Capítulo 9

Después de sobrevolar el Bois de Vincennes al aproximarse al nuevo aeropuerto de Orly, el avión de transporte del Departamento de Seguridad permitió que Gregson contemplase por primera vez París desde el aire después del Intercambio Nuclear del 95. Casi toda la mitad oeste de la ciudad había escapado sin daños importantes. Pero la devastación que habían producido los cohetes que no pudieron ser interceptados era muy evidente.

Hacia el nordeste, más allá de Montmartre, sólo se extendía un terreno ennegrecido y agrietado, indicando el lugar donde había hecho explosión una cabeza nuclear múltiple. Aunque la colina había quedado casi aplanada, Montmartre sirvió en parte de escudo protector para la ciudad, salvándola del holocausto.

Gran parte del Bois de Vincennes había dejado de existir. Una serie de lagos, constituidos por cráteres que fueron llenados por las aguas desviadas del Sena, había reemplazado a grandes zonas de bosques. El río, como fascinado por los lagos, había establecido un nuevo lecho, abandonando la ciudad y dejando sólo unas charcas de aguas estancadas que cruzaban el corazón de París como el rastro de una babosa.

El avión tomó tierra en una pista en la que crecían hierbajos y luego se dirigió lentamente hacia un edificio metálico con techo alquitranado, que se identificaba mediante un rótulo escrito a mano:

División de l’aerotransportation

Bureau de La Surete - Paris

Gregson descendió del avión y se dirigió al edificio con los demás pasajeros. En la austera sala descubrió un convisor desocupado —«audio sólo, no video», decía el rótulo en francés— y, a través de la red de comunicaciones del Departamento de Seguridad, llamó a la granja de Forsythe en Pensilvania.

Cuando oyó la voz de Helen, le explicó que no había podido llamarla desde Nueva York por avería en las líneas. Cuando ella supo dónde estaba, pareció tan sorprendida como abrumada.

—Me ha sido imposible rechazar esta misión —se disculpó él—. Es una cosa que sólo puedo hacer yo.

—Ya suponía que dirías eso.

—¡No lo entiendes, mujer! Y ahora no puedo darte detalles. Pero —añadió, bajando la voz—, bien, hay la posibilidad de que dentro de pocas semanas puedan empezar a derribar el sitio ese donde yo he pasado los dos últimos años.

Su alegría fue claramente perceptible a pesar de la distancia.

—¡Oh, Greg! ¿De veras?

—Hasta entonces, trataré de llamarte siempre que me sea posible. ¿Y Bill, cómo está?

—Sigue más terco que una mula.

—No le des más la lata con lo del instituto. Yo aguanté dos meses. Quizás aún consigamos llegar a tiempo, en su caso.

Dix-sept, rue de la Sérénité, las señas que figuraban en la hoja de papel que Radcliff dio a Gregson, correspondían a un antiguo y bien conservado bloque de apartamentos que se alzaba detrás de la Avenue Foch, prácticamente a la sombra del Arco de Triunfo. Detrás de su verja de hierro, parecía contemplar con gesto benévolo, desde sus ocho pisos de altura, el tranquilo patio y la sombreada calle que se extendía a sus pies.

Gregson pagó al taxista, atravesó con cierto titubeo el macizo portal y penetró en el vestíbulo del edificio.

Monsieur veut quelque chose? —le preguntó el portero de rostro avinagrado.

—Soy Arthur Gregson.

—No faltaba más, Mr. Gregson. Encontrará usted a Madame Carnot en la suite del piso octavo.

—Me dijeron que a quien tenía que ver era a una tal Miss Karen Rakaar.

—Y la verá usted. Pero entretanto, Madame Carnot le recibirá.

El portero le señaló un diminuto ascensor de paredes de cristal que subía por el centro de una escalera de caracol.

Así que el ascensor empezó a subir y Gregson pudo ver cada una de las plantas que cruzaba, comprendió que el 17 de la rue de la Sérénité no era un edificio de apartamentos. En la segunda planta había una sala de reuniones. La tercera y la cuarta se hallaban divididas en numerosos cubículos encristalados. Las dos siguientes parecían estar destinadas a viviendas, con mullidas alfombras que cubrían los estrechos corredores.

En la séptima planta, numerosas personas se hallaban muy atareadas ante tableros de instrumentos. En el centro había una enorme esfera terrestre, iluminada interiormente, atravesada por un mástil que iba del techo al suelo. Sobre el globo terráqueo, en el Océano Atlántico, había un punto radiante adornado por una banderita que ostentaba las letras «ETV». Era aquélla la misma sala de control desde donde se dirigían los lanzamientos de naves espaciales que se enviaban rumbo a la Estación de Tránsito Vega.

Cuando el ascensor continuó subiendo, Gregson no pudo por menos que pensar en el riguroso secreto que rodeaban a estas operaciones y se preguntó por qué se habría considerado necesario ocultar el Centro de Control tras la falsa fachada de una casa de apartamentos. Tal vez se había hecho así para perfeccionar el supersupresor con el mayor misterio, para no hacer concebir falsas esperanzas a un mundo desmoralizado. Hoy aún habría alaridos… feroces, implacables y horribles. Y mañana, silencio y calma.

Al llegar al último piso, el ascensor se detuvo frente a un corredor que conducía a un lujoso saloncito, lleno de plantas tropicales y en el que los pasos apenas se oían en la mullida alfombra.

—Entrez, Monsieur Gregson.

La voz temblorosa le llegó flotando después de pasar frente a unas ventanas francesas cubiertas por finos visillos y que daban a una terraza y a un jardín cuyo suelo embaldosado estaba bañado por el sol. Salió a la terraza y se metió en una selva de arbustos y hiedra que ascendía por entramados de hierro forjado, desde parterres en miniatura llenos de fragantes flores. Luego sus ojos fueron atraídos por la mujer tendida en una chaise-longue de raso junto a la barandilla cubierta por una vid.

Semejante a un marfil descolorido veteado por los siglos, la piel de su antebrazo desnudo parecía recubrir únicamente el hueso. Sus dedos, convertidos en verdaderas garras que no asían nada, temblaban sin cesar. Sus ralos y blancos cabellos sólo llamaban la atención por su escasez.

—Ah, sí, Monsieur —exclamó con un suspiro, como si leyera sus pensamientos—. Es cierto, soy une vieille femme.

Él se dio cuenta de que lo decía sin pesar, como si admitiese simplemente un hecho.

—¿Qué conseguiría lamentándome por ello, Monsieur? Y es que no tengo por qué lamentarlo. Lo que usted ve no es una imagen de la debilidad, sino de la fuerza. Tiene usted que saber que soy la persona más poderosa del mundo —dijo, con un tono de pueril orgullo.

La examinó con cierta prevención. ¿Sería simplemente una mujer vieja, que ya chocheaba en su senilidad? ¿O sería algo más que eso? Por dos veces había parecido adivinar lo que él pensaba.

Ella se echó a reír:

—Soy más que todo eso. Sé incluso lo que va usted a pensar. Monsieur Forsythe estuvo muy cerca de la verdad.

Estupefacto, él la sujetó ambos brazos. Pero no tuvo ocasión de hablar. Percibió un rápido movimiento entre la verde espesura y se encontró mirando a los ojos amenazadores de un guardia internacional armado de un rifle láser. En otro jardín colgante del otro lado del patio, otros dos hombres armados del Departamento de Seguridad aparecieron a su vista. Gregson soltó a la mujer y los tres hombres volvieron a hacerse invisibles.

Madame Carnot le indicó una silla con gesto débil:

—¡Siéntese! Mademoiselle Rakaar pronto estará aquí.

Gregson se quedó mirando a la anciana, incapaz de articular palabra. ¡Ella leía sus pensamientos! ¿Cómo sino, podía saber lo de Bill? ¿Y qué quería decir con eso de que Forsythe estuvo muy cerca de la verdad? Bill había dicho que los alaridos eran un medio de ver los pensamientos ajenos. Y…

Mais non, monsieur. Él insistió en que no era «ver», ¿no lo recuerda usted?

Hecho un mar de confusiones, Gregson murmuró:

—¿Así, Bill tenía razón?

Naturalmente que la tenía. ¿Acaso aquella mujer débil e infantil no sólo estaba comprobando, sino también demostrando, todo cuanto Forsythe había dicho?

Madame Carnot lanzó una risa cascada, descubriendo unos dientes manchados y en un estado deplorable.

—¡Voilá! Usted mismo se ha respondido.

—¿Sufrió usted los alaridos?

Ella asintió con la cabeza y sus facciones asumieron una expresión más seria.

—Los sufrí hace mucho tiempo. Usted y yo, monsieur, tenemos eso en común. Y ahora usted viene a nosotros para aprender cómo se emplean estas maravillosas facultades. Muy bien, voy a iniciar su aprendizaje, mientras esperamos la llegada de Mademoiselle Rakaar.

A costa de un considerable esfuerzo, se incorporó y se quedó sentada en la chaise-longue.

—Ante todo, monsieur, tenemos que dar la bienvenida a la ardiente luz de los alaridos que penetra en nuestro cerebro. Y entonces quizá comprenderemos que su viejo amigo no está tan loco como usted supone.

Perplejo, continuó mirando a la mujer.

—¿Puede usted invocar a la cegadora oscuridad, al silencio rugiente siempre que lo desee? —dijo con una risita—. Hasta que no aprenda a hacerlo, usted nunca será capaz de zylfar.

¿Zylfar? Aquel término tenía un sonido extrañamente familiar, como si él ya lo hubiese oído antes pero no pudiese recordar cuándo ni dónde. Madame Carnot cerró los ojos.

—Muy bien. Puesto que prácticamente usted no sabe nada, le voy a llevar de la mano. Imaginemos —es una suposición, claro— que tenemos ojos dentro de la cabeza. Y que ahora empezamos a abrirlos… lentamente.

De pronto las llamas ardientes irrumpieron en su mente consciente y él retrocedió ante aquel terror abrasador.

—No hay que tener miedo —le dijo la mujer, dándole alientos—. Ese fuego no quema. Ni hace el menor daño. Imagine que esas llamas son una puesta de sol carmesí al pastel sobre los acantilados de Calais.

Finalmente el holocausto que bramaba en el interior de su cerebro dejó de parecerle doloroso.

—Efectivamente, monsieur. No es en absoluto doloroso. Es algo que deseamos… del mismo modo como la mariposa nocturna es atraída por la luz. Deje que este hermoso resplandor bañe su mente. Acostúmbrese a su suavidad.

Con los ojos cerrados, Gregson se hundió en aquella asombrosa sensación. Era como si fuese a la deriva en un mar infinito de luz ardiente, pero de una frialdad calmante al mismo tiempo. No sentía terror ni angustia. Se dio cuenta de que la sensación no era óptica ni tenía nada que ver con la luz. La visión, comprendió entonces, era el término de comparación más próximo que se había podido emplear.

—No, no es luz —asintió ella—. Es algo superior a la luz. Una hipervisión. En estos momentos, sólo estamos zylfando la superficie de la radiación misma. Pero ahora… vamos a exponernos a ella más plenamente.

El mar infinito de resplandor empezó a hervir y a espumear; de él surgieron cosas de forma indefinible y silueta desconcertante… cosas que parecían sugerir que eran objetos sólo porque estaban separadas unas de otras. Pero no existía allí estabilidad de forma ni permanencia de posición. Eran simples concentraciones de sustancia… indescriptibles porque violaban todos los conceptos conocidos de forma y materialidad. ¿Eran éstas las cosas que él había considerado alucinaciones durante sus ataques? ¿Las cosas que a veces supuso que eran grotescas y retorcidas representaciones de los objetos que le rodeaban —los aulladores en sus lechos— o una distorsionada jeringuilla hipodérmica asestada contra su brazo para aportarle alivio? Pero ¿qué eran aquellas alucinaciones?

—Son los objetos que le rodean, monsieur —le dijo Madame Carnot—. No los reconoce porque hasta ahora nunca los había zylfado. Solamente los había visto u oído. ¿No le dijo Monsieur Forsythe que un ciego que aprendiese a ver no reconocería a una cascada por su aspecto?

—¿Cómo sabe usted lo que dijo Bill? —preguntó Gregson con un hilo de voz.

—Lo que se dice o se piensa queda impresionado en el cerebro. Y la hiperluz puede revelar estas trazas. Ahora mismo, por ejemplo, zylfo que su atención se halla atraída por la enorme fuerza que se alza tan cerca de usted en su campo de percepción no radiante. Concéntrese en ella, monsieur. ¡Desee desesperadamente saber qué es! ¡Debe usted zylfarla en su totalidad! ¡Debe descubrir lo que significa… lo que es!

Gregson concentró todas sus facultades de percepción en el objeto. Y éste se hizo firme y estable cuando su atención lo capturó.

¡Y entonces lo supo! ¡Era el imponente Arco de Triunfo, que se alzaba en el soleado cielo parisiense a pocas manzanas de distancia!

Súbitamente, con fuerza explosiva, supo casi todo cuanto había que saber acerca del majestuoso monumento… sus dimensiones exactas, su masa, su peso, el número preciso de sillares que entraron en su construcción. E incluso reconoció la «estrella»… o sea los bulevares radiales que convergían en el grandioso arco.

—¡Ah, monsieur!, aprende rápidamente —le dijo la mujer.

Gregson sintió entonces en su campo de percepción la vasta y recóndita impresión que reconoció como Madame Carnot. La distorsión era increíble. Era una forma grande y amenazadora que aferraba todos los aspectos grotescos de un París daliniano. Y sintió su avaricia y malevolencia, como si fueran atributos inseparables de la hiperimagen.

—Eh bien —observó la mujer—, monsieur fail le zylph, n’est ce pas?

Sus palabras fueron claramente enunciadas. Pero él captó con mayor nitidez los vividos pensamientos que éstas ocultaban, de la gracia que a ella le hacía el hecho de que él la estudiase hipervisualmente. La misma impresión que estaba recibiendo parecía irradiar las ideas y actitudes de ella.

—Muy bien —añadió la francesa, y él captó inmediatamente la maldad que se agazapaba en sus palabras—, tal vez podamos, como usted diría en su lenguaje, arrojar cierta luz sobre el asunto.

Aún con los ojos cerrados, se dio cuenta de que Madame Carnot introducía subrepticiamente la mano bajo la colcha que recubría la chaise-longue, en busca de algo… incomprensible. Entonces la más terrorífica oleada de luz no radiante que jamás había experimentado abrasó su cerebro, anulando todos sus sentidos con su brillo sobrenatural.

Uno de los guardias de la terraza de enfrente gritó y soltó su rifle. De la calle se elevaban gritos agudos y desesperados, indicadores de que alguien había sufrido un ataque. Esto quedó confirmado un instante después, cuando los alaridos fueron reemplazados por el ulular de una sirena.

La mente de Gregson pareció cerrarse instintivamente para defenderse de la extraordinaria radiación que la había invadido. Abrió los ojos y se quedó mirando a Madame Carnot, que sonreía.

A su lado estaba de pie una esbelta joven de cabellos castaños, que, con los brazos puestos en jarras, soltaba una retahíla de frases coléricas en francés.

Madame Carnot se limitó a descubrir su horrenda dentadura en una sonrisa tolerante y luego dijo en inglés:

—No lo hacía sólo para divertirme, sino para examinar a su candidato con el difusor de rault.

Estas palabras parecieron calmar la indignación de la muchacha.

—¿Y qué conclusión ha sacado?

—Predigo que Radcliff lamentará haberlo alistado.

—¿Está usted segura?

—Bien sûr.

—Pero podría equivocarse.

Madame Carnot levantó una mano esquelética.

C’est possible. Aunque hay pocas probabilidades de que me equivoque.

—Pero Radcliff está dispuesto a correr ese riesgo.

—Eso era inevitable. Ya lo zylfé.

Con estas palabras, la anciana volvió a tenderse en el diván y dijo, exhausta:

—Je suis éreintée.

Y pareció quedarse dormida inmediatamente.

La joven volvió su atención hacia Gregson, que aún seguía confundido. Gregson advirtió que tenía un rostro de bellísimas facciones… unos ojos color avellana que hacían juego con su pelo castaño, que le caía en suaves ondas hasta los hombros. Sus labios carnosos vibraban en la leve sonrisa que entonces le dirigía.

—Soy Karen Rakaar —le dijo. Y su acento casi imperceptible le evocó un mar de tulipanes que se balanceaban en la ladera de un dique holandés—. Me han elegido para que sea su tutora en Versalles. Debe usted perdonar a Madame Carnot. A veces se muestra como una criatura en su senilidad. Ha previsto su propia muerte y teme que usted se halle en cierto modo relacionado con ella.

Sin hacer caso de los dolorosos latidos que sentía en su cabeza, provocados por la reciente oleada de luz no radiante, Gregson recordó que Forsythe había dicho también: «La nueva forma de percepción… casi será como ver el futuro». ¿Era en este sentido como la anciana había «previsto su propia muerte»?

Karen Rakaar introdujo la mano bajo la colcha del diván y retiró una cajita metálica casi idéntica a aquélla que Radcliff había llamado un supresor. La única diferencia consistía en que en ésta la bombilla empotrada, era verde y no roja.

Colocó el objeto encima de la mesa.

—¿Ha sido eso lo que…? —empezó a decir Gregson, haciendo una mueca y pasándose una mano por la frente aún febril.

—¿… lo que ha provocado en usted un nuevo ataque de alaridos con toda su furia? —Ella se rió al completar la frase, pero su risa no tenía tonos de burla—. Lo es. Radcliff ya le ha mostrado un supresor de rault. Esto, en cambio, es un difusor de rault.

Acercándose a él, ella se colocó a su espalda, y, mientras con sus dedos finos le daba masaje en las sienes, para calmarle el dolor, él se sintió invadido por una fragancia provocativamente femenina.

—¿Rault? —repitió él.

—Rault, en su forma natural —le explicó Karen— es la hiperradiación que causa los alaridos. Un difusor de rault es un instrumento que genera artificialmente esa radiación, del mismo modo como un supresor es un instrumento que la anula.

Su voz era acariciadora, como el susurro suave de la seda, pero tenía una plenitud que sugería su capacidad para experimentar sentimientos profundos.

—El difusor y el supresor… ¿son instrumentos valorianos? —preguntó Gregson.

—Son adaptaciones de la tecnología valoriana.

—¿Y para qué los emplean los extraterrestres?

—¿Los difusores? Del mismo modo que nosotros empleamos una linterna… para ver mejor en la oscuridad. En cuanto a los supresores los utilizan para anular el rault cuando no desean que otras personas sensibles al rault zylfen lo que pasa. En general, emplean ambos instrumentos indistintamente para confundirnos y aterrorizarnos.

Gregson se acordó del valoriano que había perseguido en Manhattan. Al principio, el extraterrestre avanzaba tropezando con todo cuanto encontraba a su paso. Pero después demostró una coordinación sobrehumana en su huida, a tiempo que tres personas sufrían los alaridos a medida que él pasaba. El mismo, Gregson, sufrió también un ataque. ¿Era un hiper perceptivo que activó un difusor de rault durante su huida para zylfar mejor el camino hacia la salvación?

¿Zylfar? Naturalmente… ésa era la palabra que empleó el valoriano del pabellón de caza, poco antes de caer alcanzado por el rayo de los guardias. Y Gregson recordó que era la misma palabra que le pareció oír gritar a su hermano, durante un imaginario contacto telepático con él, a través de millones de kilómetros de espacio. ¿Significaba esto que Manuel aún vivía… y que quizás estaba prisionero de los valorianos?

—Entonces, ¿es que los valorianos también son hiper sensitivos? —preguntó.

—Extremadamente.

—¿Por qué el Departamento ha ocultado la existencia de un sexto sentido?

Ella permanecía de pie ante él, mirándole con una sonrisa de indulgencia.

—Verdaderamente, Greg (es así como todos le llaman, me han dicho), verdaderamente, usted hace preguntas demasiado difíciles. Temo que Madame Carnot ha complicado las cosas, al exponerle prematuramente estos conceptos. Sabrá las respuestas a todas las preguntas que pueda formularse… pero a su debido tiempo. Por esta razón le envían a usted a Versalles.

—Pero el Departamento ya sabía…

—… desde hace varios meses cuál es la verdadera naturaleza de los alaridos —dijo ella, completando la frase—. Y sin embargo, lo han ocultado. Esto se debe, como ya he dicho, a que aún no estamos preparados para ser sensibles al rault. Hay quien piensa que sí lo estamos y…

—Yo lo estoy. Madame Carnot también lo está. Y usted, debe de estarlo.

Con estas palabras se levantó de la silla.

—Es cierto. Pero por cada uno de los que hemos aprendido a utilizar la hiperpercepción, hay mil que han muerto lanzando alaridos. ¿No le parece pagar un precio demasiado caro por un sexto sentido?

Sus facciones de pronto asumieron una expresión compasiva.

—No, es preferible que la hiperradiación, o sea el rault, sea anulada por el supersupresor del Departamento.

A pesar de todo, Gregson no lograba entender por qué el Departamento había tenido que emplear métodos tan tortuosos. ¿Por qué Radcliff no se lo había expuesto todo claramente? ¿Por qué había tenido que andarse con tantos rodeos?

Madame Carnot se agitó, tosió débilmente y continuó durmiendo.

Con una sonrisa, Karen señaló a la anciana.

—Supongo que le habrá dicho que es la persona más poderosa del mundo. Y verdaderamente lo es. Valiéndose de su hiperpercepción, ha dirigido la lucha del Departamento contra los valorianos durante años.

Karen entrelazó el brazo con el suyo con gesto íntimo y ambos se dirigieron al ascensor.

—Si usted está dispuesto a ponerse en mis manos —le dijo—, yo misma marcaré el ritmo de su aprendizaje. No podemos pretender quemar las etapas. Sería peligroso obligarle a aprender demasiado rápidamente… podría convertirse de nuevo en un aullador. Y yo no querría que eso ocurriese por nada del mundo.

Con estas palabras le apretó fuertemente el brazo contra su cuerpo y le dirigió una insinuante sonrisa, mientras él notaba su cálida proximidad.

—¿Y yo qué haré en Versalles? —le preguntó.

—Trabajar. Trabajar mucho. Y conocerá allí a otras personas que son hipersensitivas, como nosotros. Todas seguirán un curso de aprendizaje para llegar a dominar el sexto sentido, con el fin de estar a la misma altura de un valoriano en este terreno. Y esto nos permitirá, entre otras cosas, hallarnos mejor preparados para instalar el supersupresor en la estación de tránsito Vega.

Mientras esperaban el ascensor, ella agregó con una sonrisa de picardía:

—Pero también tendremos ocasión de divertirnos. Ya me ocuparé yo de ello.