rueda en su nueva órbita con toda seguridad y dejarla estabilizada en ella.