Andelia se rebulló en su cápsula, hasta colocarse en posición de lanzamiento. Pero permanecía con el dedo puesto sobre el botón de desanimación.
¿Cómo podía estar segura de que todo estaba bien en aquel insoportable estigum… complicado con tinieblas ópticas? Forzó sus receptores gliales hasta su plena sensibilidad, pero prácticamente no zylfó nada. Porque allí, al borde mismo de la Estigumbra, era como estar dentro de una niebla opresiva, mientras el lanzador la dirigía hacia las coordenadas de eyección.
Sin embargo, se filtraba el suficiente rault para permitirle cierto contacto con otros miembros de esta nueva expedición… aún acurrucados y llenos de aprensión dentro de sus respectivas cápsulas. También podía zylfar los circuitos automáticos que estaban computando las trayectorias de las cápsulas.
Andelia dirigió entonces sus pensamientos hacia el Viajero Estelar, fondeado fuera del cono de estigum y dirigiendo aquella compleja operación. La verdad es que cabía considerarla como un milagro de improvisación tecnológica, con todos los instrumentos raultrónicos inutilizados para gobernar a distancia el eyector no tripulado.
Bruscamente, una sutil vibración le indicó que la primera cápsula había sido disparada y ella se tensó en espera de una súbita aceleración. Más un segundo antes de la eyección, mientras zylfaba el chisporroteante impacto de radiaciones duras y suaves contra el casco, sintió unos impulsos artificiales que estaban sondeando los alrededores… radar. ¡Los salvajes de aquel planeta habían detectado la operación de lanzamiento de nuevas cápsulas!
Al instante siguiente, la cápsula de Andelia salió disparada del tubo y ella pulsó el botón que provocaría su desanimación.
Los reales jardines de Versalles eran particularmente bellos aquel verano de 1999. Las terrazas con parterres cubiertos de flores y los setos recortados simétricamente se extendían con elegancia hacia el Gran Canal. Los rayos solares plateaban los estanques con nenúfares y hacían más sombrío el profundo verde de los bosquecillos de castaños.
Absorto en el magnífico panorama que se divisaba desde el ventanal del palacio, Gregson dio un respingo cuando Juan Álvarez golpeó la mesa para llamarle la atención.
—De modo, Mr. Gregson —dijo el profesor—, que, según decíamos, la receptividad de las células gliales depende… ¿de qué?
Gregson contestó al azar:
—¿Del equilibrio endocrino?
—Exactamente —repuso el menudito español, cuyo aspecto no tenía nada de imponente.
Células gliales. Gregson repitió estas dos palabras para sí mismo, recordando que un investigador del Instituto Central de Aislamiento de Roma había intuido la existencia de una relación entre los alaridos y esas células, dos años antes.
¿Sabía ya entonces el Departamento lo que eran en realidad las células gliales?
Álvarez había hecho una pausa y contemplaba a la clase con mirada severa.
—Miss O’Rourke, supongo que no estará usted tratando de zylfar, ¿eh?
Una atractiva rubia, sentada junto a Gregson, se irguió en actitud atenta y sus ojos azules se abrieron de sorpresa.
—Resulta que esto, Miss O’Rourke, es un supresor de rault —dijo el profesor, mostrando un instrumento con su brillante bombillita roja—. Mientras se halla en funcionamiento no es posible zylfar, y ello me permite que ustedes presten atención sin distraerme.
Como la mayoría de los alumnos hablaba inglés, sólo unos cuantos aparatos de traducción asestaron sus bocinas hacia el lugar donde estaba Sharon O’Rourke. Pero ésta se limitó a sonreír a Gregson, como si solicitara su simpatía. Embarazado, él se puso a mirar los bellos artesonados del techo.
—Bien, vamos a continuar —dijo Álvarez.
Un señor anciano de primera fila levantó la mano.
—¿Diga usted, Mr. Simmons?
Éste, que era el otro único norteamericano de la clase, se levantó con cierto titubeo.
—Quería preguntarle… de dónde procede el rault. Quiero decir el rault natural… no el que emiten nuestros difusores.
Álvarez se cruzó de brazos.
—Puesto que son ya muchos los que me han hecho esta pregunta, creo que ha llegado el momento de darles la respuesta. —Tomó nuevamente en sus manos el supresor de rault y puso la aguja en cero—. Ahora, si ustedes me hacen el favor de abrir sus células gliales para zylfar, voy a ofrecerles… Chandeen.
Al cabo de unos momentos dijo, con voz insinuante:
—Lentamente… de una manera deliberada… Imaginen que levantan unos párpados interiores. Ven, así… ¿Todos están zylfando?
Gregson tardó un momento en restablecer su hipersensibilidad. Y cuando finalmente consiguió abrir sus receptores, se encontró desorientado. Ninguna de las impresiones proporcionadas por el rault que hasta entonces había captado hipervisualmente podía relacionarse con las cosas que le rodeaban. Le parecía experimentar una oleada de energía ultrarradiante que excitaba unidades submicroscópicas, provocando en ellas una frenética actividad… haciendo que se dividiesen para luego unirse y dividirse de nuevo.
Reconoció entonces el fascinante fenómeno molecular en que su atención errante había quedado prendida. Y se sintió maravillado ante la perfección química de la fotosíntesis, mientras zylfaba su progreso en una de las hojas del jardín.
Gregson amplió su campo de percepción hasta que sintió en su totalidad y como un conjunto armonioso el palacio con todos sus jardines y fuentes. Finalmente consiguió enfocar su atención al interior de la clase… en las impresiones ultrasensoriales que recibía de Álvarez, el profesor, la joven irlandesa llamada Sharon O’Rourke y el norteamericano Simmons.
No fue nada fácil controlar su coordinación ni identificar las impresiones que llegaban mezcladas hasta él. Pero un niño recién nacido, se dijo, también necesitaba meses para dominar la coordinación óptica.
—Voy a dirigir la atención de ustedes hacia Chandeen —les dijo Álvarez—. Traten de zylfar profundamente en el espacio… más allá de las estrellas más próximas… hacia su izquierda, aproximadamente.
La hiperpercepción de Gregson empezó ya a cambiar mientras hablaba el profesor. Y sintió entonces la presencia de las grandes estrellas calientes que giraban en su curso majestuoso en torno al centro de la Galaxia, los filamentos nebulosos, las enormes extensiones de espacio vacío. Y por último zylfó a Chandeen… mayestática y rutilante, mientras enviaba oleadas de rault hacia los millones de estrellas que gravitaban en la inmensa rueda galáctica.
—¡Qué hermosura! —exclamó Sharon. Y Gregson casi sintió el anhelo de la joven por hundirse en aquel magnífico manantial de rault.
—Chandeen —explicó Álvarez en tono reverente—, puede compararse muy bien con el Sol, pues el rault que derrama por toda la Galaxia es el medio que hace posible la acción de zylfar. Al empapar todas las cosas físicas, esta hiperradiación une a todos los zylfantes en un vínculo de relación total tanto con el microcosmo como con el macrocosmo.
Arrobado, Gregson continuaba bañándose en el esplendor de Chandeen, dejándose empapar en aquel resplandeciente diluvio de rault… hasta que oyó que Álvarez decía con impaciencia:
—¿Qué desea usted, Miss Rakaar?
Interrumpiendo su ultrasensibilidad, Gregson vio a Karen de pie a la puerta del aula. Con el cabello fuertemente recogido en la nuca, formando una cola de caballo, aparecía esbelta y grácil con su ajustado mono sintético.
Localizó a Gregson, le dirigió una sonrisa, y después se fue a hablar con Álvarez. Con tono resignado, el profesor dijo:
—Mr. Gregson, puede usted salir.
Veintidós pares de ojos le siguieron mientras se dirigía a la puerta… todos ellos pertenecientes a exaulladores que, como él mismo, habían sido reclutados por el Departamento para que le ayudasen a librar a la Tierra de lo que casi todos consideraban que era una epidemia. Pero con él se tenían atenciones especiales, y esto no agradaba a sus compañeros. Él se daba cuenta de ello… casi hiperperceptivamente. Y uno de los que mostraba más resquemor era Sharon, la joven irlandesa. Pero en aquellos momentos, el objeto de su disgusto parecía ser principalmente Karen.
Una vez fuera, su tutora especial le llevó de la mano hasta un banco de la terraza más próxima y allí se sentaron, ante un estanque con su surtidor en el elegante jardín que recordaba la Francia de Luis XIV.
—¡Esa pequeña desvergonzada irlandesa! —exclamó Karen, sonriendo a medias—. En realidad, no trataba de zylfar, Greg. La muy boba sólo estaba sentada allí, pensando en ti únicamente.
—Sharon no me dijo nada de eso —protestó él.
—¡No, pero lo pensó!
No siempre resultaba fácil saber si Karen estaba enfadada o se limitaba a bromear. Le ayudaría mucho, pensó, poder zylfar sus pensamientos, pero aún no había adquirido esa facultad.
—Eso me pondría en situación desventajosa —dijo ella, riendo, pues había leído lo que él pensaba—. Prefiero que sigamos así. ¿No es verdad que te disgustó tener que abandonar la clase en ese momento? No lo niegues, porque lo zylfé.
—Es que Álvarez nos estaba dirigiendo hacia el Campo de Estigum.
—Pero hombre, si yo ya te he contado todo lo que hay que saber sobre eso.
—Pues sigo sin entenderlo.
Ella le tomó sus manos entre las suyas.
—Esto ayuda a concentrarse. Primero, debemos zylfar… a un nivel cósmico. ¿Estás dispuesto?
Él cerró los ojos y la receptividad glial aún vino más pronto esta vez. De nuevo sintió la rutilante majestad de la Vía Láctea, que giraba como una inmensa rueda. Era como si pudiera percibir cada uno de sus millones de estrellas, sentir los cálidos y vibrantes cúmulos, oír los suaves susurros de las nebulosas fluorescentes.
Su atención descendió al nivel terrestre e inmediatamente se unió en íntima comprensión con el hirviente núcleo fundido de la Tierra, su intrincado campo de líneas de fuerza gravitatoria y magnética, que cubrían el planeta como un manto. Estas impresiones eran fáciles de reconocer al tratarse de conceptos importantes, que se imponían a él.
—Te voy a poner un 10 en reconocimiento —le dijo Karen—. ¿Volvemos a Chandeen?
Con las manos aún entrelazadas, ella se las llevó al pecho y a él le resultó más difícil concentrarse.
Pero finalmente consiguió captar de nuevo su impresión ultrasensorial de la Galaxia, con Chandeen irradiando desde su mismo centro. Únicamente entonces percibió la presencia de una enorme e impenetrable sombra, introducida como una gigantesca cuña en la Vía Láctea, oscureciendo por igual estrellas, cúmulos y nebulosas, Y en el mismísimo borde de aquel velo maligno distinguió a la Tierra avanzando a través de un desolado espacio desprovisto de rault.
Karen empezó a hablar con voz aguda, en una bien lograda imitación de Álvarez:
—Ha conseguido usted percibir la Estigumbra, si se me permite emplear este término, tomado al vocabulario valoriano. La Estigumbra está proyectada por el Campo de Estigum, compuesto de hiperfuerzas y que gira con movimiento casi imperceptible alrededor de Chandeen, eclipsando a la Tierra y dejándola sin rault durante los últimos cincuenta mil años. Pero ahora estamos saliendo de la Estigumbra… y ante nosotros se extienden millones de años de espacio bañado por el rault. ¿Han comprendido ustedes?
Tan perfecta era su imitación del profesor, que ambos rompieron a reír al unísono, con lo que el hechizo del zylfar se quebró también.
—Y las células gliales adormecidas —comentó él—, empiezan a responder a la presencia del rault que se filtra a través del borde de la Estigumbra.
—Exactamente —dijo ella con su voz suave—. Las primeras en responder son las personas más sensibles… contrayendo la supuesta epidemia.
—¿Cuánto tardaremos en salir completamente de la sombra?
—Ahora ya muy poco. Entonces, la reacción al estímulo del rault será casi general. Pero si podemos montar nuestro supresor en Vega anularemos toda la hiperradiación.
—¿No podríamos decir a la gente lo que realmente sucede? ¿No calmaríamos su temor explicándoles lo que es la hiperpercepción?
—Eso sería tan inútil como tratar de evitar la neurosis de combate diciéndole a un soldado que no debe temer el campo de batalla.
Ambos habían dejado de zylfar. Pero la joven holandesa aún no había permitido que abandonasen la «actitud de concentración» que ella había impuesto. Permanecían sentados uno frente a otro, con las manos entrelazadas, que era lo único que se interponía entre sus cuerpos. Y al hablar, los labios de ella estaban muy próximos a los suyos y su suave mejilla casi rozaba la de Gregson.
Él se encontró mirando fijamente a sus profundos ojos y ella se acercó aún más, hasta que la tela sintética de su mono susurró al rozar contra su pierna. Fascinado, él trató de besarla. Pero de pronto se apartó de ella.
Karen le soltó las manos.
—Esa Helen… ¿es bonita?
Él se sorprendió al oír mencionar el nombre de la sobrina de Forsythe, hasta que de pronto recordó que sus pensamientos eran captados en su totalidad por los receptores gliales de su compañera.
—Me extraña que no me haya llamado.
—Pero si fuiste tú quien lo dispuso así. ¿No te dijo hace quince días que no te molestaría a menos que ocurriese algo importante?
Él no había contado nada de esto a Karen… y ni siquiera pensaba en ello a la sazón. Era maravillosa aquella forma de percepción capaz de bucear a voluntad en el inconsciente de otra persona.
Ella se levantó, sin mostrar la menor desilusión, y dijo:
—Es hora de almorzar. Después tendremos una sesión en el laboratorio.
El tiempo que aquella tarde pasó Gregson en el laboratorio fue particularmente agotador, pues tuvo que esforzarse por reconocer diversos objetos familiares y coordinar su percepción. Ni siquiera las bromas de Karen consiguieron aligerar la difícil sesión, en que por varias horas él estuvo avanzando a tientas y con los ojos vendados entre las mesas, sillas de época, estatuas y objets d’art.
El ejercicio tenía por fin agudizar su hiperpercepción. Sin embargo, los objetos que encontraba a su paso raramente eran lo que parecían ser a través de sus receptores gliales. Formas geométricas que mostraban una simetría o una armonía de diseño le atraían por sus formas perfectas y dominaban su atención. En cambio, un delfín de bronce toscamente fundido parecía avergonzado de su imperfección y rehuía todos sus intentos por zylfar el lugar exacto que ocupaba. Se dio bastantes golpes en las espinillas durante sus excursiones a tientas.
Poco antes de terminar la sesión, se le ocurrió pensar que la causa de su incapacidad para concentrarse se hallaría tal vez en la incertidumbre que le dominaba recientemente. La verdad era que había empezado a comprender cuan poco esencial era todo cuanto le obligaban a hacer. ¿A qué venía todo aquel aprendizaje para hacerlo sensible al rault? ¿Por qué tenía que aprender a utilizar el sexto sentido? Para que estuviese mejor preparado para enfrentarse con la hiperradiación a bordo de la estación de tránsito Vega; eso es lo que ellos habían dicho. Pero le parecía una explicación muy poco satisfactoria, pues admitiendo que tuviesen supresores capaces de anular todo el rault, ¿por qué no utilizarlos sencillamente en Vega, para proteger a los operarios que instalasen allí el supersupresor? ¿Por qué tomarse la molestia de enseñar a zylfar si, dentro de pocas semanas, nadie podría hacerlo al desaparecer el rault?
Terminada la sesión, buscó la soledad que le ofrecía uno de los jardines del palacio y paseó por él, pensativo, siguiendo veredas bordeadas por setos cuidadosamente recortados y parterres cubiertos de flores.
Al final de una avenida bordeada de estatuas, dos guardias se acercaron el uno al otro marcando el paso, dieron media vuelta y se separaron. Incluso allí, en medio de la belleza y la serenidad de Versalles, eran necesarias las medidas de seguridad. Los alaridos, según Karen le había explicado, eran un precio demasiado elevado para el sexto sentido. Por esta razón, el Departamento había decretado que el público ni siquiera debía conocer la existencia de la hiper percepción. Pero ¿cómo había conseguido guardar hasta la fecha tan celosamente el secreto de la ultra sensibilidad? Eso no impidió a Forsythe, tanteando en su ceguera, descubrir cuál era la verdadera naturaleza de la epidemia. ¿Y si otros hubiesen hecho el mismo descubrimiento? Pero oficialmente, sólo algunos jefes del Departamento de Seguridad sabían cuál era la verdadera naturaleza de la epidemia.
Se acordó de nuevo de la mujer que vio avanzar con paso vacilante por el pasillo del Instituto Central de Aislamiento de Roma, murmurando que ella «sabía» lo que eran los alaridos. ¿Verdaderamente lo sabía?
—¡Qué bello es zylfar el jardín! ¿No te parece, Greg?
Gregson tiró el cigarrillo a un estanque cuya superficie parecía un espejo y vio como Sharon O’Rourke se acercaba en su seguimiento. La joven irlandesa tenía los ojos abiertos pero con la mirada perdida, como si para avanzar se concentrase en la hiperpercepción.
—No lo sé —repuso él—. Ahora no estoy zylfando.
Ella se situó a su lado y cerró los ojos. Y él casi sintió físicamente como sus receptores gliales se concentraban con intensidad en él.
—Eres… un caso raro —le dijo ella.
—¿Por qué? ¿Porque ya he zylfado bastante para un solo día?
—No, nada de eso. Lo que me extraña es que no parezca impresionarte el potencial de la facultad que todos compartimos… lo que la misma significa… el poder que nos proporciona.
Él no pudo por menos de sorprenderse ante estas palabras. Desde que llegó a Versalles, notó una extraña atmósfera en el lugar. Dijérase que había recibido esa impresión hiperperceptivamente, pues era tan vaga que no podía identificarla. Pero entonces aquella rubia irlandesita se lo reveló con una sola palabra: «poder». Era una actitud anticipatoria. La de un animal de rapiña ansioso por matar, porque conocía la debilidad de su presa.
—¿Tanto significa el poder? —le preguntó.
—Para ti, quizás no. Ni para el otro americano. Pero tengo entendido que Simmons llegó a estar muy desequilibrado durante su aislamiento.
Entonces ella le miró de hito en hito.
—Greg, no hagas como Simmons. Acepta lo que pasa y comprende que todas las ventajas están de nuestra parte. ¡Nunca ha existido un pequeño grupo de dirigentes escogidos tan privilegiados como nosotros!
Su exaltado entusiasmo no se le contagió.
—¡Seremos los amos del mundo entero! —exclamó ella—. ¡Instauraremos un nuevo sistema feudal, y cada uno de nosotros será el señor de un castillo!
Absorta en sus sueños de grandeza, Sharon siguió caminando, olvidándose al parecer de que siquiera se había detenido un momento para hablar con él.
Media hora después, Gregson aún seguía paseando por el jardín. Había llegado hasta el que se extendía al sur, cuando a la mortecina luz del crepúsculo vio la enorme y fornida silueta de Henri Lanier. El superintendente de la Academia de Versalles se dirigía apresuradamente hacia su residencia particular. Presa de un repentino impulso, Gregson cerró los ojos y zylfó. Le sorprendió la reacción casi instantánea de sus receptores gliales, la creciente oleada de impresiones que se abatió sobre él, el considerable detalle que podía distinguir y la cantidad mínima de dispersión.
Según lo percibía, el palacio estaba en el sitio que le correspondía, casi con las mismas proporciones y la armonía que tenía contemplado visualmente; cada uno de sus rasgos arquitectónicos, aparecía completo, firme y se podía reconocer. Y la belleza del jardín del Sur era de una perfección impecable. Le parecía darse cuenta de todas y cada una de las flores y hojas del jardín entero; de los zarcillos más insignificantes de todas las raíces; de las malévolas parasitarias; de la laboriosidad y el ahínco tranquilo con que cada bacteria fijadora de nitrógeno asimilaba este elemento para entregarlo mediante simbiosis a la planta a que pertenecía.
Pero en ningún lugar de aquel grandioso cuadro compuesto por todas las cosas que estaba zylfando había la menor traza de una impresión que pudiera corresponder a Henri Lanier. Entonces supuso cuál debía de ser la causa de este insólito hecho: sin duda Lanier llevaba consigo un supresor de rault.
Pero ¿por qué? ¿Sería porque, al rodearse de un escudo que lo aislaba de la hiperradiación, haciendo imposible que sus pensamientos fuesen zylfados, tratase de ocultar información prohibida para los estudiantes? Y, en tal caso, se repetía la pregunta: ¿cuál era la razón de aquel secreto, de aquel engaño?
La noche, había caído casi por completo y su susurro de hojas atrajo la atención de Gregson hacia el seto de su derecha. Empezó a zylfar de nuevo y la instantánea afluencia de rault volvió a recordarle que la oscuridad nocturna no tenía sentido para los que poseían la percepción extra-sensorial. Y entonces captó la presencia de Simmons, al que el seto tapaba a su vista.
Su compatriota se presentó entonces ante él, gritando:
—¡Ayúdame, por favor! Gregson puso todo su cuerpo en tensión.
—¿Qué le pasa?
—¡Qué van a matarme!
—¿Quién va a matarle?
—Lanier. Le sorprendí con su supresor desconectado y zylfé lo que pensaba. ¡Hará que sus guardias me maten!
—¿Pero, por qué?
—Porque no me interesa el poder. ¡Y por eso soy un estorbo para ellos! Pero no pueden soltarme, porque he averiguado que…
A lo lejos, una pareja de guardias se reunieron al llegar al punto fijado, dieron media vuelta y volvieron sobre sus pasos.
—¿Qué es lo que averiguó? —le preguntó Gregson. Simmons levantó la cara hasta que sus ojos, muy abiertos, reflejaron la pálida luz de la luna. En aquel momento la hiperpercepción de Gregson fue enormemente distorsionada por el creciente terror de Simmons. Era sin duda por lo que le había dicho la irlandesa… aquel hombre sufrió un desequilibrio mental durante su aislamiento.
Lanzando una mirada de pánico en dirección a los guardias, Simmons echó a correr jardín abajo y Gregson lo siguió hipervisualmente mientras pasaba frente a las fuentes de aguas cristalinas y a través de los bosquecillos bañados en rault. Luego exhausto después de tanta percepción ultrasensorial, dejó que sus receptores gliales se acomodasen en el equilibrio endocrino de la insensibilidad, pues sabía que las fuerzas de seguridad encontrarían a Simmons y adoptarían las oportunas medidas.