Los alaridos eran un ataque brutal que quemaba el cerebro, se clavaba como una cuña en el alma, atrapaba el espíritu al borde de la locura. Para Gregson, el tiempo no era más que una sucesión de terrores que sólo interrumpía la piadosa hipodérmica que le aplicaban espaciadamente y que tan sólo aportaba un alivio simulado. Los fuegos que ardían en su cerebro no eran radiantes ni incandescentes. Sin embargo, pese a hallarse desprovistos de calor, abrasaban la mente y cegaban los sentidos con una luz feroz que no podía medirse ni por su longitud de onda ni por su magnitud.
Era como si en su cerebro se hubiese abierto una grieta, por la que vertían en su interior todo el terror alucinatorio y el dolor, nacidos en un universo demencial. Había veces en que todo su ser parecía expansionarse a través de dimensiones desconocidas, para abarcar la totalidad del tiempo y el espacio, mientras las lejanas y rutilantes estrellas quemaban como brasas la trama misma de su alma. Y su espíritu parecía vagar por parajes fantásticos, donde más que ver, sentía la ordenada disposición de satisfechas fuerzas que zumbaban con indiferencia en sus inexplicables celosías de diseño y propósito.
En una ocasión tuvo la lucidez suficiente para preguntar la fecha. La abrumadora revelación de la enfermera, quien le dijo que sufrió el ataque hacía más de un año, le hundió en la desesperación y atrajo sobre él los alaridos, que le asaltaron de nuevo con toda su vehemencia.
Poco después de esto comprendió que su destino era también compartir la espantosa angustia de los demás aulladores. Había ocasiones, en efecto, en que su consciencia entera parecía abarcar todo el sufrimiento y el terror que surgía a su alrededor como una vaharada de sofocantes miasmas. En aquella extraña y falsa percepción, cada rasgo físico del Instituto de Aislamiento sufría una grotesca distorsión, como si se reflejara en un espejo increíblemente alabeado.
Sin ver, pero como si poseyera un medio incomprensible de saber, sentía la presencia de las paredes de la enorme sala en que se hallaba… que parecían contenerle amenazadoramente pero que eran increíblemente insignificantes. Las camas ilusorias pregonaban vergonzosamente un error que daba a entender que ni siquiera la parte más pequeña de ellas podía hallarse contenida dentro de todo el instituto. Y los propios aulladores eran seres monstruosos de brillo invisible pero sin que se pudiera descubrir su forma, mientras se apiñaban el uno contra el otro hasta el más lejano infinito. Gregson parecía compartir con ellos una extraña familiaridad… como si todos existiesen dentro de los límites finitos de su mente. Y él participaba en su agonía, y ellos en la suya… hasta que las experiencias resultaban abrumadoras en su totalidad e invariablemente hacían que se hundiese en una piadosa inconsciencia.
Después de una de estas ocasiones fue cuando, profundamente aplastado bajo el peso del desaliento más amargo, pensó en la única liberación posible… el suicidio.
Tardó unas tres horas en desasirse de las correas que le ataban al lecho. Y durante todo este tiempo, sudaba de terror ante la desmoralizadora posibilidad de caer en las garras de otro ataque antes de que pudiese realizar su propósito. Finalmente consiguió levantarse del suelo, donde había caído. Y permaneció de pie unos momentos, débil y confuso, casi incapaz de recordar cómo eran los sencillos movimientos que permitían andar. Presa de una repentina náusea, se agarró a la cabecera de la cama, vomitando y temblando. Luego se apartó con un empujón, apelando a todas sus fuerzas para poner un pie tembloroso frente a otro. Muy lejos, en la distancia, la ventana más próxima parecía llamarle, burlona.
Pasando de una cama a otra y sosteniéndose en ellas, fue avanzando hacia su objetivo. Una eternidad después se encontró a pocos metros de la ventana, pero tan exhausto, que no podía continuar. A su alrededor se alzaban los roncos gritos de los aulladores, pero para él constituían un espantoso estímulo que le impelía en su avance.
Unos gritos racionales de advertencia y el sonido de unas rápidas pisadas que venían por el centro de la sala fueron como una ablución de agua fresca en el rostro y supo que la enfermera había vuelto. Pero no fue el súbito temor a que impidiese su suicidio lo que galvanizó sus músculos, obligándoles a hacer un esfuerzo superior a sus capacidades físicas, sino el instantáneo retorno de todas las horribles agonías alucinatorias del flagelo. La sala empezó a dar vueltas a su alrededor. Todas las camas y los aulladores que éstas contenían parecieron penetrar en sus sentidos en súbita implosión, e impulsado por sus propios alaridos de desesperación, cubrió la distancia restante y se tiró por la ventana.
Pero él no sabía que su sala se hallaba en la planta baja y que su intento de suicidio terminaría en un blando parterre, situado a unos cuantos palmos bajo la ventana.
Cuando recuperó nuevamente el conocimiento era invierno, y por la misma ventana de su fallido intento vio las desnudas ramas de un árbol recubiertas de nieve plateada y oscilando bajo un fuerte viento. Al fondo se distinguía una enorme ala nueva que había sido añadida al Instituto de Aislamiento del Condado de Monroe.
—Greg.
La voz, ansiosa y suave, era apenas audible entre los alaridos que eran inseparables de la naturaleza básica de aquella sala.
Volvió la cabeza y vio a Helen de pie junto a su cama, esforzándose valerosamente por ocultar su angustia. Pero su simple presencia, su porte decidido, su aspecto lleno de competencia, sus saludables colores y sus atezadas mejillas… sólo sirvieron para que Gregson se percatase aún más de cuán miserable era su vida.
—¡Te curarás, Greg! —le animó ella, acariciándole el hombro.
Pero él se apartó, embarazado al pensar que ella debía verle tan demacrado y macilento.
—Te esperaremos —dijo ella—. Bill también tiene fe en ti. Está seguro de que superarás la crisis y te pondrás bueno.
Él trató de contestar pero sólo entonces descubrió que aquellos meses de gritar continuamente le habían dejado sin voz. Y experimentó otra convulsión. Cerró fuertemente los ojos y estiró los miembros, en una actitud de rígida resistencia, para que ella no viese que le daba el ataque. Pero de su garganta salió un ronco jadeo, mientras trataba de poner diques a los ríos interiores de ardiente lava.
Se hundió en un abismo fantasmagórico, en el que se imaginaba completamente perdido entre todos los grotescos engendros de su fantasía. Y percibió que Helen, convertida ahora en uno de los informes seres que le rodeaban y estaban en su interior, se alejaba de él. De nuevo aquella alucinación de saber sin ver ni oír. Pues continuaba con los ojos cerrados y sus oídos sólo estaban abiertos a los frenéticos chillidos de los demás aulladores.
De pronto un objeto enorme y amenazador adquirió forma en el brillo del universo interno de Gregson, provocándole una horrible sensación de alarma, pero al propio tiempo una oleada de alivio. Entonces reconoció el objeto: era una jeringuilla hipodérmica, y notó con alivio como la aguja se clavaba en su brazo.
A principios de febrero de 1999, permaneció tres horas despierto sin sufrir ningún ataque. El 25 de aquel mismo mes, y de nuevo el 27, permaneció cuerdo durante toda la velada. A comienzos de marzo pasó un día entero sin que su mente sufriese el asalto llameante de la luz invisible. Tampoco experimentó espantosas alucinaciones ni la terrorífica desorientación. A fines de aquel mes pudo pasar tres días seguidos libres de aquel horror, que ensartó como tres cuentas en un rosario de esperanza.
A la mañana siguiente el médico jefe de su sala le preguntó:
—¿Le gustaría cambiar de ambiente?
Gregson se limitó a mirarlo, sin comprender.
—Vamos a darle de alta —le explicó el médico.
—Pero —dijo Gregson con voz ronca—, yo aún no me considero curado.
—Es que no existe cura. El retorno a la vida normal dependerá de que pueda repeler los ataques con su simple fuerza de voluntad. Usted demuestra poseerla. Hemos disminuido el número de inyecciones. Ahora, usted hace frente a los ataques casi únicamente a fuerza de coraje.
La nueva sala era más pequeña. A través de sus amplios ventanales podía contemplar un paisaje formado por las nuevas y gigantescas alas que se habían añadido al Instituto. Más allá se extendían campos cubiertos por el verdor de la primavera. En esta nueva sala nadie gritaba. Ni se ponían ya inyecciones a los pacientes. Pero cada uno de ellos era una isla silenciosa y ensimismada que luchaba contra los ataques ocasionales completamente sola, sin gemidos de agonía.
Un día Gregson recordó haber oído decir que incluso la mayoría de los aulladores que se reponían lo suficiente como para no necesitar sedantes, terminaban suicidándose.
Y entonces comprendió por qué. No valía la pena vivir consagrado únicamente a una interminable e intensa concentración para prevenir y rechazar el siguiente ataque.
De pronto, a primeros de junio, le dieron definitivamente de alta.
Helen le estaba esperando a la entrada y le ayudó a subir al automóvil. El Instituto pronto desapareció entre las montañas, mientras ellos iban hacia el Sur, en dirección a la granja de los Forsythe.
Ella se esforzaba por mostrarse efusiva, charlando de cosas triviales… de los dos braceros que había contratado Bill para la siembra, del hermoso tiempo primaveral, de cómo ella y su tío procurarían que recuperase todo el peso que había perdido, y así sucesivamente.
La efervescencia de la joven no se veía afectada por la expresión concentrada y huidiza de Gregson, que temía terminar dándole el espectáculo de un ataque de alaridos.
En la granja, Forsythe le ayudó a apearse del coche y a entrar en la casa. Helen se fue a preparar café mientras él se dejaba caer con desaliento en un sillón, dándose cuenta de sus huesudos codos y rodillas, que se marcaban perfectamente bajo sus ropas.
—Me siento tan extraño —murmuró, exhausto—. Es como si me hubiesen tenido en conserva durante dos años, mientras el mundo seguía su curso.
—Ya te pondremos al día —le dijo Forsythe con tono tranquilizador.
—En el Instituto no querían decirnos qué sucedía en el exterior. Supongo que habrán ocurrido muchas cosas.
—Desde luego. Pero ya las irás sabiendo a su debido tiempo.
—¿Y los valorianos?
—¡Bah! Asunto concluido… o casi concluido. Al menos, ésa es una cosa de la que ya no tenemos que preocuparnos.
¿Asunto concluido?, pensó Gregson. Así parecía, como si los hubiesen eliminado de un manotazo. Aunque, por supuesto, dos años eran mucho tiempo.
—Necesitamos casi un año —prosiguió Forsythe, mirando fijamente ante sí con sus ojos ciegos—. Pero los desarraigamos. ¡Oh, aún subsisten algunas células! Pero así que uno de ellos asoma la cabeza, le asestamos un garrotazo.
Helen regresó con el café, pero tuvo que revolver el de Gregson pues vio que éste temblaba demasiado para sujetar la cucharilla.
—Por otra parte —dijo Forsythe—, está la situación económica. Además de la pesada carga que representó para el Tesoro la lucha contra la amenaza valeriana, el Departamento de Seguridad tiene ahora en marcha este nuevo proyecto de investigación con carácter de urgencia que…
Helen frunció el ceño mirando a su tío, pero dijo con tono desenvuelto:
—No creo que Greg esté ahora para esas graves cuestiones.
—Pues ahora llegaba a la parte buena.
—¿Investigación, sobre qué? —preguntó Gregson, casi con indiferencia.
—Sobre los alaridos.
Gregson se hundió consternado en el sillón. Helen se dio cuenta de que era mejor no mencionar la epidemia en su presencia. Pero no veía cómo advertir a su tío sin que Greg se diese cuenta.
—En el Departamento reina gran excitación a causa de un descubrimiento que puede ser sensacional —prosiguió Forsythe, alegremente—. Ahora no creen que la enfermedad sea orgánica en absoluto… sino un estado producido por algo que se encuentra en la región del espacio que el sistema solar está atravesando. Una especie de radiación que al parecer afecta a la mente de una manera directa.
—Tío Bill —le interrumpió Helen diplomáticamente, al ver que empezaban a aparecer perlas de sudor en la frente de Gregson—, creo que he dejado el fogón encendido debajo de la cafetera. ¿Querrías ir a apagarlo, por favor?
—¿Eh? ¿Cómo dices? ¡Ah… por supuesto!
Se fue arrastrando las zapatillas y riendo para sus adentros, convencido al parecer de que se trataba de una indirecta de su sobrina para que los dejase solos.
Pero Gregson no escuchó las palabras cruzadas entre ambos, pues se debatía al borde de un ataque.
Helen se arrodilló ante él y le tomó las manos entre las suyas.
—Todo volverá a ser como hace dos años, amor mío —le dijo para tranquilizarlo—. No; será mucho mejor.
Él contempló la promesa que brillaba en su rostro, y, sacando valor de su cariño, consiguió cerrar su mente ante el solapado ataque que había tenido tan cerca.
Durante las semanas que transcurrieron hasta mediados de julio, Helen se convirtió en una enfermera constante y abnegada, obligándole a ingerir dulces cargados de calorías y grandes cantidades de excelente comida. Nunca parecía desalentarse ante el silencio en que se encerraba él a veces, cuando se veía obligado a ensimismarse a fin de hacer acopio de fuerzas con que resistir el próximo ataque.
Porque desde luego, los ataques se producían, pese a su intensa resolución… pero cada vez con menos frecuencia. Y generalmente se limitaban a los momentos de sosiego que precedían al sueño o poco después de despertar. En tales ocasiones una mano gigantesca abría su mente, y penetraba por ella un violento vendaval que la exponía una vez más al rutilante y cegador tormento, casi con la misma intensidad que durante sus primeros ataques.
Veía muy poco a Forsythe. Éste aparecía de vez en cuando para dar instrucciones a los dos hombres que acudían algunas mañanas para ayudarle en las faenas agrícolas.
Pero se pasaba casi todo el día en sus habitaciones, donde incluso tenía por costumbre efectuar sus comidas.
Al principio, Gregson apenas se fijó en el talante retraído y misántropo de Bill. Pero cuando con el tiempo se dio cuenta de esta extraña conducta, la atribuyó a una decisión tomada a regañadientes por su anfitrión, para no causar complicaciones en la convalecencia de su invitado.
Pero a medida que le volvían las fuerzas, Gregson fue fijándose más en los detalles y terminó por observar que Helen también parecía hallarse sometida a una especie de tensión. Al principio no se atrevía a decírselo, y, cuando finalmente lo hizo, fue durante otro paseo por el campo que habían recorrido juntos casi dos años antes. Al llegar al pie del mismo árbol en el que ella se había apoyado, él le espetó la pregunta que resumía todas sus inquietudes:
—¿Qué le pasa a Bill? ¿Por qué está siempre solo?
Le pareció observar una sombra de irresolución en el semblante de Helen, antes de que ella sonriese para decirle:
—Bill está bien. Es posible que se haya vuelto un poco misántropo, pero es que yo le dije que no te molestara.
Pero Gregson no podía evitar tener la impresión de que su rostro inocente ocultaba una considerable preocupación.
—Ya no soy el niño al que le tirabas arena a la cara en la playa. En las últimas seis semanas he recuperado casi quince kilos. Llevo un mes sin tener un solo ataque. ¿Te das cuenta? Incluso puedo hablar tranquilamente del tema, ahora. Dicho con otras palabras… ya no tienes por qué ocultarme nada.
Le pareció que estaba dispuesta a decirle algo. Pero ella se limitó a reír y dijo:
—Lo único que te oculto es un budín de ciruelas con ron quemado, que te serviré para cenar.
Se recostó en el árbol, tal como había hecho tanto tiempo atrás, y el agradable calor de aquel sábado de julio pareció dar una ternura especial a sus ojos. Él ya no estaba macilento ni tenía los ojos hundidos, como cuando salió del Instituto. Ya no se sentía osado por el simple gesto de tocarla. Pero cuando la estrechó entre sus brazos y la besó, ella le devolvió el beso fríamente y apartó la cara casi al instante.
—Ahora se han invertido las formas, por lo visto —observó él, desconcertado—. Hace dos años tú me aceptaste, exactamente en este mismo sitio.
—Y tú me rechazaste.
—¿Y ahora intentas vengarte de mí?
Ella se mordió los labios y afirmó con la cabeza.
—Francamente, no lo entiendo. Ya sabes que no volveré al Departamento.
—El Departamento no era lo único que se interponía entre nosotros, ¿no es cierto? —dijo ella, pensativa—. Te acuerdas de Philip, ¿verdad? Dijiste que no querías que mi segundo marido fuese un aullador, también.
Él no pudo negar que, en efecto, se lo había dicho.
—Primero, fue Philip. Después, tú. Y ahora…
—¿Y ahora, qué?
—Que no quiero correr ese riesgo.
—¡Pero si yo ya he pasado la barrera!
—Tú, sí, pero yo no. ¿Has pensado en lo que sería… tener hijos en esas condiciones? Dios mío, qué terrible sería contraer la enfermedad mientras estuviese embarazada. O ver como mis hijos morían en mis brazos, lanzando espantosos alaridos.
Él se sintió incapaz de discutir contra aquella alianza de lógica y sentimiento.
El avión, anunciado por el rugido de sus reactores, pasó a baja altura sobre el seto, volvió a ascender para situarse en la vertical de la diana de aterrizaje y luego descendió con rapidez.
Helen agradeció aquella interrupción.
—¡Un visitante! Vamos a ver quién llega primero a la zona de aterrizaje.
Ambos salieron corriendo y él se sintió muy orgulloso de ganarle por bastantes metros, cuando se detuvo ante el joven alto y delgado con el brazal del Cuerpo Médico del Departamento de Seguridad, que acababa de saltar del avión.
—¿Es usted Arthur Gregson? —le preguntó el médico. Cuando Gregson asintió él prosiguió—: ¿Cómo se encuentra? Yo diría que muy bien, a juzgar por el sprint que acaba de efectuar. Soy Horace Miles.
Gregson le presentó a Helen y luego le preguntó:
—¿Le trae un asunto oficial, acaso?
—Me han ordenado que le haga un reconocimiento. Pero por lo que veo, no tendrá que ser muy a fondo. ¿Ha tenido ataques últimamente?
—Ninguno desde hace más de un mes. ¿Por qué?
—Hum —musitó Miles, mientras se dirigía con ellos hacia la casa—. Le dieron de alta hace seis semanas, y lleva cuatro sin ninguna recaída. Yo aseguraría que se halla totalmente restablecido. Radcliff se alegrará de saberlo.
—Yo no me había propuesto volver al Departamento. Creo que ya hice bastante por él.
—Por supuesto —asintió instantáneamente Miles—. Hizo usted esto y mucho más, durante las operaciones iniciales contra los valorianos. Pero Radcliff me pidió que le comunicara este mensaje: El trabajo que usted, y solamente usted, puede realizar ahora, será incluso de importancia más vital que el que ya ha efectuado.
—¿De qué se trata?
—No lo sé. No soy más que un oficial médico al que se le ha confiado un mensaje. Pero según tengo entendido, se cuenta con usted para terminar con los alaridos. Radcliff le espera en su despacho el lunes.
Una hora después, cuando regresaban de despedir a Miles en el campo de aterrizaje, Helen dijo, muy abatida:
—Supongo que eso quiere decir que el lunes te irás.
—No poseería la curiosidad propia de un ser humano si no lo hiciese. Y sólo con que pueda evitar a una sola persona que pase por el calvario por el que yo he pasado, mi viaje ya valdrá la pena.
Ella vio como el avión desaparecía tras un seto, y luego se miró las manos.
—No pensaba decirte esto… por lo menos ahora. Quería escoger un momento en que pudiese estar segura de que no habría peligro de recaídas. Pero, puesto que te vas pasado mañana…
Gregson la agarró por los hombros.
—¿Qué quieres decir, Helen?
—Ahora ya sé por qué tío Bill está tan silencioso y retraído; por qué se pasa la mayoría del tiempo encerrado en su habitación. He encontrado una gran cantidad de sedantes en ella.
—¿Acaso eso significa que…?
—Quedamente, sin quejarse, sin proferir un lamento, se está convirtiendo en un aullador.