Capítulo 5

El tintineo del convisor que tenía en la mesilla de noche obligó a Gregson a incorporarse en la cama. Tardó un momento en reconocer su habitación londinense del Hotel Mount Royal y en recordar que la reunión de agentes especiales estaba fijada para el lunes por la mañana.

Accionó el interruptor y la cara de Wellford se materializó en la pantalla, diciendo:

—Siento irrumpir así, pero supuse que ya estarías levantado, a pesar de que sea domingo.

—¿Qué hora es?

—Muy cerca del mediodía. Y no hago más que mirar la nota que me enviaste, en la que me invitabas a almorzar con budín del Yorkshire. ¿Nos vamos o qué?

—Bajo enseguida.

Wellford hizo una mueca de escepticismo.

—Supongo que eso, traducido a tiempo objetivo, significa aproximadamente media hora. A propósito, ayer leí la noticia de tus hazañas en el boletín de información interior. Ya sabía que tarde o temprano uno de los dos le echaría el guante a un valoriano.

Cuando el inglés hubo cortado la comunicación, los pensamientos de Gregson volvieron a los incidentes del pabellón de caza y volvió a oír el eco de las palabras proferidas por el extraterrestre: «Es el que la joven Forsythe dijo que era…».

¿Helen… miembro de una célula? ¿Persuadida a colaborar con los valorianos, como Cromley y el hombre que estaba con éste, o el otro animado de intenciones asesinas, que Wellford apresó en Manhattan? ¿O acaso únicamente imaginó oír su nombre pronunciado en la cabaña del guarda? Únicamente podía confiar en que Cromley y el extraterrestre no la complicasen también a ella, durante su interrogatorio. Si él conseguía regresar con tiempo suficiente a Pensilvania, trataría de hallar algún medio de sondearla sin activar el malévolo mecanismo de respuestas condicionadas.

El taxi transportó rápidamente a Gregson y Wellford por Oxford Street. Su avance no sería impedido por otros vehículos, pues éstos eran casi inexistentes tras la devastación del poderío industrial inglés en el 95.

Gregson pensaba que, entre todos los centros de población de Occidente, era Londres el que más duro castigo había recibido, a consecuencia del contraataque de los misiles soviéticos. Tres bombas de hidrógeno desencadenaron su furia infernal en la gran zona metropolitana. Pero al estallar las cabezas nucleares a nivel del suelo, esto salvó a la City, situada en la zona central, de sufrir daños irreparables. De acuerdo con el respeto por la tradición, tan británico, se comenzó por reconstruir aquella zona antes de pasar a reedificar los barrios destruidos. Pero el Támesis quedó despojado de su integridad fluvial, con el resultado de que en muchos lugares habían aparecido ensenadas y abras que penetraban hasta mucho más allá de sus antiguas riberas, para comunicar con numerosos cráteres en los que de vez en cuando aparecían flotando cadáveres de personas que habían contraído la epidemia.

—Te decía —repitió Wellford, al darse cuenta de que Gregson no le escuchaba—, que has llegado a tiempo de festejar conmigo un gran acontecimiento. Ayer se suponía que yo iba a pillar los alaridos. O bien no los pillé, o soy el aullador más imperturbable que existe en el planeta.

Gregson hizo una mueca.

—Pillar la enfermedad no es una broma, te lo aseguro.

—Ya lo supongo. Pero te diré que lady Sheffington se lo tomó a broma.

—¿Quién es esa lady Sheffington?

—A su debido tiempo lo sabrás. Entretanto te diré que la noticia de tus hazañas, cuando la leí esta mañana, me dejó boquiabierto. Pero no te engalles demasiado, porque me parece que tú no eres el primero que ha pescado a un valoriano vivito y coleando.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—Espera a la reunión de mañana. Por rumores que han llegado a mis oídos, tengo la impresión de que Radcliff ya ha conseguido interrogar con éxito a un valoriano y se dispone a exponernos los resultados y conclusiones a que ha llegado.

En Trafalgar Square, el escasísimo tránsito se había detenido. Gregson levantó la ventanilla del taxi, para atenuar los penetrantes alaridos de una sirena hipodérmica, procedentes de la base de la Columna de Nelson.

La sirena asustó a las palomas, que emprendieron el vuelo en bandadas, para desaparecer por encima de Cockspur Street. Cuando parecía que las palomas habían vuelto a posarse en algún sitio, el estentóreo tañido de la campana del coche de la escuadra de recogida, que subía por Whitehall, las hizo emprender de nuevo el vuelo.

—Sigamos a pie —propuso Wellford—. Tengo que ajustar cuentas con lady Sheffington en el Strand.

Ambos fueron caminando, Gregson muy arrimado al parapeto desde el que se dominaba la plaza, haciendo caso omiso de la multitud silenciosa y aprensiva que allí se había reunido. Pero cuando el coche de la escuadra se detuvo haciendo chirriar los frenos, no pudo evitar dirigir una mirada de soslayo hacia el león de bronce más próximo.

Alguien había puesto al aullador, como en sacrificio ante un ídolo, entre las patas delanteras del imponente animal. Era un niño… de seis años a lo sumo. Sus pálidas y desnudas pantorrillas temblaban presa de un reflejo inconsciente, manifestándose el terror aun bajo la protección del sedante, que resultaba insuficiente. Pero al menos había dejado de gritar.

Varios camilleros le levantaron como una pluma, le tendieron sobre las angarillas y se lo llevaron en un santiamén al vehículo sanitario. Éste partió inmediatamente, dejando a Trafalgar Square en un sombrío silencio, mientras el grupo de curiosos se desharía, en una atmósfera de abatimiento.

Cuando penetraron en el Strand, Gregson miró hacia atrás. La plaza había quedado desierta y su quietud estaba únicamente turbada por las palomas que paseaban a la sombra del almirante Nelson, cuya estatua presidía el horror que había hecho presa en el corazón de Londres aquel tranquilo mediodía dominical.

Lady Sheffington, le explicó Wellford mientras ambos se acercaban al edificio en cuya fachada se veía un vistoso rótulo, no pertenecía a la aristocracia. El título de lady no se lo pusieron por capricho al bautizarla, entonces era que ella lo había asumido por las buenas.

Gregson leyó alguno de los avisos, que se destacaban en letras doradas: «Se dice la buenaventura», «Conozca su destino y esté preparado», y «¿Acaso el futuro hará de usted un aullador?».

—¿Así, fue lady Sheffington quien te predijo que terminarías dando alaridos? —le preguntó.

Wellford inclinó afirmativamente la cabeza.

—Ahora voy a pedirle que me devuelva los cuartos. —Y, anticipándose a la próxima pregunta de su amigo, añadió—: No. Generalmente no pierdo el dinero con echadoras de cartas. Simplemente, me inspiró curiosidad el hecho de que tres de ellas, conocidas mías resulten ser exaulladoras. Y esto no es todo: las tres realizan predicciones extraordinariamente precisas, como hizo ésta.

Lady Sheffington era una mujer rechoncha y de facciones bastas. Tenía una voz aguardentosa. Aunque su gabinete tenía el piso cubierto con una gruesa alfombra, llevaba el cuello envuelto, lo cual sólo conseguía acentuar su gordura de manera ridícula. Su aliento olía a ginebra y los efectos estimulantes del alcohol habían conferido a su sonrisa el carácter de una mueca permanente.

—Vienes a que te devuelva el dinero, ¿eh? —graznó, mirando a Wellford.

—No parece precisamente que esté dando alaridos, ¿verdad?

—Los lanzarás cuando veas tu planeta, querido. Tu planeta dice «en la fecha prevista, con un margen de dos o tres días».

Y se echó a reír roncamente.

A Wellford aquello le hizo mucha gracia.

—No suele usted equivocarse mucho, ¿eh?

—¡Oh! Algunas veces he fallado.

—¿Verdad que usted fue aulladora, hace algún tiempo?

—¿Quién, yo… aulladora? —La adivina lanzó un bufido—. No he aullado en mi vida, guapo. Si se exceptúa aquella noche en Chelsea, que pasé en compañía de un lindo mozalbete de cabellos ondulados. Aunque, por desgracia, no era un caballero. —Entonces su rostro perdió por un momento su permanente sonrisa—. De acuerdo, monín. Sí, fui aulladora. Pero no me gusta hablar de ello. ¿Entendido?

Soltó una breve carcajada y luego miró muy seria a Gregson.

—¿Te la digo, resalao? Venga, te voy a decir la buenaventura de balde. Hoy paga la casa. En tu lugar, yo no confiaría demasiado en esa cena con pavo que tienes prevista. Y una granja en la que hay un ciego no es el lugar más conveniente para ti, para cuando te dé otro ataque de alaridos.

Gregson dio un respiro. Luego miró con suspicacia a Wellford. Aunque sin duda la broma había estado muy bien preparada, era de pésimo gusto. Pero prefirió tomárselo a risa. Ambos se habían gastado bromas mucho peores en otras ocasiones.

La reunión convocada el lunes por la mañana por el Departamento de Seguridad iba a empezar tarde, por lo visto. Gregson y Wellford encontraron sendos asientos libres en la tercera fila, y vieron como en el auditorium iban entrando docenas de agentes especiales de casi todas las naciones civilizadas del mundo.

Pocos minutos después Radcliff subió al estrado, se entretuvo mirando a un par de ayudantes mientras éstos instalaban la cámara, y luego consultó su reloj. Paseando su vista por el auditorio, su mirada se posó en Gregson. Le saludó con un ademán y volvió a descender del estrado.

—Ese Radcliff tiene una figura imponente —comentó Wellford.

—En efecto, tiene hombros de luchador —repuso Gregson, asintiendo.

—Si alguna vez contraigo la epidemia, como predice lady Sheffington, confío únicamente en salir tan bien librado como nuestro director.

—¿Cómo, qué dices…? Radcliff… ¿un exaullador? —dijo Gregson, extrañado.

—Por supuesto. ¿Acaso no lo sabías? Fue uno de los primeros. Es de la promoción del 86, según tengo entendido.

—Pues lo ignoraba.

Esto, al menos, explicaba por qué Radcliff había sido una fuerza impetuosa, completamente entregada al movimiento que dio tan enorme expansión a la red de institutos de aislamiento dependientes del Departamento de Seguridad. Indudablemente le movió la compasión que sentía por aquellos que, sin dichos institutos, hubieran tenido que hacer frente a la enfermedad solos y sin ayuda. El inglés lanzó una carcajada.

—Pareces tan sorprendido de saber que nuestro director fue un aullador, como yo lo estuve al descubrir que el gobernador de Nueva York había estado también aislado. Quizás un día debiéramos reunimos para tener un cambio de impresiones sobre esta cuestión y otras.

—Sí, eso es lo que tendremos que hacer —repuso Gregson con indiferencia, esperando que su amigo abandonase el tema.

—El Presidente de Italia también perteneció a este selecto club.

Eso Gregson ya lo sabía. Y, aunque Wellford parecía tener un propósito deliberado al tratar aquel tema, le disgustaba su insistencia en hablar de las víctimas de la epidemia.

—Muy bien —dijo con impaciencia—, eso demuestra que numerosos exaulladores se han convertido hoy en personajes importantes. Estamos ya de acuerdo en que los que consiguen pasar la barrera con éxito se hallan mejor calificados para asumir grandes responsabilidades.

—Así parece… —admitió su amigo, pensativo. Gregson recordó que el gobernador Armister, en el curso de su campaña electoral utilizó un sólido argumento en favor de los exaulladores, para que éstos ocupasen puestos importantes, al decir: «La situación es gravísima. Las personas que se han hecho inmunes a la epidemia después de un período de aislamiento como el que yo sufrí, constituyen una buena inversión… en los negocios, en la política o en lo que ustedes quieran».

O bien cuando dijo, en una apelación más dramática al electorado: «Ante nosotros se alza esta terrible barrera que el pueblo llama los alaridos. A un lado de ella, como ovejas asustadas en un redil, está la inmensa mayoría de la especie humana, dominada por la aflicción. Al otro lado están un puñado de exaulladores. ¿No es lógico que quienes ya han conseguido cruzar la barrera con éxito asuman la carga de preservar a nuestra sociedad, de velar por la continuidad de nuestras instituciones?».

Wellford interrumpió las reflexiones de Gregson:

—Acabo de hacerte algunas sugerencias. Me gustaría que meditases en ellas, con la esperanza de que llegues a las mismas conclusiones que yo.

Enojado por la insistencia de su amigo, Gregson desvió la mirada.

—Lo siento, pero no te escuchaba, chico.

Wellford decidió ir directamente al grano:

—¿Por qué los exaulladores tienen que ser objetivos preferentes para el asesinato, por parte de las células humano-valorianas?

Frunciendo el ceño con expresión crítica, Gregson dijo:

—Me parece que tú tampoco has escuchado bien tus propias sugerencias. Si lo que se proponen los Valorianos es conquistar este planeta, como mejor servirán a su causa será sembrando la confusión, destruyendo la autoridad bajo cualquier forma que la encuentren.

El auditorium ya se había llenado del todo y Radcliff volvió a subir al estrado. Sus resueltas pisadas hicieron enmudecer a la asamblea. Se colocó frente a la tribuna y paseó la vista por sus agentes especiales.

—El propósito de esta reunión —comenzó a decir con voz firme y potente— consiste en ilustrarnos. Tengo la satisfacción de comunicarles que ya sabemos todo cuanto necesitábamos saber para planear nuestra campaña contra los valorianos.

Aquí y allá entre el público, un oriental tocado con turbante o un africano cubierto por luengas vestiduras acoplaba una bocina de traducción múltiple al estrado.

—Voy a ser muy breve —continuó el director—. En primer lugar todos ustedes se han enterado, por el boletín interno, del incidente que protagonizó Gregson en Pensilvania. Cuando haya terminado, le invitaré a subir al estrado para que responda a las preguntas que ustedes deseen formularle, con el fin de que nos proporcione detalles que consideren especialmente importantes. Respecto al episodio de Gregson, debo añadir que este agente ha efectuado una valiosa contribución al esclarecimiento de los móviles que animan a los extraterrestres que nos amenazan, al dar a entender que las grandes ciudades, donde residen las autoridades, no son los lugares más adecuados para buscar a los valorianos, aunque de vez en cuando acudan a ellas en misiones de ataque.

Se escuchó un ruido detrás del cortinaje. Disgustado, Radcliff miró hacia atrás y carraspeó.

—Vamos a examinar ahora la experiencia vivida por otro de nuestros agentes en Baviera… Eric Friedmann. ¿Quiere tener la bondad de levantarse?

Un individuo alto y esbelto, de aspecto nórdico, se levantó en el fondo del auditorium.

—Puesto que su encuentro todavía no figura en nuestro boletín —le dijo Radcliff—, le agradecería que nos hiciera un resumen de lo sucedido.

Friedmann habló con voz gutural y precisa:

—Recibimos un informe del Transporte Aéreo del Departamento de Seguridad, acerca de un avión «Sunburst» que fue visto aterrizar al sur de Munich. Llegamos a tiempo de presenciar cómo sus ocupantes desaparecían en un automóvil. Salimos en su persecución. Pero ellos abandonaron la carretera y se internaron por un campo cubierto de hierba. Cuando intentamos seguirlos, descubrimos a nuestras expensas que el campo estaba lleno de tocones, pues nuestro coche chocó contra uno de ellos, inutilizándose.

—¿Sin embargo, los valorianos lograron atravesar el campo sin dificultad?

—Sí.

Después de esta palabra, el alemán volvió a sentarse.

Radcliff bebió un sorbo de agua.

—Volvamos ahora a Gregson y a Nueva York. Todos ustedes conocen, porque se publicó en el boletín, lo que le ocurrió en un callejón de Manhattan. Dijo que, al luchar con el extraterrestre, se inyectó accidentalmente con su propia jeringuilla.

El director hizo una pausa antes de continuar:

—Señores, he llegado a la conclusión de que el automóvil con los valorianos que Friedmann perseguía no abandonó en realidad la carretera. Él únicamente imaginó que lo hacía. Y tampoco creo que Gregson luchase con el extraterrestre en el callejón, sino que el valoriano hizo que Gregson se imaginase la lucha y se inyectase a sí mismo.

En medio de un murmullo general de sorpresa, Wellford murmuró:

—¡Toma! ¡Lo que faltaba!

—Porque lo que quiero que ustedes comprendan, caballeros —prosiguió Radcliff, muy sereno—, es que los valorianos no se limitan a ser persuasivos. Provocan alucinaciones y son unos maestros en el arte de causar ilusiones hipnóticas. Descubrir eso nos costó un prisionero valoriano, que consiguió escapar del lugar donde lo teníamos confinado.

Estupefacto, Wellford se enderezó en su butaca, a tiempo que exclamaba:

—¡Vaya unos truquitos que saben esos extraterrestres!

Secándose el sudor de la frente, Radcliff se bebió todo un vaso de agua.

—En cuanto al motivo que tienen los valorianos para estar aquí —dijo en tono más quedo—, por si no lo supiésemos ya, podríamos adivinarlo fácilmente. Planean, por supuesto, conquistar el planeta, con el mínimo esfuerzo, material y personal. Sospechamos que fueron ellos los responsables de la última contienda nuclear. Tenemos fundados motivos para creer que fueron ellos quienes introdujeron la epidemia de alaridos en la Tierra, para facilitar su conquista sin recurrir a la agresión directa.

Gregson puso todos los músculos en tensión. ¿Sería posible que Helen estuviese complicada en tan monstruosa conjura? Entonces más que nunca deseaba regresar cuanto antes a Pensilvania.

Radcliff dio un puñetazo en la tribuna.

—¡Pero ahora ya sabemos cómo luchar contra ellos! Nuestra principal estrategia consistirá en despojarlos por entero del secreto que les permite hasta ahora circular a sus anchas por las zonas rurales, reclutando a incautos para formar las células humano-valorianas que servirían para destruirnos. —Dirigió una penetrante mirada al espacio, por encima de las cabezas de los reunidos—. Mañana mismo, señores, el mundo entero será informado de los detalles que les estoy exponiendo. Así no estaremos ya solos en la lucha.

Su voz adquirió nuevamente un tono moderado.

—He dicho que uno de nuestros Valorianos se escapó de la prisión. Pero nos quedan dos. Uno de ellos está aquí, con nosotros… debidamente drogado para que no constituya amenaza.

Hizo una señal hacia un lado del escenario y las cortinas se separaron bruscamente, para mostrar a un valoriano atado a una silla, con la cabeza caída sobre el pecho.

Radcliff se la levantó con la mano y le preguntó:

—¿De dónde procedes?

—Del Sistema Valoriano —repuso al cabo de un rato el extraterrestre, con voz soñolienta.

—¿Cómo has podido hacerte pasar por un ser humano?

—Gracias a observación a distancia. Entrenamiento intensivo. Cirugía plástica.

—¿Qué son los alaridos?

—Una epidemia descubierta en otro sistema.

—¿La trajisteis vosotros aquí?

Tras un largo titubeo, el interpelado repuso:

—Sí.

—¿Podéis curarla?

—No tiene cura. Tiene que seguir su curso hasta desaparecer.

—¿Son los valorianos inmunes a ella?

—Sí.

—¿Cómo logran que los seres humanos colaboren?

—Mediante órdenes hipnóticas.

—¿Por qué están aquí los valorianos?

—La sociedad y el orden terrestres se hundirán a consecuencia de la epidemia. Entonces vendremos nosotros para apoderarnos de los recursos de vuestro mundo.

Radcliff caminó unos pasos y se situó detrás de la silla. Gregson, alarmado, vio que sacaba una pistola láser del interior de su chaqueta.

El zyp aislado resonó como un chasquido en la sala, cuando el rayo penetró en el cráneo del valoriano y éste inclinó la cabeza para no levantarla más.

Radcliff se volvió ceñudo hacia los reunidos:

—Me proponía hacer una demostración terrible. Con lo que acabo de hacer, he querido demostrarles que no hay lugar para los sentimientos humanitarios en nuestra lucha contra los extraterrestres. Sólo muertos son inofensivos.

Gregson notó que le aferraban frenéticamente el brazo y se volvió para ver a Wellford temblando como un azogado a su lado. El inglés tenía los ojos vidriosos de terror y sus labios se movían con frenesí pero sin emitir ningún sonido.

Finalmente el primer alarido surgió de su garganta, mientras se tapaba los ojos con las manos. Luego sus gritos de angustia resonaron en el auditorium.

El propio Gregson le administró la inyección y el lúgubre ulular de la sirena pareció entonar un lamento por el pobre Wellford.