Nacido a consecuencia de la frustrada expedición de la Nina, el mito de la presencia de invasores en la Tierra se convirtió en una poderosa obsesión que casi lo paralizaba todo, después del Intercambio Nuclear de 1995. Durante meses, el mundo aturdido se resignó a esperar que lo que hasta entonces sólo se rumoreaba y se suponía, terminaría inevitablemente siendo cierto.
Sin embargo, nadie se encontraba preparado para recibir el impacto que causó la conferencia de prensa convocada aquel martes, en la antigua Asamblea General de las Naciones Unidas.
Ante la batería de cámaras de la televisión se hallaba toda la jerarquía del Departamento de Seguridad… encabezada por Radcliff su director, junto al que estaban el jefe de la Guardia Internacional y los oficiales encargados de las secciones de Comunicaciones y Espacio.
Gregson y Eric Friedmann, el agente especial de Baviera, ocupaban una mesa de la derecha mientras a la izquierda, atado y amordazado, estaba el conspirador humano que Wellford había conseguido reducir en la calle Cuarenta y Tres.
Radcliff hizo un breve discurso de introducción, muy parecido al que pronunció ante los agentes reunidos en Londres. Luego invitó a Gregson y a Friedmann a añadir los detalles que considerasen necesarios al relato que él ya había hecho de sus respectivas aventuras.
Después ordenó que quitasen la mordaza del prisionero.
El hombre prorrumpió en una sarta de juramentos, debatiéndose contra sus ligaduras. Luego vociferó:
—¡Estúpidos idiotas! ¿No veis lo que están haciendo? ¡Quieren ataros con cadenas! ¡Los valorianos no pueden hipnotizar a todo el mundo! ¡Ellos…!
Indicando con un gesto que volviesen a amordazarlo, Radcliff se volvió hacia los informadores con la cabeza inclinada.
—Contra esto es contra lo que luchamos: Una fuerza que puede convertirnos en robots insensatos. Que destruye nuestra voluntad de resistencia. Que crea en cada uno de nosotros un equivocado sentido de la lealtad. Que nos reduce a una servidumbre ciega.
Cuando pasó la película de su interrogatorio del valoriano en el auditorium de Londres, Gregson volvió a pensar con dolor en el terrible espectáculo que ofrecía Wellford al sufrir el ataque, que obligó a internarlo apresuradamente en el Instituto Central de Aislamiento de Londres.
Y luego recordó asombrado que el ataque había sido predicho por la vidente, que también había profetizado su ataque final y definitivo en la granja de Forsythe, dentro de dos días.
El chasquido de la pistola láser de Radcliff, con que terminaba la película, puso fin al ensimismamiento de Gregson, quien no dejó de sorprenderse de que el director hubiese tenido la osadía de mostrar cómo mataba fríamente al valoriano. Pero al punto comprendió que aquello tenía el valor de un grito de guerra… de una exhortación que enardecería a todos los seres humanos, haciéndoles cerrar implacablemente contra el enemigo.
Incluso antes de que hubiese terminado la rueda de prensa, empezaron a llegar noticias sobre las primeras reacciones del público a la División de Comunicaciones del Departamento de Seguridad.
En Buenos Aires una mujer sufrió un ataque mientras contemplaba la retransmisión en un aparato de televisión instalado en la ventana de un puesto de la Guardia Internacional. Pero la gente que la rodeaba, en vez de auxiliarla, se abalanzó sobre un hombre delgado y de tez olivácea, casi calvo, pese a que el infeliz gritaba en vano que él no era valoriano.
En Pensilvania, se organizaron espontáneamente partidas de ciudadanos que registraban el Condado de Monroe casa por casa y granja por granja. Algunos de estos celosos defensores de la ley y el orden consideraron útil quemar los campos y los bosques a su paso, para que no pudiera ocultarse en ellos nadie.
En Osaka, una horda de desorientados japoneses, que escuchaban la transmisión con un aparato traductor defectuoso, supusieron que lo que decía Radcliff no era que los alaridos fueran causados por los valorianos, sino que quienes sufrían los alaridos eran valorianos. En consecuencia, ni cortos ni perezosos pegaron fuego a su Instituto de Aislamiento.
La más reconfortante de las primeras noticias que llegaron, se dijo Gregson cuando más tarde se enteró, fue la relativa a un suceso ocurrido en el bosque de Belleau, cerca de París. Dos hombres de aspecto macilento y desesperado se presentaron tambaleándose en el puesto de la Gendarmería, para entregarse al destacamento adjunto de la Guardia Internacional. Confesaron que habían pertenecido a una célula y deseaban ser puestos en cuarentena. Añadieron que incluso antes de terminar de ver la emisión, ya surgió una pelea entre ellos. Un individuo pereció en la refriega y otros dos negándose a creer aquellas noticias, emprendieron la huida con su jefe valoriano.
Cuando terminó la rueda de prensa, Radcliff dijo a Gregson, y se lo repitió varias veces, que los lamentables incidentes causados por las masas enardecidas le tenían sin cuidado. Sin embargo, reconocía que la reacción inicial del público quizás fuese excesiva pero al menos demostraba un celo combativo verdaderamente ejemplar.
La emisión del martes produjo un resultado inesperado en Manhattan. Miles de personas se congregaron en East Avenue y en las orillas del río, resueltas a impedir que el Cuartel General de la organización que dirigía la contraofensiva contra los Valorianos, volviese a ser atacado por una célula enemiga.
Este hecho, por supuesto, simplificó la flamante misión de Gregson, que acababa de ser nombrado oficial al frente de las defensas del antiguo Secretariado de la ONU. Y así tuvo tiempo, tanto aquel martes como el miércoles siguiente, para llamar a Helen por convisor. No le sorprendió en absoluto que cada vez que la llamaba, ella se mostrase algo reacia a tocar el tema de la conferencia de prensa. E inquieto por la preocupación que mostraban sus atractivas facciones, él prefirió no insistir, pues ignoraba las circunstancias exactas capaces de desencadenar el reflejo condicionado que la convertiría en una frenética defensora de los extraterrestres.
La tarde del miércoles Radcliff partió hacia Montreal, donde un destacamento especial de guardias, que tenían unas pistas proporcionadas por la policía canadiense, había desarticulado una célula capturando de paso a dos valorianos. Antes de partir, dijo a Gregson con una sonrisa:
—Creo que finalmente los hemos puesto en desbandada. Gracias a usted, sabemos dónde hay que buscarlos. Se ha ganado unas vacaciones. Delegue su autoridad a un oficial subalterno. Comuníquese de vez en cuando con nosotros, pero no vuelva hasta que se encuentre fresco y descansado.
Gracias a este inesperado permiso, Gregson, la víspera del día de Acción de Gracias, descendió hacia la diana de la granja, junto a la cual encontró a Bill esperándole en el tractor-camioneta. El impetuoso viento del noroeste penetraba en la abierta cabina del vehículo y Forsythe cerró la cremallera de su chaqueta, mirando con sus ojos ciegos la pista de aterrizaje.
—¿Greg? ¿Eres tú? —dijo con incertidumbre, asiendo con ambas manos el volante.
Después de darse a conocer, Gregson se acercó para decirle:
—Siéntate ahí al lado. Yo conduciré hasta la casa. ¿Te trajo Helen hasta aquí en el tractor?
—Ya suponía que me lo preguntarías. No, no me trajo ella. Ya sé que nunca me darán permiso de conducir. Pero nadie se entera cuando lo hago por mi propia granja. Anda, sube.
No muy convencido, Gregson subió al asiento de la derecha y escrutó el rostro del anciano. Sus facciones mostraban indistintamente orgullo y determinación, mientras sus cabellos canosos se movían bajo los embates del gélido viento. Forsythe, que se hallaba empeñado en seguir haciendo casi todas las cosas que hacía antes de sufrir el accidente, no estaba dispuesto a hacer concesiones a su ceguera.
Dio marcha atrás y luego partió hacia adelante, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que no tenía ningún medio de saber cuándo debía girar.
—¿Con que valorianos, eh? —musitó—. Siempre supuse que los informes que envió tu hermano desde la Nina no eran para tomárselos a humo de pajas. Creo que casi todo el mundo era de mi opinión. Pero ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar en sitios como éste?
—Supongo que ese fue el mismo razonamiento que se hicieron los extraterrestres.
Forsythe extendió bruscamente el brazo por la ventanilla de la cabina. Cuando el vehículo avanzó, su mano interceptó un cable tendido de un tronco a otro. De modo que así se las arregla, se dijo Gregson. Si se desviaba, daba la vuelta al volante hasta que sus dedos establecían nuevo contacto con el cable.
—Tendrías que haber estado aquí anoche —le dijo Forsythe—. De Stroundburg salió un numeroso grupo en varios coches; después de pasar por aquí, se dirigieron al pabellón de caza de Wilson y lo quemaron, con todos los bosques que lo rodean.
Gregson vio como el tractor se acercaba al poste al que estaba atado el cable guía, pensando que la colisión era inevitable. Pero entonces vio el nudo en el cable, en el mismo momento en que el brazo de su acompañante establecía contacto con él.
Giraron bruscamente a la derecha, sin chocar con el poste, y continuaron hasta que los dedos de Forsythe localizaron otro cable tendido hasta la casa.
—¿Cómo está Helen? —le preguntó Gregson.
—A decir verdad, no lo sé. Está demasiado tranquila, lo que en ella denota nerviosismo. Quizás esté asustada de los valorianos. Anoche la oí pasear por su cuarto hasta después de amanecer.
A diez metros de la puerta posterior, tocó otro nudo en el cable y pisó el freno.
—¿Qué te ha parecido?
Pero Gregson pensaba si el simple hecho de que él mencionase que estaba enterado que tenía algo que ver con la célula del pabellón de Wilson, unido al de su identidad como agente del Departamento de Seguridad, no sería bastante para provocar en Helen una reacción violenta, debida a su condicionamiento.
—¿Qué te ha parecido? —repitió Forsythe, acariciando el volante con orgullo.
—Estupendo —contestó Gregson sin mucho entusiasmo—. Debes de haber estado practicando mucho tiempo.
Forsythe se acostó temprano después de cenar, mientras Gregson atizaba el fuego de la chimenea que calentaba el living room, sentado ante ella con un brandy en la mano. En la cocina, Helen estaba muy atareada con los preparativos de la comida del Día de Acción de Gracias, que era al día siguiente.
Sólo llevaba allí unos minutos, empero, cuando ella apareció en el umbral, dirigiendo miradas indecisas a su alrededor. Luego fue a sentarse a su lado en el diván y los reflejos de las llamas que hacían brillar sus finos y rubios cabellos, rodeaban su cabeza con una especie de halo dorado.
Gregson se levantó, puso el brandy encima de la mesa y sin que ella lo viese, abrió su botiquín, por si hubiese necesidad de administrarle un calmante a toda prisa. No podía aplazar ya más el interrogatorio.
Pero mientras él aún titubeaba, ella clavó la vista en el fuego y dijo:
—Greg… quiero hablarte de esa célula del pabellón de caza. Yo… Tú no capturaste a todos los conjurados en aquella incursión.
Él esperó a que siguiese, confiando en que se mantendría racional mientras no pareciese que él deseaba arrancarle información a la fuerza.
—Había alguien más… oculto en el desván. Tenía que estar de guardia mientras Kavorba dormía. Él…
—¿Kavorba?
—Kavorba era el jefe valoriano de la célula. El hombre del desván consiguió permanecer oculto cuando los guardias irrumpieron en la casa. Luego… poco antes de abandonar Pensilvania… dijo que Kavorba mencionó mi nombre en tu presencia. Y entonces comprendí que tú debiste de pensar que yo también… pertenecía a esa célula.
De pronto ella se echó a llorar y ocultó el rostro entre las manos. Gregson comprendió que ahora ya no habría necesidad de utilizar la hipodérmica. Le dio a beber un poco de su brandy y entonces ella le contó cómo la célula se había puesto en contacto con ella hacía más de un mes y de qué manera Enos Cromley y el valoriano se aprovecharon de sus temores para utilizarla como instrumento que les permitiera llegar hasta Gregson.
Cromley pasaba con frecuencia frente a la casa de los Forsythe y se detenía a menudo a hablar con ella en el campo o en el patio. Al principio, la obsesión que tenía aquel hombre por la presencia de invasores entre nosotros le hacía gracia. Incluso se echó a reír cuando un día él le dijo que el Departamento de Seguridad era lo único que impedía a los valorianos acudir en ayuda de la Tierra, y que Gregson se hallaba en peligro, al trabajar al servicio del Departamento.
—Yo entonces ignoraba —le explicó, aún temblorosa—, que ellos sólo querían valerse de mí como un medio para llegar hasta ti. Supongo que querían capturar a alguien del Departamento.
—¿Dónde viste al valoriano?
Helen le contestó que, en el curso de un paseo por el bosque, detrás de la granja, se encontró con Cromley y Kavorba. Entre ambos trataron de convencerla, pese a su divertida incredulidad, de que este último era un extraterrestre.
—Era extraordinariamente persuasivo. La mayoría de lo que dijo me parecía sin pies ni cabeza, pero hablaba con tal sinceridad… y se le veía tan cansado, inerme y preocupado…
—¿Cuáles fueron algunas de las cosas que te dijeron?
—Qué lo que ellos querían era salvar a la Tierra.
Otra vez el truco de la salvación.
—¿Salvarla de la epidemia?
Ella inclinó afirmativamente la cabeza.
—Pero más que de eso, del Departamento de Seguridad… antes de que éste pudiera destruirlos, y a nosotros con ellos.
—¿Y tú le creíste?
—¡Oh, Greg! Hasta la emisión de ayer, yo no tenía la menor idea de cuál era su táctica; no sabía que pueden confundir y persuadir y hacer creer a sus prosélitos que no son ciertas. Kavorba incluso llegó a decirme que los alaridos ni siquiera eran una enfermedad, sino otro medio de percepciones.
—¿Otro… qué?
—Una especie de sexto sentido. Una nueva manera de ver las cosas. Añadió que tarde o temprano todos pasaríamos por los alaridos.
—¿No se te ocurrió pensar que pudiera estar mintiendo?
Ella movió negativamente la cabeza, como si sintiera compasión de sí misma.
—Me lo demostró. Me dijo que él era… hiperperceptivo, pero que aquí no podía utilizar muy bien esta facultad. Me dijo lo que yo estaba pensando. Luego dijo que si escarbaba en la tierra, en el lugar donde me encontraba, descubriría una raíz, que se bifurcaba dos veces en un espacio de seis pulgadas. Pero yo no sabía entonces que podía hacerme ver cosas inexistentes.
Rompió de nuevo en sollozos y él la hizo beber más brandy y luego la abrazó estrechamente hasta que se calmó.
—¿Dices que querían llegar hasta mí?
—Sí. Dijeron que necesitaban tener con ellos a personal del Departamento.
—¿Y tú accediste a entregarme?
—Lo hice más por tu propio bien que por el de ellos. Verás, me convencieron de que iban a destruir el Departamento. Y sus actos siempre estaban guiados por el mismo propósito invariable… la salvación del mundo.
—Y entonces tú lo dispusiste todo para hacerme venir.
Ella volvió a asentir.
—El accidente de tío Bill en la ducha me dio la oportunidad que esperaba.
—¿Así, tú ya sabías que él no sufría un ataque de alaridos?
—Exactamente. Entre grito y grito de dolor, los tacos que soltaba no dejaban lugar a dudas. Pero yo lo aproveché para ponerte esa frenética llamada por convisor. Kavorba se proponía establecer contacto contigo al día siguiente de tu llegada. Pero a mí no se me ocurrió que ya pudieses conocer la existencia de la célula.
Levantó la cabeza del hombro de Gregson, donde la tenía apoyada, y frunció el ceño al verlo silencioso y pensativo.
—Y por eso —dijo él por último— fingiste que de pronto te habían entrado unas ganas locas de casarte conmigo.
—¡Oh, no! Eso no me lo hicieron pensar ellos. Lo había resuelto yo misma varias semanas antes. Pero cuando me hablaron del peligro que corrías, esto redobló mi decisión de hacerte abandonar el Departamento.
Fijó la vista en los tizones del fuego moribundo.
—Y luego… el viernes pasado… cuando tú me diste a entender que había otra… yo no supe qué hacer. Además, parecías entregado en cuerpo y alma al Departamento y eso me convenció de que nunca accederías a dejarlo.
—Esa otra no existe: no hay nadie más que tú —le dijo él, volviendo a abrazarla estrechamente.
—Ahora ya lo sé. La emisión me lo explicó todo… cómo me engañaron, haciéndome sentir lealtad hacia los valorianos; cuan Importante es tu trabajo y cómo es preciso que lo continúes, hasta la destrucción de todas las células.
Él se limitó a guardar silencio, dejándola creer que su deber era la única barrera que se interponía entre ellos, tratando de fingir incluso ante sí mismo que la amenaza de los alaridos, que todos temían tan próxima, era inexistente.
—¿Averiguaste algo más acerca de la misión que tienen asignada las células? —le preguntó.
—Lo importante, ahora, tal como yo lo entiendo, es ampliar y consolidar su posición. ¡Oh! Desde luego yo ya sabía que existen células agresivas, que se habían armado para atacar puestos avanzados del Departamento en misiones de comandos. Pero las restantes sólo estaban empezando a organizarse.
Era evidente que Helen, pese a que permaneció muy poco tiempo en la célula, podría ser una fuente de información vital sobre los planes de los invasores. Pero ¿cómo podría hacer llegar dicha información a las personas adecuadas, sin complicarla de paso a ella?
—Supongo que el Departamento me detendrá tarde o temprano —musitó ella, como si leyera sus pensamientos.
—Tal vez no. Afluyen constantemente nuevos detenidos a la prisión que hemos habilitado. Será imposible interrogarlos a todos.
—Cuando vengan a por mí, estaré preparada —dijo ella con voz queda.
Pero no irían a por ella, se prometió Gregson. Al fin y al cabo, él aún tenía ciertos privilegios. Radcliff se haría cargo cuando se lo explicase todo.
A la mañana siguiente, Gregson penetró en la cocina, en la que flotaba un olor delicioso. Helen, fresca y atildada, en contraste con su aspecto afligido de la noche anterior, blandió una sartén ante su rostro y le amonestó con estas palabras:
—Para los que se levantan tarde no hay desayuno.
Y mientras untaba al pavo, se mostró más conciliadora.
—Aunque, claro, podría prepararte un bocadillo con un poco del relleno.
Él permanecía de pie en la puerta, aspirando el rico aroma de la cocina y entornando los ojos, heridos por el brillo del sol que se reflejaba en un blanco manto de nieve caído durante la noche. Tarareando una cancioncilla, ella esparció el relleno sobre una rebanada de pan, que luego cubrió con otra. Hacía siglos que él no la veía tan feliz y atareada. Llevaba unos elegantes pantalones de esquiar y el mismo suéter rojo de gruesa lana, cuyo cuello parecía formado por pétalos levantados, que atraían irresistiblemente la vista hacia sus arreboladas mejillas y sus ojos grandes de mirada dulce.
—Y con esto —le dijo ella, tendiéndole el bocadillo— tendrás que aguantar hasta las doce.
Hasta las doce. Un par de horas más y haría quedar mal a lady Sheffington y su predicción. «Yo no confiaría en comer ese pavo», dijo ella, o algo parecido. Aunque, por otra parte, Wellford también supuso que la profecía no iría a cumplirse.
—Si te hubieses levantado temprano —prosiguió Helen, risueña—, me hubieras ayudado a levantar un muñeco de nieve junto al granero. ¿Me acompañas a verlo?
Una vez en el exterior, se dirigió hacia la grotesca y brillante figura, examinando su boca con una sonrisa de oreja a oreja. Mientras permanecía mirándola, recibió el suave impacto de una bola de nieve en el cogote, y, cuando se volvió, Helen le tiró otra. Él trató de apresarla, pero ella lo esquivó y recogió otro puñado de nieve. Pero antes de que pudiera convertirla en una bola, él le rodeó las rodillas con los brazos y la hizo caer.
Su impulso le llevó hacia adelante, tropezó y cayó tendido sobre ella. El cuerpo de la joven, que se debatía, quedó atrapado bajo el suyo, mientras ella reía y movía la cabeza alocadamente, con la nieve plateando sus dorados cabellos. Los rayos del sol bañaban su rostro, haciendo más profundo el azul de sus ojos. Sus labios húmedos dejaban al descubierto sus dientes perfectos, que eran fascinantes en su nívea blancura. De pronto se inmovilizó y la expresión frívola abandonó su rostro. Sin dejar de sujetarla por las muñecas, él la besó.
Tardó un momento en recordar que él no había querido provocar aquella escena. Incorporándose, se mesó los cabellos y empezó a decir:
—Yo…
Pero no pudo terminar la frase. El propio sol, ardiente y resplandeciente, pareció estallar en su cráneo en una terrible y lancinante agonía que le quemaba todas las neuronas, fundía todas las sinapsis y desgarraba todas las membranas celulares.
Oyó sus gritos de terror y angustia, mientras se sentía, lleno de desesperación, que aquél no era otro ataque esporádico sino que los alaridos, en toda su plenitud, en su furia permanente y definitiva, habían caído sobre él.
El pinchazo de la aguja hipodérmica y la estridencia de su sirena pasaron desapercibidos en medio de su despiadado tormento.
* * *
Sobre un fondo de esplendor galáctico, la nave valoriana de observación Viajero Estelar permanecía al pairo en el espacio interestelar, con sus interminables corredores curvos y enormes compartimientos oscurecidos por sus propias tinieblas. Aquella negrura sólo estaba rasgada por la emisión termiónica de diversos instrumentos de control.
La poca luz que se originaba casualmente a bordo de la astronave no era más que un subproducto tolerable de los procesos raultrónicos, del mismo modo que el ruido era una consecuencia necesaria de la maquinaria. Instalaciones incandescentes o fluorescentes para iluminar el interior del Viajero Estelar hubieran sido un despilfarro tan incongruente como el empleo de aparatos productores de sonido en una astronave humana, para que sus tripulantes «oyesen su camino» por ella.
Ésta es la analogía que estableció para sus adentros Lanurk, jefe de la misión, mientras medía con sus pasos el bruñido piso de su sala de conferencias.
Escuchó los generadores de rault («productores de luz», hubiera sido el equivalente humano más próximo, puesto que la comprensión del concepto quedaba limitada por sus escasos cinco sentidos), mientras las grandes dinamos se esforzaban por contener el estigum (que los terrestres probablemente llamarían «una especie de oscuridad metafísica»). Pero allí, en aquel lugar del espacio, la Estigumbra (¿cómo se podría explicar este concepto a un terrestre?) poseía una terrible intensidad y él tenía miedo.
En efecto, ¿cómo se podría explicar lo que era la Estigumbra a un ser humano? En primer lugar, sería necesario hablarle de Chandeen, aquella magnífica concentración de fuerzas cósmicas del Centro de la Galaxia. Pudiera decirse que Chandeen hiperradiaba todo el rault natural que permitía zylfar. Pero al llegar aquí, habría que aclararles que «rault» guardaba la misma relación con «zylfar» que «luz» respecto a «ver».
Luego habría que hablarle del Campo de Estigum, situado cerca del núcleo galáctico, una contrafuerza capaz de bloquear todas las emanaciones rault y de provocar una absoluta falta de rault en todo cuanto estuviese situado más allá de él, hasta el mismo borde de la Galaxia. Y sería necesario añadir que en la temible Estigumbra nadie podía zylfar… ni siquiera un valoriano.
Lanurk se dijo con cierto orgullo que había conseguido explicarlo en términos que podían considerarse comprensibles incluso para un terrestre. Pero luego volvieron a dominarle sus aprensiones.
Allí, en el lindero mismo de la Estigumbra, el miedo comunicaba un temblor casi palpable a sus dos corazones. Se imaginaba que debía de sentir casi lo mismo, la misma agobiante sensación de inseguridad que experimentaría un terrestre de pie al borde de la negra boca de una sima abierta en el suelo de una caverna tenuemente iluminada. Aquí poco consuelo sacaba Lanurk de Chandeen, que surgía como un estallido de rault, radiante y tranquilizador, por encima del borde del canceroso Campo de Estigum.
El estigum era tan denso, que apenas podía zylfar lo que pensaban Evaller y Fuscan, que estaban esperando que comenzase la reunión estratégica. La verdad era que apenas podía zylfar la leve radiación visible y dura que chocaba con el casco del Viajero Estelar. ¡Debían de estar adentrándose cada vez más en la Estigumbra!
No, Lanurk, zylfó el pensamiento de Evaller. El ancla aguanta. Pero hemos tenido que disminuir la intensidad de los generadores de rault, para evitar el recalentamiento. A través de docenas de mamparas, Lanurk sentía que las dínamos funcionaban mal. Sus bobinas estaban sobrecalentadas a causa de sostener el máximo voltaje. Lleno de ansiedad, dio la orden de alejarse más de la Estigumbra, pues corrían el peligro de terminar yendo a la deriva al quedarse sin rault.
Los poderosos motores se pusieron en marcha y el Viajero Estelar empezó a moverse.
Lanurk tomó asiento a la cabecera de la mesa. Hablando oralmente, dijo:
—Podemos zylfar fácilmente que las cosas no han ido demasiado bien en nuestra expedición. No tenemos ninguna noticia de ellos. Es evidente que algo ha ocurrido con su sistema de comunicaciones.
—Quizás deberíamos enviar otra partida —sugirió Fuscan.
Lanurk había zylfado inconscientemente la microestructura de la mesa, fascinado por una molécula de lignocelulosa que estaba siendo empujada fuera de su retícula por el asalto de partículas de aire. Se produjo un impacto. Luego otro. Y la molécula quedó libre. Reanudó la conversación oral.
—No, no creo que debamos poner otro grupo de los nuestros a la merced de esos salvajes… al menos por el momento.
—¿Y si tratáramos de ponernos en órbita alrededor de su mundo? —preguntó Evaller.
—¡Por la gran Chandeen dispensadora de rault… no! —susurró Fuscan.
Lanurk se mostró de acuerdo con él.
—Sería una locura meter al Viajero Estelar en esa Estigumbra infernal. Quizás debiéramos estudiar la posibilidad de enviar otra cápsula.
—Eso requeriría tiempo —señaló Evaller—, entrenamiento, lecciones de idiomas, cirugía digital. Y…
Si Lanurk no hubiese tenido su atención concentrada en la conferencia, posiblemente hubiera zylfado lo que se avecinaba. Pero la verdad es que, sin la menor advertencia previa, todos los generadores de rault se pararon a la vez.
En aquella insoportable ausencia de rault, un espantoso temor se apoderó de Lanurk. ¡Dios, qué estigum tan terrible! ¡Y él no tenía más que sus ojos!