Sobre el fondo formado por el rumor del agua de la ducha, la voz temblorosa de Bill Forsythe se alzaba en angustiosos alaridos. Se tapaba sus ojos ciegos mientras saltaba sobre uno de sus pies, húmedo y desnudo. Su lacerado dedo gordo le causó un dolor insoportable, aumentado por los chorros de la ducha al penetrar en la herida abierta. Y Gregson sentía este dolor como si fuese el suyo propio.
Pero la ducha se convirtió en la sala del Instituto de Aislamiento y los alaridos de Forsythe transformáronse en terribles explosiones de terror, mientras el fuego parecía hacer presa en su mente consciente. Enardecidos al oír sus gritos, los demás aulladores rompieron sus ataduras y le persiguieron por un pasillo interminable.
Aunque no era Forsythe el que gritaba. Era el norteamericano llamado Simmons, que atravesaba corriendo los elegantes jardines de Versalles, aplastando bellas flores, chapoteando en los estanques y tropezando con los árboles de los bosquecillos de castaños.
Persiguiéndole implacablemente corría todo un ejército de la Guardia Internacional, cuyos rayos láser proyectados por sus rifles rasgaban la tranquila atmósfera. Pero como en una alucinación hiperperceptiva, las tropas se metamorfosearon en una legión de vociferantes Madames Carnot, que avanzaban renqueando por los jardines apoyadas en bastones con puño de oro y profiriendo el nombre de Forsythe… hasta que todas se convirtieron en valorianos que respiraban fuego y blandían uñas de un palmo.
De pronto Gregson, que vestía únicamente su pijama, se encontró corriendo codo a codo con Simmons-Forsythe y esquivando a los guardias-Carnots-aulladores-valorianos.
Simmons volvió los ojos ciegos y frenéticos de Forsythe hacia él y le espetó: «Ellos-no-me-quieren-aquí-pero-ellos-no-pueden-dejar-me-ir-ayúdeme-ayúdeme…».
Enredado entre sus sábanas Gregson se despertó sobresaltado y entrecerró los ojos, heridos por los rayos de sol que entraban por la alta puerta-ventana. Los efectos posteriores de la pesadilla pronto se disiparon, pues ésta no era mucho más sobrecogedora que las distorsiones de la percepción que había experimentado, durante los últimos quince días de afanoso adoctrinamiento en el empleo del sexto sentido. Pero el quimérico episodio de Forsythe le recordó que Bill, efectivamente, estaba pasando muy malos momentos y que tal vez el viejo no tardaría muchos días en sufrir el primer ataque violento e incontrolable. Preocupado, se vistió a toda prisa y bajó al vestíbulo. Pero cuando e dirigía a la cabina del convisor, un guardia le cerró el paso.
—Hoy nadie puede llamar al exterior —le dijo secamente—. Son órdenes del superintendente Lanier.
—Comuníquese con él ahora mismo y dígale que Gregson dice que si no puede llamar al exterior, se irá al exterior… con carácter permanente.
El guardia se dirigió a su mesa y transmitió el mensaje. A los pocos momentos volvió y dijo:
—El superintendente ha dado su conformidad.
De nuevo se hacían sentir sus privilegios especiales, se dijo Gregson, pensativo, mientras ponía su conferencia.
Pero después de esperar un buen rato, recibió por toda respuesta el rostro glacial y la voz indiferente de la operadora del Centro de Comunicaciones del Departamento de Seguridad en Nueva York, quien le dijo que en ese número nadie respondía.
Puso entonces otra llamada al Instituto Central de Aislamiento del Condado de Monroe, donde le comunicaron que Forsythe no había sido admitido en dicho centro. Finalmente consiguió que le respondiese uno de los vecinos más próximos de Bill, quien le manifestó:
—Hace días que no veo a nadie en su casa; supuse que se habían ido.
Desconcertado, Gregson pasó al comedor y pidió café con croissants, mientras consideraba la posibilidad de pedir a Radcliff que enviase un agente especial a la granja, o de ir a ella en persona.
Aún estaba dándole vueltas al asunto en su mente cuando Karen, fresca y juvenil, con una falda plisada y una vaporosa blusa, se sentó a la mesa ante él.
—Hermosa mañana para zylfar —le dijo a guisa de saludo.
Él apartó su desayuno a un lado.
—¿Cómo podría salir de aquí, Karen… digamos con un permiso temporal?
—Para nosotros existen unos formularios adecuados que cumplimentar. Para ti… —meneó la cabeza—. A ti te dan el curso acelerado en su versión de lujo. Tienes superprioridad. Te espera el importantísimo destino en la estación de tránsito Vega. ¿Tienes problemas?
—Es posible.
Viendo que no proseguía, ella le recordó amablemente:
—Podría zylfarlo si quisiera, querido.
Él no tenía nada que objetar a eso. Si contaba con sus simpatías era posible que ella incluso le ayudase a ponerse en contacto con Radcliff.
Pero a Karen pareció gustarle que él no insistiese. Se puso a mirar su taza y dijo:
—Greg… supón que el Departamento de Seguridad no es exactamente lo que crees. Supón que su política, sus actos y sus métodos pudiesen ser objeto de diversas interpretaciones.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que a veces no es posible que los medios estén de acuerdo con el fin propuesto. Desde luego… el Departamento realiza una espléndida misión al ayudar a la humanidad a resistir los alaridos, e incluso al descubrir un medio de poner fin al flagelo anulando la hiperradiación.
—Eso, si la operación Vega da resultado —le advirtió él.
—¡Oh, dará resultado! La verdad es que durante toda esta crisis —la guerra nuclear, la epidemia, la incursión valeriana— hemos tenido que asumir una autoridad arbitraria prácticamente total.
Gregson terminó de beberse su café.
—Esto es únicamente provisional.
—Todo lo provisional que quieras, pero es una postura autoritaria, que no tiene el respaldo popular.
Él tuvo la vaga impresión de que ella estaba zylfando sus pensamientos, tratando de obligarle a hacer ciertas concesiones. Fue por eso que dijo:
—Todo se arreglará una vez terminada la Operación Vega, cuando la Tierra retorne a la normalidad. Entonces la autoridad volverá a ser relegada en los representantes del pueblo.
Ella titubeó.
—¿Y si la autoridad se quedase en manos del Departamento?
—Estoy seguro de que los gobiernos nacionales volverán por sus fueros.
Entonces ella le dijo sin ambages:
—Sería una vergüenza que no lo hiciesen, ¿no crees?
—Desde luego. El gobierno representativo es la única forma de gobierno que…
—Pero ¿no es más importante aún el gobierno mundial… la autoridad centralizada? Sería la forma de acabar con la amenaza atómica. Un solo organismo directivo en lo alto de la pirámide, protegiendo a la Tierra ante la posibilidad de que los Valorianos volvieran, interponiendo entre la humanidad y la hiperradiación un escudo impenetrable, y, al mismo tiempo, asegurando el orden en el interior. —Prosiguió, después de acariciarle la mano—: Tal vez sea una utopía, Greg, pero también pudiera ser la repentina comprensión del objetivo hacia el cual evoluciona la sociedad, desde los remotos tiempos en que había tantos centros de autoridad fragmentaria como familias de trogloditas.
Él miró de soslayo a la joven holandesa. Hubiérase dicho que trataba de adoctrinarlo políticamente.
Se oyó un silbato en el jardín y miró por la ventana, viendo a varios guardias que convergían hacia uno de los estanques lejanos. Contento por aquella interrupción, dijo:
—Vamos a ver qué pasa.
Seguido por Karen llegó al borde del estanque, donde se había congregado un gran gentío, y se quedó mirando a Simmons, que flotaba boca arriba, medio oculto por los nenúfares que se extendían en torno al surtidor. Recordó entonces con todo su impacto las palabras casi incoherentes que Simmons había pronunciado en el jardín la noche anterior. ¿Estaba cuerdo Simmons cuando las dijo y era sincero? ¿O aquello se trataba simplemente de un accidente?
Abriéndose paso hasta el borde del estanque, trató instintivamente de zylfar. Pero fue como si abriese los ojos en una habitación oscura. La hiperradiación había desaparecido.
—¡No se zylfa nada! —se quejó uno de los presentes.
—Es un eclipse temporal —explicó uno de los guardias.
La mayoría de los allí congregados mostraba un gran desconcierto. Pero Karen había explicado a Gregson que se producirían disminuciones esporádicas en el nivel de rault, a medida que la Tierra entrase y saliese del borde irregular de la Estigumbra. Pero a pesar de la escasa hiperradiación, pudo entrezylfar que lo que le había ocurrido a Simmons no había sido un mero accidente.
La posición del cuerpo denotaba a las claras que la muerte no había sido natural y las pruebas de lucha eran inconfundibles. Bajo los empapados cabellos del muerto, casi podía palpar su cráneo fracturado. Las tensiones que aún perduraban en el tejido conjuntivo y en los huesos le dijeron que habían sido causadas por culatazos de rifle. Y en los pulmones no había agua zylfable.
De pronto el escaso rault cesó, como si una última vela hubiese sido extinguida para asumir en las tinieblas más completas el interior cavernoso de una catedral. El superintendente Henri Lanier se abrió paso entre la multitud y Gregson observó en su bolsillo el bulto formado por el supresor de rault que siempre llevaba encima.
El superintendente habló en voz baja con dos de los guardias. Era un hombre fuerte y corpulento con ojos muy hundidos entre sus oscuras cejas y sus abotargadas facciones. ¿Por qué tenía Lanier que ocultar sus pensamientos con un supresor?, se preguntó Gregson. ¿Para que aquéllos que iban a ser expulsados de la Academia de Versalles no se enterasen de su inminente eliminación? Pero si éste hubiera sido su propósito, en ese caso el cuerpo de Simmons se hubiera hecho desaparecer. ¿Habría que considerar esto, pues, como una advertencia para todos?
Consternado, emprendió el regreso al palacio. Se hallaba sumido en un verdadero mar de confusiones: el asesinato de Simmons, la obsesión por el poder que parecía dominar a todos cuantos residían en Versalles, el propio hecho de que se dedicasen a enseñarle el empleo de su sexto sentido, cuando en realidad lo que él hubiera debido hacer era poner nuevamente en condiciones la estación de tránsito Vega, la sugerencia hecha por Karen en el sentido de que la autoridad del Departamento de Seguridad podría extenderse indefinidamente, y, por último, el manto de secreto con que se rodeaba Lanier. Y se preguntó si conseguiría algún día zylfar lo que había en la mente del superintendente, como Simmons habría hecho. Pero, aunque se le presentase tal oportunidad, ¿poseía ese grado de sensibilidad al rault? Y ahora que había adoptado un curso de acción, ¿cómo podría evitar que sus intenciones fuesen zylfadas?
De pronto pensó que puesto que sus sospechas se habían concretado hasta tal punto, quizás estaba tan poco seguro en Versalles como lo había estado Simmons. Pero ¿cómo escapar de allí?
Afortunadamente, el estigum continuaba siendo impenetrable. Pero incluso sin la protección que brindaba la metaoscuridad de la Estigumbra, nadie hubiera podido penetrar en los íntimos pensamientos de Gregson, porque durante las sesiones de la mañana y de la tarde el profesor mantuvo un supresor de rault a la vista de todos encima de su mesa, con su lucecita piloto indicando que se hallaba en constante funcionamiento.
Mientras Álvarez se dedicaba a explicarles que el rault se propagaba a velocidad infinita y que las impresiones del sexto sentido se transmitían instantáneamente, Gregson, preocupado, sopesaba la posibilidad de que sus pensamientos rebeldes fuesen descubiertos en cualquier momento por el profesor, mediante el empleo inesperado de un difusor de rault.
Hacia el final de la última clase de la tarde, su atención estaba prendida a medias en lo que explicaba Álvarez, cuando éste abrió los brazos y dijo:
—¿No se les ocurre a ustedes pensar en las implicaciones históricas sugeridas por Chandeen y por el actual movimiento de la Tierra, que la llevará fuera de la Estigumbra?
Como nadie contestó, el profesor volvió a apoyarse en un busto de mármol del Rey Sol.
—Y olvidaba mencionar las implicaciones mitológicas. Tengan en cuenta que hace unos cincuenta mil años, la Tierra penetró en el Campo de Estigum. En aquella época la humanidad se hallaba en su infancia, rendía culto a la belleza y nuestros remotos antecesores desarrollaban su sociedad según unos cánones no materialistas.
»Cuando la Tierra penetró en la Estigumbra, ello debió de representar un trauma fisiológico tan grave como el que representaría para el hombre moderno que de pronto le obligasen a vivir en un mundo de tinieblas eternas. Sin duda se produjo una regresión intelectual, una recaída en el salvajismo. ¿Es extraño, pues, que encontremos el eco de este suceso en el relato alegórico de la expulsión del Hombre del Paraíso?
Después de hacer una pausa, prosiguió con animación:
—Sí, lo que quiero dar a entender es que la vida basada en la percepción ultrasensorial podría alcanzar una mayor plenitud, una mayor profundidad de la que podemos siquiera suponer. No estamos más que al principio de la reactivación glial. Pueden transcurrir años antes de que esta facultad encuentre su plena realización. No somos más que niños, que acaban de abrir los ojos después de venir al mundo.
Su voz se hizo más sonora:
—¿Es que no lo entienden? ¡En una sociedad en la que todos zylfen, sólo habrá lugar para los fuertes de voluntad! ¡La tendencia de la burguesía hacia el egoísmo será instantáneamente descubierta! No habrá la menor posibilidad de que nadie se refugie en sus pensamientos privados. Nadie tendrá ni siquiera una oportunidad inicial de rechazar las normas aceptadas de conducta suscritas por el grupo.
Gregson escuchaba consternado esta divagación filosófica. Pero si la acción de zylfar fuese algo tan deseable, desde aquella fanática perspectiva, y si el Departamento de Seguridad suscribía aquella filosofía, ¿no resultaba entonces improbable que el Departamento envolviese al mundo en estigum total y permanente, sólo para acabar con la epidemia de alaridos?
¿Y si en realidad se tratase de preservar de algún modo la hipersensibilidad de un pequeño y selecto grupo dentro del Departamento… un grupo que impondría su poder sobre el resto de la humanidad? Gregson ya estaba seguro de que se hallaba metido en semejante conspiración. Pero ¿dónde podría comprobar tales sospechas? ¿Allí en Versalles? ¿En el 17 de la rue de la Sérénité, en París?
Álvarez seguía hablando de las «normas de conducta aceptadas y suscritas por el grupo». Y se le ocurrió pensar a Gregson que lo que estaba haciendo el español era sentar los cimientos ideológicos de un sistema. Porque al referirse al «grupo», quizás no aludía a la humanidad en su conjunto, sino tan sólo a la oligarquía burocrática, en cuyo caso las «normas de conducta aceptadas y suscritas» no tendrían desde luego nada que ver con cualquier ética anteriormente establecida.
Terminada la clase, los alumnos y el profesor mezclados empezaron a desfilar por la puerta. Gregson los siguió a regañadientes. ¿Y si allí afuera, en el corredor —donde no alcanzaba el campo del supresor de rault que había quedado en el aula—, hubiese suficiente hiperradiación natural para que sus compañeros captasen sus peligrosas ideas? ¿Y si a consecuencia de esto, intentasen impedir su huida?
Entonces, desde más adelante oyó que Sharon O’Rourke, la irlandesa, exclamaba:
—¡Oh, zylfad el rault! ¡Está volviendo con toda su fuerza! ¡Y zylfemos también a Chandeen! ¡Qué glorioso es!
Él regresó sin ser visto a la clase. Sin saber qué partido tomar, se acercó a la mesa y examinó el supresor de rault. Si aquel aparato podía ocultar los pensamientos de Lanier, nada impedía que ocultase también los suyos. Desde luego, tendría que rehuir la compañía de los demás estudiantes hasta que se le presentase una ocasión de escapar… para que ellos no se extrañasen de que pudiese ser visto pero no zylfado. Metiéndose el supresor en el bolsillo, salió con paso cauteloso al corredor, que ya había quedado desierto.
Sólo cuando acogió con agrado la caída de la noche cerrada, junto a una de las estatuas griegas que adornaba un bosquecillo de castaños, empezó a saborear el éxito que había acompañado la primera fase de su fuga en busca de la salvación. Y se dispuso a esperar a que fuese una hora más avanzada cuando, después del cambio de la guardia, quizás la vigilancia se relajase un tanto… por lo menos visualmente.
Pero entonces su mirada fue atraída por la casita que ocupaba Lanier, no muy lejos del bosquecillo, y que aparecía iluminada. Entre él y la casa del superintendente se interponían muy pocos obstáculos… y ningún guardia.
¿Y si una cautelosa incursión hasta allí le proporcionase la oportunidad de zylfar los secretos ocultos tras aquellas tupidas cejas, secretos que permanecían constantemente protegidos por el campo de un supresor de rault?
Decidido, avanzó cautelosamente hacia la casita.
Tuvo que atisbar por varias ventanas antes de localizar al superintendente… hundido en un macizo sillón, con los ojos cerrados y la cabeza caída sobre el pecho, con la boca entreabierta. En la mesa que tenía al lado estaba un cubo de plata con hielo, del que surgía el cuello de una botella abierta de vino de marca. Junto al cubo vio un supresor de rault en funcionamiento. A su lado estaba un difusor de rault, cuya función quedaba revelada por la brillante lucecita verde situada bajo la esfera.
La vista de un supresor y un difusor en funcionamiento simultáneo sorprendió a Gregson… hasta que supuso que el pequeño campo de rault podía difundirse dentro de un campo mayor de estigum proyectado, como una bombilla que luciese en la oscuridad. Esta disposición permitiría que Lanier zylfase lo que ocurría en sus inmediaciones, impidiendo al propio tiempo que las impresiones transportadas por el rault atravesaran la esfera mucho más amplia de metaoscuridad.
Tuvo que probar dos entradas más antes de encontrar una que no tenía el pestillo echado. El sonido de los ronquidos le guió hasta el estudio de Lanier, pero titubeó en el umbral. Al parecer el sueño del superintendente, inducido con toda probabilidad por la botella de vino, era muy profundo.
Gregson apagó su supresor, y, como ya esperaba, descubrió que el campo mayor del supresor de Lanier le impedía zylfar. Pero al acercarse a Lanier, se sobresaltó cuando una oleada de rault bañó sus receptores gliales. E instantáneamente empezó a zylfar todo cuanto se encontraba en la inmediata proximidad del superintendente.
Se retiró de nuevo al estigum, pero no antes de haber comprobado el estado de embriaguez en que se encontraba Lanier. Las impresiones difundidas por el rault eran inconfundibles… detectó la gran concentración de alcohol en su sangre, que embotaba las neuronas y reducía enormemente la sensibilidad glial.
Entonces Gregson volvió a penetrar en el campo de rault interior. Desechó y apartó de sí la torrencial irrupción de impresiones ultrasensoriales que le asaltaban desde cada objeto, grande o microscópico, que se hallaba dentro de la esfera, para dirigir únicamente su atención a la mente de Lanier, esforzándose por captar sus pensamientos inconscientes, cosa que hacía por primera vez. Y de una manera vaga empezó a intuir actitudes dominantes… un afán de poder, una sed de dominio. Los conceptos abstractos se fueron haciendo más zylfables. El imperio con que soñaba aquel hombre parecía haber sido prometido por la oligarquía. Dedujo que le habían asegurado que gobernaría con autoridad suprema sobre toda Francia, e incluso sobre el continente entero. Todo ello se resumía en un solo concepto que parecía estar impreso de una manera indeleble y jactanciosa en la mente de Lanier… un concepto que aludía a una conspiración tan osada y enorme, que era imposible resumirla en pocas palabras.
Y sondeando aún más en los pensamientos inconscientes del beodo, Gregson descubrió que su propia presencia en Versalles había sido requerida para que, mientras seguía el curso de instrucción en hiperpercepción, pudiese ser ganado con tacto, hasta que abrazase la causa del Departamento y entrase en la conspiración. Y el principal papel de Karen era el de una seductora que tenía por misión pervertir su escala de valores.
De pronto Lanier se estremeció y se despertó. En el breve instante que su mente embotada por los vapores del alcohol tardó en hacerse de nuevo consciente, Gregson zylfó la gran concentración de poder perceptivo, lo avanzada que era su facultad de hipersensibilidad. Se abalanzó sobre el superintendente, pues captó sus intenciones de apagar el supresor de rault para que su guardia descubriese lo que pasaba en su casa. Pero Lanier esquivó su ataque, pues también había captado la intención de Gregson, y, al tratar de apoderarse del supresor, sólo consiguió tirarlo al suelo. Gregson consiguió rodear con el brazo y desde atrás el grueso cuello de Lanier. Pero éste le lanzó con saña un taconazo a la entrepierna, y, mientras él se doblegaba de dolor, el superintendente agarró el pesado cubo de plata. Pero el vino hizo que se tambalease, y Gregson consiguió arrebatarle el cubo y asestarle con él un tremendo golpe en la cabeza.
Mientras el superintendente caía como herido por el rayo, Gregson se apoderó del difusor de rault que estaba en la mesa e hizo girar el botón hasta que la luz verde se apagó, privando así a Lanier de su hipervisión superior. Pero mientras Gregson recibía las últimas impresiones de rault y las analizaba, comprendió que había zylfado la muerte de Lanier, que yacía sin vida con el cráneo fracturado.
Entre otras impresiones que recibió durante la breve lucha estaba la de las llaves que Lanier llevaba en el bolsillo. Sin duda una de ellas era la llave de contacto del potente automóvil aparcado frente a la casa. Y este automóvil sería el medio que le permitiría llegar al Centro de Control de la Estación de Tránsito Vega en París, donde la jactanciosa Madame Carnot quizás contribuyese a aumentar sus conocimientos sobre la conspiración, al hablar más de la cuenta.