El domingo por la noche, ya bajo la presión de su inminente marcha el lunes por la mañana, Gregson decidió que no podía aplazar por más tiempo su confrontación con Forsythe.
No cabía la menor duda de que Bill luchaba como un gato panza arriba contra la enfermedad. Aquella misma mañana Gregson, desde la cocina, vio que Forsythe se apoyaba en la pared del granero y ocultaba el rostro entre las manos, temblando violentamente. No había duda de que los fuegos del infierno asolaban su cerebro.
Sin embargo, durante todo el día Gregson fue dando largas al asunto, pues no sabía cómo abordar el tema. Y fue ya por la noche cuando Helen le acompañó al primer piso y le introdujo en la habitación de Forsythe. La joven encendió la luz de la mesita de noche, apartó suavemente las sábanas y levantó la manga del camisón de Forsythe, descubriéndole el brazo y mostrando una zona donde la piel presentaba numerosas picaduras de la jeringuilla hipodérmica.
—¡Se ha estado inyectando desde hace semanas con una solución diluida! —exclamó.
Forsythe lanzó un bufido y se despertó.
—¿Greg? ¿Helen?
—Sí, Bill… Helen y yo estamos aquí contigo.
—Entonces, ya lo sabéis. Aunque, desde luego, supongo que me hubiera sido difícil seguir ocultándolo.
—Voy a llamar a la escuadra de recogida.
Forsythe buscó a tientas su batín.
—No puedes llamarla hasta que empiece a gritar sin poder contenerme. Hasta ahora, creo que me he portado bastante bien.
—Yo también lo creía así —repuso Gregson—. Pero todo se derrumbó sobre mí al séptimo ataque.
—¿Al séptimo, dices? Pues para que te enteres, yo he tenido setenta y sigo resistiendo. —Forsythe se sentó al borde de la cama—. He pensado que primero hay que aprender a dominar los ataques antes de averiguar de qué se trata.
—¿Y qué supones que es?
—Helen ya te lo dijo, y después me lo dijo a mí, hace dos años: un sexto sentido.
—Yo no dije exactamente eso —protestó Helen—. Dije que una de las tretas que empleaba Kavorba para confundirme consistía en hablar de un sexto sentido.
—Yo no creo que tratase de confundirte. Por el contrario, afirmo que intentaba decirte, de una manera que tú pudieses entender, lo que eran en realidad los alaridos.
—¿Y puede saberse qué son? —preguntó Gregson con sorna.
—Como ya he dicho, algo básico, natural… una nueva forma de percepción.
Gregson se preguntó si la lucha con la enfermedad habría afectado la mente del anciano.
—Qué diablos —prosiguió Forsythe—. El propio Departamento de Seguridad admitió que la epidemia podía estar causada por una «radiación del espacio».
—Pero el bombardeo del cerebro por una especie de radiación es una cosa, y otra muy distinta es una nueva forma de percepción.
—¿De veras lo crees? —dijo Forsythe, con una risita seca—. ¿Qué es cualquier forma de percepción sino la excitación de una zona especialmente sensitiva?
Gregson comprendió entonces que más valía no hacer caso a nada de cuanto dijese el viejo, pues Forsythe se había convencido evidentemente de que los alaridos eran algo a lo que había que resignarse.
Helen se dejó caer en una silla.
—¿Quieres decir que soportas toda esta prueba sólo por lo que me dijo ese valoriano hace dos años?
Forsythe denegó enérgicamente con la cabeza.
—Tengo mis propias razones para hacerlo. Imagínate un mundo entero que nunca haya conocido la luz, aun a pesar de que sus habitantes posean órganos visuales. Supongamos que en ese mundo habita un tal Mr. X, que vive perfectamente contento con sólo cuatro sentidos. Pero un día, al dar la vuelta a una esquina, alguien le asesta el rayo de una lámpara de cien bujías. ¿Qué supones que ocurrirá?
—Pues… no lo sé —repuso Helen—. Supongo que le pegará un susto.
—Un susto es poco. ¡Sentirá terror, pánico! Al menos que aprenda a cerrar los ojos y a mantenerlos cerrados para evitar que penetre en su cerebro aquel extraño silencio rugiente y quemante, se volverá loco, morirá de terror o se dará la muerte.
Gregson agarró los barrotes de la cabecera.
—Lo siento, Bill… pero la verdad es que tus teorías para explicar la enfermedad no nos interesan. Lo que queremos es que recibas los cuidados necesarios.
—Eso mismo, tío Bill —dijo Helen con vehemencia.
—¡Pero si voy a ponerme bueno! Sólo necesito más tiempo para experimentar. ¿No lo entendéis? ¡Ahora puedo explicar muchas cosas!
Helen movió negativamente la cabeza.
—Únicamente tratas de reducir el fenómeno a términos racionales. Como ahora tú has contraído la enfermedad, tratas de convencerte de que no es un mal, sino que es un bien.
Forsythe rezongó:
—No quieras tenderme en tu diván particular de psiquiatra, mocita. ¿Cuál es el síntoma principal de un ataque de alaridos, además de un dolor intensísimo?
Ante el mutismo de los dos, él contestó a su propia pregunta:
—Alucinaciones. ¿Y no es curioso que, tarde o temprano, el enfermo empiece a imaginar que esas alucinaciones son representaciones grotescas y deformadas de las cosas que le rodean?
—Bill —dijo Gregson con voz suplicante—, déjame llamar al Instituto de Aislamiento.
—¿Es que no lo entendéis? —prosiguió el viejo, sin hacerle el menor caso—. Eso mismo es lo que ocurriría si chocásemos de pronto con una nueva forma de percepción.
Al principio no reconoceríamos lo que nos rodea, al percibirlo a través de un nuevo sentido. Toma a un ciego de nacimiento que de pronto empieza a ver: tendrá que aprender a identificar a una cascada por su aspecto y no por el ruido que produce.
Gregson comprendió que era imposible hacerle entrar en razón.
—¡Greg! —exclamó el anciano con emoción—. ¡Incluso puedo decirte cómo será ese sexto sentido! Mira tus propias manos. Puedes ver en ellas una gran riqueza de detalles… líneas y grietas, pelo, coloración, las crestas dactilares de las yemas de los dedos. Esto es más, infinitamente más que lo que percibirías mediante el tacto, o «escuchando» tu mano con el equipo de sonar de un murciélago.
»¿Te figuras ahora cuánto más refinada sería la percepción que te proporcionaría nuestro sexto sentido? Sería tan superior a la vista, como ésta lo es al oído o al tacto. Nos daríamos cuenta de detalles infinitesimales, de relaciones especiales entre las cosas, quizás incluso de principios cósmicos y microcósmicos que ahora ni siquiera alcanzamos a comprender.
Gregson terminó por mirarse las manos. Pero no porque Forsythe se lo pidiera sino que más bien lo hizo como una expresión de simpatía y comprensión. Se había dado cuenta por fin de que Bill deseaba desesperadamente que los alaridos fuesen un nuevo medio de percepción, porque necesitaba algo que compensara su insoportable ceguera.
—Pensad lo que eso sería en el terreno de la comunicación —continuó el ciego—. Con una simple mirada, tú y Helen sabéis lo que está pensando el otro, ¿no es verdad? Cuando podamos interpretar las impresiones proporcionadas por el sexto sentido, podremos «ver» profundamente en el interior de los pensamientos ajenos.
Estas palabras sólo sirvieron para provocar un suspiro de impaciencia en Helen.
Pero él continuó, casi con desesperación:
—¡Sería como ver el futuro! ¡Una persona dotada de vista en un mundo de ciegos, vería a unos salteadores que tendiesen una emboscada y así podría «predecir» el asalto cuando llegase al lugar!
En el silencio que siguió, llamó a Greg con voz esperanzada:
—¿Greg?
—Estoy aquí, Bill —dijo Gregson en tono compasivo, al cabo de un rato.
—Dijiste que en Londres, aquella mujer predijo exactamente tu ataque. ¿Es que esto no te hace pensar nada… por ejemplo, que hubiese empleado su sexto sentido sin ni siquiera saberlo?
Gregson comprendió entonces que Forsythe había edificado toda su teoría en aquella simple coincidencia.
—Bill, has empezado muy bien y podrás ser ese uno de cada mil que sobrevive a la epidemia. Yo supe defenderme igual que tú de los primeros ataques. Y ahora he transpuesto sano y salvo la barrera. Tienes que permitir que te llevemos al Instituto.
—La única manera como conseguiréis llevarme ahí —respondió el viejo, que no quería dar su brazo a torcer—, será gritando y pataleando… así como suena.
Aquella misma noche, a hora más avanzada, mientras Helen servía café a Gregson en la cocina, le preguntó:
—Bien, ¿qué vamos a hacer?
—No lo sé. A mí tampoco me hubiera gustado que me ingresasen a la fuerza en el Instituto, contra mi deseo.
—¡Pero es que no es sólo eso! ¡Está obsesionado por esa idea del sexto sentido!
—No es que esté obsesionado, realmente. Lo que pasa es que en ello tiene algo en qué aferrarse de momento.
—¿Te vas a Nueva York, mañana?
—No tengo más remedio.
—¿Y yo, qué haré?
—Pues no te apartes del botiquín y la jeringuilla hasta que yo regrese.
—¿Cuánto tiempo vas a tardar?
—Regresaré inmediatamente. Pienso decir al Departamento que no cuenten conmigo para nada, trátese de lo que se trate.
Desde la ventana del despacho de Weldon Radcliff, director del Departamento de Seguridad, Manhattan, que se extendía a los pies del edificio del Secretariado, produjo a Gregson la impresión de que no había experimentado cambios apreciables durante los dos años que duró su ausencia.
Por lo visto se había hecho muy poco en el terreno de la reconstrucción. Los rascacielos que se recortaban desmantelados y esqueléticos sobre el cielo en 1997 seguían en su mayoría esqueléticos y desmantelados. Se veía menos gente en las calles, y, proporcionalmente, la circulación rodada era menor.
Pero a la sazón resonaban los aullidos conjuntos de muchas sirenas, que se confundían en una fúnebre sinfonía que era un macabro recordatorio del horror que se agazapaba a cada esquina.
Dirigió su atención hacia un alboroto que se había producido en la confluencia de East Avenue y la calle Cuarenta y Dos, donde una línea de manifestantes, portando pancartas con letras toscamente pintadas, se dirigía hacia el Secretariado. Incluso desde aquella distancia, Gregson podía leer lo que estaba escrito con letras rojas y negras en las pancartas:
¡EL DEPARTAMENTO DE SEGURIDAD AGOTA NUESTROS RECURSOS!
¡EL DEPARTAMENTO DE SEGURIDAD USURPA EL PODER NACIONAL!
¡LA REPRESENTACIÓN POPULAR HA MUERTO!
¡SE DESPILFARRAN BILLONES Y NO SE CURA A UN SOLO AULLADOR!
¿POR QUÉ UNA GUARDIA INTERNACIONAL SI NO HAY AMENAZA EXTERIOR?
¡QUE SE DISUELVA EL DEPARTAMENTO!
¡VIVA EL GOBIERNO NACIONAL!
Gregson vio cómo un camión del Ejército se detenía bruscamente en la esquina y de él saltaba un contingente de la Milicia de los Estados Unidos. Vestidos con uniforme de combate, mal ajustado y roto en ocasiones, los soldados contrastaban vívidamente con los impecables guardias uniformados que protegían el antiguo edificio de la ONU. Ajustándose sus mascarillas, los soldados lanzaron bombas lacrimógenas y luego rodearon a los manifestantes y empezaron a conducirlos hacia el camión.
Una recepcionista ya mayor y de aspecto apacible llamó a Gregson desde el otro extremo de la sala y luego le hizo pasar al despacho del director. Con sus macizos hombros inclinados sobre la mesa, Radcliff se dedicaba a estampar rápidamente su firma en un documento tras otro.
Gregson se acercó a él. Pero estaba completamente impreparado para el estampido que resonó a su espalda, cuando la recepcionista salió dando un fortísimo portazo.
Al instante siguiente su cerebro sorprendido y despojado de sus defensas, quedó expuesto de nuevo a la llameante y cegadora invasión de los alaridos. Pero recobró rápidamente su compostura y rechazó enérgicamente el horrendo ataque.
Radcliff levantó la vista y le miró sonriente.
—No se enfade con Miss Ashley. Esto ha sido una prueba, que me ha permitido comprobar que su dominio de sí mismo es excelente.
—Gracias —repuso Gregson secamente—. Es precisamente lo que necesitaba.
Radcliff se levantó, rodeó la mesa y le tendió la mano.
—Bienvenido de nuevo al tajo. Tenemos mucho trabajo preparado para usted.
—Lo siento. Pero ahora lo único que me interesa es tranquilidad a grandes dosis… y resolver mis propios problemas.
—Ya cambiará usted de opinión. —Gregson aceptó la silla que el director le ofreció.
—¿Sabe usted algo de Wellford?
—¿El agente británico que contrajo los alaridos poco antes que usted? Fue dado de alta hace seis meses.
¡De modo que Ken también había conseguido atravesar indemne la barrera!
—¿Dónde está, ahora? Me gustaría ponerme en contacto con él.
—Si eso es lo que desea, más valdrá que lleve consigo un batallón de guardias y algunas piezas de artillería pesada. Fue capturado por uno de los pocos comandos valorianos que subsisten. Hace cuatro meses, creo.
Gregson movió la cabeza con incredulidad.
—¿Wellford? ¡Imposible!
—Pues mucho me temo que sí. Eso es lo que nos hizo comprender que los invasores prefieren condicionar a un exaullador que a un preaullador… para evitar así que sus marionetas caigan víctimas de la epidemia.
—Pero yo suponía que la amenaza valoriana ya había terminado.
—Y prácticamente, así es. Sólo quedan algunas células aisladas. Pero cada vez que capturamos una, las demás desaparecen. Ahora vamos a cambiar de táctica: intentaremos aplastarlas a todas de una vez con armas nucleares, así que las tengamos completamente localizadas.
—Pero supongo que antes rescatarán a Wellford.
—De eso nos ocupamos ahora.
—¿Puedo participar yo en ello?
—No. A usted le necesitamos para algo de importancia más vital. —Radcliff hizo una pausa y luego dijo con voz tensa—: Greg… creo que podremos poner fin a los alaridos. Finalmente hemos encontrado la solución.
—¿Se basa en la idea de que están causados por radiaciones procedentes del espacio?
El director asintió.
Metiendo la mano en el cajón, sacó de él una cajita metálica provista de un solo botón lleno de protuberancias, que puso encima de la mesa. En una, de sus caras la cajita tenía una bombilla roja, oculta.
—Esta será la solución final —dijo Radcliff—, cuando su alcance limitado pueda hacerse mayor, hasta alcanzar al ultimo rincón del mundo.
Gregson se inclinó ansiosamente hacia adelante.
—¿Y eso qué es?
—Es un supresor. Puede anular en un pequeño radio la causa del mal que ha estado a punto de destruir nuestra civilización durante los últimos dieciséis años: las misteriosas radiaciones del espacio.
Radcliff hizo girar el botón y la bombilla carmesí, empotrada en la pared de la cajita, difundió su suave resplandor por la habitación.
—No siento nada —dijo Gregson.
—Claro que no. Pero… vamos a hacer una demostración.
Oprimió un botón de su mesa y se corrieron unas cortinas, cubriendo las ventanas. En la pared de su izquierda se abrió un panel, descubriendo un proyector que lanzó su foco al lado opuesto de la estancia.
La escena representaba una de las salas de un Instituto de Aislamiento. Radcliff subió el volumen y el despacho se llenó con los gritos roncos y desesperados lanzados por las gargantas de docenas de aulladores, que se debatían atados a sus lechos.
El propio director apareció en la pantalla y se detuvo para mostrar la misma caja metálica que tenía entonces en su mesa. Hizo girar el botón y la luz piloto del supresor se encendió.
Todos los pacientes que estaban en las camas más próximas dejaron instantáneamente de debatirse, como si un telón hubiese caído sobre su terror y su angustia. Se volvieron para mirar estupefactos a Radcliff, que entonces se puso a caminar por el pasillo llevando consigo la cajita.
Su estupefacción no era mayor que la que sentía Gregson, al presenciar aquella increíble demostración. ¡En efecto, existía un medio de acabar con los alaridos!
Mientras Radcliff avanzaba entre las hileras de camas, era como si él fuese el centro de una esfera de calma que apaciguaba a los aulladores, librándolos temporalmente de su tormento. Cuando él había pasado, los pacientes caían de nuevo en su agonía.
El director apagó el proyector.
Gregson pensó en sus dos años de aislamiento, en Forsythe y en los otros millones de seres humanos que seguían su camino.
—¡Es algo tremendo! ¡Tiene usted que ponerlo en conocimiento de todo el mundo!
Radcliff soltó una carcajada.
—¿Y hacer que nos linchen a los dos días? De momento, sólo tenemos unos cuantos de estos supresores. Y aún no hemos podido probarlos plenamente.
Gregson, lleno de excitación, se inclinó sobre la mesa:
—¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudar?
—Usted fue ingeniero proyectista encargado de los sistemas a bordo de la estación de tránsito Vega… ¿no es cierto?
—Hasta que la abandonamos. Entonces ingresé en el Departamento de Seguridad.
—Greg, usted es el único hombre que conoce todos los sistemas de la estación. Y Vega es una pieza de importancia esencial para nuestros planes.
—¿Pero qué tiene que ver Vega con esto?
—Se lo diré: vamos a construir un supersupresor… con un alcance de miles de kilómetros. Para que puedan funcionar a tal distancia, sus unidades generadoras tienen que hallarse apartadas del intenso campo magnetogravítico de la Tierra que, como usted sabe, se encuentra al nivel de la superficie. Es decir, tenemos que instalarlo en el espacio. Ya hemos vuelto a poner en marcha nuestra División Espacial, para que se encargue de las operaciones logísticas.
—¿Y la estación de tránsito Vega…?
—La estación de tránsito, Greg, sigue allá arriba. Lo único que tenemos que hacer es ponerla de nuevo en funcionamiento y modificarla para instalar en ella el supersupresor. Entonces nos hallaremos en disposición de anular las radiaciones causantes de la epidemia. ¿Podemos contar con usted?
—Estoy dispuesto a que me envíen a la estación mañana mismo. ¡Qué mañana, hoy… ahora, si es necesario!
Radcliff sonrió.
—Esperaba esa respuesta. Pero temo que las cosas no van a ser tan sencillas.
Escribió rápidamente algo en un bloc de notas, luego arrancó la hoja y se la tendió.
—Mañana se presentará usted a esa dirección en París, donde estamos montando un punto de control para la Operación Vega. Recibirá usted unas primeras instrucciones, supongo, y luego pasará ciertas pruebas para saber cuáles son sus cualificaciones. Luego será enviado a Versalles para seguir un curso especial.
—No necesito ninguna clase de instrucciones para manejar los sistemas de la estación de tránsito. Viví en ella tres años seguidos.
—El curso que tiene que seguir se refiere a la radiación que tratamos de anular. A 36 000 kilómetros de altitud es mucho más fuerte. Si usted no está debidamente preparado puede sufrir una recaída muy grave en la enfermedad de la que ha conseguido triunfar.